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Akal / Pensamiento crítico / 62

Juan Carlos Monedero

Los nuevos disfraces del Leviatán

El Estado en la era de la hegemonía neoliberal

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«Hacer política –decía Lenin hace ahora cien años– es andar entre precipicios». En el mundo vertiginoso del 1%, del calentamiento global y de los campos de refugiados, la política vuelve a ser un ámbito en movimiento, en la calle sin rumbo y en las instituciones sin compromiso. La perplejidad política abre paso a la desdemocratización y anuncia nuevas formas de autoritarismo. Ya hay un norte en el Sur y un sur en cada Norte. La globalización neoliberal, hecha para las empresas multinacionales, desafía a los Estados nacionales. Las minorías se encuentran en la aldea global y las mayorías se desencuentran.

Hobbes escogió la imagen del Leviatán, un bíblico dragón marino, para representar y celebrar en el siglo xvii los Estados absolutistas. Hoy, tras el paréntesis fugaz de los Estados sociales, convivimos con un nuevo monstruo, el neoliberalismo, no menos feroz bajo sus ropajes democráticos. La economía de mercado construye una implacable sociedad de mercado y nos regresa a un mundo de violencia y exclusión propio de otras épocas.

¿Y el Estado? Los cambios estructurales que muestra el siglo xxi parecieron acorralarlo, cuando solo con el Estado puede recuperarse el compromiso con las mayorías en nuestros países, con las generaciones futuras y con un orden global diferente al de la guerra. Ahí es donde se entiende la necesidad de refundar la Unión Europea y la UNASUR, o de reinventar Naciones Unidas. Sin poder político no hay esperanza. Pero el poder político, al tiempo que es solución, también es parte del problema. «No esperéis demasiado del fin del mundo», decía Stanisław J. Lec. En este pesimismo esperanzado, no se puede olvidar que, debajo de los disfraces del Leviatán, siempre está la realidad implacable de un monstruo. Y, en las relaciones con los monstruos, los más débiles siempre son su alimento.

Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudió economía, ciencias políticas y sociología para posteriormente realizar estudios de posgrado en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Ha dictado cursos y conferencias en Alemania, Italia, Francia, Inglaterra, Portugal, Austria y en numerosas universidades latinoamericanas. Es director del Departamento de Gobierno, políticas públicas y ciudadanía global del Instituto Complutense de Estudios Internacionales.

Fundador de Podemos, tiene una presencia activa en las redes sociales –Facebook, Twitter y con su blog «Comiendo Tierra»– y es asiduo en debates políticos en televisión. Ha sido ponente en la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, en la Conmemoración del Día internacional de la Democracia (2010) y en la 28.a Sesión Regular del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra (2015). Entre sus últimas publicaciones cabe destacar El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión (42013), La Transición contada a nuestros padres (62017), Curso urgente de política para gente decente (142016) y No estoy dispuesto a que me roben el alma (entrevista con el periodista Ramón Lobo, 2015).

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Antonio Huelva Guerrero

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Nota editorial:

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© Juan Carlos Monedero, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4546-5

Agradecimientos y desagradecimientos

No hubiera escrito este libro si Tomás Rodríguez, de Ediciones Akal, no me hubiera azuzado los caballos con la urgencia de una carencia bibliográfica sobre el Estado en el neoliberalismo. Debiéramos cuidar a los buenos editores como especies en extinción.

Que los alumnos cada año reclamen nuevas respuestas no permite que echemos la manta en el suelo y nos pongamos a dormir. Son, sin duda, lo mejor de la Universidad. Su interés es auténtico y su desinterés genuino.

Cruzar cada semana las ideas en el diario Público.es, y acudir a la televisión con En La Frontera y las Mañanas de Cuatro, me obliga a tener siempre un cable a tierra. Cualquier análisis del más sesudo de los politólogos se tiene que traducir en un hecho concreto que afecta a una persona de carne y hueso en un momento dado.

