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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vuelves a mi vida, n.º 139 - abril 2018

Título original: Married for the Greek’s Convenience

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-150-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Si Xander Trakas había creído que la semana no podía ir a peor, aquello era la gota que desbordaba el vaso. Su abogado de Estados Unidos, un hombre minucioso como el que más, le había confirmado que su matrimonio con Elizabeth Young estaba inscrito en todos los registros pertinentes, que no había constancia de que estuviese anulado. Todavía estaban casados.

Se frotó con fuerza la nuca y tomó aire.

El escándalo de Celebrity Spy! seguía dando juego. Lo que había empezado siendo un pequeño quebradero de cabeza que prometía revelar, según ellos, «los detalles más escandalosos y sabrosos sobre los solteros más solicitados y disolutos del mundo», se había convertido en el escándalo de la década. Pensar que no le había dado ninguna importancia al principio… Efectivamente, estaba considerado como uno de los solteros más solicitados, pero disoluto… Había oído infinidad de historias sobre sus nuevos compañeros de armas, pero él, comparado con ellos, era prácticamente virgen.

Quizá eso fuese un poco exagerado, pero algunas aventuras monógamas a lo largo de los años no eran nada en comparación con las proezas legendarias de Dante Mancini, Benjamin Carter o el jeque Zayn Al-Ghamdi.

Los artículos siguientes, en Celebrity Spy! y en la prensa sensacionalista de todo el mundo, habían presentado una imagen de él que, sencillamente, no reconocía. Tres de sus examantes lo habían vendido y habían adornado lo que para él solo habían sido unos asuntos normales y completamente sanos. Seis mujeres, que recordaba a duras penas, habían vendido historias sobre las noches que habían pasado juntos. Todo era bazofia.

Curiosamente, la única mujer que no le había preocupado que fuese a vender su alma por una moneda de oro era la mujer con la que había cometido el error de casarse hacía diez años.

Un periodista un poco tenaz solo tendría que indagar en el registro para que su matrimonio saliera a la luz pública. No tardarían en atar cabos y en comprobar que mientras su prometida griega estaba desgarrada porque la había abandonado, él había estado seduciendo a una belleza estadounidense, y casándose con ella, sin importarle la desolación que había dejado detrás.

Jamás había hablado con nadie de su boda con Elizabeth. Ni con sus padres ni con sus amigos.

Nunca habían vivido como esposo y esposa. Se habían conocido, se habían casado y cada uno había seguido su camino después de una disparatada luna de miel de dos semanas en el paraíso de St. Francis.

Sin embargo, en sus caminos separados no se incluía la anulación que Elizabeth había jurado que conseguiría, después de un improperio muy impropio de ella. La última vez que la vio fue en la villa del hotel, y unas lágrimas le caían por su cara de pasmo absoluto. ¿Sabía que le habían denegado la anulación? ¿Sabía esa casamentera multimillonaria que era la esposa legal de otro multimillonario? Todo parecía indicar que no lo sabía y nunca, ni una sola vez, se había puesto en contacto con él durante los años que habían estado separados.

Él tampoco se había puesto en contacto con ella, y había borrado casi completamente su rostro de su cabeza.

Tendría que andar con tiento.

La información que había reunido sobre ella le había mostrado a una mujer distinta de la que había conocido. Ya no era una despreocupada joven de diecinueve años que solo vivía para sentir el viento en el pelo y el sol en la piel. Durante los diez años que habían estado separados, se había hecho una vida nueva y próspera.

El teléfono vibró y lo sacó del ensimismamiento. Esperó que fuese su abogado, a quien le había encargado que se enterara de por qué no había salido adelante la anulación, pero se dio cuenta a tiempo de que era su padre, y no estaba de humor para hablar con él. No podía tener otra discusión. Las llamadas desde Grecia eran cada vez más irritantes por ambas partes. La noche anterior habían ingresado a su cuñada en un hospital por intoxicación etílica. Le habían diagnosticado una insuficiencia hepática. Además, si su hermano no dejaba de meterse drogas en el organismo, sería el siguiente en caer.

