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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La ordenada vida del doctor Alarcón

© 2018, Tadea Lizarbe Horcada

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-223-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Sospechosa n.º 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Sospechosa n.º 2

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Sospechoso n.º 3

Capítulo 9

Capítulo 10

Sospechosa n.º 4

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Sospechosa n.º 5

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Sospechosa n.º 6

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Consulta n.º 1

Capítulo 31

Capítulo 32

Consulta n.º 2

Capítulo 33

Fin de semana en el lago: viernes

Fin de semana en el lago: sábado

Fin de semana en el lago: domingo

Consulta n.º 3

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Sospechoso n.º 7

Capítulo 38

Consulta n.º 4

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Consulta n.º 5

Capítulo 43

Sospechoso n.º 8

Capítulo 44

Consulta n.º 6

Irritante n.º 1

Irritante n.º 2

Irritante n.º 3

Consulta n.º 7

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Consulta n.º 8

Capítulo 49

Consulta n.º 9

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

El interrogatorio

 

 

 

 

 

 

Para la testaruda persistencia, que se mantiene extravagante

 

 

 

Para ti

 

 

 

 

 

 

PENSAMIENTO INTRUSO: dícese de aquel pensamiento disruptivo y de origen inconsciente que en ocasiones invade nuestro consciente, con el consecuente efecto atroz en nuestras decisiones, conductas y estado anímico. Difícil tanto de detectar como de erradicar, ya que en su estado original es invisible. Dada su impulsiva naturaleza, en ocasiones se manifiesta de manera fugaz para firmar su feroz y fatal influencia en nuestras historias.

 

Notas
8
de julio de 2013

 

 

 

 

 

El paciente se muestra irritable. No le gusta perder el control y mucho menos otorgárselo a alguien como yo. No he llegado a establecer el vínculo ni la confianza necesaria como para profundizar en el tratamiento.

Es extremadamente inteligente, los historiales escolares señalan un cociente intelectual de 160. Sin embargo, no parece que el colegio fuese una experiencia gratificante para él, lo subieron de curso en dos ocasiones y no encajó en el nuevo círculo social. Se anotaron varios acontecimientos de agresión en el archivo escolar. El orientador señala el carácter retraído del niño y sus dificultades para socializarse además de un tardío desarrollo físico, lo que pudo facilitar las agresiones y humillaciones que repetidamente sufrió.

No habla de relaciones sociales significativas, sin embargo ha expresado su «necesidad de poder comprender mejor a los demás». Opina que la gente de alrededor es mucho «más tonta» que él, por lo que, desde su inteligente perspectiva, nunca podrá llegar a comprender la lógica que mueve a los demás. Considero que, en realidad, tiene dificultades para relacionarse y que sus experiencias sociales anteriores no han sido exitosas. No quiere admitir sus debilidades ni la humillación que debió sufrir en la infancia, se esconde bajo excusas, bajo algo tangible como el número del cociente intelectual. Considera que así, de manera objetiva, él es mejor que los demás.

Vive en un mundo solitario. Ha construido un lugar en el que todo lo que ocurre está meticulosamente planificado, bajo su control. Parte de la premisa de que es muy inteligente y entiende que eso garantiza el éxito de la rutina que ha decidido poner en marcha. Una vida donde la sorpresa, los acontecimientos inesperados y la posibilidad de exponerse al ridículo o la vergüenza no tienen cabida.

 

Se escuda en sus capacidades intelectuales absolutamente para todo. Cree que nadie puede tomar una decisión mejor que él mismo, por lo que la confianza que proyecta en su intelecto podría justificar cualquier acto. Es lo que más me preocupa, dadas las muertes que se están dando en el círculo social del paciente.

 

Dr. Antonio Tenor

1

 

 

 

 

 

—¿Manuel? —Mierda, ahora no, llego tarde. Mi vecina, la señora Bermejo, me interrumpe en el rellano. Es tedioso, escalofriante y aburridísimo rodearme de gente como ella.

A pesar de querer huir, me veo obligado a responder con educación. Mi madre, pensamiento intruso, me repetía constantemente que debía ser educado si quería sobrevivir en esta sociedad. «Cuando no encuentres la paciencia para comprender a los demás, cuenta hasta tres y sé respetuoso», decía. Pues bien… Uno. Dos. Tres.

—Buenos días, señora Bermejo —digo forzando la sonrisa.

Espero que la conversación acabe aquí, pero no. Por supuesto que no. Las personas siempre tienen alguna estupidez más que añadir.

—¿Va usted a trabajar? —pregunta como si no supiera ya la respuesta.

—Sí, llego un poco tarde. —Debo salir de escena de manera educada, sutil y rápida.

Ignoro su interrupción deseando que esto acabe aquí, aunque sé de sobra que no será así. Apresuro el paso en el descenso por las escaleras en un intento de escaquearme.

—¿Manuel? —¡Joder, no me deshago de ella! Por mi experiencia, seguido del tono de voz que ha utilizado para decir mi nombre, siempre viene una petición y no suelo equivocarme: la señora Bermejo quiere algo de mí—. ¿Podría hacerme un favor? Sé que llega tarde a trabajar, pero es urgente.

He caído en la trampa. No he logrado escabullirme, así que si quiero acabar cuanto antes, tan solo me queda aceptar la cuestión y resolverla con premura. La invito a hablar.

