Irene Gómez Castellano

LA CULTURA DE LAS MÁSCARAS

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LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA

Vol. 18

CONSEJO EDITORIAL

Joaquín Álvarez Barrientos

(Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid)

Pedro Álvarez de Miranda

(Universidad Autónoma de Madrid)

Philip Deacon

(University of Sheffield)

Pura Fernández

(Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid)

Andreas Gelz

(Albert-Ludwigs-Universität Freiburg)

David T. Gies

(University of Virginia, Charlottesville)

Yvan Lissorgues

(Université Toulouse - Le Mirail)

Elena de Lorenzo

(Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid)

Leonardo Romero Tobar

(Universidad de Zaragoza)

Ana Rueda

(University of Kentucky, Lexington)

Josep Maria Sala Valldaura

(Universitat de Lleida)

Manfred Tietz

(Ruhr-Universität Bochum)

Inmaculada Urzainqui

(Universidad de Oviedo)

LA CULTURA DE LAS MÁSCARAS

Disfraces y escapismo en la poesía española de la Ilustración

Irene Gómez Castellano

Iberoamericana • Vervuert • 2012

Reservados todos los derechos

© Iberoamericana, 2012

Amor de Dios, 1

E-28014 Madrid

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© Vervuert, 2012

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D-60594 Frankfurt am Main

Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43

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www.ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-691-3 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-86527-740-4 (Vervuert)

Depósito legal

Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación.

Ilustración de la cubierta: Meléndez, Luis Eugenio (1716-1780). Portait of the Artist holding a drawing academic nude. Oil on canvas, 99 × 82 cm. RF2537. Photo: Jean-Gilles Berizz. Louvre, Paris, France.

Photo Credit: Réunion des Musées Nationaux / Art Resource, NY

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Impreso en España

A la memoria de mi abuelo,
Juan Castellano Villar (1920-2010)

ÍNDICE

Agradecimientos

Advertencia

Introducción

CAPÍTULO 1

La máscara de Anacreonte y la feminización del “hombre de bien”

CAPÍTULO 2

La máscara del niño y la poesía como juguete del hombre ocupado

CAPÍTULO 3

La máscara del borracho y los tambaleos del sujeto ilustrado

Conclusión

Bibliografía

Imágenes

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a David Gies. Este libro, que primero fue una tesis doctoral que nació en su clase sobre la literatura de España en el siglo XVIII, debe gran parte de su existencia a sus consejos y comparte su visión de la misión del dieciochismo actual. Esta misión se resume en algo así como volver a poner el siglo XVIII de moda, insertarlo en las corrientes actuales de pensamiento sin perder de vista el campo de la estética, convertir las aportaciones del XVIII en centrales para entender la historia de la literatura en español actual y dotarlas de una dimensión interdisciplinar. Al escribir este libro he intentado poner en práctica estas ideas.

Gracias también a los profesores Randolph Pope y Ruth Hill, que formaron parte del comité de lectores de mi tesis y cuyas clases y su modo de entender la crítica literaria siempre han sido una fuente de inspiración para mí. También doy las gracias a Rebecca Haidt por sus consejos sobre el manuscrito de mi tesis doctoral. En mi etapa como profesora en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, quiero resaltar el apoyo recibido por parte de mi colega Juan Carlos González Espitia, quien ha sido un generoso editor y un lector entusiasta: varias versiones de este proyecto han pasado por sus manos. También han leído y comentado partes de este proyecto mis colegas Frank Domínguez, Samuel Amago y Emilio del Valle Escalante. Todos ellos han contribuido a mejorar el presente manuscrito, pero, por supuesto, los errores que permanecen son sólo mi responsabilidad. Quiero asimismo agradecer el apoyo en diferentes momentos de mi carrera de Rosa Perelmuter, Larry King, Lucia Binotti, Alison Weber, David Haberly, Virginia Talley, Amy Wentworth-Bueno, Monica Rector, Elvira Vilches y Laura García Raga. Capítulo aparte merece el agradecimiento a mi familia. Gracias al peque Gustavo, a Ed, mi marido, a mis padres, José y Amparo, a mi abuela Fina y a mi hermana Paloma. Y a mi abuelo Juan, que murió mientras acababa este libro y se llevó una parte de mi optimismo con él.

En un nivel más práctico, este libro no existiría si no hubiera contado con el apoyo económico recibido por parte de las siguientes instituciones: gracias al College of Arts and Sciences de la Universidad de Carolina del Norte por financiar seis meses dedicados a la investigación en exclusiva con un Research and Scholarly Leave. La oficina del Vice Chancellor y del Provost de la Universidad de Carolina del Norte me concedió un Junior Faculty Development Award. Gracias también a la oficina del Vice-President for Research and Graduate Studies de la Universidad de Virginia por otorgarme un Award for Excellence in Scholarship in the Humanities and the Social Sciences cuando era estudiante graduada. El Ministerio de Cultura de España financió una estancia en la Biblioteca Nacional de Madrid a través de una beca del Programa de Cooperación Cultural. El Departamento de Español, Italiano y Portugués de la Universidad de Virginia financió también mi investigación para la tesis doctoral con un Charles Gordon Reid Jr. Fellowship. Finalmente, este libro no podría ver la luz en la forma presente sin el apoyo del Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Carolina del Norte, que ha contribuido a financiar parte de su investigación y parte de su publicación. Jonathan McClure ha sido un valioso asistente de investigación. Gracias también a la paciente Anne Wigger, a Enrique Barba Gómez y a la editorial Iberoamericana por acoger este proyecto entre las filas de la colección La Cuestión Palpitante.