Todo eso ya sería bastante complicado de sobrellevar sin que tuviera que lidiar además con la intromisión de la prensa que había desatado el escándalo de Celebrity Spy!

Esa noche tenía que mantener la entereza y la cabeza despejada. Volvería a Grecia a primera hora de la mañana, pero, por el momento, tenía que asistir a la gala anual de la Fundación Esperanza, la organización benéfica que financiaba. La prensa acudiría en tropel. Los cuatro hombres que estaban en el centro de escándalo coincidirían, por primera vez, bajo el mismo techo. Todos financiaban esa organización benéfica y cada vez era más patente que la vinculación con ellos le perjudicaba.

Aunque sus actividades empresariales se centraban en terrenos distintos, habían sido rivales durante años. Los cuatro eran poderosos, eran inmensamente ricos y tenían olfato para los negocios. Sus relaciones no habían sido amistosas precisamente. Sin embargo, esa noche tendrían que encontrar la manera de limar asperezas. Los cuatro sentían la presión, estaban en el ojo del huracán y cuanto antes encontraran la manera de salir de ahí, mejor.

 

 

Dos semanas más tarde

 

Elizabeth Young entró en su piso de Manhattan con una verdadera sensación de alivio. Había pasado una semana en Roma y se alegraba de volver al sitio que llamaba su hogar. Le encantaba ese piso en el barrio más antiguo de Nueva York. Aunque no era el más grande de la zona, ganaba mucho dinero, pero no tanto, jamás había vivido con tanta satisfacción.

Comprobó el teléfono móvil por decimosegunda vez desde que había aterrizado. Intentó convencerse de que lo hacía porque le preocupaba Piper, no por la posibilidad de que su exmarido se pusiera en contacto con ella.

Se había puesto nerviosa solo de oírle a Piper decir su nombre. La guapa australiana la había acribillado a preguntas y no se lo reprochaba. Ella también habría tenido curiosidad si hubiese sido Piper. Tres de los hombres implicados en el escándalo de Celebrity Spy! habían contratado sus servicios y parecía natural que el cuarto hiciese lo mismo.

Piper le había dicho que, según Dante, Xander tenía que llamarla, o algo parecido, y ella había tenido que afrontar lo que se había negado durante casi dos semanas. Benjamin, Zayn y Dante le habían dicho que Xander la había recomendado y les había dado su número de teléfono y esas cosas. Aunque no sabía cómo había conseguido saber su exmarido lo que hacía para ganarse la vida ni cómo había conseguido sus datos. Soluciones Leviatán se llevaba en el mayor de los secretos, y solo se divulgaba de boca en boca.

Se dijo que no iba a solicitar sus servicios solo porque se los hubiese recomendado a los otros hombres. Además, su situación era distinta. Timos SE había sido propiedad de la familia Trakas desde hacía generaciones. Era una empresa con infinidad de líneas de ropa y productos de belleza que se vendían por todo el mundo. A su clientela no podía importarle menos el escándalo, no tenían que aplacar a ningún socio ni iban a hundirse en ningún mercado de valores. Xander no tenía que casarse para mantener una imagen familiar…

Aquellos desgarradores días después de que se deshiciera de ella, había vivido aturdida por la incomprensión. Se despertaba con la esperanza de que hubiese sido una pesadilla y alargaba una mano con la esperanza de encontrarlo allí. Durante el cuarto día, había comprobado el teléfono por enésima vez mientras rezaba para saber algo de él. Su madre había entrado en su cuarto en ese preciso instante. Ella había dejado de mirar el móvil, había mirado a la mujer que la había criado y los cristales de color rosa que había llevado toda su vida delante de los ojos se le habían hecho añicos. Los idilios y el amor eterno eran unos mitos. Sus padres eran el mejor ejemplo y había sido una necia ingenua por haber creído que ella sería distinta.

Su vida había cambiado a partir de ese momento.

Durante los años siguientes, se negó a pensar en el hombre que le había roto el corazón. Para ella, no había existido, hasta que tres años después se encontró un artículo con una semblanza sobre el recién nombrado presidente de Timos SE, Xander Trakas. Xander había conseguido lo que parecía imposible y se había introducido en el mercado de Estados Unidos. Al leerlo, se había enterado de lo rica y poderosa que era la familia Trakas, que estaba a la par que la familia Onassis.

