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INTRODUCCIÓN

El propósito de este libro es el de acercar al lector una fascinante y, de momento, silenciosa revolución. No es un libro dirigido a profesionales, es un libro dirigido a curiosos e interesados que pretende ser un puente entre estos y aquellos.

En mi ir y venir –exploradora y alerta– por seminarios, talleres y varias investigaciones sobre la nutrición y la alimentación consciente, me topé con unas cuantas sorpresas que me condujeron hacia un tema a priori complejo, pero tremendamente tentador: la conexión intestino-cerebro. Aunque en principio me pareció que quizás una cuestión tan científica se alejaba del campo en el que me muevo habitualmente, enseguida fui descubriendo cómo, en el fondo, se trataba simplemente de un paso adelante sin desviarme ni un ápice de mi camino.

Aquel nuevo mundo por descubrir que se extendía ante mis ojos y mi mente me confirmaba de forma categórica y apasionante que la recuperación de nuestra cordura como especie pasa por el regreso a nuestra esencia salvaje, y además me aportaba datos científicos que esgrimir como espada frente a los escépticos.

Nunca antes se había mostrado ante mí con tal claridad la enorme verdad que encierra el aforismo «somos lo que comemos». Porque nunca antes había visto tan meridianamente que el miedo, la ira, el amor, la felicidad, la paz de espíritu, el equilibrio emocional... (en definitiva, lo que somos, lo que vivimos) pertenecen al ámbito de las vísceras, y que, quizás, en ellas habite y se exprese el esquivo subconsciente.

Lo que voy a exponer en las páginas que siguen es una mera introducción. Una invitación, más bien. Mucho de lo que cuento parece ciencia ficción, pero te aseguro que no lo es. Y además, ¿qué hecho científico no ha sido la ficción de un visionario hasta que se ha visto confirmado empíricamente? Aquí te ofrezco unas cuantas confirmaciones y te invito a atravesar la puerta que algunos visionarios nos han entreabierto a todos.

Prepárate para el asombro.

Gracias por acompañarme.

CAMILA ROWLANDS

UNA BUENA NOTICIA: TIENES DOS CEREBROS
(Y al menos uno lo usas seguro)

Hasta hace bien poco, se creía que el mando absoluto sobre el resto de los órganos lo ejercía el cerebro, que desde lo alto dirigía, por ejemplo, la actividad intestinal. De manera que el intestino era considerado por la ciencia como un mero subordinado que acata las órdenes de ese jefe todopoderoso que habita en la zona noble de la torre. Sin embargo, hoy se sabe que el intestino ostenta el mismo rango –como mínimo– que el cerebro craneal. Hasta tal punto que ya se habla de un segundo cerebro (y no en sentido metafórico: el intestino es, literalmente, nuestro segundo cerebro).

Sí, has leído bien: lo que conocemos vulgarmente como «tripas» es en realidad un cerebro y su función neuronal es extraordinariamente semejante a la de ese otro cerebro de sobra conocido y con el que guarda numerosas similitudes a nivel bioquímico y celular. Y no solo eso, nuestro cerebro craneal no podría subsistir sin nuestro cerebro intestinal, mientras que este sobreviviría sin problema sin necesidad de aquel.

Ambos están en constante comunicación, pero contrariamente a lo que cabría suponer, es el segundo cerebro el que envía más mensajes al llamado primer cerebro. Los últimos estudios indican que el noventa por ciento de las fibras del nervio vago –el nervio que se extiende desde el bulbo raquídeo hasta las cavidades del tórax y el abdomen y que rige muchos procesos orgánicos– son aferentes, es decir, transmiten señales ascendentes, esto es, del intestino a la cabeza. El nervio vago funciona básicamente como un canal de información desde el tracto digestivo hasta el cerebro.

Así pues, nuestras tripas tienen mucho más que decirle al cerebro que el cerebro a ellas. Y como veremos a lo largo de este libro, la función de este flujo de información intestino-cerebro, definitivamente, no se limita a avisarnos de cuándo nos toca comer.

Entre las dos capas de músculo que revisten las paredes intestinales se extiende una red de neuronas cuya estructura es la misma que la de las neuronas cerebrales, con las que comparten varias capacidades, entre ellas la capacidad para liberar importantes neurotransmisores. Se trata de una red extensísima de más de cien millones de células nerviosas (casi la misma cifra que alberga la médula espinal). La gran diferencia reside en que este cerebro intestinal no está capacitado para generar pensamiento consciente, y por lo tanto ni razona ni toma decisiones. Es decir, el segundo cerebro siente, pero no piensa, aunque sí parece «saber» y «percibir» intuitivamente. Es más, los sorprendentes resultados de varias investigaciones de vanguardia apuntan a que este segundo cerebro tiene memoria y puede aprender. Incluso se está empezando a considerar la hipótesis de que tiene capacidad de experimentar –no solo reflejar– emociones básicas como el miedo y sufrir sus propios trastornos neuróticos (ahí entrarían en escena las úlceras y dolencias crónicas como la gastritis, por ejemplo).