ADVERTENCIA

Al escribir este libro me he enfrentado a la difícil cuestión de cómo propagar a Anacreonte y cómo leerle. Si Anacreonte debe darnos una lección de transmisión textual, es precisamente que lo que importa es comunicar el espíritu del original —porque el original ya no existe—. Inspirada por este principio y por mis propias preferencias a la hora de leer crítica literaria, he tomado una decisión quizá arriesgada: he traducido yo misma los versos de la Anacreontea a partir de la fuente que me parece más fiable, la que ofrece Patricia Rosenmeyer, profesora de lenguas clásicas de Yale University, en el apéndice de The Poetics of Imitation. Anacreon and the Anacreontic Tradition (Cambridge University Press, 1992). Estas traducciones de la Anacreontea están en inglés, así que las versiones que utilizo en mi estudio son mis traducciones al español de las traducciones de Rosenmeyer de la Anacreontea al inglés. Podría haber utilizado una traducción española del siglo XVIII (como la de los hermanos Canga-Argüelles o la de José Antonio Conde, ambas consultadas en la Biblioteca Nacional), pero los poetas salmantinos como Meléndez Valdés leían (y eran profesores de) griego y estas traducciones españolas de fines del XVIII no eran sus fuentes directas, así que esto hubiera complicado todavía más la cuestión. Y no he encontrado, entre las traducciones actuales de Anacreonte al español, ninguna que me pareciera tan hermosa como la traducción de Rosenmeyer al inglés. Así que, imbuida del espíritu imitativo pero poco riguroso de Anacreonte y sus imitadores, incluyo aquí mis propias traducciones de otras traducciones de otras traducciones de un original que ya no existe. Ojalá sean más una ayuda para el lector que una molestia, pues ése ha sido mi criterio a la hora de incluirlas.

INTRODUCCIÓN

En el tapiz de Francisco de Goya (1746-1828) La gallina ciega, un grupo de adultos disfrazados de majos y majas se entretiene jugando al corro a orillas del Manzanares. Es 1788, el año de la muerte de Carlos III, y mientras los alegres aristócratas de Goya se comportan como niños, vendándose los ojos y vistiéndose de plebeyos por voluntad propia, a sus primos lejanos del otro lado de los Pirineos ya están planeando cómo cortarles la cabeza. Pero los hermosos y decadentes jóvenes pintados por Goya para decorar las estancias reales del palacio de El Pardo no son los únicos que insisten en adoptar una actitud escapista ante una realidad que dista mucho de ser bucólica; en El bebedor (1777), un joven del pueblo aparece recostado en el recodo de un camino bebiendo con ansia una bota de vino, y en otras muchas escenas diseñadas por Goya para adornar las estancias de los príncipes encontramos niños jugando a ser adultos (como en Niños jugando a soldados) y adultos entreteniéndose en juegos infantiles (como El pelele o en el ya citado La gallina ciega).

Los cartones diseñados por Goya para la Real Fábrica de Tapices presentan una imagen altamente estilizada del mundo contemporáneo a Goya en donde los personajes aparecen inmersos en actividades de escape de la realidad: los mayores juegan a ser niños, los ricos juegan a ser pobres, los niños juegan a ser mayores, y los pobres juegan a perder la conciencia emborrachándose. Todas las imágenes están presididas por un impulso común de escapismo y un afán lúdico de metamorfosear la identidad por medio de disfraces literales (de majos y majas) y simbólicos (juegos, niñez, bebida) que son representativos de la actitud ambigua que la sociedad ilustrada tiene con respecto al placer y la responsabilidad. Goya nos da pistas que por un lado nos permiten dejarnos llevar por la fantasía rococó de diversión que evocan sus escenas, pero también nos invita a ver este abandono y sus peligros desde fuera del corro de bailarines: el círculo infinito del baile de La gallina ciega se “refleja” simbólicamente en el espejo de agua que ocupa el fondo de la escena (que en una primera versión del tapiz fue el río Manzanares) y nos habla de un eterno retorno (el del antiguo régimen) que, sin embargo, está históricamente en peligro de extinción. El canto al placer y su denuncia o cuestionamiento aparecen, simultáneamente, en la misma escena.

En la historia del arte, los tapices de Goya son considerados un ejemplo ideal del llamado arte rococó por sus temas aparentemente frívolos, sus escenas luminosas y pastoriles, su paleta color pastel y su objetivo de ser arte decorativo más que histórico: al fin y al cabo, los tapices fueron concebidos para decorar y calentar las paredes de un palacio que se ponía muy frío en el invierno castellano. Pero mientras Goya pinta esta serie de cartones para tapices (1775-1792), Juan Meléndez Valdés o Batilo (1754-1817), el que luego será considerado el mejor poeta del siglo XVIII en España, está componiendo poemas similares a estas escenas en los ratos libres que le deja su actividad como profesor de literatura y lenguas clásicas en Salamanca.1 Poemas de tipo anacreóntico que, como el que sigue, causaron furor en su época y fueron imitados y disfrutados por todos los lectores cultos de su siglo. Poemas que, como el tapiz de La gallina ciega de Goya que acabamos de describir, están dedicados a representar alegres pasatiempos aristocráticos y pastoriles completamente ajenos a la realidad:2