Gracias a ese artículo también se enteró de la existencia de Ana Soukis, el amor de su infancia. Xander y Ana habían estado a punto de casarse, pero ella había muerto en un accidente de tráfico antes de que pudieran pasar por el altar. Xander tenía veinte años cuando Ana murió, la misma edad que tenía cuando se casó con ella, el muy rastrero, mentiroso e infiel. O se había casado cuando estaba prometido a otra mujer o se había casado con ella cuando debería estar llorando la muerte del amor de su vida.

Había quemado el artículo y había dado gracias al cielo porque ese rastrero, mentiroso e infiel la hubiese dejado tirada antes de que hubiese sido demasiado tarde para conseguir una anulación. Creía que no habría podido aguantar un divorcio.

Aunque se detestaba por ello, nunca había perdido de vista su nombre. Xander no había vuelto a casarse, aunque tampoco tenía motivos para hacerlo. Las mujeres se lo rifaban, según Celebrity Spy!, más mujeres de lo que ella había podido imaginarse.

De todos los hombres que estaban en el ojo del huracán del escándalo, Xander era el menos afectado, y no necesitaba encontrar una esposa. ¡No debería estar pensando en él! Fue al cuarto de baño y puso el tapón de la bañera. Se sentía mugrienta y de mal humor después de un vuelo de catorce horas y, si Piper no hubiese dicho lo que había dicho, ella no estaría pensando en él.

Decidida a borrarlo de la cabeza, pensó en Piper y deseó con toda su alma poder prevenirla contra Dante. Su matrimonio estaba naciendo de una aventura de una noche que había acabado en embarazo. Se habían solicitado sus servicios solo para cambiar a la pobre mujer y que pareciera una esposa radiante y digna de estar entre los brazos de Dante.

Si le hubiesen pedido que encontrara una pareja para Dante, Piper habría sido la última de la lista. Era demasiado dulce e ingenua para el mundo al que estaban arrojándola.

Ella, como Piper, también había sido demasiado dulce e ingenua.

Se desnudó, se metió en el agua humeante, se reclinó en la bañera y cerró los ojos. Sonó el teléfono y se le congeló todo el cuerpo, incluido el cerebro. Hasta que el corazón se le desbocó como si quisiera reclamar su atención.

Tomó aire sin abrir los ojos e hizo algo que no había hecho nunca. No contestó y acabó saltando el contestador de voz. Una ligera vibración le indicó que habían dejado un mensaje.

Abrió los ojos y se quedó mirando el techo blanco que había pintado ella misma. No tenía por qué ser él. Podría haber sido cualquiera. Sus clientes eran los más ricos de entre los ricos y no estaban acostumbrados a esperar a nadie. La mayoría no sabía lo que eran el tiempo y el espacio personal cuando se trataba de alguien que no eran ellos mismos. La habían contratado para llevar a cabo una tarea y, si querían llamarla un viernes a las diez de la noche, ella tenía que estar a su disposición.

Escucharía el mensaje cuando saliera y llamaría a quien fuera. Su empresa era como su hija y lo único de lo que estaba orgullosa. La había levantado de la nada y…

El móvil volvió a sonar.

Esa vez, el corazón se le subió a la garganta y giró la cabeza para mirarlo fijamente. Lo había dejado en una pequeña balda y al alcance de la mano, como hacía siempre. La pantalla estaba lanzando destellos, pero volvió a saltar el buzón de voz antes de que pudiera reaccionar.

Volvió a sonar a los diez segundos.

Sintió una descarga de adrenalina. Se secó la mano con una toalla y tomó el teléfono. No conocía ese número. Se llevó el aparato a la oreja mientras el corazón estaba a punto de salírsele por la boca.

–¿Dígame…?

–Elizabeth.

Oír la voz profunda de Xander fue tan perturbador como si hubiese saltado a un cubo lleno de hielo, y el cuerpo reaccionó como si lo hubiese hecho. Se le cayó el teléfono y acabó dentro de la bañera, entre sus piernas.

