SAGRADA

 

elia barceló

 

 


Primera edición: Febrero, 2018

 

© 2018, Sportula por la presente edición

© 1989, 2018, Elia Barceló

 

Ilustración de portada: © 2017, Lyubkin Olga

Diseño de cubierta: Sportula

 

SPORTULA

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Este libro es para tu disfrute personal. Nada te impide volver a venderlo ni compartirlo con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?


ÍNDICE

 

 

Sagrada

Nosotros tres

Minnie

Una antigua ley

Embryo

La dama dragón

El jardín de las flores que se columpian

La mujer de Lot

Aquí estamos todos juntos

Piel

 

Sobre la autora


A mi padre,

que me enseñó a mirar al cielo y a asombrarme.

A mi madre,

que me enseñó a mirar a la tierra y a comprender.

A los dos,

que crearon mi mundo de partida, con todo el amor.


SAGRADA

 

 

Tai Fang Djem, vistiendo las amplias ropas de viaje de los ciudadanos galácticos de prioridad uno, se acomodó en el elevador con un leve suspiro de cansancio; unas horas más y estaría de vuelta en casa. Un buen masaje, un baño de aceites perfumados y la sensación inigualable de su propia cama de sedas negras con un suave fondo de música de laúd, todo lo que no había podido permitirse en los últimos días en aquel maldito planeta marginal, un lugar que tardaría años hasta poder equipararse con la auténtica civilización. Por fortuna sus planes se habían mostrado adecuados desde el primer momento y su ejecución había sido cuestión de rutina, una de esas misiones sin pena ni gloria que apenas dejaría recuerdo en su mente.

Mientras salía del elevador siguiendo a un pequeño robot-guía que la llevaba a la gruta invernadero a tomar una taza de té, como había solicitado, sus pensamientos volvieron ociosamente a la misión cumplida los días pasados. Siempre, incluso en los casos más sencillos, analizaba y criticaba su trabajo para poder aprender de los fallos por mínimos que fueran pero esta vez no encontraba la menor fisura en sus planes. Tal vez el único error, de existir, sería el haber utilizado su propia apariencia para la imagen implantada. Sin embargo no lo creía. Solo un máximo de dos o tres personas tendrían acceso a esa información y ninguno de ellos la había visto nunca ni era probable que la viera y, además, cualquier ciudadano a partir de la clase cincuenta podía optar por la remodelación física tantas veces como lo deseara. Su propio aspecto de muñeca de porcelana era bastante frecuente y, si ella sobresalía entre todas las demás era por cuestiones otras que las puramente físicas. No. No había sido un error. Las expectativas del sujeto se ajustaban tan bien a su propia imagen que no había creído necesaria la creación artificial de otra figura y, además, cualquiera que llegara a ver ese fantasma creado por ella asumiría que se trataba de un producto sin existencia real. Todo era correcto.

Se acomodó en una tumbona de factura antigua junto a un pequeño estanque de nenúfares nimbados de luz rosácea y pidió un té verde de dúcura. Se relajó completamente y cerró los ojos. Siempre le sorprendía la infinita variedad de valores que comportaba la muerte en las diferentes sociedades de la Liga de Pueblos. Podía ser algo terrorífico, humillante, enriquecedor, lógico, hermoso, deseable, planificado, arbitrario, ennoblecedor… ¡tantas cosas! Y ella misma y su misión en la vida era en algunos lugares lo más alto y digno de reverencia y admiración y en otros lo más bajo y despreciable de la escala social.

Para ella, y en su visión personal del Universo, su tarea no era ni más ni menos que eso, la finalidad de su vida, un trabajo que cumplir, su forma de contribuir al bienestar general y el único camino que conocía. Cuando lo eligió, aún muy joven, sabía que había escogido una de las profesiones más duras y controvertidas pero también una de las más necesarias, una tarea que solo se podía encomendar a los mejores y por eso había luchado para conseguir llegar al punto en el que ahora se encontraba.

La humeante taza de té, que alguien había depositado silenciosamente a su izquierda sobre una mesita baja, le recordó de pronto su cansancio y su urgencia por encontrarse de nuevo en casa. La tomó con suavidad, con las dos manos, que no se molestó en sacar de las larguísimas mangas de seda azul, y se dejó confortar por el sabor fuerte y amargo de la bebida, un sabor que su mente asociaba siempre con el éxito y con el cansancio.

Mientras bebía, sondeó mentalmente, con ligereza, el espacio del invernadero por si hubiera alguien con quien le agradara conversar, pero después de unos momentos decidió que no había en los alrededores nadie con quien pudiera mantener un diálogo satisfactorio para su estado de ánimo, de modo que volvió a cerrar su mente y empezó a pensar en la conveniencia de retirarse de la vida activa durante un tiempo. Económicamente no lo necesitaba y en los últimos tiempos había desarrollado una pasión por la pintura a la que quizás ahora tuviera tiempo de entregarse, y además estaba Nawami, y también debería dedicar un poco de atención a las nuevas técnicas de su especialidad, estar al día era cada vez más difícil y ni siquiera una extraordinaria intuición como la suya podía compensar el desfase en materias teóricas. Definitivamente necesitaba un pequeño descanso.