—Mi hijo no se encuentra bien, ha pasado la noche con fiebre. Tiene una tos horrible y escupe unas flemas verduscas gordísimas. Pero no un verde blanquecino… no, no… es un verde intenso con tonos amarillos que… —Suficiente, esto tiene que acabar.

—Bueno, entonces, ¡veámoslo! —La interrumpo antes de que me nombre la lista de colores que pueden teñir una flema.

Ni siquiera soy el médico del niño este, sin embargo, soy el desgraciado de su vecino y parece que eso le da derecho a su mamá para interrumpir mis rutinas y ahogarme con gilipolleces. Existe un sistema sanitario, una cartera de servicios y un protocolo de acceso; que llame al centro de salud y que pida cita como todo el mundo. Y si no quiere, que estudie medicina para tratar a su hijo y me deje en paz de una santa vez.

 

 

Entro en la casa con naturalidad, sé de sobra dónde está la habitación del niño, lo he explorado millones de veces. Aunque no recuerdo su nombre… ¿Cómo era? Mierda, odio no acordarme de las cosas, no suele ocurrirme y no me gusta parecer imbécil.

La señora Bermejo va tras de mí. Es una mujer robusta y jadeante que se mueve con contundencia. Suele vestir con un delantal de flores amarillas, huele a tortilla de patata recién hecha y lleva el pelo recogido en un caótico y apresurado moño del que se desprenden unos desordenados mechones. Y yo ODIO el desorden y la «no rectitud». Por su aspecto parece que se hubiese electrocutado hace tan solo un minuto. Siempre tiene una mirada cálida y sonriente. Excesivamente agradable para mi gusto… Tengo que admitir a su favor que mantiene la casa más que cuidada. La habitación de su hijo está impoluta, aunque un cuadro que cuelga de la pared se desequilibra ligeramente hacia la derecha y, en mi opinión, debería cambiar la colocación del escritorio, no recibe luz suficiente y se encuentra justo en medio de la línea recta que se produce entre la puerta y la ventana, por lo que la corriente enfría a este debilucho niño, lo hace enfermar y… ¡me hace llegar tarde al trabajo!

—Cariño, despierta, es Manuel, viene a ver qué tal estás. —La señora Bermejo me presenta.

Con la cantidad de veces que vengo a ver a su hijo enfermo podrían tener la decencia de dirigirse a mí como «doctor Alarcón», ya que esa es mi utilidad en esta familia: el médico de cabecera que siempre está de guardia para ellos.

El niño es de constitución más bien delgada, en contraste con su madre, que cuando lo coge de la mano parece que lo arrastra por los aires. Tendrá unos nueve años. El pelo, de color castaño, se pega a su cráneo como si la gravedad lo empujara con más fuerza de lo habitual. Me observa con sus enormes ojos y esa cara llena de pecas.

Nada más verlo sé lo que le ocurre: catarro común. ¡El aburridísimo catarro común! Estornudos, secreción nasal, dolor de cabeza y de garganta, flemas, ojos llorosos y malestar general. También presenciamos el goteo nasal. Asqueroso. A un tórax abierto en el quirófano, con la cavidad inundada de sangre y las entrañas al descubierto lo definiría como vibrante, atrayente y poderoso. Pero un goteo nasal… Eso es asqueroso. No tiene otra posibilidad descriptiva. No sé por qué demonios no hice caso a mi madre y me hice cirujano. En qué estúpida razón cabe que yo tenga que soportar unos mocos.

A pesar de poder diagnosticar el catarro a dos metros del niño, debo hacer como si lo explorase rigurosamente, es algo que he aprendido con los años. Habitualmente, cuando llega un caso, soy capaz de diagnosticarlo en los primeros dos minutos de consulta. Pero si quiero que el paciente esté de acuerdo con mi conclusión, quiero que se fíe de ella y quiero que deje de hacer preguntas y más preguntas inútiles, debo fingir que pienso tan lentamente como la gente común: hacer una pantomima. Representar de manera exagerada mi deliberación. Y aunque emplee más tiempo en simular frente a mi público cómo reflexiono, cómo llego al diagnóstico clínico, la experiencia me dice que en realidad es una manera útil para que las consultas duren menos:

—¿Te duele la cabeza? —pregunto.

—Sí.

Los niños me caen bastante mejor que los adultos, no suelen hablar demasiado. Respetan la autoridad de las batas blancas y no se andan con charlatanerías. ¿Te duele o no te duele? La respuesta es sencilla: sí o no. No necesito saber más. Mucho menos que los pacientes me cuenten su vida y, en el peor de los casos, sus hipótesis diagnósticas.

—A ver, abre la boca. Ya veo, ya… tienes cierto enrojecimiento.

—¿Mucho? —dice su madre.

He dicho «cierto». ¿Qué es lo que no entiende de la palabra «cierto»?

—No. Mucho, no. —La miro entre sorprendido y asqueado por su nula comprensión.

Pongo la mano sobre la frente del niño y observo el conducto auditivo. Menuda obra de teatro. No necesito hacer nada de esto. Como he dicho, es mejor convencer a la madre de que mi trabajo es concienzudo, si no continuará con sus incesantes preguntas y no llegaré nunca a trabajar.

Lo único que no encaja en mi diagnóstico es la fiebre, si estuviese presente me inclinaría por una gripe, pero estoy seguro de que no lo es. La parte más odiosa de mi trabajo es tener que preguntar a los pacientes y tener que confiar en sus declaraciones.