Decía Simón Rodríguez que hay tres tipos de maestros: «Unos, que se proponen ostentar sabiduría, no enseñar. Otros, que quieren enseñar tanto que confunden al discípulo. Y otros, que se ponen al alcance de todos, consultando las capacidades». Es evidente que nuestra intención va por la última de las posibilidades. Enfrentar un libro sobre el Estado con la voluntad de llegar a las mayorías sin rebajar el rigor no es sencillo. El Estado siempre está rodeándonos. Toda la gente que ha acompañado este libro se relaciona de una forma u otra con el Estado. Odiándolo o pensándolo como una herramienta que quizá sea útil. El Estado puede indignarnos o emocionarnos. Nos ha dado becas y nos ha castigado. Nos permite pensar horizontes luminosos y nos conduce a los calabozos de la desesperanza. A la generación de mi hermano mayor se la llevó la heroína y el Estado lo permitió. Cosas de la democracia recién recuperada.

He visto a la policía en América Latina entrar en las favelas disparando primero y preguntando después. También a jueces en España llorando porque otros jueces han ayudado a mafiosos, a corruptos y a ladrones. He visto al Estado subiendo el IVA al pan y haciendo amnistías fiscales a millonarios. He hablado con responsables políticos que tienen el cinismo como único argumento y dedican su esfuerzo a legislar para los poderosos. El Estado, siempre, es parte del problema y de la solución. No hay nadie que no sepa algo de él ni casi nadie que pueda explicarlo de manera sencilla. Es difícil hablar con objetividad acerca de algo sobre lo que cada cual tiene una opinión.

Antonio Gramsci, Michel Foucault, Bob Jessop, Boaventura de Sousa Santos, Álvaro García Linera, Christian Laval, Pierre Dardot y Nancy Fraser son fuentes inagotables de este trabajo. Con Jessop, Santos y García Linera he podido discutir con mayor o menor intensidad sobre el Estado, desde la teoría y desde la práctica. Estas tres personas están presentes en cada línea de este libro. Y con ellos, en su diálogo permanente, Marx, Gramsci, Zavaleta, Mariátegui, Poulantzas, Foucault, Benjamin…

Al igual que Boaventura de Sousa Santos con Portugal, entiendo que soy de un país semiperiférico –en mi caso España–, que he podido entender la complejidad de la política pasando por el centro (en mi caso Alemania) y he completado el viaje viviendo en la periferia, esto es, siguiendo los criterios del sistema mundo, en América Latina. No como turista ni como viajero, sino implicándome en la posibilidad de superar el modelo neoliberal que produce pobres reales. Cada párrafo que he escrito lo he cruzado con una pregunta: ¿esto se puede hacer si gobiernas?

Este libro bebe de muchas obras anteriores que han ido brindando paso a paso este resultado final. Empezó con un número especial de la extinta revista Zona Abierta titulado Estado nacional, mundialización y ciudadanía (Zona Abierta 92/93 [2000]). Luego lo actualicé con el título Cansancio del Leviatán (Madrid, Trotta, 2003). La obra de Boaventura de Sousa Santos ha sido esencial en este recorrido, en especial la introducción a su obra que publiqué con el título «Conciencia de frontera: el pensamiento social posmoderno de Boaventura de Sousa Santos» (introducción a la primera edición de Boaventura de Sousa Santos, El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política, Madrid, Trotta, 2005). Tengo a Santos por mi maestro y su pensamiento atraviesa todo lo que escribo. Si vamos sobre hombros de gigantes, es mi gigante.

Igualmente han sido esenciales las dos ediciones –y sus respectivas introducciones– de la versión en castellano de dos de las principales obras de Bob Jessop. La primera introducción la titulé «El Estado como relación social: la recuperación de un concepto politológico del Estado» (en Robert Jessop, El futuro del Estado capitalista, Madrid, La Catarata, 2008); la segunda, «Los laberintos de Borges y la imposibilidad de una teoría del Estado» (en Bob Jessop, El Estado: pasado, presente, futuro, Madrid, La Catarata, 2017). Mi mirada sobre el Estado bebe esencialmente del trabajo de Jessop. Su generosidad y su rigor son dos exigentes compañeros para hablar de algo tan complejo y complicado. Poder debatir con Jessop es interrogar a lo más lúcido y sensible de la academia anglosajona. Mi experiencia también ayuda. Veinte años explicando en la Universidad Complutense de Madrid la asignatura Teoría del Estado y Teoría crítica del Estado han hecho el resto. Si no puedes poner un ejemplo, a lo mejor es que no lo has entendido. Contra los heraldos de lo abstracto.