“De un baile”
Ya torna mayo alegre
con sus serenos días,
y del amor le siguen
los juegos y la risa.
De ramo en ramo cantan
las tiernas avecillas
el regalado fuego
que el seno les agita,
y el céfiro jugando
con mano abre lasciva
el cáliz de las flores
y a besos mil las liba.
Salid, salid, zagalas;
mezclaos a la alegría
común en sueltos bailes
y música festiva.
Venid, que el sol se esconde;
las sombras, más benignas,
dan al pudor un velo
y a amor nueva osadía.
¡Oh, cuál el pecho salta!,
¡cuál en su gozo imita
los tonos y compases
de vuestra voz divina!
Mis plantas y mis ojos
no hay paso que no finjan,
cadena que no formen,
y rueda que no sigan.
Huye veloz burlando
Clori del fino Aminta;
torna, se aparta, corre,
y así al zagal convida.
¡Con qué expresión y juego
de talle y brazos, Silvia,
en amable abandono,
su Palemón esquiva!
De Flora el tierno amante
o la mariposilla,
la fresca hierbezuela
con pie más tardo pisan.
¡Qué ardiente Melibeo
a Celia solicita,
la apremia con halagos,
y en torno de ella gira!
Pero Dorila, ¡oh cielos!,
¿quién vio tan peregrina
gracia?, ¿viveza tanta?
¡Cuál sobre todas brilla!,
¡qué espalda tan airosa!,
¡qué cuello!, ¡qué expresiva
volverle un tanto sabe
si el rostro afable inclina!
¡Ay!, ¡qué voluptuosos
sus pasos!, ¡cómo animan
al más cobarde amante
y al más helado irritan!
Al premio, al dulce premio
parece que le brindan
de amor, cuando le ostentan
un seno que palpita.
¡Cuán dócil es su planta!,
¡qué acorde a la medida
va del compás! Las Gracias
la aplauden y la guían,
y ella, de frescas rosas
la blonda sien ceñida,
su ropa libra al viento,
que un manso soplo agita.
Con timidez donosa
de Cloe simplecilla
por los floridos labios
vaga una afable risa.
A su zagal incauta
con blandas carrerillas
se llega, y vergonzosa
al punto se retira.
Mas ved, ved el delirio
de Anarda en su atrevida
soltura; sus pasiones,
¡cuán bien con él nos pinta!
Sus ojos son centellas,
con cuya llama activa
arde en placer el pecho
de cuantos, ¡ay!, la miran.
Los pies, cual torbellino
de rapidez no vista,
por todas partes vagan
y a Lícidas fatigan.
¡Qué dédalo amoroso!,
¡qué lazo aquel que unidas
las manos con Menalca
formó amorosa Lidia!
¡Cuál andan!, ¡cuál se enredan!,
¡cuán vivamente explican
su fuego en los halagos,
su calma en las delicias!
¡Oh pechos inocentes!,
¡oh unión!, ¡oh paz sencilla,
que huyendo las ciudades
el campo sólo habitas!
¡Ah!, ¡reina entre nosotros
por siempre, amable hija
del cielo, acompañada
del gozo y la alegría!3

En este “dédalo amoroso” en el que se enredan y seducen “inocentemente” pastores y pastoras de nombres librescos (Aminta, Silvia, Palemón, Anarda, Celia, Cloe, Melibeo, Lícidas, Menalca, Lidia, Dorila) junto con personajes mitológicos como Flora o las Gracias, Meléndez logra reproducir en forma de una cadena de versos breves y musicales que se enlazan entre sí el movimiento cíclico de un baile y la fluidez que es característica del estilo rococó y sus curvas infinitas.4 Pero estos pastores y pastoras no son sólo personajes de ficción. En el poema se dan la mano para bailar el yo del poeta y sus amigos reales, escondidos bajo pseudónimos.5 ¿Por qué a los ilustrados les gustaba imaginarse en este tipo de escenas pastoriles y suavemente eróticas, llenas de exclamaciones, admiraciones y tan ajenas al mundo en el que se componen como los personajes de La gallina ciega de Goya? ¿Y por qué se mezclaban, portando pseudónimos, con personajes literarios y mitológicos en sus poemas?6

Junto a Batilo (el pseudónimo de Meléndez Valdés), un grupo de aficionados a la poesía se reúne en tertulias masculinas en las que se lee poesía propia y ajena de raíces clásicas, especialmente a partir de la década de los setenta del siglo ilustrado.7 Se denomina a este grupo de poetas con varios nombres: el parnaso salmantino, la escuela de Salamanca, la segunda escuela salmantina, la “academia de Meléndez”, etc.8 El soldado José Cadalso (1741-1782), el sacerdote José Iglesias de la Casa (1748-1791) o el agustino fray Diego Tadeo González (1733-1794) componen versos que muestran escenas similares a las presentadas por Goya en sus tapices o por Meléndez en la oda anacreóntica “De un baile” que acabamos de leer. Los miembros del grupo se reúnen cada noche en la celda de fray Diego González en el convento de San Agustín, donde estaba enterrado fray Luis de León (1527-1591), símbolo del clasicismo renacentista al que aspiran retornar estos poetas. Los versos que salen de esta escuela son, como los de Meléndez, ligeros, breves y musicales, y su lenguaje, sencillo pero alejado del lenguaje cotidiano. Sus temas recurrentes son el amor inocente de los pastores, el elogio horaciano de la vida campestre, la amistad y la poesía.

Lo más interesante es que, aparte de usar un pseudónimo para poder “entrar” como personajes en sus propias poesías (también utilizaban estos pseudónimos en su abundante intercambio epistolar), Arcadio, Batilo, Dalmiro y Delio se representan en su poesía doblemente disfrazados. Aparte de usar el pseudónimo para entrar en estos idilios campestres, los poetas fusionan su voz con la de personajes literarios convencionales que se repiten una y otra vez en sus poemas: o bien fingen hablar usando (en primera persona) la voz del viejo poeta del vino y del amor homosexual Anacreonte, o bien aparecen jugando en el poema en forma de niños supuestamente inocentes, o bien aparecen sumidos en una eterna y dulce borrachera mientras cantan poesía. Estas identificaciones con las figuras de Anacreonte, el niño y el borracho son máscaras metafóricas que, aparte de ayudar a estos poetas a penetrar mejor en sus agradables simulacros poéticos y bailes, nos están comunicando, en su repetición obsesiva, cuáles son los “escapes” favoritos de estos poetas: la Grecia clásica de Dionisos, Baco y Anacreonte, y la etapa de la niñez. Son todos ensueños alegres donde la realidad no tiene cabida, y las máscaras metafóricas tras las que estos poetas enuncian sus versos contribuyen todavía más a este alejamiento de la realidad.