—¿Ha dicho usted que ha pasado la noche con fiebre?

—Sí, y no había manera de bajársela —dice la señora Bermejo frotándose sus gordas manos y mirando con preocupación hacia la cama.

—¿Cuánta fiebre?

—37,3 °C —¡Por Dios! ¡Eso no es fiebre!

Sanidad debería gastar más presupuesto en prevención. No solo en procurar hábitos saludables o en crear métodos de diagnóstico precoz, debería emplear sus esfuerzos en informar a la gente, educar, enseñar y prevenir… ¡gilipolleces como esta!

 

 

Hago una pausa para hacer como que pienso y sentencio lo que podría haber concretado hace cinco minutos. Pues eso, cinco minutos de mi vida perdidos:

—Tiene un catarro. Vaya a la farmacia y que le den algo.

—¿Ya está? Si apenas lo ha mirado. —Se conoce que no soy tan buen actor como creía.

Vale. Voy a contar hasta… Uno. Dos. Tres. Espero que esta pedantería sea parte del instinto de supervivencia de la especie y que la señora Bermejo, como madre, haya adquirido la estupidez máxima con el propósito de sobreproteger a su cría, digo, hijo, de cualquier peligro con el fin de mantener a la especie humana. Pero ya me he cansado, así que voy a dejar de ser tan buen samaritano para convertirme en un estupendo manipulador.

—Su hijo padece un resfriado común o catarro. Sí, estoy seguro. Pero se lo explicaré mejor: se trata de una enfermedad infecciosa viral —omito «leve»— del sistema respiratorio superior. Es altamente contagiosa.

Veo cómo la mujer va entrando en pánico. Esa es mi intención. Le he dicho que era un catarro, pero no quiere creérselo, elige bombardearme con preguntas que yo ya me he hecho. Pretendo asustarla un poquito, porque así seguro que prefiere oír mi anterior diagnóstico, uno tranquilizador que concluya en «catarro». Debería fiarse de su médico (en este caso vecino) y no querer controlar cuestiones para las cuales es una completa ignorante. Continúo con el susto, espero que eso haga que desaparezca de mi vista:

—Causada fundamentalmente por rinovirus y coronavirus. No tiene cura. —Omito que el proceso pasa por sí solo entre tres y diez días.

—¿Pero no ha dicho que era un catarro? ¿Que simplemente debía ir a la farmacia a por medicación?

Bueno, está ocurriendo justamente lo que yo había predicho. Esta señora no quiere aceptar que su hijo tenga algo grave, así que en este momento prefiere oír mi anterior y suavizado diagnóstico. Aunque sea el mismo, claro. Está en proceso de negación. ¡Ay!, benditos mecanismos de defensa de la mente, si sabes usarlos bien, tienes el poder de la sugestión. A veces hablo como si fuera un bandido. O, pensamiento intruso, algo peor.

¡La mismísima señora Bermejo habrá pasado por mil catarros! Sabe de sobra de qué se trata. ¿Por qué ahora parece haber olvidado todo? No entiendo por qué se preocupa tanto por su cría… hijo, no le daría importancia si lo estuviese padeciendo ella misma.

—Puede ir a la farmacia, aunque no tiene cura, le darán algo para paliar los síntomas. —Ahora que está dispuesta a escuchar, voy a ser bueno, la convenceré—. En tres días se le pasará. Como he dicho, no es más que un catarro.

—Entonces, ¿no es nada grave? —¡Otra vez! ¡No me dejará en paz! Nunca aprendo, la estupidez humana no tiene límites. Vale. Ya no lo soporto más:

—No lo creo. Aunque, claro… Es cierto que el catarro común tiene ciertos síntomas, como la tos, la dificultad para respirar y la expectoración, que coinciden con los primeros indicios del cáncer de pulmón. Pero no dispongo de medios suficientes para valorarlo.

—¡Voy a llevarlo al médico inmediatamente! ¡Juan! ¡Vístete, nos vamos! —Objetivo cumplido: se largan. Algún pediatra lo pasará bien esta mañana explicando a la señora Bermejo que su hijo no tiene cáncer.

Por fin puedo marcharme. ¿Ha dicho «Juan»? Entonces, así se llama su hijo. Espero no olvidarlo para la próxima vez. No me gusta parecer idiota.

SOSPECHOSA N.º 1

ROSARIO BERMEJO SÁNCHEZ

 

 

 

 

 

¡Haría lo que fuera por mi hijo! Lo que fuera. Moriría por él y también mataría. No sé si comprar trescientos o cuatrocientos gramos de ternera.

—¡Siguiente! Dígame, señora, ¿qué quiere que le ponga?

Felipe, el carnicero, está de vacaciones en Italia, pero su sustituto me cae simpático, ya me atendió la semana pasada. Es grandote y lleva el sombrero con gracia sobre un pelo blanquecino. Podría ser extranjero, diría que alemán. Tiene las facciones robustas y anchas, como si le hubiesen dado un sartenazo en la cara. La Coque, mi vecina, ya se lo hizo a su marido en una ocasión. Seguro que merecido, esa mujer nunca se equivoca.

—Pues mire, tengo que hacer sopa de cocido y no sé muy bien si cogerme trescientos o cuatrocientos gramos de ternera.

—¿Para cuántas personas es?

—Para tres, pero prefiero que sobre algo. Mi niño está enfermo, el médico dice que tiene que tomar líquidos, así que guardaré cocido por si acaso.