Nunca hubiera leído igual la Teoría del Estado de no haber tenido la posibilidad de vivir en primera persona y desde las cocinas del Estado el nacimiento de los gobiernos del cambio latinoamericanos –hoy asediados o desmantelados– y también gracias a la experiencia política del 15M, a la formación de Podemos y a la amable atención recibida por los partidos del régimen del 78 y sus cancerberos mediáticos. Hay cosas que se entienden mejor cuando te persiguen. He aprendido que los que habitan el Estado desde los partidos señalan, y los medios de comunicación disparan. Luego intenta el mismo Estado terminar la tarea de una manera aséptica, porque los medios de comunicación han establecido ya la culpabilidad social del «enemigo público». Hasta que la gente deja de creer a unos y a otros. Hoy, los Parlamentos son los medios, y los medios son también los verdugos, y con frecuencia la oposición. Los medios ya no se explican desde el periodismo sino desde la ciencia política.

Las alternativas emancipatorias siempre tienen su primera prueba de fuego en un buen diagnóstico. He podido contrastar ideas con los profesores y activistas que pusieron en marcha el 15M y Podemos. De la misma manera, la experiencia de gobiernos alternativos en ayuntamientos y comunidades autónomas de España ha sido otra fuente esencial de aprendizaje, de contraste, del ir y venir de las ideas a los hechos y de los hechos a las ideas.

La honestidad, perspicacia y compromiso de Laura Gómez dan mucha luz a las conclusiones de este libro y a las ganas de haberme sentado a escribirlo como una forma de continuar el compromiso con los otros. Gracias por recordarme siempre los «afueras».

El Estado es capaz de mucho dolor y es la herramienta para transformar las cosas. Pienso el Estado y pienso en el narcoestado colombiano con Uribe y con Santos, y también en la gente de la sociedad civil que conozco que enfrenta esa violencia y que se deja, literalmente, la vida sin perder el amor por la vida. Pienso en el Estado y pienso en las usurpaciones de la voluntad popular del PAN y del PRI en México, y la gente que no acepta el statu quo también ahí jugándose la vida (quiero seguir viendo cada vez que vaya a México a la periodista Carmen Aristegui y a toda la gente que salió a la calle a hacer lo que no hacía el Estado cuando el último terremoto). Pienso el Estado y pienso en los amigos israelíes y palestinos que confrontan el sionismo de Israel. Los judíos que sufrieron el Holocausto parecen haber aprendido poco cuando ejecutan palestinos. Pienso en Venezuela y pienso en los lastres de la cultura rentista y la ausencia de Estado, y también en la fortaleza de un pueblo –donde tengo tantos amigos que no terminaría de citar–, que, pese a las muchas dificultades, sabe que fue con Chávez que empezó a ser tratado como persona y también que fue la primera vez que se sintió orgulloso de su país. Pienso el Estado y regreso a Perugia, con lo mejor de la politología italiana, en esa ciudad subterránea enterrada por un papa que recuerda el poder de la Iglesia y los problemas de no atrevernos a pensarnos sin motores inmóviles y eternos. Pienso el Estado y recuerdo en un viaje a Nueva York, invitado por Naciones Unidas, una charla en Harlem con negros cuya esperanza de vida era quince o veinte años menor que la de la gente de Manhattan. Recuerdo los tres años largos en Alemania, donde entendí lo que distingue a una esfera pública virtuosa –donde lo de todos se cuida entre todos– de una esfera pública inexistente –un espacio en el que cabe también España– donde lo de todos es del primero que pueda quedárselo. He aprendido en mi país –no en los libros– que lo que diferencia a una persona progresista de una persona conservadora no está en sus lecturas y, a menudo, tampoco en sus ideas, sino en su confianza en los demás. Lo he aprendido en el 15M, en las luchas internas en Podemos, en las marchas de la dignidad, en la generosidad en un momento difícil en el cual España tenía y tiene que discutir su herida territorial. Lo he aprendido en el Brasil que resiste al golpe parlamentario contra Dilma Rousseff por parte de un Parlamento corrupto.

