A Eterna Coleção de Barbara Cartland

A Eterna Coleção de Barbara Cartland, é a oportunidade única de coleccionar quinhentos dos mais belos romances intemporais escritos pela incontornável autora romântica mais famosa e célebre do mundo.

Chamada a Eterna Coleção porque as histórias inspiradoras de Barbara, são sobre o amor puro, tal qual ele mesmo, o próprio amor.

Os livros serão publicados na internet ao ritmo de quatro títulos por mês, até que todos os quinhentos livros estejam disponíveis.

A Eterna Coleção , é puro romance clássico e estará disponível em todo o mundo e para sempre.

A Inesquecível Dama Barbara Cartland

Barbara Cartland, que infelizmente faleceu em Maio de 2000, com a avançada idade de noventa e oito anos, continua sendo uma das maiores e mais famosas romancistas de todo o mundo e de todos os tempos, com vendas mundiais superiores a um bilhão de exemplares. Seus ilustres 723 livros, foram traduzidos para trinta e seis línguas diferentes para serem apreciados por todos os leitores amantes de romance de todo o mundo.

Ao escrever o seu primeiro livro de título “Jigsaw” com apenas 21 anos , Barbara , tornou-se imediatamente numa escritora de sucesso , com um bestseller imediato. Aproveitando este sucesso inicial, ela foi escrevendo de forma contínua ao longo de sua vida, produzindo best-sellers ao longo de surpreendentes 76 anos.

Além da legião de fãs de Barbara Cartland no Reino Unido e em toda a Europa, os seus livros têm sido sempre muito populares nos EUA. Em 1976, ela conseguiu um feito inédito de ter os seus livros simultaneamente em números 1 & 2 na lista de bestsellers da B. Dalton, livreiro americano de grande prestígio. Embora ela seja muitas vezes referida como a “Rainha do Romance” Barbara Cartland, também escreveu várias biografias históricas, seis autobiografias e inúmeras peças de teatro, bem como livros sobre a vida, o amor, a saúde e a culinária, tornando-se numa das personalidades dos média, mais populares da Grã-Bretanha e vestindo-se sempre com cor-de-rosa, como imagem de marca.

Barbara falou na rádio e na televisão sobre questões sociais e políticas, bem como fez muitas aparições públicas. Em 1991, ela tornou-se uma Dama da Ordem do Império Britânico pela sua contribuição à literatura e o seu trabalho nas causas humanitárias e de caridade.

Conhecida pelo seu glamour, estilo e vitalidade, Barbara Cartland, tornou-se numa lenda viva no seu tempo de vida e será sempre lembrada pelos seus maravilhosos romances e amada por milhões de leitores em todo o mundo. Os seus livros permanecem tesouros intactos sempre pelos seus heróis heróicos e corajosos e suas heroínas valentes e com valores tradicionais, mas acima de tudo, era a crença predominante de Barbara Cartland no poder positivo do amor para ajudar, curar e melhorar a qualidade de vida dos outros, que a fez ser verdadeiramente única e especial.

Outros Livros desta Colectânea

A Eterna Coleção de Barbara Cartland, é a oportunidade única de coleccionar quinhentos dos mais belos romances intemporais escritos pela incontornável autora romântica, mais famosa e célebre do mundo.

Chamada a Eterna Coleção porque as histórias inspiradoras de Barbara, são sobre o amor puro, tal qual ele mesmo, o próprio amor.

Os livros serão publicados na internet ao ritmo de quatro títulos por mês, até que todos os quinhentos livros estejam disponíveis.

A Eterna Coleção é puro romance clássico e estará disponível em todo o mundo e para sempre.