Este alejamiento de la realidad forma parte del espíritu del arte rococó, que acaba abruptamente en 1789 según la mayoría de los historiadores de la cultura europea (Baur, 6)9. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, por sus afinidades con el mundo de la Grecia antigua con la que se enlaza la poesía anacreóntica, este alejamiento de la realidad es una manifestación del “Ideal” de belleza clásica defendido por Wincklemann, descubridor del arte de la Grecia antigua y sus costumbres, cuya influencia en España vino de la mano del pintor de la corte alemán amigo suyo Antón Raphael Mengs (1728-1779), autor de escenas comparables a estos poemas como su famoso Parnaso (1761), donde aparecen representados en un mismo plano personajes alegóricos, pastoriles y mitológicos en una escena sensual y distante al mismo tiempo.

Teorizado para el campo de las letras españolas por Ignacio de Luzán (1702-1754) en su Poética y cuestionado por Esteban de Arteaga (1747-1799) en sus Investigaciones sobre la belleza ideal como objeto de las artes de imitación (1789), la noción del arte como manifestación del ideal neoclásico de belleza puede contemplarse como una de las bases sobre las que se erige el anacreontismo. El rococó triunfa sobre todo en París, Venecia, Londres y el sur de Alemania, pero España tenía lazos con la cultura italiana y francesa a través de las posesiones españolas de Nápoles y Sicilia, donde gobernó Carlos III antes de ser rey en España, y por los lazos con la dinastía de los Borbones a la que pertenecen los monarcas españoles ilustrados. Artistas como el veneciano Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770) o el ya mencionado Mengs, que trabajan para la corte española en diversos encargos como los frescos de la bóveda del Palacio Real, muestran los enlaces artísticos que tenía España con el resto de Europa y con el neoclasicismo.

En la historia del arte hay una separación fuerte entre los conceptos estilísticos de rococó y neoclasicismo (Baur, 8), que se perciben como opuestos, especialmente si nos basamos en la historia del arte francés, donde el rococó es el arte del antiguo régimen (Watteau, Boucher) y el neoclasicismo es el arte que plasma en líneas ordenadas la utopía de la Revolución (David, Canova). Sin embargo, hay que tener en cuenta que la misma cronología que se aplica a Francia no puede explicar la presencia del rococó en las artes plásticas y la poesía de España en el siglo XVIII. Goya continúa pintando escenas rococó (Tapices) como La gallina ciega más allá de 1789 y Meléndez Valdés no deja de escribir anacreónticas en toda su vida, incluso en medio de los tumultos del destierro. En España, esta separación entre arte rococó y arte neoclásico no se produce de forma diacrónica, sino que estos dos movimientos, asociados con la Ilustración y la monarquía absoluta de la dinastía borbónica, aparecen conjuntamente en la obra de un mismo autor, especialmente en el caso de Goya y Meléndez Valdés, los artistas más complejos de su siglo. Paradójicamente, es en su obra de estilo rococó donde aparece una mayor complejidad, como se intuye al contemplar La gallina ciega.

Lo que unifica, según la historiadora del arte Eva-Gesine Baur, todo el arte rococó es su “avoidance of shadow” (7). Uno de los rasgos que más se asocia con el rococó es la tensión contenida en sus paraísos artificiales, quizá relacionada con la conciencia de la fragilidad de la felicidad por la que luchan los ilustrados, o quizá una manifestación de la propia conciencia de la aristocracia del fin del antiguo régimen y el debilitamiento de sus privilegios. La tensión contenida bajo la facilidad aparente y alegre del rococó no es sino una manifestación del miedo reprimido de la época, una continuación del espíritu barroco que, en lugar de enfrentarse al carácter frágil de nuestra existencia por medio del pesimismo del vanitas o del arte religioso contrarreformista, decide ignorar los problemas creando ensoñaciones, islas de placer: “Myth and fairytale, festivity and fantasy, theatre and music were called upon to create dream worlds and intermediate realms that would allow all these (fears) to be forgotten” (Baur, 7). El motivo de origen pictórico de la “fiesta campestre” deviene “a vehicle for the projection of a dream of carefree timelessness” (7).

Estos poemas escapistas y estos bailes campestres florecen en el período de auge de la Ilustración española, concretamente en la última década del reinado de Carlos III (1716-1788). El siglo XVIII es conocido como el siglo de eclosión cultural por excelencia. Es entonces cuando florecen, sobre todo en Madrid por el afán centralista de los Borbones, instituciones de apoyo a la cultura como academias, bibliotecas, sociedades económicas, museos y diccionarios. En conjunto, todas estas empresas eran proyectos utópicos de carácter totalizador que perseguían la felicidad de los ciudadanos y sus gobernantes a través del lema “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. El objetivo de la Ilustración es cambiar el funcionamiento del país desde sus bases y, por ello, gran parte de las políticas del absolutismo ilustrado están dirigidas, como ha estudiado recientemente Alberto Medina Domínguez en Espejo de sombras, a construir un nuevo modelo de pueblo dócil, una masa que sirva a la monarquía como espejo y apoyo y donde lo individual subordina sus peculiaridades para el bien común (o, más concretamente, para el bien de los demás según es definido por los intereses particulares del monarca absoluto). Una masa que, sin embargo, no siempre aceptará de buen grado el nuevo papel o guión que los ilustrados habían escrito tan bienintencionadamente para él.