En el momento en que el robot-guía apareció para conducirla al transporte que la depositaría en su planeta, Tai Fang Djem acababa de decidir que durante varios meses no conectaría la emisión general de noticias.

 

 

—He soñado que me visitaba la Muerte, madre —los ojos palidísimos del Thane de Mongrovja parpadearon unos segundos sosteniendo la mirada fría y despreciativa de la mujer hasta que, incapaces de soportar la tensión, volvieron a posarse en los palillos de plata que habían quedado en suspenso, planeando sobre la porcelana azul del cuenco, con su presa de frutas escarchadas.

—¡Ridículas supersticiones de campesinos! Leyendas carentes de todo fundamento inventadas para asustar a los estúpidos y a los débiles de los que tan bien surtido está nuestro país. Tres mil años de historia, de ciencia, de desarrollo lingüístico para que la gente siga hablando de la muerte como si de una mujer se tratara, una mujer que arrebata las vidas y las lleva consigo a otro lugar. ¡Imbéciles!

Sus finos labios se apretaron formando una línea sutil y su mano se agitó en un gesto de impaciencia que hizo tintinear sus pulseras de esmaltes.

—Pero madre —insistió él— se trata tan solo de un sueño.

—Oh, sí, naturalmente —dijo la mujer con todo el sarcasmo de que era capaz—. Solo un sueño que te quita el apetito y que hace temblar tus manos como hojas de otoño. Solo un sueño.

El Thane se forzó a tragar el bocado que se acababa de llevar a los labios y cerró fuertemente la mano sobre su copa antes de intentar levantarla. Sabía que con su madre no se podían tratar ciertos temas, lo sabía desde siempre pero había algo en aquel sueño que no le dejaba pensar en otra cosa, algo dulce, intoxicante, vicioso, que le hacía temer y desear recordarlo, revivirlo incluso. Algo malsano, con el terrible atractivo de la abominación.

Se puso en pie automáticamente al notar que ella lo había hecho y la mirada de nieve de su madre lo hizo enrojecer.

—Sé que siempre has sido un loco y un imbécil —la oyó decir—, igual que lo fue tu padre, pero siempre esperé poder encauzar tu vida en otra dirección. Ahora sé que es imposible, ahora sé que no estás por encima de tu pueblo como debe estarlo un Thane. Que te rebajas a leer y escuchar historias y leyendas lo he sabido siempre pero he preferido ignorarlo, que tienes a tu servicio a un astrólogo y a un adivino también lo sé y he elegido no darme por enterada para evitarme y evitarte en lo posible la vergüenza, pero que ahora creas tener sueños premonitorios en los que se te aparece la Muerte que te hacen comportarte como un esclavo a la vista del látigo es algo que nunca hubiera querido creer. ¿No sabes acaso que morir es el fin natural de todo lo que vive, que nuestro cuerpo se deteriora desde que nacemos hasta que llega un momento en que toda nuestra ciencia no nos sirve para detener el proceso de degeneración? ¿No te basta con eso, no te basta con la verdad? No, tú tienes que comportarte como un idiota, como un esclavo, como un perturbado, como todos esos seres despreciables que pasan por la vida sin comprenderla, sin aceptarla, y, como ellos, tienes que inventar historias, mentiras, locuras, para justificar ante ti mismo tu repugnante cobardía, tu absoluta falta de todas y cada una de las cualidades que harían de ti, no ya un Thane, sino un hombre. Me avergüenzo de ti y te desprecio; no comprendo que puedas ser hijo mío.

La dama agitó furiosamente una campanilla de cristal y, apoyada en dos muchachas, abandonó la sala a pequeños pasos sin volver a dirigir una mirada a su hijo que permanecía de pie frente a la mesa, la cabeza baja, los ojos cerrados. Cuando por fin se hubieron marchado las tres mujeres, el Thane se acercó despacio a la ventana y se dejó caer en su sillón favorito, una anticuada y sólida poltrona de terciopelo azul que envolvía como un manto su frágil figura.

No estaba enojado con su madre, ni siquiera se sentía molesto; él sabía muy bien que la razón estaba de parte de ella, sabía que solo debía esperar desprecio por su deshonrosa actitud, propia, como ella había dicho, de idiotas, de estúpidos, de esclavos, pero no podía cambiarla. Le hubiera gustado poder ser como ella deseaba: fuerte, seguro, racional, tener esa clara conciencia de lo que es posible y lo que no lo es y actuar en consecuencia, pero nunca había sido capaz y nunca lo sería. Si por lo menos hubiera tenido un descendiente, tendría la esperanza de poder abandonar algún día el gobierno del país en manos de su hijo y retirarse a alguna parte a esperar la muerte viviendo a su manera pero, aunque había cedido a la presión de su madre y se había casado, no había querido concebir un hijo porque, tanto su astrólogo como su adivino (sin contar a muchos otros de quienes la dama no tenía conocimiento) le habían predicho grandes desgracias para el futuro del bebé.

