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SOMBRAS DEL TIEMPO

Estudios sobre el cuento español contemporáneo (1944-2015)

FERNANDO VALLS

La Casa de la Riqueza
Estudios de la Cultura de España
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El historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

CONSEJO EDITORIAL:

DIETER INGENSCHAY (Humboldt Universität, Berlin)
JO LABANYI (New York University)
JOSÉ-CARLOS MAINER (Universidad de Zaragoza)
SUSAN MARTIN-MÁRQUEZ (Rutgers University, New Brunswick)
JOSÉ MANUEL DEL PINO (Dartmouth College, Hanover)
JOAN RAMON RESINA (Stanford University)
LIA SCHWARTZ (City University of New York)
ULRICH WINTER (Philipps-Universität Marburg)

SOMBRAS DEL TIEMPO

ESTUDIOS SOBRE EL CUENTO ESPAÑOL
CONTEMPORÁNEO
(1944-2015)

FERNANDO VALLS

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Iberoamericana, 2016

© Vervuert, 2016

info@ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-874-0 (Iberoamericana)

Diseño de cubierta: Carlos Zamora

Para Gemma,
por los días tranquilos en Berlín, und mehr…

Índice

PRÓLOGO O LAS CARTAS BOCA ARRIBA

1. GENERALIDADES

De Ignacio Aldecoa a Andrés Neuman. Los zigzag de la historia reciente del cuento español

Sobre el cuento actual y algunos nombres nuevos

2. ANTOLOGÍAS Y COLECCIONES

José María Merino: antólogo del cuento español del siglo XX

Ángeles Encinar y sus mujeres que cuentan (I): narradoras contemporáneas

Laura Freixas y sus mujeres que cuentan (y II): relaciones maternofiliales

Andrés Neuman: el cuento hoy

Hervores y verduras, o algo más sobre el cuento actual

Las incertidumbres del cuento: una colección de relatos dirigida por Ana María Moix

3. DEL CUENTO EN EL EXILIO REPUBLICANO, LA GENERACIÓN DEL MEDIOSIGLO Y MÁS

Ciertos cuentos ciertos, de Max Aub, en Escribir lo que imagino y Enero sin nombre

José Hierro: los cuentos de un poeta

La pobre gente de un rebelde sin causa en El corazón y otros frutos amargos, de Ignacio Aldecoa

Oro y estaño en los cuentos de Rafael Sánchez Ferlosio

Las “ilusiones perdidas” en la narrativa breve de Daniel Sueiro

La infancia de Francisco García Pavón en sus Cuentos republicanos

En el laboratorio de la narrativa breve de Juan García Hortelano

El arte de la sugerencia en los cuentos de Antonio Pereira

4. EN RECUERDO DE LOS OLVIDADOS

Fábulas de siempre. Cuentos del tiempo ido, de Arturo del Hoyo

Olvidado entre los olvidados: Álvaro Fernández Suárez

Antonio Núñez y la crisis del cuento en España

5. EL RENACIMIENTO DEL CUENTO

El mundo literario de Juan Eduardo Zúñiga

Los cuentos morales de Esther Tusquets

ZooTomeo

Un “amorío sin domesticar” de tío Eduardo: a propósito de un cuento de Álvaro Pombo

La narrativa breve de Luis Mateo Díez

Hay golpes en la vida tan fuertes… Sobre el cuento “Brasas de agosto”

La marimba llora: “Imposibilidad de la memoria” y otros cuentos de José María Merino

Misterios y días en los Cuentos del Barrio del Refugio

Cuentos de los días raros: la realidad quebradiza

Supercapullos y maquinenas: Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana

Sobre los cuentos de La vida en blanco, de Juan Pedro Aparicio

Mundos inquietantes de límites imprecisos. Los relatos de Cristina Fernández Cubas

De las certezas del amigo a las dudas del héroe. Sobre “La ventana del jardín”

Sombras del mundo. A propósito de una historia titulada “Mundo”

Del diablo… y otros seres extravagantes

Los relatos de la nueva vida: La habitación de Nona

Números pares, impares e idiotas, de Juan José Millás, o la vida de los números

Qué raro es todo…: Cuentos de adúlteros desorientados

Hijos sin hijos: los episodios nacionales de Enrique Vila-Matas

Los cuentos de Javier Marías: la técnica del detalle

“Lo que dijo el mayordomo”, o la disolución de los géneros narrativos

Un estado de crueldad o el opio del tiempo: los fantasmas de Javier Marías

La geometría del desamparo en los cuentos de Ignacio Martínez de Pisón

Juan Antonio Masoliver Ródenas bajando la escalera: La sombra del triángulo

6. ENTRESIGLOS

Vidas exprimidas: El estadio de mármol, de Juan Bonilla

Sobre víctimas y verdugos en Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu

La vida violenta en El vigilante del fiordo

Eloy Tizón: una poética del claroscuro. Sobre Técnicas de iluminación

7. SIGLO XXI: NUEVOS NOMBRES

Voces femeninas en la narrativa breve reciente: Cristina Grande, Cristina Cerrada, Pilar Adón e Irene Jiménez

De los aprendizajes de Alberto Méndez a los zumbidos de la memoria

El “idioma del fin” o La vida ausente, de Ángel Zapata

Los cuentos de Pablo Andrés Escapa (2003-2014)

El sabor del infierno en Polvo en los labios, de Montero Glez

Primeros inviernos y vagabundeos de Clara. A propósito de un ciclo de cuentos de Elvira Navarro

Una nueva voz: Marina Perezagua

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE CONCEPTUAL Y ONOMÁSTICO

Prólogo o las cartas boca arriba

En plena luz no somos ni una sombra.
Las sombras: unas ocultan, otras descubren.
ANTONIO PORCHIA