La Ilustración española, a pesar de todos estos devaneos poéticos y pictóricos en los terrenos del placer, es precisamente el momento en el que la retórica del sacrificio civil y la utilidad social está en auge. Como explica Theresa Ann Smith, “Spaniards demonstrated an acute awareness of their responsibilities to the nation in their discussions of social, economic and cultural reform. Intellectuals constantly referred to the utilidad pública (…) of the programs they proposed, describing at length how these programs would have a widespread and lasting effect on the nation” (8). Esta obsesión de los ilustrados por ser útiles a su patria recorre sus textos teóricos, pero también es el tema de discusión favorito en las tertulias, cafés, reuniones y los nuevos lugares de reunión e intercambio de ideas de la sociedad ilustrada dieciochesca. La aparición de nuevos tipos sociales que se desvían del modelo equilibrado del “hombre de bien” manifiesta la dificultad de adaptarse a este modelo de comportamiento basado puramente en el sacrificio de los deseos individuales en aras del bien social. Entre estos nuevos tipos sociales destaca la figura del petimetre, también conocido con otros nombres como “erudito a la violeta”, “currutaco” o “contradanzante” en los textos de la época. El petimetre aparece siempre feminizado en sus características, opuesto a la virilidad del antiguo caballero español:

Aquellos rancios Españoles antiguos, y aun los que hasta en esos gloriosos tiempos se han dejado ver en paseos, en saraos, en campañas, en batallas, y otras fatigas, eran hombres ordinarios de pelo en pecho, y como tales engendrados para sufrir semejantes fatigas; pero hoy nuestros Señoritos de ciento en boca, o Currutacos contradanzantes son finos, dulces, halagueños, enemigos de toda ocupación seria, de todo trabajo penoso, y adictos a la quietud, al sosiego, a la diversión, y al estudio de la Ciencia Contradanzaria: aquellos fiaban sus amores al valor, y su gloria a las heroicas acciones, y nuestros Señoritos no necesitan más que su presencia para enamorar (Zamácola, cit. Molina y Vega, 82).

Los ilustrados españoles no querían parecerse a estos “currutacos contradanzantes”, y sus obras dejan constancia de su rechazo de este modelo de la relajación de las costumbres. Pero, curiosamente, uno de los temas favoritos de sus poemas es la danza, como en el poema “Aun baile” de Meléndez Valdés. Cadalso dedica una obra entera (Los eruditos a la violeta, de 1772) a satirizar amablemente sobre este modelo de masculinidad fallida (Haidt, 9). En Los eruditos a la violeta Cadalso resume el complejo mundo que debía navegar el nuevo hombre ilustrado. Demasiado riguroso y serio y estará representando el papel de un Felipe II redivivo. Demasiado alegre y sociable y estará en riesgo de ser despojado de sus atributos masculinos y activos, como muestra esta confesión:

Me hiela en fin el temor de la crítica que me hagan unos hombres tétricos, serios, y adustos (…), pero me inflaman los primorosos aplausos de tanto erudito barbilampiño, peinado, empolvado, adonizado, y lleno de aguas olorosas, de lavanda, sanspareille, ámbar, jazmín, bergamota y violeta, de cuya última voz toma nombre mi escuela (Los eruditos a la violeta, s. p.).

Aparte de apoyar la misión de reforma social ilustrada de los monarcas borbones, Meléndez Valdés, Cadalso y otros poetas ilustrados del grupo de Salamanca intentan incluirse e incluir a España en el proyecto de la modernidad. Los que después serán llamados afrancesados por tener esta ideología progresista pero moderada se caracterizarán por mezclar en sus escritos y gestos públicos ideas sumamente tradicionales con la aceptación de ideas filosóficas que estaban a la vanguardia de su época. Como Feijoo (1676-1764) en la primera mitad del siglo XVIII, los ilustrados españoles tenían que lograr situarse en el justo medio entre la tradición española, católica, oscurantista y asociada con la dinastía de los Austrias y la decadencia, y el modelo francés progresista y secular asociado con los Borbones. Al principio este modelo parece la solución perfecta, pero pronto empieza a mostrar sus grietas en eventos como el Motín de Esquilache o el estallido del 1789 francés. Estos eventos tuvieron una importante repercusión negativa en España y crearon ansiedad respecto al modelo ilustrado y progresista francés, que ahora venía teñido de sangre, pero no acabaron del todo con la moda del rococó y el anacreontismo como sucedió al otro lado de los Pirineos. En las últimas décadas del siglo XVIII empieza a hacerse visible la desconfianza hacia el proyecto ilustrado por parte de Carlos IV y por parte de los ilustrados mismos, desencantados con el fracaso de sus proyectos y con el alcance negativo que han tenido sus sacrificios. En el sector del pueblo empezará a forjarse una asociación entre modernidad y afrancesamiento que culminó con la invasión de España de las tropas de Napoleón. Esta invasión fue el comienzo de la Guerra de la Independencia (1808-1814), pero también de la desconfianza generalizada de las masas hacia la Ilustración. Esta invasión violenta es el origen de gran parte de los estereotipos que hoy permanecen contra los ilustrados, que no pudieron navegar las aguas revueltas de la historia con su reputación intacta.

El modelo de hombre del pueblo para la Ilustración se caracteriza por ser dócil, trabajador y obediente. Pero cada eslabón de esta sociedad jerarquizada tiene su labor en el conjunto de la utopía social ilustrada, desde las clases trabajadoras hasta las clases “ociosas”, las que no trabajan con sus manos. Así, del mismo modo que existe un hombre del pueblo ideal, también existe un modelo de comportamiento más o menos estable que codifica dicho ideal para la clase media y alta: se trata del “hombre de bien”, el ciudadano que sacrifica su bienestar individual y sus placeres en aras del bien común. A él se opone la figura del petimetre y el currutaco. Para formar ciudadanos de este tipo, los ilustrados (como Jovellanos) idean numerosas estrategias que controlan desde el tipo de ocio adecuado para cada clase hasta la difusión imperceptible de mensajes propagandísticos a través del teatro. Pero la realidad se opone al deseo, y la utopía se hace humo cuando se pone en práctica. Del mismo modo que el ideal ilustrado y su aplicación a la masa produjo resultados negativos, como muestran tanto el Motín de Esquilache de 1766 (véase Medina Domínguez, 137 y ss.) como el fracaso de experimentos sociológicos como la repoblación con campesinos alemanes de Sierra Morena —que acabó con el ilustrado impulsor del proyecto, Pablo de Olavide (1725-1783), en manos de la Inquisición sin que nadie pudiera ayudarle—, también la puesta en práctica del modelo utópico de comportamiento para las clases medias y altas fracasó al ser aplicado a la realidad de la vida cotidiana (Hernández Benítez, 9-10). La muestra de este “fracaso” en el terreno de la masculinidad es, como ya hemos dicho, la existencia de un tipo antitético a este ideal del “hombre de bien”, el petimetre. Y el fenómeno complejo del majismo, que comienza en el pueblo y se extiende luego a la aristocracia (como se ve en los Tapices de Goya), también supone un reajuste entre estos modelos de comportamiento, una renegociación de estos ideales de conducta.

