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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Myrna Topol

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseos y esperanzas, n.º 2118 - abril 2018

Título original: The Maid and the Millionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-176-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ANNA Nowell se quedó mirando el teléfono que acababa de colgar.

–Está bien. No te asustes –se dijo a sí misma–. Esto es simplemente un pequeño obstáculo en el camino. No es nada de lo que te debas preocupar.

Pero incluso mientras se susurraba a sí misma aquello, sabía que debía preocuparse por todo.

Había estado durante dos años cuidando Morning View, en Lake Geneva, Wisconsin, una mansión propiedad de Donovan Barrett, un hombre rico que la había empleado mientras que había estado ausente. Durante todo ese tiempo, el señor Barrett nunca había puesto un pie en aquella preciosa mansión frente al lago. A excepción de los jardineros que iban de vez en cuando, Anna había vivido allí sola, jugando a ser la dama de la casa.

Pero Donovan Barrett iba a regresar y ello significaba que no iba a hacer falta nadie que cuidara la casa. Iba a perder su trabajo.

Durante todo el tiempo que había estado viviendo en aquella casa no había tenido que pagar alquiler y, por lo tanto, había sido capaz de ahorrar una considerable cantidad de sus ingresos. El salario que recibía era mucho más alto que el que ganaría en cualquier otro trabajo al que pudiera acceder una chica sin una licenciatura universitaria. Trabajar en aquel lugar no sólo le había permitido vivir una fantasía, sino que también había hecho un poco más real su sueño de adoptar un niño.

Lo había hecho un poco más real, pero no lo suficiente. Había ahorrado dinero, pero no podía permitirse mantener a nadie más durante mucho tiempo, no de la manera que le gustaría. Y no haría que un bebé inocente creciera rodeado de la misma pobreza en la que había crecido ella, la pobreza que había llevado a su padre a abandonar a su familia y que había provocado que ella tuviese una dolorosa y solitaria existencia. Nunca sometería a un niño a esa clase de vida.

Sintió un dolor en la garganta al pensar que quizá iba a tener que posponer lo que deseaba desde hacía tanto tiempo; un niño al que darle el amor que ella nunca conoció.

–Afróntalo. Las cosas han cambiado –se dijo a sí misma, tragando saliva.

La mujer que había telefoneado había sido la asistente personal de Donovan Barrett en Chicago. Al día siguiente por la mañana, el señor Barrett se trasladaría a su mansión de Lake Geneva.

Respiró profundamente. La habían contratado para hacer un trabajo y lo había hecho. Donovan Barrett había necesitado una persona que le cuidara la casa, pero ya no la iba a necesitar. No era culpa del hombre que ella deseara que se quedara en Chicago. Y en aquel momento tenía que preparar la casa para su llegada. Todavía no estaba en el paro.

–Tampoco estoy derrotada todavía –dijo en alto, aunque estaba atemorizada. Aparte de lo que la asistente de Barrett le había contado a regañadientes y de lo que había sabido por las cotillas de la zona, sabía muy poco de él. Había nacido para ser rico y había sido un médico de renombre hasta que su pequeño hijo murió de forma accidental. Entonces había abandonado su profesión y se había convertido en un ermitaño. En los dieciocho meses que habían transcurrido desde la muerte de su hijo, Donovan Barrett se había vuelto una persona difícil. No le gustaba la proximidad de otras personas. De hecho, no le gustaban las personas. Ansiaba la oscuridad y el silencio.

A Anna le encantaba la luz aun teniendo en cuenta que su educación había estado sumida en la oscuridad. Le encantaba hablar, la música y tener compañía, quizá debido a que no había gozado mucho de nada de ello en su niñez.

Parecía que ella era el tipo de persona que al señor Barrett no le gustaría, pero…

–Por lo menos va a necesitar un mínimo de personal –se dijo a sí misma–. ¿Necesitará una cocinera?

Si hubiera tenido ánimo de reírse, lo habría hecho hasta que se le saltaran las lágrimas. ¡Ella era una pésima cocinera!

–Está bien, entonces una empleada doméstica –una casa con diez habitaciones, seis baños y una cocina del tamaño de una pequeña ciudad necesitaba mucha limpieza.

Se preguntó si podría hacer realidad sus sueños con el salario de una empleada doméstica.

Frunció el ceño. Preocuparse de esa manera no la iba a llevar a ningún sitio. La verdad era que la mayor parte de la casa había estado cerrada durante dos años y en aquel momento se tendría que abrir y arreglar. En menos de veinticuatro horas. Si no estaba todo perfecto, si la casa no brillaba, si no reunía todos los requisitos a los que sin duda un hombre como Donovan Barrett estaba acostumbrado, ella parecería incompetente. Y todas las esperanzas de conseguir otro puesto de trabajo en la misma casa desaparecerían. No tendría trabajo ni casa…

Cerró los ojos. Resistió la necesidad de acariciar el espacio vacío que tenía en el abdomen, donde otras mujeres podían llevar niños. De nuevo respiró profundamente para tomar energía. No podía permitirse tener pena de sí misma. No tenía sentido hacerlo.