La ciencia que tanto reverenciaba su madre, positivista desde sus pies teñidos de azul hasta el último cabello de su alta peluca blanca, consideraba que solo aquello que se pudiera estudiar con el método que ella misma había definido como científico, tenía existencia real y, dado que solo lo real podía ser objeto de estudio, todo lo que cayera fuera de las fronteras que ella misma se había fijado era inexistente y, por lo tanto, inestudiable, por lo cual nada que no lo fuera ya, podría convertirse en ciencia en el futuro. Un sistema muy consolador para mucha gente y que les proporcionaba esa enorme y temeraria seguridad que tanto envidiaba él a veces y que nunca había sido capaz de compartir porque lo que a él personalmente le interesaba era precisamente todo lo que no se podía estudiar de modo tradicional por carecer de existencia efectiva: el futuro, el espíritu, la trascendencia del ser después de la vida, la muerte, considerada como ente y no como proceso y fin natural de los tejidos. La Muerte.

Reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El sueño de la noche anterior se había desdibujado un tanto pero aquella imagen permanecía grabada en su cerebro: una mujer bellísima, blanca y fría como debía de haber sido su madre en su juventud pero infinitamente más atractiva y más peligrosa, con la atracción de lo prohibido; una mujer que le sonreía con sus ojos, no con sus labios y que sin mover un solo músculo lo llamaba, lo convocaba a una cita nocturna a la que debería presentarse solo, solo y desnudo, como un recién nacido, desprovisto de joyas, de títulos, de esclavos, para entregarle su vida y rendirle cuentas de sus actos.

El sueño había sido tan real que había abandonado su dormitorio precipitadamente, sin llamar a sus sirvientes, sin esperar a que lo lavaran y lo vistieran, para encerrarse en su torre, mezclar con manos temblorosas los Supremos Arcanos y escoger despacio, sin atreverse a respirar, el que le revelaría la verdad de su sueño.

Por eso se había atrevido a nombrarlo ante su madre; ya nada importaba, iba a morir. Casi no hacía falta consultarlo con el astrólogo o con el adivino. ¿Qué le iban a decir ellos que él no supiera ya? Quizás en lugar de extraer un solo símbolo fueran varios relacionados pero el resultado sería el mismo:

 

El Segador y el Eremita: tu camino es solitario, la muerte en soledad.

El Segador y la Justicia: así debe ser, tu muerte es justa.

El Segador y el Ahorcado: la muerte es sacrificio, te duele resignarte.

 

Todas las combinaciones posibles se interpretarían del mismo modo, no había otra salida; con o sin ciencia, de la muerte no se escapa.

El sirviente que estaba junto a la puerta se movió levemente y crujió la seda de su falda. El Thane reprimió un grito pero no se giró para mirarlo. ¿Iba a ser así tal vez? ¿Un puñal, quizá pagado por su madre, un veneno en su copa? No, no sería así. Una muerte violenta desestabilizaría el país y eso no era conveniente para nadie y menos cuando habían empezado a sentarse las bases para el comercio interplanetario. Él, personalmente, encontraba repulsiva la idea de que los extraños se instalaran allí y propagaran sus ideas, más rotundas y positivistas aún que las de su madre y sus nobles. Gente que lo hacía todo con máquinas, que lo compraba y lo vendía todo, que ni siquiera tenía palabra para religión, fe o familia, mercaderes del Universo que destruirían en unos años lo que había sobrevivido en el pueblo durante siglos, que ridiculizarían las leyendas y las tradiciones, que iluminarían la oscuridad y curarían los temores con sus aparatos de transformación psíquica.

Quizá no era tan mal momento para morir: el último Thane de la última época antes del cambio, dirían los libros, si todavía quedaban libros. Quizá no era tan mal momento. Sin embargo tenía miedo. El miedo a lo desconocido, el miedo a la dilución de su espíritu en la energía del Universo, el miedo a no ser ya más o quizá también el miedo a seguir siendo eternamente, como decía la tradición de uno de los pueblos de la montaña.

Nunca debía haber permitido que los extraños llegaran a su mundo pero ¿cómo impedirlo?; él no era más que un Thane disminuido por la fuerza y la ambición de los Señores, un Thane que nunca quiso serlo y se había conformado con hacer de punto de equilibrio entre las facciones, de símbolo de unidad en un mundo desunido. Tenía partidarios fieles, estaba seguro, pero, precisamente por serlo no tenían el empuje necesario para oponerse a la seguridad adamantina de los otros, de los que en secreto o en público lo menospreciaban. Sus partidarios eran como él: inseguros, débiles en la lucha por el poder, llenos de dudas, de sueños y de miedos. Nunca lo hubieran conseguido.