Los poetas que son objeto de estudio en este libro no forman parte de este pueblo que debe modificar sus costumbres para encajar en los nuevos planes de reforma de Carlos III y sus ministros. Tampoco tienen el privilegio de pertenecer a la nobleza. Por el contrario, los poetas salmantinos, aunque de origen humilde (con excepción de Cadalso y Jovellanos, que sí pertenecíaa la nobleza), son parte de las elites del poder ilustrado o se preparan para serlo. Su modelo de comportamiento ideal es el del “hombre de bien”. Poetas como Meléndez Valdés, hombres hechos a sí mismos que han subido al poder a base de su propio talento y dedicación, son quienes intentarán aplicar y representar el nuevo modelo de sociedad española con el que sueña la Ilustración: una sociedad pacífica, ordenada, dócil y productiva en la que la monarquía absoluta y la clase media aparecen unidas en un mismo proyecto común. Theresa Ann Smith explica elocuentemente la situación peculiar de la Ilustración española, en la que la clase media de pensadores ilustrados y el absolutismo están estrechamente asociados entre sí:

One of the key features of the political landscape in eighteenth-century Spain was the cooperation between the monarchy and Spain’s enlightened elite that characterized much of the century. That this cooperation occurred seems natural considering the history of monarchical rule in Spain. Philip du Borbonne, the grandson of the French king Louis XIV, inherited the Spanish throne after the death of Charles II in 1700. The accession of a French Bourbon king to the Spanish crown led to the War of the Spanish Succession (1702-1713). Since Philip could not rely on the support of the aristocracy, which saw the Bourbon accession as a threat to its own local power, he turned to the group of reform-minded elite, many of whom were part of Spain’s bureaucratic, or letrado, class, which had emerged in the waning days of Charles II’s reign. In this way, Philip broadened his power base and helped secure his place as king. Ironically, the installation of a French king thus occasioned a more tight-knit partnership between Spain’s reformist elite and their monarch, markedly different from the frequently antagonistic relationship between philosophes and the crown in France. This new Spanish elite became highly influential in shaping the nature of the Bourbon monarchy during the reigns of Philip V (1700-1746) and his sons Ferdinand VI (1746-1759) and Charles III (1759-1788) (9).

Los poetas del grupo salmantino pertenecían todos a este grupo que Smith denomina como la clase “letrada” (9) y, de hecho, la mayor parte de ellos elige seguir la carrera de derecho en algún momento de su vida, ya que la carrera de derecho, asociada con la carrera política, era la manifestación ideal de la entrega al proyecto ilustrado, la profesión ideal para el “hombre de bien”. La utopía de la sociedad ilustrada persigue la creación de esta sociedad útil, ordenada y obediente y extremadamente jerarquizada (siguiendo el modelo del absolutismo) dentro de las fronteras del país. Pero, de puertas para afuera, esta sociedad ideal de la que aspiran formar parte los ilustrados responde a la necesidad de crear un nuevo modelo de nación que acabara de una vez por todas con la leyenda negra que venía asociada a España tras siglos de Inquisición, guerras religiosas y decadencia. La nueva clase letrada debe contribuir a forjar una nueva leyenda progresista que acabe con el complejo de inferioridad de la nación con respecto a sus vecinos europeos. La construcción de una nueva imagen de España se manifiesta en el contenido de proyectos arquitectónicos, artísticos, y adquiere una forma especialmente polémica con el debate sobre el nuevo traje español. Como explican Jesusa Vega y Álvaro Molina,

Uno de los problemas que tuvieron que afrontar primero Felipe V y sus ministros y luego nuestros ilustrados fue el desprestigio de España en Europa. Se invirtieron grandes esfuerzos en cambiar la fama —o mejor dicho la mala fama— larvada durante más de un siglo de guerras, vinculada directamente a la personalidad de Felipe II y reiterada continuamente. (…) A la fama que tenían los españoles —país holgazán, atrasado, fanático y supersticioso— se sumaba la del carácter del caballero español, miembro de la nobleza y representante del monarca ante las diferentes cortes europeas, cuya soberbia y arrogancia eran proverbiales. (…) Tanto la literatura como las imágenes que eran accesibles a los extranjeros venían a reafirmar esta visión de España (17).

Esta visión anticuada de España venía representada sartorialmente en el antiguo traje de golilla (que hoy asociamos con Felipe II), que con su “rigidez y artificialidad” (Molina y Vega, 19) personificaba los atributos del caballero antiguo español, austero, intransigente, apasionadamente católico y lleno de orgullo. La llegada de la dinastía francesa de los Borbones a comienzos del XVIII supone el intento de superponer a esta imagen patriótica pero decadente la de un nuevo caballero español. Este nuevo caballero, vestido con el nuevo “atuendo a la militar” inspirado por la colorida moda francesa (opuesto al color negro del traje anterior), está preparado para llevar sobre sus hombros el peso de la tradición y la modernidad. De su comportamiento ejemplar depende no sólo la realización interna de la utopía social ilustrada, sino la imagen exterior de España y su futuro. La “ansiedad colectiva” de los ilustrados españoles por reformar y reformarse cristaliza en el modelo masculino que se viene denominando “hombre de bien”. Este “hombre de bien” debe ser, ante todo, útil a su patria, pero también debe ser capaz de participar en los nuevos lugares de sociabilidad antes no existentes, como los paseos y las tertulias. Rebecca Haidt define esta “hombría de bien” y el alcance social del modelo: “Hombría de bien proposes the virtuous ability to control the body as crucial to a larger ethical scheme of masculine self-governance and, by extension, of reform of the nation’s (masculine) leaders” (12). La obediencia y el sacrificio de cada pasión individual en aras del bien común reproducen el modelo jerárquico, inherentemente optimista, progresista pero también despótico, del gobierno de la Ilustración.