 

 

Veinte minutos después, cuando la presión sanguínea ya era casi la normal, cuando estaba seca y cubierta por un albornoz muy mullido, desenchufó el secador de pelo que había dirigido hacia la tarjeta SIM que había sacado del teléfono empapado. Maldiciéndose por su estupidez y con la esperanza de que los daños fuesen mínimos, metió la tarjeta en el teléfono antiguo, que había rescatado de un cajón. Tardó tres minutos de tensa espera para confirmar que había conservado todos los contactos. Desgraciadamente, era imposible encontrar el número de Xander en el teléfono antiguo, pero intuía que no tardaría en volver a saber algo de él, y esa vez estaría preparada.

Su intuición fue acertada y le entró un correo electrónico en la bandeja.

 

Elizabeth, soy Xander. Sospecho que tienes algún problema con el teléfono. Este es mi número, llámame en cuanto puedas.

 

Su primer impulso fue echarse a llorar, pero una rabia abrasadora se adueñó de ella y le secó las lágrimas que no había derramado. De modo que él iba a seguir los pasos de sus colegas e iba a contratarla. Qué descaro, qué bajeza, qué falta absoluta de sensibilidad.

¿Para qué quería él una esposa?

Aunque estuvo tentada de contestarle el correo electrónico y decirle con todo lujo de detalles lo que podía hacer con su orden de llamarlo en cuanto pudiera, se contuvo.

Xander la había dejado hacía diez años y, si era grosera con él o no le hacía caso, eso daría a entender que seguía enfadada, y eso daría a entender que no lo había superado, lo cual era ridículo. Solo estaba cansada y alterada después de unas semanas con mucho trabajo. Demostraría que no le quedaba ni el sentimiento más remoto hacia él.

Se puso delante del espejo del dormitorio, contó hasta treinta y marcó el número. Contestó cuando sonó la primera señal.

–Gracias por llamarme.

Su tono formal le retumbó en el oído. Elizabeth no dejó de mirarse al espejo y esbozó una sonrisa para que la falta de sentimientos se captara al otro lado de la línea.

–No pasa nada. Perdóname por lo de antes. Se me cayó el teléfono en Roma y hace cosas raras desde entonces.

La mentira le salió con naturalidad y el tono le pareció todo lo despreocupado que quería que pareciera.

–¿Podría cortarse otra vez?

–No. Ya estoy en casa y estoy usando el teléfono antiguo.

–Perfecto. Tengo que verte –añadió él sin hacer una pausa.

–De acuerdo.

Ella lo dijo para no gritar y tirar el teléfono por el retrete. Siguió hablando sin dejar de sonreír.

–¿Tienes pensada alguna fecha concreta?

Se zafaría de eso si podía, pero su empresa y su reputación se basaban en su toque personal. Empleaba su encanto para formar parejas y lo hacía increíblemente bien. Los empleados que tenía solo desempeñaban funciones técnicas o administrativas.

–Voy a tu parte del mundo enseguida. ¿Podríamos vernos mañana?

Xander vivía en una isla griega. Elizabeth calculó que tenían que ser casi la seis de la mañana. ¿A qué hora se levantaba ese hombre? Entonces, se acordó de las historias que había leído. Probablemente, no se había acostado todavía. También era posible que estuviera hablando con ella desde su cama. ¿Tenía una mujer dormida a su lado en todo momento?

–Elizabeth…

Ella se tragó el nudo que tenía en el estómago y pensó en su agenda.

–¿Cuándo dices mañana…?

–El sábado. Debería aterrizar hacia las tres de la tarde.

–Mañana tengo una cita para almorzar.

–Entonces, puedes por la tarde.

Fue una afirmación, no una pregunta, y ella notó que el pánico la atenazaba por dentro.

–Tengo todo el domingo libre –replicó ella para retrasar la cita aunque solo fuese un día–. ¿Sabes dónde está mi oficina?

–No vamos a encontrarnos ahí. Tendrás que tomar un vuelo para encontrarte conmigo.

Elizabeth notó un cosquilleo por la espalda, pero mantuvo un tono gélido.

–Encontrarme contigo, ¿dónde?