Libros como este pueden articularse de muy distintas maneras y no me parece que sea la menos adecuada la que se afana en reunir un grupo de trabajos que, pudiendo parecer dispersos, procuran responder a un sostenido interés por un género literario al que la crítica no le ha prestado la atención que debiera, por su historia, evolución teórica y singularidades estructurales. Recojo aquí, por tanto, diversos textos que podrían tacharse de ensayos, artículos, notas y reseñas sobre el cuento español de los últimos setenta años. Todos ellos son, con una única excepción, escritos publicados en periódicos, revistas literarias y académicas, aunque conservo la esperanza de que al juntarse en este volumen, se comprenda mejor el proyecto general que anida tras un empeño tan sostenido, la idea global que los hilvana en un tejido mucho más amplio que espero pueda apreciarse, en toda su complejidad, dentro de la historia del cuento español de la postguerra en la que vengo trabajando. Me parece que guarda un claro parentesco con otro libro semejante que publiqué en el 2003, La realidad inventada. Análisis crítico de la novela española actual, en una colección de la editorial Crítica, llamada Letras de humanidad, lamentablemente desaparecida. La sensata acogida de público y crítica que aquel volumen obtuvo en su momento me ha animado a repetir —casi— la fórmula, con otro compendio semejante dedicado en esta ocasión al cuento literario.

Lo cierto es que todos estos trabajos pueden y deben entenderse como muestras de crítica literaria, como la práctica habitual de un profesor universitario que se ocupa simultáneamente, y de la manera más natural y espontánea posible, de la historia literaria y de la crítica de actualidad, sin dejar de plantearse las peculiaridades y límites del género, sus posibilidades, fronteras e hibridaciones con otros materiales narrativos semejantes. Me gustaría pensar que bien pudieran valer como ejemplos, a pesar de ser textos bien distintos en sus planteamientos, dimensiones y fines, de lo que Max Aub denominó crítica viva. Quizá no esté de más aclarar también que la selección de autores y libros, en mi caso, nunca ha sido solo producto del azar o del encargo, sino que responde casi siempre a mi libre albedrío, al interés personal por unas obras que me siguen pareciendo valiosas, y en algún que otro caso, poco atendidas a pesar de su calidad.

A menudo, cuando más grata resulta, la crítica es un homenaje, un reconocimiento al trabajo valioso, solitario y complejo del escritor. El paso del tiempo no hace sino reafirmarme en que solo es posible cultivar la crítica con el estudio atento y detenido de los textos, que únicamente pueden empezar a entenderse en su complejidad situándolos de forma adecuada en la historia literaria. No podría decirlo mejor sin aludir a las palabras que Claudio Guillén escribía en el prefacio de su último libro, De leyendas y lecciones. Siglos XIX, XX y XXI: “lo principal ha sido siempre la admiración, el entusiasmo, el afán de adentrarme en el conocimiento y la comprensión de unas obras y unas personas mediante la práctica de una crítica asombrada, impulsada por el deseo de compartir con otros lectores el proceso de ir más lejos, la profundización en las formas y en los valores que solo hace posible, tratándose tanto de creadores como de críticos, el ejercicio del lenguaje”.

Pero aquí nos las habemos —que diría el profesor Rico— con un género, el cuento, relato o narración, que a menudo nos obliga a plantearnos su singular esencia, su propia sustancia o especificidad, cuanto lo semeja o distingue de otros que le son afines, pero también su función dentro del volumen, en tanto piezas individuales que son, o partes ensambladas en el conjunto que pueden llegar a ser, tras considerar los lazos correspondientes que se generan entre las distintas unidades. Así, por tanto, al tratar del cuento nos ocupamos de una serie de relatos concretos (“Brasas de agosto”, de Luis Mateo Díez; “La ventana del jardín” o “Mundo”, de Cristina Fernández Cubas; o “Lo que dijo el mayordomo”, de Javier Marías), de libros (El corazón y otros frutos amargos, de Ignacio Aldecoa) y ciclos de cuentos (Cuentos del Barrio del Refugio, de José María Merino o Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez), e incluso de un conjunto de relatos antologados (en el caso de Daniel Sueiro), por solo aducir unos pocos casos. En efecto, aquí van a encontrarse con distintas posibilidades de análisis. Esta variedad ha contribuido a una mayor complejidad e interés creciente por el género en las últimas décadas, en las que el cuento ha alcanzado entre nosotros un valor que no había tenido nunca, ni siquiera en las décadas doradas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo.

Pero uno no puede dejar de preguntarse qué es lo que nos interesa, realmente, de un cuento o de un libro de narraciones. Una respuesta posible podría ser la siguiente: su trama, desde luego; pero quizá también aquello que debemos intuir porque se nos ha dejado de contar, el protagonismo o la casi transparencia de una acción que es resultado de utilizar el tono más adecuado; la atmósfera que se crea a partir de un estilo y un lenguaje que, en la concisión e intensidad que caracterizan al género, adquiere siempre un papel protagonista, aunque deba combinarse con otros elementos. Y todo ello sin olvidar la proporción entre la narración y otros componentes tales como el diálogo, las pausas, la descripción, el retrato de los personajes, el efecto que producen ciertos detalles… A menudo solemos preguntarnos qué resulta para el crítico y para el lector agudo más estimulante o enigmático de una obra y por qué. En el caso del cuento, un género con una historia codificada, en donde las variaciones parecen limitadas, siendo —sin embargo— infinitas, cualquier intento o empeño por hallar un simple resquicio para ahondar en la tradición debería ser bien recibido.