El siglo XVIII es, además del siglo de la razón y el orden, el siglo de los placeres, el siglo de los idilios pastoriles, del sensualismo, el erotismo y el rococó. Los ilustrados sabían que era imposible vivir una vida completamente dedicada al trabajo, y por ello en su modelo de comportamiento ideal está regulado el descanso, entendido de formas distintas para las clases trabajadores y las clases ociosas, según las divide Jovellanos (1744-1811) en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos.10 Este modelo de trabajo y descanso es una manifestación social del ideal literario horaciano basado en el equilibrio entre lo útil y lo dulce que es la base de las abundantes obras didácticas del periodo y que Tomás de Iriarte cristalizó en su fábula “El jardinero y su amo”.

En un jardín de flores
había una gran fuente,
cuyo pilón servía
de estanque a carpas, tencas y otros peces.
Unicamente al riego
el jardinero atiende,
de modo que entretanto
los peces agua en que vivir no tienen.
Viendo tal desgobierno,
su amo le reprende;
pues aunque quiere flores,
regalarse con peces también quiere.
Y el rudo jardinero,
tan puntual le obedece,
que las plantas no riega
para que el agua del pilón no merme.
Al cabo de algún tiempo
el amo al jardín vuelve;
halla secas las flores,
y amostazado dice de esta suerte:
«Hombre, no riegues tanto
que me quede sin peces;
ni cuides tanto de ellos,
que sin flores, gran bárbaro, me dejes».
La máxima es trillada,
mas repetirse debe:
no escriba quien no sepa
unir la utilidad con el deleite.

(Fábulas literarias)

La fábula, aunque de carácter literario, ejemplifica la unión entre el proyecto estético de la Ilustración (normalmente asociado con el neoclasicismo) y su dimensión ética. Los peces (la utilidad) y las flores (el deleite) del jardín deben recibir la misma atención o el equilibrio del jardín se verá en peligro. La figura del amo/rey/poeta ilustrado cuya función es regular este justo medio manifiesta el modo de entender el gobierno y la sociedad de las elites de la época.

La geografía urbana de Madrid en el siglo XVIII ve florecer nuevos espacios íntimos y públicos de esparcimiento social, donde se puede producir el espectáculo del ocio controlado con el que sueña la Ilustración. Paseos, tertulias, museos, jardines, cafés y teatros son la manifestación visible de esta cultura del descanso organizado. La dualidad entre la cultura del sacrificio de esta “hombría de bien” y los placeres del bienestar de los nuevos espacios de sociabilidad que se abren a los ilustrados no siempre logra equilibrarse según soñaban Jovellanos o Iriarte. Así que de su asimilación imperfecta o de esta especie de esquizofrenia colectiva entre sacrificio y placer, entre austeridad y sensualidad, surgen espacios textuales alternativos donde el modelo del “hombre de bien” se rechaza y se crea un lugar casi ajeno a la mirada totalizadora del poder con unos modos mucho más flexibles y placenteros de entender la masculinidad. La poesía anacreóntica y el arte rococó son uno de los lugares donde los ilustrados conforman un espacio ideal de ocio acorde con sus necesidades y gustos, un jardín textual entregado al deleite, al placer por el placer. En estos poemas se da cuerpo a esta incapacidad de asimilar las nuevas demandas del modelo del “hombre de bien”. La poesía anacreóntica que cultivan los poetas del parnaso salmantino es un escape de la mirada todopoderosa del (auto)gobierno ilustrado que, como ilustrados mismos, han interiorizado estos poetas. La poesía rococó y anacreóntica es un lugar donde “vendarse los ojos” y bailar despreocupadamente.

Hay mucha poesía ilustrada de tipo didáctico, patriótico y político que refleja tanto los ideales y las utopías sociales y educativas de la época (caso de las fábulas de Iriarte o Samaniego) como las vicisitudes históricas del siglo de las luces. Meléndez, Cadalso, Iglesias de la Casa, Jovellanos y tantos otros ilustrados son los autores de un extenso corpus de este tipo de poesía cívica y útil, propiamente “ilustrada”. Sin embargo, los poemas que estudio aquí no dejan transparentar ningún evento histórico tras su velo de palabras hermosas. De hecho, son poemas que, como el tapiz de La gallina ciega de Goya, se tapan los ojos y giran en un baile que sirve para enmascarar la realidad y sus desengaños.

Hay, además, otro enmascaramiento asociado con estos poemas: el de la historia literaria, que los ha disfrazado involuntariamente, asimilándolos a movimientos con los que a menudo no parecen encajar. El rechazo por un amplio sector de la crítica tradicional de la etiqueta “rococó” en la literatura española es la muestra de este “enmascaramiento”. Mientras los tapices rococó de Goya han sido estudiados profundamente por la crítica (Tomlison, Glendinning, Bozal), que se ha esforzado por desvelar en ellos su ironía y por iluminar las sombras ocultas tras sus colores pastel, la obra de los poetas de la escuela salmantina del dieciocho no ha gozado de la misma atención. La etiqueta de “rococó” goza de un sólido estatus en el terreno de la historia del arte, pero aún en nuestros días la misma terminología incomoda a los críticos literarios. Tras siglos de desprestigio, no es de extrañar que se note cierta reticencia por parte de los hispanistas en aceptar plenamente este término que no hace tantos años era sinónimo de afeminamiento, degeneración y superficialidad, una alianza simbólica que se afianzó a lo largo del siglo XIX y quedó sellada con la inclusión de los poetas salmantinos del dieciocho en la Historia de los heterodoxos españoles (1880) de Marcelino Menéndez Pelayo. Todavía en los años setenta del siglo XX Juan Antonio Gaya Nuño consideraba que el rococó era una “calentura”, un “delirio del último y frenético barroco”, un movimiento que “rara vez excede de ser decoración (…) y (…) que se disting[ue] constantemente por su aroma femenino, frívolo, acentuadamente cortesano, inequívocamente previsto para la alcoba o el boudoir” (s.p). Implícitamente, la poesía patriótica de denuncia política de poetas neoclásicos más tardíos como Quintana (1772-1857) se asocia, en oposición a la poesía rococó, con lo varonil, como en este comentario de Enrique Rull: “Su estilo poético (de Quintana) es enérgico y viril (…) su vigor poético es indudable” (39). No hay nada más significativo que detenerse a ver las asociaciones entre estilos y su clasificación genérica, y ver después la fortuna que les ha esperado. Los viriles machos románticos todavía están de moda, mientras que la obra rococó de los débiles, afeminados y frívolos poetas salmantinos (según reza el estereotipo) no ha recibido la misma atención ni difusión a pesar de su incuestionable calidad estética.11