—Con trescientos gramos le vale. Ya le pongo un poquito de más, de «por si acaso», como dice usted.

—Muy bien. —Mira qué atento es.

Con ese mismo cuchillo que ahora está usando el carnicero desollaría a quien quisiera hacer daño a mi Juan.

—Póngame también un cuarto trasero de pollo, dos huesos de espinazo y un trozo de jamón —le digo.

—¡Ahora mismo! —Qué vitalidad tiene este hombre. Y eso que se pasa el día troceando, deshuesando, machacando, triturando carne, órganos, intestinos e incluso partiendo algún que otro cuello. Lleva el delantal manchado de sangre, y la sangre de la carne mezclada con el frío del frigorífico huele de manera especial. Una especie de rancio fresco. Con lo rico que queda todo en el cocido.

 

 

Saco las moneditas de la cartera para pagarle, siempre soy un desastre para encontrarlas, con estos dedos gordos que Dios me ha dado. Le agradezco que se haya portado así de bien conmigo y me seco el sudor de la frente. ¡Ay, la Virgen!, me estoy haciendo vieja y tengo que cargar con todas las bolsas de la compra:

—¡Señora! ¿No le va a poner tocino al cocido? —me interrumpe el carnicero. Tan grandote…

—Fíjese, había pensado que si mi Juan está enfermo podría sentarle mal. Pero ahora me hace dudar.

¿Está su hijo malo de las tripas?

—No. Es un catarro.

—Entonces, ¡póngale tocino, mujer! ¡Revitaliza el alma! —La gente joven sabe de todo—. Tome, le regalo este trocito. ¡Y que su hijo mejore!

—Gracias, es muy amable.

 

 

Todavía tengo que ir al mercado si quiero comprar el resto de ingredientes y pasar por la panadería. Voy a cocinar algo para Manuel, se ha portado muy bien esta mañana. Llegaba tarde al trabajo, y aun así el hombre se ha pasado por casa para ver qué tal se encontraba mi Juan.

Manuel me da lástima, una persona tan buena y válida y sin una mujer ni nadie que se preocupe por él. Creo que las jovencitas deben de verlo huraño. Sí, tiene cierto aire reservado y no es de fácil sonrisa. Me da a mí que poco a poco se ha vuelto un hombre triste, algo le tuvo que pasar y a nadie le gusta estar solo, eso no ayuda a la alegría. Llevo compartiendo balcón y descansillo con él casi cuatro años, y no sé de su vida más de lo que puedo observar por la mirilla. Pero es elegante, bueno, guapo y médico. Anda bien de dineros. Cualquier mujer debería estar encantada con todo eso. Aunque claro, hoy en día, las mujeres se han vuelto caprichosas. Las jovencitas quieren ser reinas. No sé de quién será la culpa, tal vez de la televisión y de las revistas, pero no se conforman con nada, solo ven defectos en sus hombres y vacíos en sus vidas que no saben cómo llenar. Siempre queriendo tener más dinero, más tiempo, más ropa bonita, zapatos más brillantes, vacaciones más glamurosas, queriendo estar más delgadas… Todo se resume en «más», y lo mismo les pasa con sus parejas. No saben lo que tienen, sino lo que no tienen.

Antes era otro cantar. Nos enseñaban en la modestia y en el cuidado de los nuestros. Mi Gerardo, por ejemplo, tiene sus cosas y debo aguantarlas, pero es un buen hombre y se preocupa por Juan. Eso es lo importante. De vez en cuando me trae alguna flor del mercado. Soy feliz.

 

 

Por todo esto, a veces, me veo obligada a cuidar también un poquito de Manuel. No me cuesta nada darle un trocito de bizcocho o de tortilla de patata. El pobre no tendrá tiempo ni de cocinar. Sale de casa pasadas las siete de la mañana y llega muy tarde, no tengo ni idea de dónde come. Seguramente en cualquiera de esos restaurantes que sirven comida de plástico. ¡Vete tú a saber! Ay… qué lástima, esta misma noche le paso un poco de sopita de cocido. Debería haber comprado más ternera. Bueno, si es necesario yo me hago una tortillita de queso y le doy mi ración de cocido. El pobre no habrá probado uno decente desde que su madre se lo hacía. ¡Qué menos! Si no fuera por él, ni siquiera se me habría pasado por la cabeza la posibilidad de que Juan estuviera en peligro, que pudiera tener una enfermedad grave. El pediatra, Ramón, es un bendito, lo ha auscultado y me ha asegurado que no era un cáncer. Gracias a Dios era un catarro. Tengo que ir a la iglesia esta misma tarde para agradecérselo al Señor.

Eso sí, pasaría por encima de la Virgen, Jesucristo y del mismísimo Dios por proteger a mi Juan. ¡Iría al infierno si fuera necesario!

2

 

 

 

 

 

Tras la interrupción de la señora Bermejo no llegaré a tiempo para la primera cita de la mañana. No me gusta llegar tarde al trabajo, parezco un inútil y María Ángeles me critica con su mirada, como hace habitualmente cuando está en desacuerdo conmigo. Suele estar callada, se lo agradezco. Pero sus miradas… Supongo que es demasiado pedir que tenga que controlar eso también.