Me ocupo en esta ocasión —decía— de varias posibilidades de análisis: las antologías (ya sean de época, temáticas o generacionales), la recopilación de una selección de cuentos relativos a un solo autor y también del estudio de un relato concreto, sin olvidar la diversa naturaleza de los libros, que pueden generarse por acumulación, ser de corte temático, agruparse por ciclos, etc. Cuando en un libro de cuentos solo se superponen las piezas, cuando entre ellas no surge una cierta ilación, al lector atento le queda la impresión de que una parte del trabajo del escritor está aún por hacer, de haber sido engañados, en suma. Para dar cuenta de esta diversidad, coexisten en estas páginas escritores de diversas generaciones y edades, ya se hallen con una trayectoria cuajada o apenas al inicio de su andadura. Aquí conviven, pues, reseñas, notas, artículos académicos y prólogos, aunque me gustaría pensar que todos ellos poseen la subjetividad y amenidad distintivas del ensayo moderno. Los escritos más antiguos datan de 1989 y los más recientes del 2015, lo cual indica una constante dedicación e interés por un género a lo largo de un cuarto de siglo, con el que la crítica, nunca he logrado saber por qué, suele mostrarse cicatero. Quizás, aventuro una hipótesis pensando sobre todo en la crítica de actualidad, porque cuesta más trabajo analizar, valorar y jerarquizar las distintas piezas que componen un volumen de cuentos, su variedad, posible unidad o trabazón, que hacerlo de una novela.

Más en concreto, el único propósito que me ha guiado a la hora de juntar estos trabajos, cuando la vanidad y las necesidades académicas andan ya en retirada, por cierre del negocio y absoluta falta de fe en la causa, ha sido llamar la atención del lector sobre un género, unos autores y unas obras con cuya lectura he disfrutado especialmente. Nada más lejos de mi intención que imponer una interpretación determinada a propósito de estos textos, pero sí me gustaría que mis impresiones y opiniones pudieran servir de acicate para la discusión y confrontación de ideas, habida cuenta de que el crítico, pero también el historiador de la literatura, trabaja con juicios de valor, en una época en que tan escasos andamos de pensamiento consistente.

Me dirijo, por tanto, a los lectores de literatura, y en especial a los amantes del cuento, un género que a pesar de la importancia indiscutible que ha adquirido en España en las últimas décadas, sigue poniéndose en cuestión desde diversas instancias. Si esta condición se da también entre los escritores y los críticos literarios, en aquellos de buena voluntad, entre cuantos siguen disfrutando con la lectura y apasionándose con su oficio sin que se hayan convertido todavía en meros comerciantes, mejor que mejor, pues me gustaría poder dirigirme a ellos. No digo todo esto a humo de pajas ni con ánimo de molestar, pero hay cosas que cuesta trabajo entender. En más de una ocasión he oído decir a algún escritor, y no siempre mediocre, que había dejado de escribir cuentos porque no le daba dinero, porque su agente o editor se quejaba de ello o porque un libro de cuentos —sobre todo eso, seamos sinceros— no les proporcionaba el reconocimiento, la presencia mediática, ni la recompensa monetaria que sí recibían, en cambio, con la novela.

Este libro podría haberse subtitulado también “De Max Aub a los narradores de hoy”. A muchos de los autores de los que me ocupo, he tenido la fortuna de tratarlos. En ocasiones, la confianza que proporciona la amistad y la conversación pausada me ha servido para entender mejor sus obras de creación, nada más lejos de mi voluntad que caer en un biografismo mecánico, por no hablar de que me ha permitido comentar y discutir despacio aspectos de su obra con ellos. Aquí tengo en cuenta algunos de los escritores de relatos que prefiero: Juan Eduardo Zúñiga, Luis Mateo Díez, José María Merino, Cristina Fernández Cubas, Javier Marías, etc., por solo citar a los que tienen una obra todavía en marcha, pero ya consolidada. No en vano, quizá sea en géneros como el cuento donde se haga más necesaria una reflexión teórica, como lo es en relación con el microrrelato… De hecho, la aparición, desarrollo y estudio del microrrelato como un género independiente, distinto del cuento, debido a su extrema concisión, y por tanto brevedad, nos ha empujado a que nos replanteemos algunas de sus características, en especial el lugar que ocupa dentro del cada vez más complejo sistema literario, y más en concreto, en relación con los géneros narrativos restantes.

Por fortuna, en estas últimas décadas se han agotado las excusas para los escritores de cuentos, quienes ya no aducen los tópicos que se repitieron hasta la saciedad a lo largo de toda la postguerra. Ahora que ningún escritor de verdad, de interés, tiene dificultades para difundir su obra, en el grado que sea, no es de recibo decir que no pueden brindarnos obras de calidad.

El título del libro remite a un comentario que aparece en uno de los artículos sobre Cristina Fernández Cubas, junto a un aforismo de Porchia. Quizá porque, sin desdeñar el cuento realista, que aprecio de forma semejante, siempre he preferido —como lector de a pie, quiero decir— los relatos con algo de misterio, aquellos en los que se cuentan historias surgidas de entre las sombras del tiempo. Por último, me daría por satisfecho si mis comentarios pudieran servirle al lector, si lo incitaran a la lectura de alguno de estos cuentos, y ya no digamos si estas reflexiones le fueran útiles a la hora de comprender qué singulariza el género, o bien en qué estriba esa respiración distinta que le atribuye la narradora argentina Ana María Shua. Si ello llegara a ocurrir, habríamos cumplido sobradamente con nuestro ambicioso objetivo.1