  1. Castigo de Amor
  2. Coração Roubado
  3. O Duque e a Filha do Reverend
  4. Os Caminhos do Amor
  5. Seu Reino por un Amor
  6. A Criada Misteriosa
  7. Corações em jogo
  8. Violeta Imperial
  9. Uma Noite no Moulin Rouge
  10. Vingança do Coração
  11. Uma Orquídea para Chandra
  12. O Duque sem Coração
  13. Sedução Diabólica
  14. A Deusa do Oriente
  15. A Virgem dos Lírios
  16. Coração Vencido
  17. A Dama de Branco
  18. O Duque e a Corista
  19. A Dama das Orquídeas
  20. A Dama de Campanhia
  21. A conquista de um Sonho
  22. Amor, o maior tesouro
  23. A Dama de Negro
  24. Duelo De Coracoes
  25. Duelo Secreto
  26. A Danûbio ao Entardecer
  27. A Vingança do Conde
  28. Tentação Irresistível
  29. A Vinganca Do Conde
  30. A Volta do Sedutor
  31. A Donzela de Lynche
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MATRIMONIO FINGIDO

 

Barbara Cartland

 

 

 

Capa & Design Gráfico M-Y Books

CAPÍTULO I

1850

Que diablos voy a hacer?

—Dijo en voz alta al Marqués de Melsonby y, como intentando calmar de algún modo su inquietud, tomó un leño y lo arrojó al fuego que ya ardía con intensidad.

A pesar de las fuertes llamas de la chimenea, la habitación se sentía fría y llena de corrientes de aire. Podía escuchar cómo silbaba el viento y al granizo golpear las ventanas con cristales en forma de diamante.

«¿Qué es lo que puedo hacer?» se preguntó, ahora en silencio, llamaron a la puerta, la que se abrió para dar paso a la corpulenta figura del posadero.

—¿Hay algo más que desee, milord?— murmuró el hombre.

El Marqués, a punto de contestar que no necesitaba nada, cambió de opinión.

—Tráigame otra botella de vino.

—Muy bien, milord

De nuevo a solas, el Marqués permaneció contemplando las llamas, pensaba que resultaría mejor emborracharse, aunque el único vino disponible fuera de mala calidad y sin duda alguna le causaría un terrible dolor de cabeza al día siguiente.

Pero una noche a solas con sus pensamientos le sería interminable.

Paseó con inquietud por la habitación. Se había quitado los zapatos y sus pies sólo cubiertos por las medias, apenas hacían ruido en las crujientes tablas del piso.

Sus botas, la capa de viaje y la chaqueta de paño estaban secándose abajo. Así, en mangas de camisa, necesitó acercarse pronto al fuego por el frío que sentía.

Era típico de su mala suerte el perderse.

En lugar de llegar a Baldock, a pernoctar en la hostería San Jorge y el Dragón, había tenido que refugiarse en esta rústica posada.

En realidad, no era nada recomendable, excepto que ofrecía protección contra las inclemencias del tiempo. Su caballo ya se notaba fatigado y él mismo no podía ver por la nieve y el granizo que castigaban su cara mientras cabalgaban por esa región desconocida.

Había dado órdenes de que su faetón, fuera conducido por un palafrenero, para encontrarlo en Baldock.

Pensó que el cabalgar por el campo representaba un beneficio para su cuerpo y un alivio para su mente atormentada en esos momentos.

¿Cómo iba a imaginarse siquiera, que Karen se comportara en aquella forma, colocándolo en un predicamento tan intolerable?

El Marqués se había acostumbrado a su popularidad entre las mujeres. Sabía que era uno de los solteros más codiciados entre todos los del país.

Heredero de un título de mucho prestigio, poseía una enorme fortuna y era muy bien parecido. Era, además, un notable deportista, admirado por su extraordinaria destreza en el manejo de caballos.

Su inteligencia y discreción le habían hecho acreedor a una buena reputación en los círculos de la corte, pese a sus numerosas peripecias amorosas. «¡Y ahora me cae esta bomba encima!» pensó furioso.

Había procurado siempre, actuar en una forma muy circunspecta. Jamás se había mostrado interesado en ninguna jovencita. Sus discretos idilios siempre habían sido con mujeres casadas que por su condición no aspiraban a ningún anillo de bodas a cambio de sus favores.

Lady Courtley tenía ya casi un año de ser su amante. Su marido pasaba la mayor parte del tiempo en el extranjero y era sabido que detestaba la vida social de su mujer.

Sheila Courtley tenía una posición envidiable en el Beau Monde, la alta sociedad inglesa y, además, su apariencia era la de una dama respetable.

El Marqués y ella se cuidaban de los rumores viéndose en numerosas fiestas privadas, a las que acudían en forma separada.