No sé ni cuántas veces me han cambiado de enfermera antes de que llegara ella. Creo que es la única que han encontrado capaz de aguantarme, pero mañana se jubila. Jubilación anticipada. Puede ser que en realidad tampoco me soporte. No me importa que las enfermeras no quieran trabajar conmigo o lo que cuchicheen en la sala del café, pero no quiero llegar tarde y darles un motivo real para hablar mal de mí. Sé de sobra que no les caigo bien, pero también sé que soy un buen médico y no quiero que nada empañe mi habilidad. Eso deberían saberlo. Sí, soy buen médico. De eso tendrían que hablar.

 

 

Voy circulando de camino al centro de salud y me ha tocado «el lento». ¡Por Dios! No puede ir a quince kilómetros por hora en una vía de cincuenta. Es hora punta, veo imposible adelantarlo, tengo una fila de coches a mi izquierda y la fila de la derecha la lidera «el lento». Casi no puedo soportar la desquiciante velocidad de desplazamiento de la que hace gala. Estoy a punto de tocarle el claxon… Debo respirar y contar hasta… Uno. Dos. Tres. ¡¡Por favor!! Si tienes preferencia, no cedas el paso. ¡Idiota! Seguro que para diez segundos en cada señal de stop.

Llego a una rotonda: mi salvación. Lo adelantaré por la izquierda. Y… touché, es de los que para ir a la izquierda circulan por el carril derecho de la rotonda, tengo tiempo de sobra para adelantarlo con una atrevida y feroz maniobra. Puedo ver la cara de susto que ha puesto cuando me he cruzado en su trayectoria. Es un hombre menudo que se agarra encorvado al volante, como si estar cerca de la luna del coche le hiciese ver mejor. Me permito reír ante su apurado gesto, me gusta haberle causado, pensamiento intruso, miedo. Aunque hubiese preferido causarle terror. Ja.

Por fin… Inepto. No solo tengo que soportar la inadecuada interrupción de mi vecina, sino también la lentitud de este conductor precavido. ¡Odio a los precavidos! Es como si se pasaran la vida haciendo «nada». Tengo que respirar porque me irritan soberanamente. El estómago se me encoge en una maniobra de estrangulación que me quita oxígeno, como cuando escurres una toalla mojada, pero seré capaz de controlar esta rabia sin que me produzca una úlcera. Soy consciente de que no puedo alterarme así cada vez que me encuentre con un idiota, o moriré la próxima semana. Control. Uno. Dos. Tres.

 

 

Al llegar al centro de salud me alivia ver que tengo un hueco para aparcar justo enfrente de la puerta acristalada de entrada. Algo de suerte ya me merecía… Horror. En realidad, el espacio está ocupado por uno de esos «minicoches», por llamarlos de alguna manera. ¡Me ponen de los nervios! Da la sensación de que hay un hueco para aparcar, pero no, es el efecto óptico causado por un vehículo de un metro de longitud que se esconde entre otros dos coches de tamaño normal. Solo por eso, deberían estar prohibidos. Andan jodiendo las ilusiones por aparcar de los demás, y lo que es más importante: mis ilusiones. El horóscopo –por supuesto que hablo desde la ironía, sería estúpido hasta reventar creer en el horóscopo– se lo está pasando «pipa» conmigo esta mañana.

 

 

Para llegar a mi despacho tengo que pasar por la planta de atención temprana a prematuros. Se trata de un nuevo programa con el que enseñan a los padres a estimular a los hijos que, por nacer antes, aún están crudos. Hoy no tengo tiempo para detenerme, pero otras veces me paro a observarlos. Siento gran curiosidad. ¿Los bebes, todos en general, nacerán idiotas? ¿O se van convirtiendo poco a poco? ¿Cuál de ellos no lo es? ¿Cuál de ellos es como yo?

Cada vez que los miro me viene a la cabeza aquel día en que el profesor llamó a casa. Mi madre cogió el teléfono, me acuerdo de su rostro como si fuera ayer. Aunque, claro, es lo que suele pasarme: recuerdo las cosas con facilidad y detalle. Hasta tal punto que se han llegado a burlar de mí. «¿Cómo te vas a acordar de eso? Te lo estarás inventando». Otras veces se enfadan. Las personas suelen mezclar recuerdos, enmascararlos e incluso rediseñarlos a su antojo; sin embargo, yo los revivo con claridad y eso me ha envuelto en numerosas disputas. Me irrita que la gente se confunda y que insista con sus versiones cuando tengo tan claro que no son correctas. NO LO SOPORTO y me llena de ira… Uno. Dos. Tres.

Aquel día, tras unos diez minutos de conversación, mamá colgó el teléfono y me dijo:

—Cariño, siéntate, te voy a preparar un chocolate caliente. Tenemos que hablar.

Ella siempre hacía eso. Me preparaba un chocolate para endulzar las malas noticias. Esperé sentado. Tan solo era un niño, pero no me costaba ser paciente. Mamá volvió con el chocolate en mi taza favorita y unos bizcochitos. Unté el primero y, cuando lo hube saboreado, me cogió de las manos y me pidió que estuviera atento.

—Manuel, ha llamado Carlos. Tenemos una noticia peligrosa entre manos.

Hizo una pausa para ver mi reacción. Me mantuve en silencio, ya con diez años aprendí que las preguntas, si son necias o innecesarias, hay que callárselas. El propio discurso ofrecería las respuestas más rápido sin mi interrupción.

—Bien, no es una mala noticia, ¿de acuerdo? —En realidad aquellas palabras presentaban algo trágico—. De hecho, Carlos estaba ilusionadísimo y yo también lo estoy. ¿Recuerdas las pruebas académicas que os hicieron el otro día?