1 No quiero dejar de darle las gracias a todos aquellos que me solicitaron estos trabajos o los acogieron en diarios, revistas o páginas web, como Manuel Longares (El Mundo y El Sol), Elvira Huelbes (El Mundo), Robert Saladrigas (La Vanguardia), Lluís Bassets y Javier Rodríguez Marcos (El País), Amalia Iglesias (Revista de Libros), Irene Andres-Suárez (Cuadernos de Narrativa), Samuel Amell (España Contemporánea), Carlos Álvarez-Ude (Ínsula), Nuria Carrillo, Valeria Possi y José Manuel Goñi Pérez (La Nueva Literatura Hispánica), Fernando R. Lafuente (Revista de Occidente), José Luis García Martín (Clarín), Raúl Carlos Maicas (Turia), Pilar Celma (Siglo XXI), Santos Sanz Villanueva y Jesús Fernández Palacios (Campo de Agramante), Lilian Elphick (Letras de Chile), Enrique Jaramillo Levi (Maga) y Christian Lagarde y Philippe Rabaté (HispanismeS); o bien fueron publicados en libros o revistas, al cuidado de Manuel Aznar Soler, Jaume Pont, Ramón Jiménez Madrid, Ángeles Encinar, Kathleen M. Glenn, Carmen Valcárcel, Geneviève Champeau, Jean-François Carcelen, Georges Tyras, Cristina Albizu y Gina Maria Schneider. Esther Tusquets, con su habitual generosidad, pensó que yo podía prologar sus cuentos. Y, por supuesto, a mi cómplice, el editor palentino José Ángel Zapatero. Prefiero olvidarme piadosamente del responsable de otra publicación mensual en la que solía escribir, pues tras no ceder a sus presiones para que lo incluyera como escritor de cuentos en un trabajo panorámico, dejó de pedirme colaboración. En el caso de que hubiera dejado de nombrar a alguien, le ruego que me disculpe. También quiero agradecerles públicamente la ayuda que me han prestado para documentar alguno de estos artículos a la escritora Julia Otxoa, al profesor y crítico Jon Kortazar (a quien no siempre le he agradecido lo presto que se muestra en ayudar) y al editor Jorge Herralde, que todavía no se ha ido y ya lo echamos de menos.

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GENERALIDADES

De Ignacio Aldecoa a Andrés Neuman. Los zigzags de la historia reciente del cuento español

Es probable que el cuento español que nos resulta más cercano, aquel que seguimos teniendo en la memoria, arranque con Ignacio Aldecoa, por señalar un nombre emblemático, y llegue hasta el joven Andrés Neuman, el más prometedor entre los nuevos nombres. Son cuatro o cinco las hornadas de narradores (recuérdese aquello que comentaba Rafael Sánchez Ferlosio: “las generaciones son el redondeo de la literatura”) que han venido cultivando el relato, entre los extremos del realismo y lo fantástico, ya sean narraciones cerradas o abiertas, en torno a los caminos trazados por Poe y Cortázar, Chéjov, Raymond Carver y Robert Coover, sin olvidar a los autores norteamericanos de la generación perdida, o a cuentistas tan significativos como Henry James, Isak Dinnesen, Joyce, Dorothy Parker, Katherine Mansfield, Flannery O’Connor, Nabokov, John Cheever, Borges, Juan Rulfo y Mercè Rodoreda, por citar solo unas pocas referencias que resultan imprescindibles; mientras que si nos atenemos al presente más rabioso, los nombres indiscutibles quizá pasarían por Alice Munro, Lydia Davis, Amy Hempel, David Foster Wallace, Lorrie Moore y Quim Monzó.

Por lo que se refiere a la teoría de lo que venimos denominando cuento literario moderno, es sabido que tiene su origen en Edgar Allan Poe, en la reseña que le dedicó a los Twice-Told Tales, o Cuentos contados dos veces, en el Graham’s Magazine de mayo de 1842, y en su “Filosofía de la composición” (1846), donde siguiendo la tradición del cuento floklórico defiende el relato cerrado, con un efecto único y singular. Julio Cortázar (“Algunos aspectos del cuento”, 1963; y “Del cuento breve y sus alrededores”, 1969), por su parte, arranca de una concepción romántica y surrealista del relato para apostar también por un texto cerrado, esférico, en el que impera la intensidad y la tensión. Lo compara con la fotografía, que enmarca y recorta solo un fragmento de la realidad, pero que necesariamente debe contener suficiente significación para amplificárnosla, como si de una explosión se tratara. Chéjov, en cambio, y con él Hemingway y Carver, defienden el cuento abierto, en el que solo conocemos un fragmento de vida, sin principio ni final. Los argentinos Jorge Luis Borges y Ricardo Piglia han apostado por la idea de que el relato cuenta siempre dos historias, en la que una se encuentra oculta para emerger sorpresivamente en el desenlace.

El caso es que en España el auge del cuento empezó con el grupo del 50, encabezado por el citado Aldecoa (El corazón y otros frutos amargos, 1959, me sigue pareciendo su mejor libro) así como también por Rafael Sánchez Ferlosio (“Dientes, pólvora, febrero”, no debe faltar en ninguna antología del género que se precie), Jesús Fernández Santos (Cabeza rapada, 1958), Medardo Fraile (A la luz cambian las cosas, 1959), Carmen Martín Gaite (Las ataduras, 1960), Ana María Matute (Historias de la Artámila, 1961), Daniel Sueiro (Los conspiradores, 1963) y el heterodoxo Alfonso Sastre (Las noches lúgubres, 1964). Predominaba entonces el realismo, descarnado o lírico, irónico, kafkiano o simbólico, valga la paradoja, y los maestros más frecuentados solían ser Hemingway, Faulkner, Carson McCullers, Truman Capote y el italiano Cesare Pavese. El realismo social, entonces preponderante, para cuyos cultivadores la escritura era ante todo una cuestión moral, y solo después estética, se caracteriza por la utilización de un protagonista colectivo, y un tiempo y un espacio reducido. Sus temas más frecuentes solían ser la lucha por la vida en un medio social y políticamente adverso, el trabajo como una realidad patética, y la injusticia como una manera de alertar al lector y agitar su conciencia, según preconizaba Sueiro. Los llamados neorrealistas, quienes intentaron distanciarse del realismo estrictamente crítico, se valieron para ello de un narrador que va cediendo la palabra a los distintos personajes y de un cierto simbolismo atmosférico. Los menos acomodaticios, como Aldecoa o Sánchez Ferlosio, aunque no fueron los únicos, cultivaron una manera distinta de observar la realidad, la existencia, e incluso una nueva concepción de la prosa, más expresiva, por considerarla más exacta y precisa.