–En St. Francis.

Ella se quedó sin aire en los pulmones y la sonrisa se le esfumó de la cara.

–No habrá tiempo para que mi avión te recoja en Nueva York. Fletaré uno para que te lleve cuando haya terminado tu cita. Haz una bolsa para una noche y resérvame el domingo.

Ella no podía hablar. Tenía el cerebro en blanco y las rodillas le flaquearon tanto que tuvo que sentarse en el borde de la cama.

–¿Hay algún problema, Elizabeth? –le preguntó él con cierto tono desafiante.

Ella se tapó la boca para que no le oyera que estaba aclarándose la garganta.

–No hay ningún problema. Acudiré a donde mejor te venga.

–St. Francis es donde mejor me viene.

–¿Sabes que pido una cuarta parte de mi tarifa por adelantado para los viajes al extranjero? –preguntó ella haciendo un esfuerzo para mantener la voz y la respiración pausadas.

–Mándame los datos de tu cuenta bancaria y el importe y te lo abonaré.

Él siguió antes de que ella pudiera pensar alguna objeción, y mucho menos expresarla.

–Todo decidido. Hasta mañana.

Se cortó la comunicación. Ella apartó el teléfono y lo miró como si, de repente, pudiera morderle. ¿Acababa de pasar lo que acababa de pasar? No era ninguna novedad que un multimillonario sacara a relucir su poderío, estaba acostumbrada a sus caprichos y fantasías. Había llegado a reunirse con un cliente en una lujosa tienda de campaña de beduinos en medio del desierto a las doce horas de su primera llamada. Para ser multimillonario había que ser implacable, algo que los meros mortales no solían conseguir. No todos eran malas personas, pero estaban acostumbrados a salirse con la suya y a imponer sus agendas, y ella estaba acostumbrada a satisfacer sus caprichos. Ese era uno de los motivos por los que había tenido tanto éxito en ese mundo.

La conversación con Xander solo había sido una variación de las muchas que había tenido con otros clientes. No había sido nada del otro mundo. Eran unos desconocidos que, por casualidad, estuvieron casados y pasaron catorce días juntos. Él, evidentemente, ya no sentía nada por ella, como ella no sentía nada por él.

Entonces, ¿estaba muerta de miedo porque el destino era St. Francis? ¿Por qué precisamente allí, cuando había tantos sitios en el mundo?

No podía ser una casualidad que su exmarido hubiese elegido esa isla para que ella le buscase otra esposa, la isla donde se conocieron, se casaron y se separaron.

 

 

Xander cortó la llamada y suspiró con fuerza. Se acercó a la ventana y miró el mar Egeo, donde los primero rayos del sol despuntaban por el horizonte. Había sido una llamada que había esperado no tener que hacer. Después de la acalorada discusión con sus padres, que había durado hasta muy altas horas de la noche, había llegado a la conclusión de que no tenía otra alternativa. Necesitaba una esposa, y la necesitaba inmediatamente, por el bien de su sobrino. Era toda una casualidad que ya tuviera una.

Solo tenía que convencer a Elizabeth para que siguiera el juego. Sabía que iba a tener que librar una batalla para conseguirlo después de cómo habían acabado las cosas entre ellos hacía todos esos años, pero podía librarla, estaba acostumbrado a las batallas, todos los días de su vida eran una batalla.

Había oído que ella tomaba aire cuando él dijo el destino. Él, intencionadamente, había mantenido una conversación corta y sin desviarse del asunto principal para que ella no tuviera tiempo de objetar, no iba a darle ni tiempo ni motivos para que rechazara su oferta.

Elizabeth ya no era aquella muchacha de la que se había enamorado hacia años, la que tenía los sentimientos a flor de piel y no podía disimularlos. Había madurado y se había convertido en una mujer discreta y profesional con una cabeza fría y analítica. Iba a necesitar esa cabeza fría si quería tomar la decisión acertada y volver a ser su esposa.

Capítulo 2

 

El avión privado que le había fletado Xander sobrevoló el pequeño aeropuerto de St. Francis y agarró con fuerza el reposabrazos. Los nudillos no se le pusieron blancos porque le diese miedo el aterrizaje, sino porque le daba miedo lo que pudiera pasar esa tarde y esa noche.