Así, durante siglos ha caído sobre estos poetas la sospecha: y para huir de ella, se les ha ignorado y se les ha metido en categorías ajenas al espíritu rococó y anacreóntico que guía sus poemas. Y es que, ¿qué hacemos con una poesía que surge en la época de plenitud ilustrada, creada por los ilustrados, pero que no habla de razón, orden ni avances científicos? ¿Qué hacemos con todo este corpus de poesía escapista que no encaja en nuestra visión de sus autores ni de la historia? ¿Qué hace el estilo rococó, que en Europa ya está pasado de moda por su asociación con la aristocracia en peligro de ser decapitada, pero que tiene en España su auge durante el reinado de Carlos III?

Numerosos historiadores y críticos literarios han cuestionado la posibilidad de hablar de una Ilustración española. En las pasadas décadas varios hispanistas han logrado desbaratar los pilares historiográficos en los que se apoyaba el dieciochismo tradicional. Las grietas en la literatura ilustrada fueron vistas como parte de La cara oscura del siglo de las luces (Carnero) y Paul Ilie afirmó la presencia de fuertes corrientes antiilustradas dentro de la misma Ilustración. En la historia de la cultura europea (en la que sin duda está inserta España a pesar de los Pirineos, el catolicismo y la Inquisición) se considera el último tercio del siglo XVIII el momento en el que se puede datar el cambio entre la noción de la identidad del antiguo régimen y la nueva visión de la identidad moderna, que se caracteriza por su modo esencialista de entender al yo (Wahrman, ix-xviii). La manifestación cultural más representativa de este modo flexible de entender la identidad como algo de quita y pon es el fenómeno del baile de máscaras (Castle), que entró en crisis a fines del 1700 tanto en España como en Inglaterra y Francia y que relacionaré en este libro con este tipo de poesía.

En El último carnaval: un ensayo sobre Goya, Stoichita y Cordech definen este momento histórico en el que se producen las últimas manifestaciones de la cultura premoderna de lo carnavalesco como “el nacimiento de la Modernidad (…) que se sitúa en el último coletazo carnavalesco de la cultura occidental” (9). Las fechas propuestas por Stoichita y Cordech son significativas: para ellos, el momento de transición entre la cultura del carnaval tradicional y la modernidad, en la que estas manifestaciones carnavalescas están ausentes o constreñidas en otras formas más controladas, coincide con las fechas en las que se sitúa el objeto de estudio de las siguientes páginas: “Entre 1789 (…) y 1800” (9). Aunque estoy de acuerdo con Stoichita y Cordech y con la importancia que otorgan a este umbral histórico, así como con su lectura de lo carnavalesco en la obra de Goya a partir de los Caprichos, difiero en mi metodología y en la base teórica de mi interpretación de este momento histórico. Si bien Stoichita y Cordech parten de las ideas de Mikhail Bajtín expuestas en su famoso estudio sobre Rabelais para estudiar a Goya, la poesía anacreóntica de Meléndez Valdés y de los poetas de la escuela de Salamanca es todo lo contrario a carnavalesca: es poesía culta, aristocrática, llena de referencias a fuentes letradas y donde el canto a los excesos se hace de un modo controlado e “inocente”. No es un canto a la anarquía sino un modo de dar un escape controlado a impulsos antiilustrados que ponen en peligro el equilibro del ideal social del despotismo ilustrado en el que creían sus autores. Pero la paradoja es que, aun con todas estas características, esta poesía es sumamente desordenada en los placeres a los que canta de forma recurrente.

La historia de la literatura del XVIII español es también la historia de la incomodidad de los críticos con respecto a modelos aplicados a España que no se adaptan bien a nuestra literatura y las soluciones creativas que se han ido proponiendo a este problema. Una vez se superó el prejuicio romántico que declaraba la literatura ilustrada española una mera imitación de modelos franceses, empezó a solidificarse la tendencia a aludir a la etiqueta “romanticismo” para explicar los elementos que no se ajustaban al modelo de literatura ilustrado del dieciocho (esta teoría vino de la mano de Russell Sebold, sin duda uno de los investigadores que más ha hecho por revalorizar la literatura del dieciocho español y mostrar su originalidad). Aunque la crítica ha demostrado que no todo lo que aparentemente no encaja en el modelo de Ilustración deja de ser ilustrado (Ilie, Carnero y también el propio Sebold), y que una fuerte corriente irracionalista imbuye las letras y las artes del dieciocho (Ilie, Carnero, Stoichita y Cordech), todavía no nos hemos enfrentado de forma consciente a la dualidad reconocida por los poetas ilustrados entre su poesía escapista y anacreóntica y su poesía didáctica y moralizante. Rebecca Haidt exploró hábilmente cómo los ilustrados españoles navegan entre el modelo del “hombre de bien” y el petimetre a través de un estudio de cómo los textos del XVIIIÉtica a NicómacoCartas marruecasOcios de mi juventud