En medio de la constante defensa del género, la participación en concursos y la búsqueda —no siempre sencilla— de una editorial que apoyara sus obras narrativas breves (recuérdese que los relatos de Aldecoa aparecieron en editoriales modestas), surgió una recopilación significativa e influyente, acogida por una casa editorial académica, Gredos: la de Francisco García Pavón, Antología de cuentistas españoles contemporáneos (1959), que tuvo un par de ediciones más con ciertos cambios, en 1966 y 1976, aun cuando su excesiva benevolencia en la elección de los autores impidiera una cierta jerarquización de nombres y obras. El mismo García Pavón, director de la editorial Taurus, le encargó a Aldecoa por aquel entonces una colección de Narraciones (1961-1968), tal fue su título, en la que aparecieron algunos volúmenes que pronto recordaremos, junto a otros no menos singulares de Carlos Clarimón, Juan Antonio Gaya Nuño, Carlos Edmundo de Ory y Ricardo Doménech. Respecto a los premios, entre mediados de los sesenta y los setenta, surge el Leopoldo Alas (1955-1969), cuya primera convocatoria gana un juvenil Mario Vargas Llosa con Los jefes, el Sésamo (1955-1967) y un par de concursos que todavía hoy siguen fallándose: el Gabriel Miró (1960) y el Hucha de Oro (1966). Pero visto con la perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, a diferencia de lo que ha ocurrido con la poesía y la novela, los concursos de cuentos apenas si han descubierto a nuevos autores; antes bien, parecen haber servido para que surja esa curiosa especie que son “los fabricantes de cuentos para concursos”, que ya se daba en los cincuenta sin que se haya extinguido aún hoy, a quienes parodia con su habitual ingenio Fernando Iwasaki en España, aparta de mí estos premios (2009).

Y, sin embargo, el libro más sorprendente y novedoso, tanto por el estilo como por la temática, a pesar de sus innecesarias oscuridades, sigue pareciéndome el de Juan Benet, Nunca llegarás a nada (1961), aunque en aquel momento apenas nadie lo apreciara. El cuento vivía entonces en una perpetua crisis, como siempre, en la que los autores se lamentaban de la escasa atención que les prestaba la crítica y del poco aprecio que mostraban los editores por el género. Pero todo ello no impidió que narradores de otras hornadas sacaran a la luz volúmenes de gran calidad, tanto en el interior como en el exilio: Doce cuentos y uno más (1956), de Lauro Olmo; La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco y otros cuentos (1960), de Max Aub; y Cuentos republicanos (1961), de Francisco García Pavón. A los que habría que añadir los nombres de Camilo José Cela, Carmen Laforet (la recopilación en el 2007 de sus cuentos completos, titulados Carta a don Juan, nos depara gratas sorpresas), Jorge Campos, Alonso Zamora Vicente (su libro Smith & Ramírez, S.A., 1957, sobresale en años de cierta penuria para la narrativa fantástica), Vicente Soto, Arturo del Hoyo, Fernando Quiñones, Juan García Hortelano, Jorge Ferrer-Vidal, Antonio Pereira y Francisco Umbral, ferviente defensor del cuento abierto, en el que nada se cuenta. Y, desde luego, el puñado de excelentes narradores del exilio republicano, cuya obra, en el mejor de los casos, recibimos siempre con cierto retraso. Me refiero a Ramón J. Sender, Rosa Chacel, Manuel Chaves Nogales (A sangre y fuego, 1937), Rafael Dieste (Historias e invenciones de Félix Muriel, 1943), Francisco Ayala (Los usurpadores, 1949), Álvaro Fernández Suárez (Se abre una puerta…, 1953), Segundo Serrano Poncela (La venda, 1956) y Manuel Andújar. Al respecto, debe tenerse en cuenta la cuidada antología de Javier Quiñones, Sólo una larga espera. Cuentos del exilio republicano español (2006). Sobre el conjunto del siglo pasado, es de obligada consulta la recopilación de José María Merino: Cien años de cuentos. 1898-1998. Antología del cuento español en castellano (1998); y para los autores del cincuenta, en concreto, debe verse la de Ana Casas, Voces disidentes. Cuentos de la generación del medio siglo (2009).

El denominado boom latinoamericano, junto con la llamada de atención sobre sus antecedentes, cambió radicalmente el panorama, no solo por el prestigio de la obra de Borges, Rulfo, Onetti y Cortázar, sino también porque otros escritores como Alejo Carpentier, Virgilio Piñera, García Márquez, Julio Ramón Ribeyro, Vargas Llosa o Carlos Fuentes habían cultivado el género con notable fortuna. En primer lugar, el cuento era para ellos una forma prestigiosa; no en vano algunos se habían consagrado como narradores de proyección internacional, así Borges o Cortázar, con sus relatos, concepto que reivindicó el autor de Rayuela frente al de cuento o narraciones que solían utilizar los españoles, infestados casi todos de realismo. Las excepciones pueden verse en la antología de Ana Casas y David Roas, La realidad oculta. Cuentos fantásticos españoles del siglo XX (2008). En segundo lugar, el relato fantástico nos proporcionaba una visión más sutil y compleja de la realidad. Y, por último, el relato ofrecía una distancia perfecta para la experimentación, aunque esto se acentuara con los años, cuando la novela, en las prostrimerías del XX, se hizo más conservadora.

Así las cosas, entre mediados de los sesenta y setenta hubo unos años de cierto decaimiento en la narrativa breve, cuya recuperación empezó a producirse en los primeros ochenta, con la aparición de tres libros importantes pertenecientes a Juan Eduardo Zúñiga (Largo noviembre de Madrid, 1980), Cristina Fernández Cubas (Mi hermana Elba, 1980) y Esther Tusquets (Siete miradas en un mismo paisaje, 1981). Este grupo de autores se consolidaría, sobre todo, durante esa misma década, junto a otros nombres y libros, como los de Álvaro Pombo (Relatos sobre la falta de sustancia, 1977), Luis Mateo Díez (Brasas de agosto, 1989), José María Merino (El viajero perdido, 1990; y Cuentos del Barrio del Refugio, 1994), Enrique Vila-Matas (Suicidios ejemplares, 1991; e Hijos sin hijos, 1993), Ana María Navales (Cuentos de Bloomsbury, 1991), Javier Marías (Mientras ellas duermen, 1990; y Cuando fui mortal, 1996), Juan José Millás (Primavera de luto y otros cuentos, 1992), Pedro Zarraluki e Ignacio Martínez de Pisón (Aeropuerto de Funchal, 2009, donde se recogen sus mejores cuentos). Todos estos escritores aparecen en mi recopilación Son cuentos. Antología del relato breve español, 1975-1993 (1993), que tiene ya en su haber cinco ediciones, en un momento en que se hace balance del renacimiento del género. A los citados narradores habría que sumar el nombre de Juan Marsé, cuyo Teniente bravo (1987) cuenta al menos con un par de piezas, la que da título al conjunto e “Historia de detectives”, que podrían figurar en los balances más exigentes.