La realidad se empeña en contradecir constantemente a la teoría. Sin todas estas experiencias, no entendería el Estado. Quizá por eso no puedo aceptar explicaciones demasiado simples. Y por eso me he atrevido a añadir el adjetivo «descompensada» a la definición de Jessop del Estado como «una relación social». Claro que se puede desobedecer al Estado (de lo contrario, no habría perspectiva de cambio alguna), pero el precio de hacerlo es alto.

Hace veinticinco años discutíamos en un departamento universitario de la Universidad Complutense de Madrid acerca del nuevo descriptor de la asignatura Teoría del Estado. En aquella reunión algunos profesores se pronunciaron en contra de incorporar la globalización a la definición de la asignatura: «Es una moda, y las modas se pasan. Lo que nunca se pasa son los griegos». Se referían a la Grecia clásica. La astucia de la academia no siempre está a la altura de los tiempos.

Empecé en la teoría del Estado porque los politólogos más lúcidos de entonces, que se inventaron la politología española, me llevaron con su inteligencia por ese camino. Las apuestas personales posteriores nos alejaron. Y la Teoría del Estado ha desaparecido de los currículos universitarios. Se enseña «Instituciones políticas y estructuras de decisión». Los alumnos no entienden el nombre y creo que yo tampoco.

Enfrentarse al Estado es un reto para valientes. Le he puesto el coraje y la perseverancia. El resultado, ya veremos si rinde sus frutos. Mi sensación es que llevo un par de decenios dialogando con algo que reclama mucha atención y que brinda pocos frutos. En cualquier caso, algo vamos haciendo en la práctica. Lo aprendido en mi relación con la teoría del Estado me acompaña en mis decisiones. Es un regalo. Con las dificultades de ser coherente cada día en la práctica. La política real debiera ser obligatoria para todos los profesores de ciencia política. Mentiríamos menos. Y mentiría ahora si no reconociera a los colegas que, contra viento y marea, levantan la universidad pública.

Hemos entrado en el siglo XXI. La Universidad que no acompañe a los tiempos va a convertirse en innecesaria. Haciendo autocrítica, esto vale también para la ciencia política. La falta de compromiso con lo que ocurre –aunque se pueda fracasar en el intento– es la vacuna para no convertirse en un figurante inútil que nunca cocinará ni probará los platos que ni siquiera se atreve a pensar.

Se paga precio por la crítica. En América Latina te matan físicamente. En Europa, te intentan matar civilmente. Saber la relación entre la política, los intereses materiales y los medios de comunicación mella los cuchillos que quieren apuñalarte y desvía los proyectiles que quieren atravesarte. Al final, la teoría del Estado tiene su gracia. Es una suerte de chaleco antibalas.

Con Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y otras muchas compañeras y compañeros confrontamos la política con la excusa de Juego de tronos. Apostar por los dragones es tirar piedras sobre nuestro propio tejado. Nunca nos pusimos de acuerdo y, sin embargo, construimos el mismo barco. Los caminantes blancos, estábamos convencidos, son los neoliberales. En eso siempre hemos estado de acuerdo. Y porque teníamos ese barco, navegamos con nueva gente, Pablo Echenique, Rafa Mayoral, Irene Montero, Juanma del Olmo y otras muchas y muchos esenciales aunque su nombre no sea conocido.

Dios no existe pero funciona. El Estado existe pero no funciona. Al menos, para la defensa del interés general. Y en la defensa del interés del 1%, vemos a su maquinaria pasar por encima de cualquier cosa. Luchar contra enemigos invisibles es tenaz. Pese a todo, seguimos. Comprometidos con un buen diagnóstico. Cualquier revolución se va a hacer con libros. Con muchos libros. Seguro que eso explica estas líneas donde ahora debiera empezar a citar a todas las personas que han logrado que este libro exista. Pero son muchas, y ellas y ellos saben quiénes son. Vaya aquí mi más comprometidas gracias.