Sheila era morena, graciosa y tenía una belleza extraña que el Marqués admiraba.

En ocasiones expresaba esa admiración en términos entusiastas.

—¡Eres preciosa!— le había dicho apenas unos días atrás, con esa voz profunda que las mujeres calificaban de irresistible—. Tan preciosa que no me canso de felicitarme por lo afortunado que soy de poder tomarte en mis brazos y besar la curva perfecta de tus labios.

—Bésame otra vez— había murmurado Sheila.

Y rodeando con sus brazos el cuello del Marqués, había dicho con voz apasionada:

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Oh, Ivon, no tienes idea de cuánto te amo! Cuando empezaba a amanecer y su carruaje cerrado transitaba por las calles vacías conduciéndolo a la Casa Melsonby, en la Plaza Grosvenor, era la oportunidad en la que el Marqués se preguntaba si Sheila no sabía otro tema más que el amor.

Era obvia la perfección de su figura y siempre que pensaba en ella era para recordar la falta de inteligencia de su amante.

«Pero, ¿por qué razón voy a desear que sea inteligente?» se preguntaba a sí mismo. «¡Es pedir demasiado!».

Sin embargo, empezaba a reconocer que lo estaba aburriendo. Le sucedía en todos sus idilios. De pronto la compañía de la mujer le producía un profundo hastío.

Las razones que se daba para explicar su estado era la facilidad en conquistar los favores del sexo débil.

De hecho, toda su existencia era demasiado fácil.

Cuando se dejaba llevar por su imaginación, reconocía lo deseoso que estaba por experimentar el peligro, la aventura, lo insólito.

Quería saborear la emoción de cualquier victoria, física o intelectual sobre algún contrincante digno de su inteligencia.

En épocas pasadas, había servido al gobierno, secretamente, gracias a su dominio de varios idiomas.

Estas misiones le habían envuelto en verdaderos riesgos tanto en Francia como en Italia, y había salvado su vida gracias a sus inteligentes y rápidas decisiones.

Pero esos días habían pasado ya.

Desde que heredara el título, ya no era el joven desconocido que podía deambular por Europa sin llamar la atención.

¡Ni podría, como le había asegurado el propio Secretario del Exterior escuchar con discreción por el ojo de la cerradura!

Sin embargo, desde el fondo de su corazón reconocía que ya Sheila Courtley, empezaba a inquietarlo y ya no lo satisfacía como antes, por lo tanto, se había asombrado mucho al recibir su nota urgente e incoherente, reclamando su presencia.

Ya en la casa de ella cruzó el salón donde lo esperaba y tomó su mano llevándosela a los labios.

—¿Qué sucede, Sheila?— preguntó al quedar a solas, después que el lacayo cerró la puerta tras él.

Fue entonces, al bajar la vista para contemplar su hermoso rostro, que descubrió que ella vestía de negro.

Nunca había lucido más que los colores brillantes tan favorables a su belleza morena.

Los dedos de Sheila apretaron su mano.

—¡George ha muerto!

—¡Muerto!— exclamó el Marqués—. ¡Cómo!

—Murió en Grecia a causa de una fiebre. El doctor que allí lo asistió me ha escrito dándome pocos detalles.

—Lo siento mucho— dijo el Marqués con pesadumbre—. Debe haber sido una terrible impresión para ti.

—¡Por supuesto!— declaró lady Courtley. Y adelantándose hasta él, apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Comprendes lo que eso significa, Ivon?—preguntó en voz baja.

Casi contra su voluntad y sabiendo que eso esperaba de él, la rodeó con su brazo.

—¿Qué significa?— preguntó, sintiéndose tonto al hacerlo.

—¡Que ahora… soy libre!— murmuró Sheila Courtley.

Logró librarse de ella sin hacer promesas. Le aconsejó ser circunspecta y llorar públicamente a su esposo muerto durante el año de luto obligatorio, antes de pensar en volver a casarse.

Al abandonar la casa de Sheila sintió la necesidad de escapar de su relación, de alguna forma, ya fuera diplomática o con declarada firmeza, si ella insistía en continuar.