Claro que lo recordaba. Siempre recuerdo. Mi madre revolvió mi taza, me miró con calidez y sonrío a la vez que decía:

—¡Los resultados son impresionantes! ¡Hijo mío, eres muy inteligente! Bebe un poco más de chocolate —añadió cortando el entusiasmo de manera abrupta.

Sabía que detrás de esa petición para que bebiese chocolate había un «pero», no la veía muy ilusionada ante lo que parecía un gran momento. Mi madre se frotó las rodillas y siguió hablando con un tono tranquilo. Llevaba una camiseta marina de rayas y el pelo castaño y liso recogido en un coletero granate. Olía a lavanda y no podría definir su mirada como inteligente, pero sí como concienzuda.

—Escúchame. Atentamente —continuó—. Tienes un gran poder. ¿Lo entiendes?

—Sí, soy muy listo —asentí obligado a contestar lo obvio.

—Tienes que saber que todo gran poder conlleva un peligro. No te asustes, Manuel, no sé cómo explicártelo… Simplemente me preocupa que a veces puedas sentirte algo solo.

—¿Quieres decir que soy raro? —No me parecía una pregunta estúpida, así que la hice.

—Eres diferente, y eso no es malo. No te alarmes, puedes usar tu inteligencia para comprender el alrededor. No debes caer en la trampa de tu poder, debes ser paciente, no desesperes porque tus amigos no siempre te comprendan.

—Mamá… lo sabía —dije mirando al suelo y a punto de llorar.

—¿El qué? —me preguntó recogiéndome los hombros con sus brazos. Su sonrisa se curvó de manera cariñosa y un mechón de su pelo me hizo cosquillas en el cuello.

—Siempre he sabido que soy diferente —era niño de pocas palabras—, porque me aburro.

—¿En clase?

—En la vida.

—¡Ay!, hijo mío… no te preocupes, tu padre y yo te ayudaremos. Ya lo verás. —Me abrazó con fuerza hasta que recobró la compostura—. Antes de que te acabes el chocolate, escucha esto último que debo decirte: la clave para no caer en la trampa es el respeto. Debes respetar toda forma de vida y toda forma de ser. No tienes más derecho que los demás a decidir, aunque seas mucho más inteligente. Cada persona puede resolver las cosas a su manera y es libre para errar y elegir su camino, tenlo presente cada día. Si alguna vez se te hace difícil, cuenta hasta tres y acuérdate de mí.

Ese mismo año me subieron dos cursos y cambié de compañeros, los niños de doce años eran mucho más altos y mucho más fuertes que yo. Me sentía insignificante y expuesto. A veces, inferior.

3

 

 

 

 

 

He llegado a mi consulta a las nueve menos veinte: diez minutos tarde para la primera cita de la mañana y cuarenta minutos después de la hora en que debo presentarme en mi puesto de trabajo. Casi nunca llego tarde, pero, como había predicho, María Ángeles me echa una crítica mirada sin contestar siquiera a los buenos días que le ofrezco. Su boca se retuerce en un gesto poco disimulado. Tiene los labios pintados de un rojo cereza y el pelo azabache, liso como una tabla que le cae en media melena a la altura de su barbilla. Eso le da un aire afilado. Sin embargo, con los pacientes se retira el pelo por detrás de la oreja. Me odia. Bueno, mañana se jubila, puede aguantar un día más.

—Tenemos a Alfonso esperando —me dice, y comienza a concretar los datos clínicos relevantes—. Señor de…

—Ochenta y tres años, con prótesis de cadera izquierda y bronquitis crónica. En los últimos análisis se observó cierta anemia. —Acabo el repaso por ella, siempre me acuerdo de los historiales de los pacientes y me gusta hacerlo saber.

—Sí. Se me olvidaba su prodigiosa memoria —dice con aire disgustado.

A la gente le fastidia. ¿Es porque se sienten amenazados y entonces me sabotean? ¿Me tienen miedo? ¿Envidia? ¿Acaso soy tan diferente? Mi madre decía que no debía exponer mis habilidades en exceso, que eso podía ofender a los demás. Pero no lo comprendo del todo. Me cuesta. Quiero que todo el mundo sepa que soy bueno en mi trabajo. ¿Qué tiene eso de malo?

—Dígale que pase, por favor —le pido.

El «por favor» lo tengo controlado. Lo intento decir a todas horas, incluso en exceso, sé que eso ayuda a que la gente mueva el culo más rápido. A veces se me escapa un suspiro en la exhalación del «por favor» como señal de la desesperación que siento al tener que estar con otras personas. Pero cada vez menos.

 

 

Alfonso es un viejito arrugado que anda con bastón, en su juventud tuvo que disfrutar de una gran envergadura. No es de los que me molesta demasiado. Señala sus síntomas de manera escueta y acata las órdenes a la primera. Sin preguntas, confía en su médico. No habla mucho, pero fuma como un condenado y de ahí la bronquitis.

—Dígame usted qué le ocurre. —Antes de que me conteste, lo sé: segundo catarro común de la mañana. Aburridísimo. Sigo como cuando tenía diez años: aburrido de la vida. Por lo menos, este catarro se complica un poco gracias a la bronquitis. La retención de las secreciones de moco por las células caliciformes, debida a la parálisis ciliar de las células de la mucosa respiratoria, incrementa el riesgo de infecciones secundarias.