Otra curiosa similitud, que da que pensar, tiene que ver con los ciclos del sueño. Durante el descanso nocturno la actividad digestiva cesa y el sistema nervioso entérico emite una suerte de ondas lentas en forma de contracciones musculares en ciclos coincidentes con los del cerebro. Ahí puede residir la base biológica del saber popular que afirma que una cena excesivamente copiosa genera pesadillas.

Cada vez es más evidente que el cometido de esta red neuronal que tapiza todo el tubo digestivo y que constituye lo que se conoce como sistema nervioso entérico va mucho más allá de la función digestiva, que es de por sí bastante compleja: conducir la comida a través de todo el tubo digestivo mediante los movimientos ondulatorios peristálticos, secretar jugos digestivos, digerir los alimentos, absorber los nutrientes, transportar este material hasta el sistema circulatorio, expulsar los productos de desecho, etc.

Esta hermandad cerebral parte desde el mismísimo nacimiento de ambos órganos. En lo que se refiere a desarrollo embrionario, los dos cerebros tienen el mismo origen. El sistema nervioso central (SNC) y el sistema nervioso entérico (SNE) provienen de la cresta neural, una población de células migratorias que aparece en etapas tempranas del proceso. Una vez que migran, algunas de ellas formarán parte del SNC y otras acabarán convirtiéndose en el SNE. De hecho, también existe un enorme parecido visual entre nuestro cerebro y nuestros intestinos, comprimidos unos y otros en sus correspondientes «cajas». El nervio vago, que une ambos sistemas, aparecerá posteriormente, pero está claro que están destinados a entenderse desde el momento mismo de la gestación.

En la crónica de la evolución se sabe que este segundo cerebro, el cerebro intestinal, fue el primero en aparecer. Fue, en realidad, el cerebro original. Organismos unicelulares primitivos –aparecieron hace más de tres mil quinientos millones de años– que consistían en un mero tubo digestivo –a partir del cual luego se desarrollaría el SNE– sobrevivían adheridos a las rocas en espera de que el alimento «pasara» casualmente por allí. Luego, con la evolución de la vida en la tierra, estos organismos desarrollarían sistemas más complejos y aparecería el SNC, necesario para una existencia cada vez más proactiva.

Aunque evidentemente el cerebro craneal es el que ha marcado la diferencia en nuestra evolución y gracias a él y a sus capacidades nuestra existencia se ha expandido y continúa expandiéndose, también nos ha vuelto sordos a aquello que percibimos a través de nuestro intestino. Hemos acallado nuestra parte animal y con ella unas sutilísimas capacidades perceptivas en estado puro, sin filtro ninguno.

Es importante que aprendamos a escuchar lo que dictan nuestras entrañas. Mejor dicho: es importante que recordemos lo que hace miles de años sabíamos. Nuestros ancestros se guiaban por sus instintos e intuiciones (su actividad mental aún era muy rudimentaria), es decir, se guiaban más bien por su cerebro intestinal.

El nervio de la compasión

El nervio vago –el décimo de los doce pares de nervios craneales– es un nervio fascinante. Entre sus muchas funciones está la de producir esas ondas calurosas que se expanden por nuestro pecho cuando nos emocionamos o algo nos conmueve. Las mismas ondas que provocan esa tibieza interna que sentimos cuando nos abrazan. Por eso se le llama el nervio de la compasión. Este curioso apodo se lo debe al neurólogo Stephen W. Porges, que lo denominó así al descubrir la facultad «amorosa» de gran parte de su actividad.

En investigaciones recientes varios científicos han tirado del hilo y apuntan a que el sobrenombre es más ajustado de lo que sospechaban. Estos científicos sugieren que la activación del nervio vago está directamente relacionada con sentimientos de cuidado, protección y ética, conclusión a la que llegaron después de observar que individuos que presentaban un alto grado de activación de este nervio en estado de reposo tendían a experimentar y expresar sentimientos elevados de compasión, altruismo y gratitud.

En un estudio de 2010 publicado en la revista Psychological Bulletin, Dacher Keltner –doctor en psicología por la Universidad de Berkeley– y su equipo documentaron cómo al mostrar imágenes de un gran sufrimiento masivo a los participantes se desencadenaban en ellos fortísimas reacciones de compasión, al tiempo que se activaba su nervio vago. Además, hoy se sabe que su estimulación puede incrementar nuestras habilidades cognitivas, calmar nuestro ánimo y equilibrar nuestro comportamiento. No es de extrañar que algunos autores se refieran a este nervio de la compasión como la conexión entre el cuerpo y el espíritu. Y si, como hemos visto, el noventa por ciento de las fibras del nervio vago son aferentes, es decir, trasmiten señales en sentido ascendente, del intestino a la cabeza, tal vez cuando hablamos de reacciones viscerales estamos siendo mucho más literales de lo que creíamos.