¡No podía casarse con Sheila Courtley y no lo haría!

No estaba dispuesto a pasar el resto de sus días escuchando sus comentarios banales, sabiendo que en su hermosa cabeza no había otra cosa que el deseo del reconocimiento social, a la admiración masculina y la inclinación al chisme.

Se sentía inquieto por lo sucedido y se reprochaba el haber permitido que un idilio pasajero se prolongara por tanto tiempo.

Fue entonces que decidió marcharse de Londres.

Había pensado en ir a su casa: el Castillo Mell, en Kent; pero había encontrado a Johnny Gerrard, un amigo íntimo, compañero de armas en el ejército, y con quien tenía muchos gustos en común.

—Ven a Quenton conmigo— le había ofrecido Johnny—. Los patos han estado llegando en abundancia, por el mal tiempo. ¿No quieres acompañarme a cazarlos?

Él había aceptado encantado la invitación, que representaba un buen pretexto para alejarse de Londres.

Pensó que el grupo que encontraría en Quenton sería sólo de hombres. El padre de Johnny, lord Gerrard, siempre se mostraba hospitalario y afable al recibir a los amigos de su hijo, como su madre, frágil y casi inválida por el reumatismo que trataba al Marqués como a un integrante de la familia.

Sin embargo, al llegar a la enorme casa que los Quenton tenían desde hacía quinientos años, en Leicestershire, se sorprendió al ver que lady Karen Russel se encontraba entre los invitados.

Karen y el Marqués habían pasado varias noches juntos, llenas de pasión, tres meses antes. Al poco tiempo lady Karen había salido de Inglaterra para visitar España.

No sabía que había regresado y al entrar en el gran salón y verla allí en el fondo, el Marqués sintió gran satisfacción con el reencuentro.

Eso no era de sorprender, porque lady Karen era una mujer muy hermosa.

De piel morena, su rostro era sereno como el de una Madona. Pero el Marqués sabía que su rostro era engañoso, ya que cualquier hombre que la atrajera podía encender en ella voluptuosas pasiones.

Hermosa, viuda desde los diecinueve años, Karen Russell se había convertido en una de las bellezas más populares de la corte; admirada y aclamada por todos los jóvenes aristócratas de St. James.

Se decía que la Reina Victoria no simpatizaba con ella; pero eso podía ser un simple chisme, y no era de sorprender que todas las mujeres sintieran celos no sólo de la belleza de lady Karen, sino de su indiscutible popularidad entre los caballeros.

El Marqués estaba decidido a conquistar a Karen, a pesar de saber que ella vivía un idilio clandestino con un estadista importante.

El estadista había sido llamado a Windsor, el resto había resultado una repetición de conquistas fáciles del Marqués.

Pero, en algunos aspectos, Karen había sido diferente. Nunca había conocido a una mujer que respondiera con tanto ardor a su pasión.

Nunca había imaginado que alguien con un rostro tan inocente, fuera un demonio devorador en la oscuridad secreta de una cama matrimonial.

Le resultaba en verdad emocionante, pero al mismo tiempo, el Marqués intuía que Karen era peligrosa.

En su segunda noche en Quenton comprobaría hasta qué punto lo era.

Había otras dos mujeres en el grupo que tal vez habrían resultado atractivas o interesantes en otra ocasión; pero frente a la belleza de Karen resultaron insignificantes.

Ella se había presentado a cenar, con un traje de gasa amarilla salpicada de oro, que le daba una apariencia oriental, seductora y atrevida. Su cintura se notaba muy pequeña sobre la docena de enaguas almidonadas que sostenían la amplia falda de su vestido. El escote era bajo y revelaba las curvas de sus senos pequeños.

Un enorme collar de topacios y brillantes adorna a su elegante cuello y sus muñecas estaban también cubiertas de topacios, mismo que los anillos que adornaban sus suaves manos.

El vio brillar la llama del deseo en sus ojos verdes, mientras cruzaba la habitación para acercarse a su lado. Comprendió que lo estaba provocando, con ese mohín de labios entreabiertos y el suave roce de su mano.