Me sé de memoria la charla que le tengo que dar a este hombre sobre el tabaco. La he recitado diez mil veces y conozco la intervención ante la bronquitis crónica. Primer punto: dejar hábitos no saludables, dejar de fumar; ¿con ochenta y tres años? Pero si la barba blancuzca que cuelga de su barbilla se tiñe de un tono amarillento causado por el humo del cigarrillo… Este hombre se quiere morir rápido, como todos los fumadores. Pocas cosas hay más estúpidas que fumar. Y es que mata, apesta y es una conducta egoísta hasta la médula. ¿Por qué tengo que soportar el humo de un cigarro que no quiero inhalar? ¿Por qué tengo que echar a la lavadora mi jersey cuando lo han ahumado otros? «Es que me relaja», dicen. Mentira. El tabaco es estimulante del sistema nervioso central, no hay nada más fiable que la química, es imposible que relaje. Si padeces un estrés continuado, los niveles de cortisol y adrenalina aumentados provocan dilatación de las vías respiratorias, incremento del volumen de sangre en los músculos, palpitaciones… El cuerpo se va acelerando y cansando. Si además de eso le añado la nicotina, un estimulante, se produce una precipitación del agotamiento fisiológico. La única razón por la que relaja un cigarrillo es porque calma el síndrome de abstinencia.

Pero este hombre quiere acabar su vida fumando, que, aunque es una manera estúpida, es lo que hizo siempre. Y eso lo respeto, hay que ser coherente. Sería una chorrada inmensa privarse del tabaco ahora, el daño ya está hecho y el proceso no puede revertir. Tengo que darle antibiótico.

Toda esta reflexión la he realizado antes de que Alfonso conteste:

—Buenos días, doctor. Lo que ocurre es que…

En ese preciso momento somos interrumpidos por un griterío que proviene del pasillo. Salgo a ver qué ocurre, todo el mundo rodea la consulta del doctor Costa. Me acerco y veo a mi compañero, por llamarlo así, intentando reanimar a uno de sus pacientes, que se ha desplomado en el suelo. Realiza la maniobra mientras los demás lo observan con miedo y expectación. Una pareja que está sentada en la sala de espera se abraza consternada. Finalmente lo consigue. El hombre, mayor, de unos ochenta años, sale adelante.

—¿Habéis llamado a urgencias? Traigan el desfibrilador igualmente, tiene… ¡No sé cuánto aguantará! —dice con voz autoritaria el doctor Costa. Parece Tarzán golpeándose el pecho con los puños en mitad de la selva.

Llegan los de la ambulancia y se llevan al pobre hombre en la camilla. Entonces, una enfermera se acerca al héroe.

—Bien hecho, doctor. Acaba de salvar una vida.

—Es mi trabajo. —Hace una exagerada, en mi opinión, pausa para recuperar el aliento y continúa—. Pero estoy preocupado. Probablemente se vuelva a repetir.

—Usted ya ha hecho todo lo que estaba en su mano, debe estar tranquilo —le contesta la enfermera con la cara embelesada.

¡Por Dios!, parece un culebrón. El doctor se pavonea con las manos en la cintura y su gran porte. Parece que vaya a cantar una jota, con el pecho expandido y la respiración profunda, agotado por el esfuerzo de la reanimación. ¡Qué hastío!, tan solo ha hecho su trabajo. Me vuelvo a mi aburrida consulta.

—Alfonso, siento la interrupción, dígame usted, ¿qué le ocurre?

—Un catarro, doctor. —Tose con un ruido bastante desagradable, tan asqueroso como el goteo nasal.

—Tómese usted el antibiótico que le prescribo durante siete días. Si no mejora vuelva a concertar cita y si observa que tiene fiebre alta o muchas dificultades para respirar, acuda a urgencias.

—Muy bien, doctor, muchas gracias. —Se levanta con esfuerzo, coge su bastón y se marcha.

Alfonso me cae bien. Sabe que tiene un catarro y no hace incesantes preguntas. Confía en mis conocimientos y habilidades para la medicina, no duda ni cree saber más que su doctor. Entonces no sé si los bebés nacerán imbéciles, pero la experiencia de la edad sí que es útil contra la estupidez humana al fin y al cabo. O eso creo. O eso espero.

4

 

 

 

 

 

Por fin en casa. Estoy agotado. Hoy la carrera ha sido intensa. Me gusta hacer una hora de ejercicio casi a diario. Concretamente, cinco días a la semana.

No es que considere el deporte como ocio, no sé si tengo de eso. Es decir, no llego a comprender su significado del todo. «Ocio…». Desconozco si el ocio es productivo, si es útil. Entiendo, no soy estúpido, los beneficios del placer y el disfrute en la salud. Es solo que no creo que yo vaya a disfrutar, aún menos con el ocio social, por lo que no sé si, en mi caso, serviría de algo participar de lo que llaman «una actividad de ocio». Cada día, después de comer, voy para casa y leo un poco, generalmente artículos de revistas médicas. Encargo… Una. Dos. Tres revistas por correo. ¿Es eso ocio?

Tengo curiosidad, y si no la sacio, exploto. Por eso sigo estudiando e investigando. En la aburrida vida tan desesperante que tengo, en mis habituales rutinas y en mi entorno no encuentro nada que me produzca curiosidad, y mucho menos que la sacie, así que me desfogo con los textos médicos y la evidencia científica más fresca.