Y ahora, cuando él no estuviera, su mundo sería diluido en la gran caldera universal como se diluye el azúcar en el vino y no le quedaría nada que fuera propio. Una vez había viajado a tres o cuatro mundos diferentes, una sola vez porque jamás deseó repetirlo; aquellos lugares eran todos iguales y sus gentes eran todas iguales y su lengua y su forma de moverse, de vestirse, de comer, de cantar. Y pronto él y su gente, y sus tres mil años de historia se sumergirían en aquel baño igualador y saldrían limpios, claros, uniformes, orgullosos, terriblemente orgullosos de ser exactamente iguales a los otros ciudadanos del Universo y de haber dejado atrás sus mitos, sus artistas, sus héroes, sus estilos, sus nombres.

Sin volverse, con un signo de la mano, pidió al silencioso criado que le sirviera vino.

—Yo te saludo, Muerte —dijo en un susurro— te recibiré como mereces y volaré contigo; no podías llegar en mejor momento.

Apuró la copa y, aspirando profundamente el aire hasta que los colores destellaron dentro de sus ojos, se alzó del sillón y salió a disponer sus asuntos.

 

 

El honorable Kam Mtao, Presidente de la Confederación Intergaláctica para Fundamentación Legislativa de Tratados Comerciales con Planetas No Federados, alzó la vista del gigantesco plano inclinado que le servía de mesa de trabajo y pantalla de informaciones y registros cuando su secretario personal hizo sonar el código musical de importancia extrema conectado directamente a su oído izquierdo; pronunció la clave que autorizaba la puerta a abrirse y siguió con la mirada el recorrido de su secretario, un doble perfecto de sí mismo, a través del inmenso despacho. Cuando estuvo frente a la mesa se detuvo y, sin levantar la cabeza, buscó entre los pliegues de su túnica escarlata y extrajo una cajita que colocó con las dos manos a la derecha de su jefe sobre un pequeño aparato identificador; se produjo una tonalidad satisfactoria y Mtao retiró el objeto y lo puso sobre sus rodillas.

—El apreciable secretario ha cumplido satisfactoriamente con su obligación y puede reintegrarse a sus ocupaciones —dijo Mtao sin levantar la vista hacia su interlocutor.

—El secretario agradece su justicia al Honorable Presidente y cumple su mandato.

Cuando el hombre hubo salido, Mtao echó una mirada a lo que acababa de recibir: sobre su superficie, en tres lenguas galácticas y código de color se leía:

 

Estrictamente confidencial. A la atención exclusiva del hon. Pres. Del cifltcpnf. La apertura de este informe por cualquier otro ente biológico, biótico, mecánico o cibernético provocará una explosión terminal para su vida o funcionamiento. La información contenida en él no quedará destruida.

 

Mtao recordó el nerviosismo que había sentido la primera vez que recibió un informe de ese tipo y esbozó una sonrisa; los años lo habían endurecido y habían robustecido su confianza en la técnica. No había absolutamente ninguna posibilidad de que el mecanismo explotara al entrar en contacto con sus manos, sin embargo, si su secretario hubiera intentado abrirlo, a pesar de ser prácticamente su hermano gemelo, no hubiera quedado ni rastro de él. Los secretos estaban cada día mejor protegidos.

Introdujo la caja en su develador y esperó un segundo; automáticamente Mtao quedó encerrado por opacas paredes que surgieron en torno a su escritorio. Se reclinó en su sillón y se dispuso a disfrutar.

Una voz artificial, producida por una computadora cuyo número de registro conocían tan solo unas pocas personas en la galaxia y que a él siempre le sería desconocido, anunció:

 

Informe relativo a los últimos acontecimientos sucedidos en el planeta marcado con el registro f-Vortex-414, número de clave completo pasado directamente a los fondos de datos confidenciales del Honorable Presidente del CIFLTCPNF.

Sujeto:

 

En la pantalla apareció una proyección tridimensional que flotaba entre su superficie y el presidente. Un rostro delgado y amarillento, de ojos palidísimos y finos cabellos negros recogidos a un lado de la cabeza con un trenzado de pequeñas perlas.

Un hombre torturado, pensó Mtao, que lo había conocido hacía algún tiempo durante un viaje. Ha envejecido, pensó, y ha sufrido mucho; quizá también haya aprendido algo en estos años.

La voz siguió informando:

 

Sistema:

Utilización de las propias tendencias psíquicas del sujeto exacerbando con proyecciones mentales cuidadosamente graduadas su fe en lo místico y su creencia en la muerte como ser real de apariencia femenina. Inducción a nivel inconsciente de la idea de suicidio de modo que el sujeto tenga la impresión consciente de someterse a un designio superior independiente de su voluntad que ha fijado el futuro con anterioridad a toda existencia.

Medio:

Proyección de una imagen femenina creada a partir de las expectativas del propio sujeto para que implante durante el sueño las impresiones necesarias para llegar al fin previsto.