Jugaron naipes después de la cena. Karen le dirigía leves e insinuantes miradas durante el juego. Entonces, al darse las buenas noches, sintió la presión de sus dedos y la oyó murmurar:

—La última puerta, al fondo del pasillo.

No había ningún peligro de que los descubrieran. La familia Gerrard, al igual que los otros solteros del grupo, dormían en un ala diferente, de la casa.

Él, Karen y una pareja casada eran los únicos que ocuparían las habitaciones del centro

Ella lo estaba esperando. La única luz de la habitación era la de dos grandes candelabros de plata, colocados a ambos lados de la cama rodeada de cortinajes.

Lady Russell estaba recostada sobre las almohadas, con su largo cabello oscuro extendido sobre las sábanas bordeadas de encaje. Su desnudez apenas si se disimulaba por la transparencia de su camisón.

Extendió los brazos hacia él y no hubo necesidad de palabras.

Sintió cómo el deseo y la pasión de ella le invadían hasta la mente.

«Estar con Karen es casi como emborracharse» pensó. «Uno deja de pensar y el cuerpo se convierte en un ardoroso horno encendido, que sólo puede apagarse con el contacto de esta mujer».

Empezaba a amanecer ya cuando el Marqués regresaba a su dormitorio. Le pareció que habían pasado apenas unos minutos, cuando su valet lo despertó al descorrer las cortinas.

Disfrutó de un excelente día de caza.

Era un gran tirador y el cobrar más de la mitad del botín del grupo, le había llenado de satisfacción.

Volvió a la casa, cansado y hambriento, para encontrar que Karen le dirigía de nuevo miradas insinuantes. Sabía muy bien lo que esperaba de él.

«Creo que esta noche se llevará una desilusión», se decía el Marqués. «Estoy demasiado cansado».

Era un cansancio agradable, reconoció mientras disfrutaba de una cena excelente. Al cabo de la cena, había rechazado jugar a las cartas, prefiriendo sentarse a conversar con lady Gerrard, junto a la chimenea.

Cuando la anciana se retiró, decidió que él también iría a dormir. Se despidió de Johnny, quien lo elogió por su estilo en disparar, y luego lo hizo de todos los demás. Al llegar el turno a Karen, sintió cómo ella oprimía su mano.

De un modo discreto él movió levemente la cabeza, negándose.

Su valet estaba esperándolo para ayudarlo a desvestirse. Se metió en la cama con una sensación de verdadero deleite. Amplia y cómoda estaba tibia y él sentía mucho sueño.

Ya estaba casi dormido, cuando oyó que la puerta se abría. Despertó con la rapidez de quien ha conocido el peligro, y en la oscuridad oyó cómo daban vueltas a la llave.

No había duda de quién estaba ahí. Se percibía la fragancia exótica que le hacía imaginar el Oriente y al instante un cuerpo tibio e insinuante se recostó junto a él.

No había necesidad de palabras. Karen lo encendía sin dificultad.

Más tarde, recostado sobre las almohadas, el Marqués la oyó decir:

—Eres un hombre muy excitante, Ivon. ¿Cuándo nos podemos casar? Por un momento él pensó que no había oído bien.

—Debes saber— dijo ella con suavidad, mientras él se ponía rígido de sorpresa—, que he decidido casarme contigo.

Al Marqués le pareció que sus pensamientos giraban en un caótico remolino que no podía controlar.

Karen… Karen Russell… ¡se le estaba declarando! Y además daba por hecho que él aceptaría.

Karen, la del rostro hermoso y sereno. Karen, apasionada, exigente, insaciable como una tigresa salvaje. Karen, coqueta, voluptuosa, insinuante. No sólo con él, sino con otros hombres.

Fue sólo su férreo autocontrol lo que evitó que diera a gritos su negativa. Jamás, ni en sueños más alocados, había imaginado a Karen Russell como la dueña de Mell.

No era el tipo de mujer que deseaba por esposa… aunque no supiera con certeza cuál era el tipo deseado. Lo que sí sabía era que no tenía la menor intención de casarse con ella, ni de cargar el resto de su vida con esa tempestuosa, alocada y desenfrenada criatura.

La deseaba y disfrutaba con plenitud el contacto de su cuerpo. Pero, ¿hacerla su esposa? ¡No! Karen no sería la mujer que ocuparía el lugar de su madre, ni sería la madre de sus hijos.