En estas dos últimas décadas, el cuento español ha pasado por diversos avatares, viniendo a cuajar en un puñado de nombres nuevos que ya a finales del XX y comienzos del XXI apuntan excelentes maneras. Se trata de Agustín Cerezales (Perros verdes, 1989), Antonio Soler (Extranjeros en la noche, 1992), Mercedes Abad (Amigos y fantasmas, 2004), Eloy Tizón (Velocidad de los jardines, 1992; Parpadeos, 2006), Luis Magrinyà (Los aéreos, 1993; y Belinda y el monstruo, 1995), Juan Bonilla (El que apaga la luz, 1994; y Tanta gente sola, 2009), Carlos Castán (Frío de vivir, 1997), Javier González (Frigoríficos en Alaska, 1998) y Gonzalo Calcedo (La carga de la brigada ligera, 2004; Temporada de huracanes, 2007; y El pasajero de la avenida Lexington, 2010), muchos de ellos recogidos en la antología Los cuentos que cuentan (1998), que preparé junto a Juan Antonio Masoliver Ródenas, quien también —por cierto— es un singular cultivador del relato.

Por fin, de entre las más recientes recopilaciones del cuento español, destacaría la del inquieto Andrés Neuman, Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español (2002), avalada por un prólogo de José María Merino. Los nuevos nombres, ya en el siglo XXI, con sus libros más significativos, podrían ser los siguientes: Berta Vias Mahou (Ladera norte, 2001), Cristina Grande (La novia parapente, 2002), Manuel Moyano (El oro celeste, 2003), Pablo Andrés Escapa (Las elipsis del cronista, 2003; y Voces de humo, 2007), Mercedes Cebrián (El malestar al alcance de todos, 2004), Hipólito G. Navarro (la recopilación Los últimos percances, 2005), Ángel Zapata (La vida ausente, 2006), Irene Jiménez (Lugares comunes, 2007), Elvira Navarro (La ciudad en inverno, 2007), Ángel Olgoso (Astrolabio, 2007, y Los líquenes del sueño. Relatos, 1880-1995, 2010), Andrés Neuman (El último minuto, 2007), Ricardo Menéndez Salmón (Gritar, 2007), Lara Moreno (Cuatro veces fuego, 2008), Andrés Ibáñez (El perfume del cardamomo, 2008), Óscar Esquivias (La marca de Creta, 2008), Fernando Clemot (Estancos del Chiado, 2008), Javier Sáez de Ibarra (Mirar el agua, 2009), Berta Marsé (Fantasías animadas, 2010), Pilar Adón (El mes más cruel, 2010) y Juan Carlos Márquez (Llenad la tierra, 2010).

Llama la atención, sin embargo, el considerable número de narradoras notables, desde los mismos inicios de su trayectoria, pues creo que nunca antes habíamos contado con tantas. ¿Qué caracteriza la narrativa breve de estas nuevas autoras? Aunque a lo largo de este libro nos ocuparemos con detenimiento de varias de ellas, desarrollando lo ahora indicado, vamos a anticipar algunas de sus características más destacadas. En general, cuentan historias contemporáneas, urbanas, casi siempre sentimentales, realistas, alternando narración y diálogo, escritas en un estilo escueto, a veces poco elaborado, aunque quizá sea el vehículo más adecuado para lo que pretendan contarnos. Resulta así, en suma, una literatura poco complaciente con los nuevos usos y costumbres, aunque los personajes suelan aceptar sus problemas y fracasos con cierta resignación, vayan estos de la enfermedad al adulterio o la insatisfacción, como males propios de los mediocres y malos tiempos que les ha tocado vivir. Reconforta, en fin, encontrarse con unas escritoras dueñas de un proyecto literario sensato y coherente, ambicioso, de corte clásico e innovador a la vez, más o menos cuajado, cuyo empeño no parece confinado a alcanzar todo premio literario que asome por el horizonte, ni tampoco en hacerse las modernas. No obstante, llama la atención las escasas referencias que encontramos en sus declaraciones a la tradición narrativa en castellano, siendo tan fecunda. Casi todos estos últimos nombres que vengo aduciendo aparecen recogidos en la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (2010), que he compuesto en colaboración con Gemma Pellicer.

Pero, además, entre los libros más logrados, los que parecen haberse convertido ya en referencia en lo que llevamos de nuevo siglo, figuran Capital de la gloria (2003), de Juan Eduardo Zúñiga; Los girasoles ciegos (2004), de Alberto Méndez, volumen del que se han agotado 35 ediciones y del cual, hasta el 1 de octubre del 2014, según cifras que me proporciona la editorial, se habían vendido 341.230 ejemplares; y los multipremiados Los peces de la amargura (2006), de Fernando Aramburu, y la recopilación de Todos los cuentos (2008), de Cristina Fernández Cubas; amén del ya citado de Ángel Zapata.