 

Mientras la voz informaba sobre el sistema, la proyección había estado mostrando escenas tomadas al aire libre en las que el sujeto, con aspecto de estarse escondiendo de algo o de alguien, conversaba con distintas personas de nivel social inferior. También aparecieron algunos planos cortos en los que el sujeto presidía algún acto público acompañado de una mujer muy anciana que, sin embargo, daba la impresión de poseer una fuerza muy superior a la del hombre. Un rostro cruel, comentó Mtao para sí mismo, pero una personalidad decisiva para nuestros proyectos.

Para ilustrar la información sobre el medio, la pantalla mostró la imagen que había sido implantada en los sueños del sujeto. Mtao abandonó su lánguida postura y se inclinó hacia adelante, como si de esa manera pudiera tocarla. Era una mujer hermosa, extraña, inquietante en su perfecta rigidez. No se trataba, evidentemente, de una mujer de carne y hueso; era demasiado fría, demasiado etérea y sus ojos no miraban a los de él, sino a algún punto que parecía estar dentro de su cerebro.

Mtao curvó los labios en una tensa sonrisa de satisfacción. Había sido un buen trabajo. A nadie se le habría ocurrido suponer que el Thane de Mongrovja había sido suavemente ayudado en su decisión de morir antes de que los extraños, como él los llamaba, entraran en su planeta para quedarse. Las declaraciones de la Noble Dama, madre del difunto Thane, habían dejado bien claro que el carácter de su hijo siempre había hecho esperar alguna sorpresa desagradable en relación a su futuro. Usando las palabras adecuadas en Mongrovja, la Señora había venido a decir, eliminando los eufemismos, que el hijo había sido siempre un imbécil o un loco de atar y lo mejor que podía haberle sucedido al país era precisamente aquella muerte dulce y voluntaria que el Thane había elegido para sí. Ahora, sin él y al no existir descendencia, Mongrovja sería provisionalmente regida por un Consejo de Señores presidido por la Noble Dama mientras viviera, que no sería mucho, considerando su edad. Después ya se ocuparía la Liga de asegurar de algún modo discreto el control sobre Mongrovja y más tarde, quizá, la anexión total al conjunto de Mundos Federados de su sector. Los métodos no eran siempre perfectamente limpios pero servían a un interés más alto y eso era lo único importante.

Mtao se pasó la mano por el cráneo afeitado y acarició un momento las joyas implantadas en su frente, él mismo sorprendido por sus últimas ideas. Nunca se le había ocurrido dudar de los métodos que había utilizado y ahora, de pronto… Tonterías. Cansancio tal vez.

Solicitó de su develador la visionación de la peligrosa imagen implantada en los sueños del Thane y, sin saber por qué, la mantuvo congelada frente a sus ojos tratando de captar su mensaje, el mensaje que había llevado a otro hombre a renunciar para siempre a los placeres de la existencia. Allí estaba esa imagen femenina, silenciosa, incorpórea, rígida en su vestidura gris, mirándolo fijamente, con una intensidad que le hacía desear tomar la iniciativa y hacer algo. ¿Qué? Ponerse en marcha, tomar su destino en sus manos y… huir quizás, huir a alguna parte donde no hubiera que ordenar la muerte de nadie para alcanzar el objetivo previsto por otros hombres y mujeres a quienes nunca había visto el rostro. Se dio cuenta de que sus pensamientos se estaban moviendo a un nivel tan pueril que sintió vergüenza. Ordenó a su develador que destruyera el mensaje pero antes de pronunciar la clave final de activación, por un impulso irresistible, pidió una copia holográfica portátil de la imagen femenina. Con la silenciosa eficiencia de siempre, el develador anunció la destrucción del mensaje y una esfera diminuta apareció a su izquierda. La mujer de la túnica gris flotaba en su centro como una llama en una antigua lámpara de cristal. La contempló unos segundos; la reducción de tamaño no había afectado en nada la belleza de su figura ni la intensidad de su irradiación. Con un vago sentimiento de culpabilidad que lo incomodaba, guardó la esfera en su túnica blanca y decidió marcharse a casa antes de su hora habitual.

 

 

El secretario personal del Honorable Kam Mtao llevaba una semana despachando los asuntos de rutina en ausencia de su superior cuando recibió un mensaje personal y reservado en el que se le informaba sucintamente de que debía comparecer de inmediato en el Instituto de Remodelación Física de su sector porque, habiendo decidido el Honorable Presidente Kam Mtao, voluntaria y libremente, poner fin a su vida, su aspecto personal debía cambiar para ajustarse al de su nuevo superior, el Honorable Hochi Fu Zhin que al término de la siguiente semana asumiría la presidencia del CIFLTCPNF.

Ni por un momento se le ocurrió al secretario que pudiera haber algo extraño en el suicidio del presidente; la terminación voluntaria de la vida era una alternativa perfectamente legítima para cualquier ciudadano en cualquier momento de su existencia y nadie tenía derecho a esperar razones o disculpas por esa decisión, prácticamente la única que no estaba sujeta a explicaciones, solicitudes o permisos.