De «centro energético» a mera «barriga». Nuestros antepasados y nosotros: maneras muy diferentes
de mirarnos el ombligo

Todo esto ya lo intuían los sabios del antiguo Egipto. Los doctores de la cuenca del Nilo ubicaban las emociones en los hediondos intestinos y consideraban al estómago como la «desembocadura» del corazón, órgano de los sentimientos, el entendimiento y la inteligencia. En el Papiro Ebers, uno de los primeros tratados médicos que se conocen (aproximadamente 1550 a. de C.), el corazón «atemorizado» aparece directamente asociado a una mala digestión. En su mitología encontramos un ave relacionada con el tema. Según parece, el ibis, pájaro sagrado para los egipcios y asociado al dios de la salud, Thoth, fue la principal fuente de inspiración para los enemas –que empezarían a aplicarse como terapia allá por el 2500 a. de C.– ya que, utilizando su largo pico curvado, se introducía agua en el ano para limpiarlo. Esta práctica llegó a ser tan valorada y sus efectos tan deseados que se convirtió en hábito generalizado de toda la población (era común realizarla al menos una vez al mes). Hasta tal punto se consideraba importante esta limpieza que existía en la corte un médico cuya función era administrar los enemas a los monarcas y sus allegados. Ese peculiar doctor era llamado «guardián del ano», según reza una inscripción en la columna de Isis. Y la limpieza –ya fuera hogareña o palaciega– no se consideraba solo física: al aplicarse los enemas también limpiaban todos los desechos que vertía el corazón herido, sobrepasado y confundido.

La medicina ayurvédica también consideraba –y considera– este tipo de limpiezas mucho más que una práctica biológica. Para esta medicina ancestral se trata, sobre todo, de una limpieza energética y, por tanto, emocional.

En muchos textos de diferentes corrientes místicas y religiosas se habla con toda claridad de la relación entre la limpieza corporal y la pureza de espíritu. Y no solo la pureza espiritual: hay numerosas crónicas que atestiguan cómo los romanos asociaban el «alivio» intestinal con la claridad de ideas (no solo las emociones y la energía se ligan a las tripas, también el entendimiento). Por ese motivo, los baños públicos –con sus largos bancos huecos– eran escenario habitual de brillantes disertaciones políticas, filosóficas, etc. Ante semejantes despliegues de elocuencia, los olores quedaban en segundo plano.

Otras muestras de respeto hacia nuestros «despreciados» intestinos las encontramos también en las delicadas medicinas orientales, para las que la zona del vientre es nuestro auténtico centro vital. En realidad no se refieren a ningún órgano en concreto sino a un punto perfectamente localizado, un punto situado por debajo del ombligo denominado dan tien (cuya traducción literal sería «área del vientre») en la medicina china y hara en las artes marciales japonesas. En ese centro se integran mente y cuerpo. Es un centro energético en el que se ha de concentrar el chi (la energía universal o cósmica), y con él, el poder personal. Se trata de una brújula interna cargada de sabiduría. Desde el punto de vista oriental, el secreto de la salud y el bienestar –entendidos como un estado de serenidad y calma profundas unido a la integración correcta de todos los sistemas orgánicos– residiría en la capacidad de conectar con ese centro. Ese es precisamente el objetivo de disciplinas como el taichí o el chikung.

En palabras de K. G. Dürckheim, «el cuidado del hara ejerce una virtud curativa con respecto al nerviosismo, bajo cualquier forma que se presente».

En la misma línea, el Chi Nei Tsang es una técnica milenaria de sanación taoísta que parte de la premisa de que el abdomen es el centro del organismo y de nuestras emociones. Esta disciplina considera que la zona del vientre es el área de conexión energética de nuestro cuerpo con la fuente de energía cósmica (la traducción más ajustada de chi es «energía» y de nei tsang es «vísceras») y su objetivo consiste en liberar la energía nociva atrapada en lo más profundo para así restaurar la vitalidad.

Es el hombre moderno el que ha envuelto todo el tema intestinal en un espeso halo de tabú y displicencia, cuando no de repugnancia. Supongo que forma parte de esa desnaturalización que sufrimos al habernos alejado tanto de nuestra esencia y al habernos soltado de la mano de nuestra madre naturaleza. Pero nuestra madre siempre sale a buscarnos. Y nos encuentra.

La acupuntura abdominal del doctor Bo Zhiyun

Hay una anatomía de la energía que no aparece en nuestros modernos tratados de medicina. El doctor Zhiyun explica que su particular método, desarrollado desde hace más de veinte años, principalmente en China aunque también en Estados Unidos y Europa, parte de la certeza de que hay puntos específicos en el abdomen que se corresponden con problemas neurológicos. El punto de acupuntura denominado Shen es el encargado de distribuir el chi en todo el cuerpo; al estimularlo –a él y a otros puntos de acupuntura de la región abdominal–, es posible armonizar los órganos que estén sufriendo alguna disfunción o algún desequilibrio. Al hacerlo, estamos ajustando la armonía de todo el organismo.

En el abdomen se encuentra un complejo sistema de regulación y control. Se forma durante la fase embrionaria y es el sistema madre de todo el sistema de meridianos que conocemos.