Desde que Forrest L. Ingram llamó la atención sobre los ciclos de cuentos (Short Story Cycles of the Twentieth Century. Studies in a Literary Genre, 1971), valgan como ejemplos pioneros Dublineses (1914), de Joyce, o Winnesburg, Ohio (1919), de Sherwood Anderson, algunos narradores han utilizado este sistema por el que las piezas individuales aparecen interrelacionadas, para organizar sus libros de relatos. Un procedimiento que no resulta mejor ni peor; antes bien, produce en los lectores un efecto distinto, al tiempo que obliga al autor a pensar, más que en la mera acumulación de las piezas, en distintas trabazones posibles dentro del conjunto. Asimismo, esta nueva idea nos ha llevado a releer la tradición, dándonos a entender que determinados libros que todavía hoy solíamos aceptar como novelas, se comprenden mejor bajo la forma de ciclos de cuentos, tal y como ocurre en Las afueras (1958), de Luis Goytisolo, o en Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), de Miguel Delibes, sin olvidar los citados volúmenes de Esther Tusquets, Alberto Méndez, Berta Vias Mahou y Elvira Navarro.

Sin embargo, el fenómeno más novedoso y significativo quizá sea el papel que viene desempeñando Internet a través de distintas bitácoras y páginas web, medio ideal para la difusión de todo tipo de formas literarias breves, con la aportación de críticas y entrevistas en la propuesta y defensa de nuevos nombres, como la que está llevando a cabo Miguel Ángel Muñoz en su blog El síndrome Chejov. Tampoco debería olvidarse la apuesta por el relato de algunas pequeñas editoriales, como Páginas de Espuma, Lengua de Trapo y Salto de página, de Madrid; Xordica y Tropo, de Zaragoza; y Menoscuarto, de Palencia, consagradas casi en exclusiva al género, como apenas nunca había ocurrido antes. Y premios como el NH Vargas Llosa, el Setenil y el más reciente Ribera de Duero, que tanto están contribuyendo a llamar la atención y a hacer visible el cuento entre un público más amplio.

Sea como fuere, y a pesar de todos los lamentos, me parece que en este último medio siglo el relato ha dado en España excelentes frutos; buena prueba de ello son los autores y libros citados, y ello en diversos matices que van del realismo más estricto a los diferentes ribetes que ofrece lo simbólico o lo fantástico, junto con sus posibles hibridaciones. La mala salud de hierro del cuento, su crisis permanente, lo ha convertido en un territorio excepcional de libertad y experimentación. A la vista de los numerosos autores jóvenes que lo cultivan, así como de la calidad y ambición de sus primeras propuestas, el panorama futuro se revela esperanzador.

Sobre el cuento actual y algunos nombres nuevos

Para Geneviève Champeau

Este trabajo se fue gestando a la par que la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (2010), que he compuesto junto con Gemma Pellicer, aunque en rigor podría decirse que se inicia allí donde concluyen otras dos recientes recopilaciones dedicadas igualmente al relato: la que hice en colaboración con Juan Antonio Masoliver Ródenas, Los cuentos que cuentan (1998) y la de Andrés Neuman, Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español (2002). Entre las recientes, esta última me parece la mejor informada y más acertada sobre un panorama que no siempre resulta fácil de apreciar y discernir.

Desde entonces han transcurrido unos cuantos años, apareciendo otra hornada de escritores de relatos, nombres nuevos que apuntan excelentes maneras, como los que recogemos en Siglo XXI. Pienso en Ángel Zapata, Javier Sáez de Ibarra, Ángel Olgoso, Ricardo Menéndez Salmón, Andrés Neuman, Óscar Esquivias, Ignacio Ferrando y Elvira Navarro, cuya obra voy a analizar a continuación. Habría que preguntarse, al respecto, si estéticamente tienen algo en común, o qué los diferencia de los narradores anteriores; si frecuentan también otros géneros o acaso sean solo cultivadores ocasionales del relato que, con el correr del tiempo, acaben decantándose por la novela; y tal vez plantearse cuáles son sus modelos, sus escritores de referencia. O bien si su cultivo es realista, fantástico o, incluso, experimental, así como dónde publican sus libros: ¿quizás en pequeñas editoriales periféricas?; además de tratar de averiguar si se han formado en talleres literarios, con lo que ello pueda conllevar, pues esta parece ser la primera generación de escritores españoles de cuentos forjada en un aprendizaje reglado; quien, además, se vale de las bitácoras y de las redes sociales para dar a conocer sus textos, opinar, estar en contacto, o apoyar y defender el género.

Lo cierto es que no encontramos una tradición predominante, según ha ocurrido en otros momentos en que se impuso aquella tendencia que arrancaba con Chéjov, pasaba por Katherine Mansfield y Hemingway, y llegaba hasta Carver, tras tomarle el relevo a aquella otra tradición que partía de E. A. Poe y E. T. A. Hoffmann para desembocar en Cortázar. Sin haber abandonado del todo la lectura provechosa de los narradores citados, no escasea tampoco la presencia de otros nombres quizá más eclécticos, como puedan ser los de Kafka, Borges, Onetti, John Cheever, Foster Wallace, Alice Munro, Lorrie Moore, o narradores españoles tan dispares como Ignacio Aldecoa, Medardo Fraile, Javier Tomeo, Quim Monzó, Gonzalo Calcedo y Eloy Tizón. Algunas de estas lecturas, las foráneas sobre todo, parecen haber producido en determinados narradores —no nos referimos ahora a los citados más arriba, claro—, más estragos que beneficios, dado que el mimetismo complaciente, acrítico, ha sido uno de los mayores males que vienen padeciendo nuestras letras desde la segunda mitad del XVII, de lo que tampoco nos hemos librado en la última década, como puede constatarse en los numerosos seguidores de Carver, por solo recordar el caso más llamativo.1

Sin embargo, una de las cuestiones más debatidas hoy entre nosotros gira en torno a la naturaleza del nuevo escritor: a lo que hay en él de autor nacional y pudiera tener de cosmopolita; o en tratar de averiguar cuál es o parece ser la formación intelectual, literaria, su identidad, junto con lo que debería contarnos y cómo, y desde qué presupuestos habría de llevarlo a cabo, en un mundo globalizado, según se nos repite hasta la saciedad, en el que tenemos conciencia de poseer una identidad mestiza, múltiple, y en donde la tecnología adquiere cada vez mayor protagonismo. Así, esta sociedad multicultural y globalizada nos lleva a plantearnos, una vez más, la cuestión de las influencias, de las lecturas; empujándonos a reflexionar sobre si existe una tradición propia, incluso una que nos resulte más nuestra que aquellas otras que tampoco sentimos a estas alturas del todo ajenas, o acaso la globalización y el multiculturalismo hayan acabado con todo ello y solo exista ya una única tradición literaria válida, cuando menos en el mundo occidental.