Creía recordar que la última vez que había visto al Honorable Presidente estaba de muy buen humor, como si hubiera recibido una gran noticia, pero quizá precisamente por eso había decidido que era un buen momento para abandonar la existencia de modo definitivo. Bien, estaba en su derecho y nadie era quién, y mucho menos su secretario personal, para criticar la última decisión de su vida, de modo que su única reacción fue la que se esperaba de él: archivó el mensaje recibido en su registro personal, despachó los asuntos del día, dio las órdenes necesarias para que todo funcionara correctamente en su ausencia y empezó a prepararse mentalmente para la idea de que la próxima vez que se mirara al espejo ya no vería la imagen de un hombre maduro de cráneo afeitado con joyas implantadas en la frente y las mejillas. Se preguntó vagamente cómo sería el Honorable Fu Zhin pero, dado lo ocioso de la pregunta, decidió relegarla al olvido. Pronto lo sabría.

Lo que nunca llegó a saber es que, antes de suicidarse, Kam Mtao había enviado un mensaje a su superior directo: «Sé que se ha decidido mi muerte y sé por qué, pero no me importa. Estoy cansado y no lamento demasiado dejar esta vida aunque nunca imaginé que podía llegar a pensar así. Me alegro del medio que han utilizado y solo siento que mi formación positivista me impida creer que dejo esta vida para reunirme en otra existencia con esa mujer». Y, como muestra evidente de su formación burocrática, añadía: «El sistema es magnífico. Desde que esa mirada se clavó en mi cerebro no me ha abandonado un solo instante la idea de morir. Sugiero que se felicite al artista por su obra». El mensaje llevaba todos los títulos necesarios y todas las claves adecuadas, lo que hizo pensar al destinatario que Mtao, a pesar de ser, o haber sido, un excelente burócrata, debía de haber tenido oculta, quizá muy oscurecida, pero presente al final de su vida, una faceta que, de haber sido descubierta antes, le hubiera impedido llegar a presidente. Luego se corrigió a sí mismo diciéndose que aquella explosión de lo que casi podía considerarse lirismo, unida a la impoluta corrección de títulos y claves, podía ser solo una muestra de lo que un potenciador psíquico puede conseguir cuando trabaja sobre una figura de implantación onírica creada por un profesional.

Naturalmente no se arriesgó a visionar la cinta en cuestión; se limitó a archivarla y a pasar el número de su autor a otro departamento bajo su mando. Como decía Mtao en su último mensaje, el artista era muy bueno, extraordinariamente bueno, demasiado quizá. Él tenía sus planes para ese artista y no consistían precisamente en felicitarlo.

 

 

Bella y fría como una porcelana, resplandeciente como un trozo de hielo bajo el sol de mediodía, Tai Fang Djem, pulida y perfecta desde cada uno de sus cabellos negroazulados hasta las uñas de sus pies lacadas de turquesa, contempló el mazo de cartas que la luz de la mañana hacía brillar sobre una mesita de obsidiana. Veintidós símbolos, de los más antiguos del Universo conocido, se presentaban impasibles a sus ojos azul profundo con chispas de plata. Su mano pálida, adornada con platino, turquesa y lapislázuli como correspondía al día y a la ocasión, acarició levemente los Arcanos sin atreverse todavía a recogerlos, mezclarlos y darles vida con su energía y su preocupación, esa vida misteriosa que, débilmente, haría visible la trama sutil de su futuro, de su destino inminente marcado ya de algún modo ignoto en el gran libro del ser y del no ser. Durante muchos años Tai Fang Djem se había negado a creer completamente en ellos, a dejarse arrastrar por su magia pero, poco a poco, cada vez con mayor frecuencia, se había descubierto acercándose a ellos, anhelando su consejo, su muda palabra, su tenue revelación de un futuro que ella siempre se había negado a aceptar como una realidad existente antes de su actualización y que, sin embargo, de algún modo que era incapaz de explicar y que cada vez creía más inexplicable, parecía estar ya señalado como una finísima tela de araña donde siempre hay varios caminos posibles pero donde solo existe una dirección.

Desde hacía mucho tiempo, todo cuanto había sucedido en su vida había sido predicho por los Arcanos, todo lo bueno y todo lo malo. Al principio los mensajes no habían sido claros porque su propia capacidad de interpretación no estaba aún desarrollada pero, lentamente, aprendiendo de su propia experiencia y de algunas antiguas tradiciones, había comenzado a ser capaz de comprender con bastante exactitud lo que los símbolos decían y, casi sin darse cuenta, había ido ajustando a ellos su vida y, en ocasiones, incluso sus deseos. Sin embargo, su orgullo y sus convicciones no le permitían creer ciegamente en nada más que en sí misma y en su propia fuerza y, por ello, a veces se complacía en actuar en contra de los consejos de los Arcanos solo para afirmar una libertad de elección en la que estaba muy lejos de creer como hubiera querido.