–Ponte en marcha –se dijo a sí misma, estirándose–. Ponte a trabajar.

Quizá si hiciese un buen trabajo y preparase muy bien la casa para su dueño… tal vez Donovan Barrett y ella llegaran a un acuerdo.

–Los milagros pueden ocurrir –susurró mientras se dirigía a limpiar.

 

 

Donovan Barrett se dirigía hacia un destino en el que no estaba interesado. Pero tenía sus razones para ir a Lake Geneva; era allí donde pretendía quedarse… hasta que estuviera mejor.

Sólo había estado allí una vez; apenas recordaba el pintoresco pueblo que estaba entre las áreas metropolitanas de Chicago y Milwaukee. Sabía que muchas familias pudientes de Chicago iban al lago en verano. Su ex mujer, Cecily, había sido quien había elegido aquella casa. Pensándolo en aquel momento, suponía que lo que había querido ella había sido que le prestara un poco más de atención a su familia. Pero no había funcionado.

Conduciendo por el pueblo, observó las pequeñas lanchas que había en la bahía y un barquito para turistas. Por un momento, pensó cómo le habría gustado a Ben montarse en aquel barquito y observar el pueblo desde él.

¡Si hubiese llevado a su hijo a aquel lugar por lo menos una vez! Sólo una vez. Ben sólo tenía cuatro años cuando murió.

Agarró con fuerza el volante y se dirigió hacia Morning View, maldiciéndose a sí mismo por todo lo que le había fallado a su hijo, incluyendo el hecho de no ser capaz de salvarle la vida aun siendo médico. La furia se apoderó de él y recordó por qué había ido a aquel lugar.

Para no olvidar.

–Eso nunca va a pasar –se prometió a sí mismo mientras conducía por la serpenteante carretera que llevaba a su casa.

Nunca olvidaría a Ben, pero no podía seguir siendo el hombre que había sido hasta aquel momento. Por lo menos en Morning View dejaría atrás su antigua vida. Tenía que hacerlo. Se había pasado los doce meses que siguieron a la muerte de Ben como atontado, pero durante los últimos seis meses, algunos buenos amigos y colegas de profesión le habían empezado a decir que tenía que continuar con su vida. Al principio lo habían hecho delicadamente, pero después con más urgencia. No comprendían por qué él no volvía a retomar su exitosa carrera como médico ni por qué se tenía que apartar de un mundo que le recordaba constantemente todo lo que había perdido.

No quería herir ni decepcionar a esas personas durante más tiempo, pero tampoco podía hacer lo que le pedían que hiciera.

Luchó por apartar el enfado que amenazaba con apoderarse de él. No iba a retomar su carrera como médico. No lo haría nunca. Su negligencia había sido la causa de la muerte de su hijo, en muchos aspectos. Tenía que vivir con eso, pero lo haría a su propia manera. No se iba a permitir fallarle a nadie más.

–Aquí podré fingir que nunca he escuchado las palabras «juramento hipocrático» y a nadie le importará –sintió una desalentadora satisfacción. Pero entonces divisó la casa. Era una gran casa blanca con un patio en el que había una fuente. Tenía torres a ambos lados y cinco chimeneas. Si hubiese llevado a Cecily y a Ben allí, quizá la habría hecho feliz y no se habrían separado. Y Ben no habría estado cruzando aquella calle justo en el momento en que aquel coche bajaba a toda velocidad.

Una oscura agonía amenazaba con apoderarse de él. Aparcó el coche frente a la casa y salió.

«Sigue moviéndote, no te detengas», pensó, dirigiéndose hacia la entrada. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Abrió la puerta y casi se chocó con una mujer que estaba subida en una escalera. Una escalera excepcionalmente alta que se agitó. Instintivamente, Donovan se acercó para sujetarla. La mujer se balanceó.

–¿Qué demonios está haciendo? –bramó él. Observó los asustados ojos grises de la mujer.

–Oh, ¡caray! He hecho que se enfade. No quería empezar de esta manera. Es que… necesitaba cambiar la bombilla –explicó ella, enseñándole la bombilla que tenía en la mano. Tenía la cara pálida.

–No estoy enfadado –dijo Donovan, echándose para atrás y controlando sus emociones con todas sus fuerzas. Últimamente se le daba bien hacerlo. Había sido necesario hacerlo cuando habían llegado amigos, pero había esperado no tener que hacerlo en Morning View.

La mujer estaba bajándose de las escaleras y se detuvo cuando estuvo a su nivel.