Como percibiendo su vacilación, Karen se echó a reír.

—Te deseo— dijo—. Tú y yo podemos llevarnos muy bien.

—¡Lo dudo!— logró decir él—. Además, Karen, yo no soy un hombre hecho para el matrimonio.

—¡Pero te casarás conmigo!— contestó ella demostrando la firme determinación que había tras sus palabras.

—¡No!— respondió él con ligereza—. Tú eres una criatura demasiado exótica y apasionada para enjaularte. ¡Sería un verdadero crimen, contra la naturaleza confinarte a un insignificante marido!

—¡Tú jamás serás un marido insignificante! Yo adornaré tu mesa, Ivon. Luciré las joyas de la familia con una elegancia nunca vista antes y, sobre todo, ¡te mantendré siempre fascinado!

Se volvió hacia él buscando sus labios. Era una mujer insaciable… una mujer capaz de reducir a un hombre hasta convertirlo en la simple sombra de sí mismo, sin personalidad y sin carácter.

¡Era una especie de vampiro! No le importaba nada más que el deseo de su cuerpo y no aceptaba de sus amantes nada que no fuera una pasión igual a la suya.

El Marqués volvió la cabeza a otro lado.

—Creo, Karen, que éste no es el momento de discutir algo tan serio como el matrimonio— dijo—. Regresa a tu dormitorio y hablaremos de ello en otra ocasión.

—No hay necesidad. Ya te he dicho que te quiero para mí. Cuando vuelvas a Londres, puedes hablar con papá. ¡Él se quedará encantado de tenerte como yerno!

El Marqués sabía que eso era verdad.

El Conde de Dunstable hacía varios años que tenía esa preocupación por su hija. Era chambelán de la Reina Victoria y vivía con permanente temor de que su hija Karen cometiera un escándalo con su conducta irresponsable.

El que ella se casara con alguien tan importante como lord Melsonby sería, en realidad, la recompensa a sus oraciones.

El Marqués se sentó en la cama.

—Vuelve a tu cama, Karen— dijo con firmeza—. No voy a discutir más contigo, pero debo advertirte que no tengo deseo alguno de casarme.

—Entonces— dijo Karen con parsimonia—, sería muy desafortunado si yo le confiara la verdad a mí padre.

—¿Y crees que eso lo sorprendería?— preguntó el Marqués sonriendo.

—Pero si le dijera que espero un bebé, se sentiría muy perturbado, ¿no crees?

—¡Un bebé!— la voz del Marqués vibró en la oscuridad—. ¡No es cierto! ¡Y si lo fuera… no sería mío!

Karen se echó a reír, muy divertida.

—Todos los hombres son iguales— dijo—. ¡Una, los puede asustar con mucha facilidad!

—¿Me quieres decir que no estás esperando?— preguntó el Marqués.

—Por supuesto que no— contestó ella—, ¡pero mi padre no lo dudaría si yo le dijera lo contrario! ¡Además, le aclararía que era el resultado de tres deliciosas noches compartidas contigo, antes de irme a España! Fue hace casi tres meses, Ivon… justo el tiempo necesario para estar segura de no equivocarme.

Se hizo el silencio y entonces el Marqués preguntó:

—¿Me estás chantajeando, Karen?

—¡Qué palabra tan horrible!— exclamó—. No, mi querido Ivon, solo te digo que aceptes lo inevitable. ¡Te deseo! ¡Te amo!

—¡Tú no sabes lo que significa la palabra amor!— había replicado el Marqués.

—Si eso es lo que opinas de mí te ofrezco un buen sustituto. Muy bien mi querido Ivon, a tu regreso a Londres, diré a mi padre que deseas hablar con él, así podremos casarnos… ahora veamos… ¡en abril, tan pronto como se inicie la temporada!

Karen se había incorporado, produciendo un rumor, con el roce de la tela al ponerse la bata. Cruzó la habitación en la oscuridad, con una seguridad que demostraba al Marqués que no era la primera vez que ella visitaba esa habitación de Quenton.

La oyó girar la llave.