Había tenido una noche para pensar en alguna excusa convincente, una emergencia familiar, un accidente de tráfico, un coma diabético, pero las había rechazado todas. Ese era su trabajo. Sus servicios eran discretos y solo los conocían unos pocos elegidos, pero esos elegidos vivían en su propio mundo. Bastaba un ligero comentario sobre su falta de profesionalidad o su poca fiabilidad para que se hundiera la reputación que se había ganado durante ocho años.

No existía el Xander que había conocido. Lo único que sabía del verdadero Xander era la fama que tenía, y era la de un hombre que no tragaba a los necios. Si le quedara algún cariño hacia ella, no se habría empeñado en que se vieran en St. Francis.

Había llegado a amarlo con todo su corazón. La mañana que, emocionada, había hecho el equipaje para volar a Diadonus, la isla donde él vivía, para conocer a su familia e iniciar su vida juntos, él la había devuelto a la cruda realidad. Le había dicho que había cometido un error, que no la amaba, que su familia la odiaría y que se volvía solo a Diadonus.

Sintió una opresión en el pecho cuando el dolor de aquel momento la dominó otra vez. Sin embargo, daría cualquier cosa por poder retroceder en el tiempo y vivirlo otra vez para que pudiera mantener la compostura, para que él no la recordara como alguien que no podía respirar casi por las lágrimas.

Solo mostraría su lado profesional durante el poco tiempo que iba a pasar en esa isla. Sería cortés y simpática, lo trataría como a cualquier otro cliente, sonreiría y fingiría que él no era un mentiroso infiel que le había roto el corazón.

El avión aterrizó con suavidad, pero eso no impidió que sintiera más náuseas. No había estado tan nerviosa desde que se marchó de su casa y entró en ese mundo sola y sin respaldo alguno.

Era última hora de la tarde y el sol bañaba con una luz dorada la pequeña terminal blanca del aeropuerto. Se bajó del avión agarrando con fuerza la maleta, el bolso y la funda con el ordenador portátil. Se agradecía al calor después de frío que hacía en Nueva York.

Antes de que hubiese viajado a St. Francis, no había salido de Estados Unidos y ni siquiera había salido casi de Nueva York. Entonces, su abuela se había muerto y le había dejado algo de dinero a su único nieto. En el testamento se indicaba claramente que quería que Elizabeth empleara parte de ese dinero para que «saliera de ese maldito país y conociera un poco de mundo».

Su abuela estaría encantada si supiera que su trabajo la llevaba por todo el mundo. Sin embargo, aunque había estado en muchísimos sitios, esa exclusiva isla del Caribe seguía siendo para ella el sitio más precioso del mundo… aunque el recuerdo estaba manchado. Era como si la arena blanca y fina se hubiese convertido en añicos de cristal y el mar Caribe, tan azul, transparente y cautivador, estuviese envenenado.

Un policía en un cochecito de golf se acercó para saludarla, echó una ojeada por encima a su pasaporte y la llevó al aparcamiento. Un cuatro por cuatro negro resplandecía al lado de la pared de la terminal. El conductor se bajó y el sol poniente lo envolvió con la misma luz que todos los alrededores. El corazón le dio un vuelco. Era Xander.

Se dirigió hacia ella. Las largas piernas estaban cubiertas por unos pantalones de algodón color tabaco, una camisa azul claro de manga corta se le ceñía al torso y el pelo castaño, que ella recordaba despeinado, estaba cortado con un ligero flequillo. Ella agarró la maleta con más fuerza. Cuando llegó hasta ellos, saludó con la cabeza al conductor y clavó en ella esos ojos azules durante un tiempo que le pareció eterno.

Se derritió por dentro y sintió esa necesidad espantosa de echarse a llorar. No sabía de dónde le salía, pero la dominó. Había sabido que no sería fácil y que la peor parte sería cuando lo viera y hablara con él otra vez, y no podría mitigarlo por mucho que se hubiese preparado.

–Elizabeth –le saludó él tendiéndole una mano.