La primera pregunta que tendríamos que hacernos, por tanto, es si disponemos todavía de una tradición española, o al menos hispánica. Y aunque este sea un terreno tan complejo como resbaladizo, a mí sigue pareciéndome que sí existe una primera estancia: la de la lengua y la propia cultura e Historia; aunque en ambos casos puedan ser más de una. Esta posible multiplicidad no resulta nueva del todo; antes bien, ya se la plantearon en su momento Juan Goytisolo, Juan Benet, Mario Vargas Llosa, José María Merino, Enrique Vila-Matas o el más joven Javier Marías, por poner de ejemplo a una serie de narradores de estéticas muy distintas, aunque en esencia gozaran de una formación muy similar a la que tiene hoy cualquier escritor, construida a base de viajes y estancias en el extranjero, y a partir de su interés por el cine, el arte, la música o la cultura popular en general.

En suma, los escritores suelen ponerse en camino empezando por lo que mejor conocen, que es siempre su propia realidad y tradición cultural (la cual, insisto, puede ser plural en mayor o en menor medida) para asumirla, olvidarla o transgredirla, como les parezca más adecuado llevar a cabo para la construcción de su obra, pero creo que en ningún caso deberían ignorarla. A pesar de todo ello, no considero que pueda hablarse hoy de una literatura europea común, ni siquiera de una literatura hispanoamericana y mucho menos aún, latinoamericana. A decir verdad, cuando un narrador español es traducido, por ejemplo, al alemán, la crítica y los lectores lo juzgan como un escritor en lengua española, representante de una determinada cultura (sin distinguir a veces demasiado entre lo mexicano, argentino, español o hispanoamericano, y aquí podemos incluir también a catalanes, gallegos y vascos). Y en los peores casos, no del todo infrecuentes, es leído como antropología, como algo exótico y peculiar. En fin, a los lectores extranjeros no suelen interesarles los narradores españoles norteamericanizados, ni afrancesados, porque para eso ya existen los propios autores nativos, quienes conocen esas realidades mucho mejor, o cuando menos de manera más matizada y profunda. Y sin embargo, tampoco quiero decir con esto que un escritor español no pueda ocuparse debidamente de otras latitudes. Buena prueba de ello resulta, por ejemplo, Llámame Brooklyn, la novela de Eduardo Lago.

¿Quiénes les interesan entonces a los lectores alemanes, por seguir con el mismo ejemplo? Pues sobre todo, si nos atenemos a los narradores españoles, Javier Marías y Rafael Chirbes; best-sellers anodinos aparte, tipo Ruiz Zafón. Y creo que algo no muy distinto podría decirse respecto a Francia, Italia u Holanda, aunque los nombres que más les llamen la atención puedan ser otros distintos. Decía Miguel Torga una verdad que a Luis Mateo Díez le gusta repetir: “lo universal es lo local sin fronteras”. De ello sería un ejemplo perfecto el mexicano Juan Rulfo, o el mismo autor portugués. Y esto es algo que ningún autor literariamente ambicioso debería olvidar nunca.

Volviendo a las filiaciones estéticas de los nuevos escritores, estas abarcarían en sus obras una amplia muestra de las diferentes posibilidades narrativas en que ha desembocado la tradición del relato a comienzos de siglo: así, desde un realismo que apenas si tiene ya nada que ver con el cultivado en el siglo XIX, al contar con ribetes expresionistas, fabulísticos, metafóricos u oníricos y minimalistas, más o menos sucios, y que alcanza a lo fantástico; hasta discretas formas de experimentación que pasarían por una cierta literatura del absurdo, pudiendo tacharse también de disparatada e incluso delirante. Sus ambiciones literarias se decantan por mostrar la vida descarnada y subvertirla, cuestionando la realidad de la que forman parte, valiéndose de la ficción para emocionar o trastornar al lector, buscando en resumidas cuentas sobrevivir al veneno de la realidad, como pretende Ángel Olgoso. La estética predominante de esta narrativa, casi siempre urbana, podría tacharse muy bien, como ha hecho José María Pozuelo Yvancos, de postrealista, sin que tampoco falten cultivadores de lo fantástico tales como Olgoso o Juan Jacinto Muñoz Rengel.2

Algunos de estos autores fundamentan su creación en los avatares de la trama, o conciben la ficción como vía de conocimiento; mientras que otros declaran limitarse a contar historias, entretener y divertir. Todos ellos, sin embargo, aspiran a escribir narraciones que si bien no alcancen a cambiar la realidad, al menos la pongan en entredicho y, de paso, inquieten y conmuevan (verbo que repiten una y otra vez en declaraciones y poéticas),3 llegando a transformar, en la medida de lo posible, la experiencia del lector, para lo cual suelen valerse del humor, la intriga, la sorpresa y hasta del estupor mismo.

En estos nuevos relatos el espacio acostumbra a ser urbano, sin que falten escenarios de ambientación rural, o los llamados no lugares, sitios donde ocasionalmente se hacina la gente, se detienen los viajeros o transcurren las vacaciones. José María Merino se refirió a este asunto aduciendo que la literatura de algunos de estos autores parecía mostrar una cierta voluntad “deslocalizadora”, rasgo este que lo llevaba a apreciar una práctica diferente de la corriente realista, lo cual estaría conectado con una asunción distinta por parte de varios escritores de la tradición literaria española.4 Más en concreto, la percepción del entorno suele ser