–Está enfadado –dijo ella–. Es normal. No hay duda de que no esperaba encontrar a nadie justo detrás de la puerta. Pero aun así, aquí estoy.

Aun así allí estaba. Donovan la observó. Tenía la cara un poco regordeta, el pelo marrón y un poco ondulado. Era una chica con un aspecto muy corriente, quitando aquellos ojos grises que lo miraban demasiado intensamente y que veían demasiado.

Sintió cómo sus hormonas masculinas se despertaban y pensó que era inapropiado. Aquello no tenía sentido. Simplemente era que hacía mucho tiempo que no miraba directamente a los ojos a una mujer. Su reacción no era culpa de ella. Ninguno de sus problemas era culpa suya.

–¿Quién es usted? –preguntó, dulcificando la voz.

Ella sonrió aún más, marcando un hoyuelo en su mejilla izquierda. Le tendió la mano.

–Soy Anna Nowell, la persona que cuida de su casa –dijo.

–¿Tengo una persona que cuida mi casa? –preguntó él, levantando una ceja.

–¿No lo sabía? –dijo ella, riéndose de una manera deliciosa y para nada corriente.

–Me temo que no. Esta casa y yo no tenemos una historia común. Mi contable es el que se encargaba de pagar las facturas, yo no hacía nada al respecto.

–Pero ahora va a vivir aquí. Creará una historia con la casa. Necesitará contratar a más personas aparte de mí.

–¿Aparte de ti? –Donovan levantó una ceja. Ella había dicho que era la cuidadora de la casa, pero como él estaba allí, ya no necesitaba a ninguna persona que cuidara de nada.

Ella se ruborizó levemente.

–Y aparte de Clyde –añadió ella. Aquella mujer tenía una bonita y dulce voz.

–¿Clyde?

–Su jardinero.

Donovan asintió secamente con la cabeza.

–¿Hay más personas que deba conocer?

–Por ahora no, pero por lo menos necesitará una cocinera, probablemente una muchacha de servicio y un ama de llaves.

¡Más personas! ¡Él quería estar solo!

–Me gustaría contratar al mínimo de personas. No estoy acostumbrado a tener muchas personas a mi alrededor –dijo.

Algo parpadeó en los ojos de ella. No sabía qué era, pero la sonrisa que había estado esbozando se borró y de repente aquella mujer le pareció muy vulnerable. Despacio, bajó los últimos peldaños de escalera que le quedaban para llegar al suelo, colocó la bombilla gastada en el travesaño y lo miró.

–Conozco a todo el mundo por aquí. Lo ayudaré a encontrar lo que necesita.

De alguna manera, Donovan logró no gruñir. No quería necesitar a nadie ni nada.

–Estoy seguro de que mi decisión de venir aquí te pilló desprevenida –dijo él, dándose cuenta de que debía de ser verdad y de que el salario que aquella mujer obtendría por su trabajo no debía de ser gran cosa. Probablemente necesitaba el dinero–. Te daré dos semanas para que encuentres otra cosa y te daré una considerable indemnización.

La expresión de ella era tan alicaída que él sintió como si la hubiese pegado. Apartó la mirada de ella, pero se negó a echarse para atrás. Pensar en aquella mujer y él teniendo relación diaria era…

–Imposible –susurró.

–¿Perdón? –dijo ella con la tensión reflejada en la voz.

–Deja la escalera –dijo Donovan–. Yo me ocuparé de ella. Y mientras estés aquí no te vuelvas a subir a ella. No quiero que te rompas el cuello.

«Sólo quiero que te vayas», pensó, guardando silencio mientras se adentraba en su casa.

Capítulo 2

 

DOS SEMANAS. Sólo tenía dos semanas para hacerse indispensable para un hombre que lo que quería era que lo dejasen sólo.

–Me convertiré en la supermujer invisible –susurró mientras se anudaba los cordones de los zapatos. Tomó un sujetapapeles y se adentró en la casa.

Donovan Barrett estaba acostumbrado a algo mejor que aquello, y ella pretendía darle lo mejor.

Para empezar, necesitaría desayunar. Como no había cocinera, le prepararía algo simple.

Bajó las escaleras, tratando de no hacer ruido en caso de que él estuviera todavía durmiendo. Cuando oyó algo que se movía, apretó el paso. Fue a la cocina y abrió una vitrina.

Durante medio segundo pensó que Donovan y ella habían dormido en la misma casa aquella noche. En diferentes alas, pero solos.

Tomó una cacerola y la puso en la cocina.

–Ya basta –se dijo a sí misma.

Pensó que Donovan estaba muy por encima de ella en la escala social, habría recibido mucha más educación… y de todas maneras, ella no se relacionaba con hombres. Había sido lo suficientemente tonta como para entregarle su corazón al menos a tres hombres, incluyendo a su padre. Y todos le habían fallado, le habían hecho daño y habían destrozado su ego.