Siempre que extendía los símbolos sobre la mesa, hermosísimas representaciones sensibles que un famoso artista había diseñado solo para ella, sentía el doloroso placer de la lucha en su interior, una lucha que acababa las más de las veces con una benevolente concesión a la parte más crédula y curiosa de sí misma, algo así como un: bueno, de acuerdo, échale una mirada pero no vayas a creértelo porque eso, al fin y al cabo, no son más que tonterías, que siempre era respondido por un: sí, sí, claro; es solo por curiosidad; después de todo no hay nada de malo en un consejo. Pero hasta el momento en que se alcanzaba esta conclusión, Tai caminaba y caminaba por las amplias y silenciosas salas de su casa, sobre un acantilado, y trataba de obtener por procesos lógicos y racionales las mismas respuestas que los Arcanos le darían más tarde.

Miró el mar, resplandeciente a aquella hora de la mañana y, de repente, con una intensidad casi dolorosa, deseó que Nawami estuviera a su lado. Nawami, tan dulce, tan alegre, tan bonita, con esa inteligencia tan aguda a pesar de su juventud. Pero no podía ser. Había que pensar en el futuro y era imprescindible que Nawami recibiera una buena educación que le permitiera valerse por sí misma en cualquier circunstancia; debía recibir el mejor entrenamiento posible y llegar a ser una profesional cualificada en la especialidad que eligiera; ella no iba a vivir siempre y, aunque toda su fortuna, que era grande, pasaría a Nawami a su muerte, había que tenerlo todo previsto. Unas profesiones son más peligrosas que otras y la suya era de las que podían considerarse de alto riesgo, aunque estaba muy bien remunerada. ¿Cómo, si no, una niña estatal como ella hubiera podido escapar de la cadena que las convierte a todas en técnicos de grado medio: pilotos transgalácticos, ingenieras de minas, ajustadoras psíquicas y cosas similares y haber amasado en unos años una fortuna que le permitía tener, entre otras cosas, esa casa y a Nawami?

Nawami era sin duda su más preciada posesión, si se podía considerar a una hija como una posesión… pero, claro que se podía, se debía, incluso. Era lo que más le había costado conseguir y lo que más le costaba mantener; el Estado era estricto con los hijos privados, lo era en todos los planetas auténticamente civilizados, exigía un enorme número de garantías y compromisos que solo los más ricos y quizá de entre ellos solo los más excéntricos, estaban en condiciones de satisfacer. Ella había luchado mucho tiempo para conseguirlo pero al final no habían podido negarse porque reunía todas, absolutamente todas las condiciones necesarias de fortuna, salud, equilibrio mental, moralidad, estética, vivienda… todo. Cien mil veces más y mejor que lo que el Estado ofrecía a sus niños pero ellos no estaban destinados a convertirse en ciudadanos de lujo, firme pilar de la economía estatal y de la estabilidad social. En cambio, Nawami sí. Por eso había, sido elegida con tanto cuidado por la mejor seleccionadora existente ya que ella, como todos los niños estatales, era estéril y había sido necesario encontrar una mezcla genética que se ajustara a sus deseos sobre la apariencia y el carácter de su hija. Incluso en su afán por aprovechar la experiencia al máximo se había hecho implantar el feto en su propio útero durante tres meses, los correspondientes al quinto, sexto y séptimo mes de gestación y hubiera querido llevar a término el embarazo pariendo personalmente a su hija si no hubiera llegado la más rotunda desautorización por parte del Centro Superior de Pediatría. Voluntariamente o no, habrían procedido a la intervención quirúrgica para evitar el monstruoso primitivismo que representaba aquella idea, de modo que había concedido el permiso para evitarse más complicaciones. Pero durante un tiempo Nawami había sido parte de sí misma, había sido suya, mucho más de lo que nunca lo sería nadie y eso era su triunfo personal, su orgullo.

Un leve pitido la sacó de sus pensamientos, su pantalla le indicaba que estaba a punto de comenzar la emisión mensual de noticias generales que ella deseaba ver. Se giró hacia la pantalla, voz y visión plana al mínimo como ella había programado, y, sin proponérselo, se tensaron los músculos de su espalda. Ahora no podía hacer más que esperar, esperar hasta que tal vez su central le informara de que había aparecido un mensaje para ella. Si sobre alguna de entre las miles de noticias que pasarían a lo largo del día, aparecía determinado número en el borde izquierdo de la imagen, eso querría decir que había un trabajo para ella, su central grabaría la noticia y entonces sabría dónde tenía que ir y con quién debía ponerse en contacto. Era también posible que en toda la emisión no sucediera nada y eso significaría que tenía por delante otro mes de inactividad. En el último medio año no se había molestado en ver las noticias, no se sentía con ánimos y tenía suficiente dinero para no trabajar en mucho tiempo sin tener que cambiar nada en su forma de vida pero, desde hacía unas semanas empezaba a sentir que necesitaba actividad, que no podía pasarse mes tras mes sin hacer nada y tenía que pensar también en la herencia de Nawami, así que era importante que en algún momento de la emisión apareciera ese código que solo ella conocía y podía interpretar; para cualquier otra persona esos números no serían más que una cifra incomprensible entre las miles que aparecen a lo largo de un noticiario general.