—¡Buenas noches, mi queridísimo Ivon… mi futuro esposo! —exclamó.

El Marqués se quedó sentado por largo rato, inmóvil. Sintió que estaba en una trampa sin salida.

Sabía muy bien que Karen, una vez que tomaba una determinación era capaz de cualquier cosa para lograr su propósito.

Si, como había amenazado, le mentía a lord Dunstable sobre su inexistente embarazo, con el agravante de que el padre de la criatura se negara a casarse con ella, lord Dunstable acudiría a la reina, sin duda alguna.

Los alegres días de libertinaje de la Regencia habían terminado. El régimen que encabezaban la Reina Victoria y el Príncipe Alberto era conservador, moral, estricto. El más leve escándalo era visto con desagrado y las damas de la alta sociedad, deseosas de seguir el ejemplo de la Reina, le harían muy desagradable su existencia.

¡Podía desafiarlas, por supuesto… y decirles, además, que se fueran al diablo! Sin embargo, era muy cierto que le disgustaría no ser invitado a las fiestas, que estadistas y políticos no buscaran su amistad, que sus amigos no lo aclamaran como un gran deportista y un hombre de honor.

Pero, casarse con Karen, era como entrar descalzo y por su propia voluntad al infierno.

¡Cualquier mujer, hasta Sheila Courtley, sería preferible como esposa, que Karen Russell!

Cuando a la mañana siguiente su valet lo despertó, el Marqués le ordenó que hiciera sus maletas.

Había llegado a Quenton conduciendo su propio faetón. Además, un palafrenero había llevado a uno de sus mejores caballos, porque él prefería montar sus propios animales.

Ahora decidía hacer parte de su regreso a casa, montando ese caballo. Sentía que sólo cabalgando a gran velocidad lograría distanciarse de Karen.

—Debo regresar a Londres— explicó a su amigo Johnny—. Hubiera deseado quedarme, al menos otro día, para seguir cazando; pero anoche recordé un compromiso pendiente muy importante.

—¿Con un hombre o con una mujer?— preguntó Johnny sonriendo.

—¡Con un hombre, por supuesto!— replicó el Marqués con tal firmeza que hizo sorprender a su amigo.

Le hubiera extrañado aún más el saber que el Marqués, cabalgando en loca carrera maldecía con profundo rencor a todas las mujeres.

Se sentía como una zorra, acorralada por una jauría de perros decididos a atraparla.

Había cabalgado a todo golpe, confiando en su sentido de orientación para encontrar el camino a Baldock.

Y lo habría logrado de no ser por la tormenta desatada. La nieve, el granizo y la lluvia hacían imposible ver a más de un metro de distancia.

Se empeñó en seguir adelante, hasta reconocer que estaba perdido sin remedio y que resultaría inútil tratar de encontrar el camino.

Se sintió reconfortado al encontrar una modesta posada, llamada La Cabeza del Rey, donde el posadero le informó, para su desconsuelo, que estaba todavía a nueve kilómetros de Baldock.

La cena había sido mala, la habitación era fría y la cama no parecía estar demasiado limpia.

Sin embargo, no había nada que hacer al respecto. En realidad, estaba más preocupado por sus asuntos privados, que por su comodidad.

«¡Dios santísimo! ¿Qué voy a hacer?», se preguntó con insistencia, después que el posadero se retiró dejándole otra botella de vino y deseándole buenas noches.

Se dejó caer en el sillón frente al fuego, sin tocar la botella. Caviló con desesperación en irse al extranjero; pero consideró que el desterrarse, alejándose de sus posesiones, sus deportes favoritos y de sus amigos constituía un precio demasiado alto, aun como escape al matrimonio.

milord,

—Dígale que es muy tarde. Ya me voy a acostar.

—Perdone mi intromisión— dijo una voz.

Empujando a un lado al posadero, un hombre alto y moreno entró en la habitación.

Hubiera sido bien parecido de no tener sus ojos demasiado juntos y la expresión dura de su boca, que lo hacía un tanto repulsivo.

Todavía llevaba el sombrero puesto, pero al ver al Marqués, se lo quitó con respeto, revelando su cabello oscuro, con mechones grises en las sienes.