–Simplemente haz café, tostadas y huevos –se dijo a sí misma–. Sirve zumo de naranja.

Minutos después colocó la tortilla en un plato de Tiffany, puso la comida en una bandeja y fue a buscar a Donovan.

Éste estaba en el solarium, mirando el lago a través de la ventana.

Anna carraspeó. Cuando él se volvió hacia ella, trató de no fijarse en lo guapo que era. Tenía un mechón plateado en su pelo negro y sus ojos marrones reflejaban un poco de dolor.

Se dijo a sí misma que tenía que hacer todo lo posible por quedarse, que para poder adoptar un niño necesitaba el dinero suficiente. Eso era todo lo que tenía que importarle.

–El desayuno –dijo, colocando la bandeja en una pequeña mesa.

–Pensaba que eras la cuidadora de la casa, no la cocinera –dijo él, levantando una ceja.

–Cuidar de la casa también implicar cocinar. Por lo menos para mí.

–Pero no para mí –Donovan la examinó con la mirada.

Ella se sintió incómoda, transparente en su entusiasmo por agradar.

–Me dio dos semanas, pero mi trabajo de asegurarme de que la casa esté segura de intrusos y de que las tuberías no se congelan en invierno ha finalizado ahora que usted está aquí. Simplemente estoy improvisando. Me puedo llevar la comida.

–No –Donovan movió la mano–. Ya está hecha. Sería una pena desperdiciarla. Estoy… agradecido, pero quizá debiera decirte lo que me gusta comer.

Anna miró la asimétrica tortilla.

–Tal vez no tenga muy buena pinta, pero le prometo que no es venenosa.

Anna lo miró y le pareció ver el rastro de una leve sonrisa reflejado en su cara.

–Te creo –dijo él–. Correré el riesgo, pero lo que estaba tratando de decir es que no te contraté para que fueses mi cocinera.

Anna quería espetar que ella podía hacerlo, pero pronto sería obvio que no podía.

–Yo encontraré a alguien que pueda hacerlo –dijo, con la voz más dulce de lo que le hubiera gustado. Se sintió decepcionada. Era una tonta. Había sabido desde el principio que ella no podía ser la cocinera, pero con la llegada de una cocinera, sus oportunidades de trabajo en aquella casa disminuían.

–Yo encontraré a alguien –dijo él–. O por lo menos lo hará mi asistente de Chicago. No es tu trabajo hacer cosas extras –se quedó mirándola, frunciendo el ceño.

Anna se dio cuenta de que estaba estrujándose las manos, nerviosa.

–No hagas eso –dijo él–. No te haré daño –su tono era enfático, más alto de lo necesario.

–Nunca pensé que fuera a hacerlo –dijo ella, levantando la barbilla.

Donovan continuaba con el ceño fruncido.

–Te puedo pagar las dos semanas por anticipado. No tienes que quedarte.

«No, no, no», gritó ella mentalmente. «No me puedo ir todavía, porque si me voy, no puedo convertirme en indispensable».

Se quedó mirándolo a los ojos.

–Señor Barrett, he experimentado la caridad y, a no ser que esté completamente desesperada, no volveré a pasar por ello. No soy rica, pero no estoy desesperada. Dijo que podría trabajar durante dos semanas más, y eso es lo que pretendo hacer.

–No sería caridad. Sería… una bonificación por un trabajo bien hecho.

–Para mí sería caridad. Me gustaría quedarme y pretendo trabajar en cualquier cosa que sea necesaria para el funcionamiento de la casa. Telefonearé a su asistente y la ayudaré a encontrar una cocinera.

–Ah, sí, conoces el pueblo.

–Lo conozco. No creo que haya otro lugar como éste en el mundo –era verdad. Había experimentado momentos dolorosos en aquel lugar, pero también había encontrado amigos y aceptación–. Aunque la población de Lake Geneva aumenta con los turistas, sobre todo los fines de semana, sólo hay unas setecientas mil personas viviendo aquí durante todo el año. Y la mayoría son maravillosos. Los conozco, y le prometo que encontraré a la persona ideal para el puesto.

–No necesito mucho. Quizá no esté mucho en casa.

Aquello le recordó a Anna de nuevo que Donovan Barrett venía de un mundo diferente al suyo. Estaba acostumbrado a asistir a fiestas con gente rica, personas que podían tener, o comprar, lo que quisieran.

Incluso bebés.

Evitó fruncir el ceño ante aquel pensamiento; sabía que había sido injusto pensar aquello. Donovan no era responsable de su infertilidad ni de lo mal que lo estaba pasando para reunir el suficiente dinero para lograr lo que quería.

–Yo me ocuparé de todo –prometió ella. Se dio la vuelta para marcharse.