Al cabo de unos minutos de tensa espera se sintió demasiado ridícula y abandonó la sala lentamente con su paso elástico, absolutamente controlado, mientras sus manos rozaban apenas las flores recién cortadas de un jarro de cristal, una figurita de bronce, una caja de laca, las hojas de una planta, todo lo que iba encontrando a su paso. Antes de pasar a la sala contigua se volvió un instante, un rayo de sol jugueteaba con los colores de las cartas extendidas sobre la negra, pulida superficie. Las ignoró. Caminó hasta su dormitorio, una enorme sala donde todo era negro y sedoso, encendió las velas de un pequeño altar, se quitó la túnica, pétalo blanco sobre la alfombra negra, y se acercó al espejo que había aparecido en una de las paredes. Se contempló largamente: su cuerpo pequeño y grácil de caderas estrechas y menudos senos, su piel blanca y suave, casi transparente, sus cabellos negros, lacios, brillantes, enmarcando el rostro con un flequillo y cayendo luego a la altura del pecho, sus piernas finas, largas, como sus manos; se acercó un poco más, miró su cara: apenas alguna arruga sutil en torno a los ojos, la nariz pequeñita, la boca firme, de labios finos, sin color, una boca que rara vez sonreía. Recorrió otra vez su cuerpo con una larga mirada y se sintió satisfecha: estaba en forma, seguía sintiéndose joven, fuerte, bella, aunque esto último no era lo esencial; su hermoso cuerpo le era útil por ello pero era lo menos importante, no estaba en venta, rara vez lo había usado como arma y casi nunca para el placer. Había otras formas. Se aprobó por última vez y así, desnuda y descalza se dirigió a la piscina interior, nadar siempre le ayudaba a entretener la espera. ¿Habría un trabajo para ella o la habrían olvidado en esos meses? ¿Podían haber pensado que se había retirado definitivamente? No podía ser. Ella era la mejor, la única a la que se podía encomendar un trabajo de envergadura; nunca había fallado y era todavía joven, le quedaban muchos años por delante. ¿Cómo podían pensar que quisiera ya retirarse? Claro que ellos no conocían su edad, ni su sexo, ni su nombre, ni nada sobre su identidad real. Nadie la había visto nunca cuando cumplía una misión. Era su seguridad, la protección de su intimidad.

Bajando las escaleras de malaquita que llevaban a la piscina volvió a pensar en las cartas. ¿Y si sacara una, solo una para ver qué era lo que le reservaba el destino? De todas formas iba a saberlo muy pronto, se trataba de un pequeño anticipo. No utilizaría ninguno de los ritos convencionales, se limitaría a pensar si le iban a encargar un trabajo o no y sacaría una carta del mazo. Ya al borde del agua tomó repentinamente la decisión y volvió casi corriendo a la sala de informaciones, se acercó a la mesita baja, se sentó sobre los talones y empezó a mezclar las cartas lenta, deliberadamente para esconder su ansiedad. Mientras tanto su mente se concentraba en la pregunta: ¿tendré un encargo, lo tendré o no? Y algo, como un flujo subterráneo preguntaba: ¿será muy peligroso? ¿Será quizás el último encargo de mi vida? Su mente consciente rechazaba esta pregunta que siempre se mezclaba con las otras pero las manos seguían acariciando los antiguos símbolos impregnándolos de energía, de poder. Extendió por fin las cartas boca abajo sobre la mesa y, con seguridad, tomó una de ellas y le dio la vuelta: la Rueda de la Fortuna, el Arcano número diez extendía sus infinitas posibilidades frente a ella; echó la cabeza atrás y lanzó un suspiro de alivio, de alegría, las palmas de las manos juntas contra su pecho. La Rueda, el destino cambiante cargado de promesas, de posibilidades, la vida, la actividad. Habría un trabajo para ella. Se sentía agradecida y feliz. Se levantó y, con una leve sonrisa en los labios, avanzó hacia la puerta; de repente se detuvo, volvió a girarse hacia la mesa y, sin poderlo evitar, volvió otra carta; quería conocer la respuesta a esa otra pregunta.

Atravesó corriendo los salones, bajó de dos en dos los verdes peldaños, se lanzó al agua tibia de cabeza y comenzó a bajar, a bajar hasta el fondo. Allí se giró hacia arriba y abrió los ojos para mirar el techo, una inmensa vidriera de brillantes colores en la que estaban representados los veintidós Arcanos, a través de las aguas azules y tibias de la piscina. Sus ojos se clavaron en uno de ellos mientras deseaba vagamente no salir nunca de allí, de aquel agua tan quieta y tan dulce, para enfrentarse al mundo que le esperaba. Sobre la mesita de obsidiana las dos cartas brillaban al sol: la Rueda de la Fortuna, el décimo Arcano que trae cambios y movimientos a las vidas, y el Arcano número trece, la única carta que no tiene nombre.