Los lunes y miércoles voy al gimnasio y el viernes a nadar. Los viernes por la noche me paso por el Medio Limón, un bar de copas. No sé si todas estas actividades cumplen con los requisitos del ocio, para mí son formas de equilibrar las rutinas de manera inteligente y saludable.

Sin embargo, mi madre insistía en que debía procurar interactuar con los demás y decía que podía aprovechar el ocio para ello, utilizar como facilitadores los gustos que compartía con la gente de mi entorno, es decir, los intereses comunes. Yo no tengo de eso. No.

Tampoco es que interactúe especialmente con nadie ni en el gimnasio, ni en la piscina ni en el bar, así que para compensar mi falta de relaciones sociales me he apuntado a un grupo de running. Salimos a correr los martes por la tarde y los sábados por la mañana. Siento cierta obligación por hacerlo, no creo necesitarlo, pero mi madre insistió mucho en ello: «Debes darle una gran importancia a las actividades en grupo, cariño. Puede que ese sea tu flotador». Era una mujer sabia de maneras que no entendía. Y pocas veces no entiendo algo. Es la única persona a la que he seguido con fe, sin cuestionarla. Aun así debo confesar que se me hace más fácil relacionarme con estas personas del grupo de running, ya que entre carrera y carrera no nos queda mucho aire que malgastar hablando y a veces dudo de si cumplo con lo que decía mamá.

Abro el frigorífico y cojo el táper que he dejado descongelando por la mañana. Veo perfectamente la pegatina que indica: Martes: ensalada de tomate, atún con cebolla y pechugas de pollo (es obvio que los alimentos frescos los guardo en el frigorífico, no en el congelador). Los domingos suelo organizarme las cenas de la semana en recipientes con etiquetas que indican el menú. Así es más sencillo equilibrar la dieta y ahorro el tiempo invertido en pensar en ello, lo hago de una tacada y dejo de preocuparme durante el resto de la semana. Cuando cocino me gusta dejar todos los armarios abiertos. No suelo hacer cosas inútiles como abrir y cerrar puertas cada vez que quiero coger un ingrediente. Las abro todas de golpe y luego las cierro al terminar.

Una vez preparada la cena, me siento frente al televisor. Por fin puedo descansar. Enciendo el disco duro para ver el siguiente episodio de Criminales. Me relajan las series en las que hay, pensamiento intruso, víctimas que mueren de manera brutal y en las que se debaten enrevesadas hipótesis para atrapar a los asesinos. En cuanto comienza la música de inicio me siento bien, cierro los ojos, huelo la comida que me espera y saboreo un poco de vino. Solo medio vaso. Listo para mi momento del día.

—¡¡Ring!! ¡¡Ring!! —¿El timbre? ¿Ahora? ¡Pero quién cojones es!

Echo un vistazo por la mirilla. ¡Ay, madre mía…! La señora Bermejo. ¿Qué querrá? Insiste en su llamada y golpea la puerta. Esta mujer es arcaica hasta la médula.

—¡Manuel, ábrame! Le he visto entrar. —Mierda.

—Buenas noches, señora Bermejo. Dígame. —La aspereza en mis palabras la podría percibir hasta una inteligencia como la suya.

—Le he cocinado un poquito de sopa de cocido para agradecerle lo de esta mañana.

Me quedo helado. Siempre me sorprende la gratitud humana. Es boba. He amenazado a su hijo con un falso cáncer y ella me lo agradece. Entra en la cocina sin pedir permiso, lleva consigo un bote de sopa y dos platos más envueltos en papel de plata.

—Le traigo también una tortillita de patata y un bizcocho de zanahoria y chocolate. Está usted tan ocupado que he pensado que no tendría tiempo para comer como Dios manda.

¿Que no tengo tiempo? Estructuro muy bien cada tarea. De manera funcional. No necesito que interrumpan mis planes con tortilla de patata o bizcocho. Los dulces solo me los permito los domingos y en ocasiones especiales.

—Gracias. —De la misma manera que el «por favor», el «gracias» también lo tengo controlado. En el caso de la señora Bermejo, hace que salga de mi casa antes.

—No hay de qué. No me cuesta nada, hombre. Ahora me marcho y le dejo que disfrute. ¿Sabe? —a ver… qué es lo que no sé—, mi hijo Juan se encuentra mejor. Tan solo era un catarro.

—Me alegro. —Uf… qué asqueamiento de vida.

De repente recuerdo algo. ¡Mañana es la despedida por la jubilación de María Ángeles! Celebramos una horrorosa y casi insoportable comida en la sala del café. Cada uno debía llevar algo con lo que contribuir al festín. ¡Se me había olvidado completamente! ¿Estaré perdiendo facultades? No, no… en realidad no se puede recordar lo que no se memoriza, y no se puede memorizar si no atiendes, y no puedes atender si te importa una mierda la fiesta de jubilación anticipada de la enfermera. Bueno, al final va a resultar que hasta me va a venir bien la tortilla de patata y el bizcocho. La señora Bermejo no tiene nada mejor que hacer que cocinar para mí, supongo que si emplea casi la totalidad del tiempo en estas cosas, se le dará bien. Mi contribución al festín gustará a mis compañeros.

Me sorprende cuando la gente me es útil y mucho más cuando siento un cosquilleo de agradecimiento. Parece ser que esta vez su intromisión me ha salido a pedir de boca.