—¿Qué quiere?— preguntó el Marqués.

Se balanceaba en la silla, con el vaso en la mano, en actitud negligente.

—Perdone, milord— contestó el hombre—. Soy sir Gerbold Whitton. El posadero me informa que usted acaba de llegar.

—¿Y eso qué relación guarda con usted?— preguntó irritado el Marqués.

—Quisiera preguntarle dos cosas… primero, si en su viaje hasta aquí no encontró a una muchacha cabalgando, segundo, si ella no ha entrado aquí, desde su llegada, milord.

Mientras hablaba, el hombre no quitaba su vista del guardarropa.

—No sé de lo que habla usted— negó el Marqués—. Estoy cansado y quiero acostarme. Si eso le satisface, le informo que no he visto a nadie. Sir Gerbold había descubierto la llave sobre la mesa, junto al vino.

—Si no le molesta, me gustaría inspeccionar el guardarropa. Veo que la llave está aquí.

—¿El guardarropa? ¡Oh, sí! No hay nada ahí, le aseguro. Yo mismo lo revisé porque los ladrones suelen esconderse en lugares como ése.

—Me gustaría asegurarme por mí mismo.

—Le digo que no hay nadie— rugió el Marqués—. ¿Duda de mi palabra?

—No, por supuesto— repuso sir Gerbold, en el tono alegre de un hombre que trata de ser agradable—. Pero quiero comprobar que no se haya equivocado.

Hubo un momento de silencio. Entonces el Marqués dijo:

—¿Le gusta apostar?— sir Gerbold pareció sorprendido—. Le apuesto cinco… no… diez guineas entonces, a que no hay nada de lo que busca en ese guardarropa— aseguró el Marqués.

Sir Gerbold titubeó mirando la llave.

—Acepto la apuesta —replicó con voz cortante.

—Entonces, pongamos el dinero donde se vea propuso el Marqués.

Sacó unos billetes de su bolsillo y los arrojó sobre la mesa. Con poco entusiasmo, sir Gerbold sacó de su cartera dos billetes de cinco guineas y también los dejó sobre la mesa. Entonces, tomó la llave con una nerviosidad que no podía disimular.

Cruzó la habitación, insertó la llave en el guardarropa, la hizo girar y abrió la puerta. Miró el vacío del interior e inspeccionó los rincones.

—No hay nada, como ve— rio el Marqués—. Pierde la apuesta, señor y ahora, buenas noches.

Sir Gerbold miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en los pesados cortinajes de las ventanas. Había dado un paso en esa dirección cuando oyó al Marqués decir:

—¿No oyó usted? ¡He dicho, “buenas noches” !

Volvió la vista a la chimenea y vio que el Marqués se había incorporado y portaba una pistola en la mano.

—¡Estoy harto de usted y de sus impertinencias! exclamó con voz de borracho—. ¡Márchese ahora mismo si no quiere recibir un balazo!

—Creo que es usted demasiado ofensivo— dijo sir Gerbold, con voz ya vacilante.

—¡Salga de aquí!— repitió colérico el Marqués—. No permito que nadie se meta en la habitación que he pagado, para acusarme de mentiroso. ¿Quiere usted pelear, señor? Pelearé con usted… pero ahora… quiero mi cuarto para mí, ¿me entiende?

Sir Gerbold retrocedió hacia la puerta.

—¡Váyase! ¡Largo de aquí!— repitió el Marqués con voz de ebrio impaciente.

Se lanzó hacia sir Gerbold, que ya salía de la habitación cerrando la puerta tras él.

El Marqués giró la llave con estrépito y corrió el cerrojo.

—¡Vaya impertinencia— exclamó en voz bien alta para que se oyera de afuera!

Se volvió y vio que la muchacha salía de los cortinajes. Él se llevó un dedo a los labios indicándole silencio.

Caminó de regreso a la chimenea y ella lo siguió de puntillas.

Ambos esperaron sin hablar, hasta que oyeron los fuertes pasos de sir Gerbold bajando la escalera de madera.

Casi sin aliento, temblando de manera visible, ella dijo:

—Gracias… ¿cómo podré… agradecerle? ¡Me ha… salvado!