Bert Wagendorp

 

 

 

 

VENTOUX

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Bert Wagendorp, del texto original.

Publicado originalmente en los Países Bajos en 2013 por Uitgeverij Atlas Contact, Amsterdam.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2018.

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48004 Bilbao

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www.librosderuta.com

Primera edición: junio 2018

Traducción: Isabel Pérez van Kappel

Edición: Eneko Garate Iturralde y Begoña Castaño Irazabal

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto portada: fotografiecor

Foto autor: Annaleen Louwes

ISBN: 978-84-946928-8-8

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La publicación de este libro ha sido posible gracias a la ayuda económica recibida de Nederlands Letterenfonds - Dutch Foundation for Literature.

 

 

 

 

 

Para Hannah

 

 

 

 

 

[...], y allí, dejando volar la mente de lo corpóreo a lo inmaterial, a mí mismo me he dirigido aproximadamente en estos términos:

«Igual que tantas veces te ha ocurrido hoy en la subida de este monte, te ocurre a ti como a tantos en el camino de la vida bienaventurada. Pero de ello no se dan cuenta tan fácilmente los hombres porque los movimientos del cuerpo son manifiestos, mientras que los del alma permanecen invisibles y ocultos.

La vida que llamamos bienaventurada la encontramos en un lugar alto, y angosta es la senda, nos cuentan, que a ella conduce».

Francesco Petrarca, Subida al Monte Ventoso[1].


[1] Traducción de Plácido de Prada, José J. de Olañeta Editor (2011).

 

 

 

Prólogo

La fotografía ha estado años metida en un sobre, en el fondo de una caja de mudanzas. Sobre la cinta adhesiva marrón con la que sellé esa caja en algún momento a mediados de los años ochenta, había escrito «varios». La habré sacado de un armario oscuro, de un desván o de un cobertizo, y vuelto a almacenar sin haberla abierto, por lo menos ocho veces. En cuanto ella volvió a aparecer, supe inmediatamente dónde encontrar el sobre.

Las fotografías de otras vacaciones están pulcramente pegadas en álbumes, bajo títulos tales como «Italia, 1984» o «Ruta 66, 1986». Esta estaba oculta en las profundidades de mi memoria y de una caja fuerte de cartón, hasta que llegó el momento de sacarla de nuevo a la luz. El tiempo la había velado con una sombra anaranjada.

La deposité sobre la mesa del comedor, delante de mí, y absorbí la imagen. Me quedé abstraído un buen rato, fijando la mirada en los ojos de los retratados. Poco a poco fueron resurgiendo los recuerdos: los sonidos, los olores, las palabras. Me acordé de que miré hacia la cámara y pensé: algún día, dentro de mucho, mucho tiempo, miraré esta fotografía y me acordaré de que fui feliz. El tiempo pareció desaparecer hasta casi convertirme de nuevo en el joven del retrato. Volví a sentir la excitación, la alegría, la ilusión. Volví a sentir su cuerpo contra el mío.

Han pasado casi treinta años desde que se tomó esa fotografía, en el camping de un pequeño pueblo de la Provenza, la víspera de que Joost, Peter y yo escaláramos el Mont Ventoux. En el dorso pone: «De acampada en Bédoin, junio de 1982. De izquierda a derecha, David, Peter, Laura, Bart, Joost, André». Al fondo se ve una tienda de campaña tipo bungaló de color azul y una pequeña tienda de trekking de color naranja. Se ve también una bicicleta de carreras apoyada contra una valla. La chica lleva un bikini rojo y chanclas de dedo blancas. Sus labios insinúan una sonrisa azorada, como si la inmortalización de ese preciso momento no le convenciera.

André tiene un cigarrillo en la boca y mira despreocupadamente hacia la cámara a través de una nube de humo. Joost posa abiertamente, en jarras y sacando pecho; David alza la mano, haciendo un gesto de advertencia: la fotografía se hizo con su cámara, y él acababa de ajustar el disparador automático.

Peter lleva un sombrero y gafas de sol. No hay manera de verle los ojos. En sus labios se percibe una mueca ambigua. Con las manos en los bolsillos de unos vaqueros cortados, se apoya con su torso desnudo contra Laura. Se ve claramente que es perfecta, lo bonitos que son sus senos y lo infinitamente largas que son sus piernas. Sus ojos te cautivan, incluso desde una copia Kodak. Mi brazo derecho la ciñe y yo miro triunfalmente al objetivo, como un futbolista a quien se ha permitido sujetar, durante un momento, la copa de campeones.

 

 

 

Capítulo 1

Me llamo Bart Hoffman. En realidad, mi nombre oficial es Johannes Albertus Hoffman —Hoffman tal y como lo escribe Dustin, con dos efes y una sola ene—. Nací hace casi cincuenta años en Zutphen, una pequeña ciudad al borde del río IJssel, en la región de Achterhoek. Mi padre era director de una escuela primaria cristiana de esa población.

Soy periodista de sucesos en un periódico de ámbito nacional. Pertenezco a la generación de estudiantes universitarios que recalaron en el periodismo tras abandonar la carrera. Un chico al que conocía de mis estudios de filología neerlandesa escribía de vez en cuando un artículo para la página de arte del periódico De Volkskrant. Se enteró de que en la redacción de deportes buscaban a alguien para que mecanografiase los resultados los domingos por la tarde. De vez en cuando también tenía que ir a algún partido de futbol de poca relevancia, cuando andaban cortos de personal. Escribir se me daba bien: cuando oí que buscaban un reportero, me presenté al puesto y me lo dieron.

No me dolió dejar mis estudios; no tenía mucho en común con mis compañeros de aula. No me interesaba nada todo ese rollo sobre el escritor Reve y el poeta Lucebert[2], ni tampoco sobre la gramática generativa de Chomsky. Era el único de mi promoción que leía el semanario deportivo Voetbal International. A mis compañeros de clase no les impresionaba nada que fuese capaz de recitar de memoria, sin esfuerzo alguno, los cinco primeros minutos de la intensa transmisión de Herman Kuiphof de la final del Campeonato del Mundo de fútbol de 1974[3]; y eso que era una verdadera obra de arte ready-made. Mucho antes de que se pusiera de moda, yo ya imitaba a Cruyff estupendamente; pero mis compañeros ni siquiera lo conocían.

El reportero que hacía las crónicas de ciclismo se jubiló al cabo de dos años y me transfirió a mí la responsabilidad de ese deporte. Durante la primavera, viajaba detrás del pelotón e informaba primero sobre la París-Niza o sobre la Tirreno- Adriático, y después sobre las clásicas. Y en verano, me iba al Tour de Francia.

Por la mañana perseguía un rato al pelotón, cuando terminaba la etapa hablaba con los ciclistas, luego mecanografiaba el artículo y por la noche iba al restaurante con los colegas, para comentar la carrera y hablar de la vida. No me podía imaginar una existencia mejor, y siempre me entristecía un poco cuando, llegado el otoño, tras el Campeonato del Mundo, la París-Tours y la Vuelta a Lombardía, todo se acababa de nuevo durante cinco meses.

A los veinticuatro años, unos días después de que los Países Bajos se convirtieran en campeones de Europa de fútbol, me fui a vivir con mi novia. Hinke era guapa: tenía la piel blanca y los ojos claros y provocadores del norte. Se llevaba la pierna al cuello con facilidad, porque hacía gimnasia desde muy pequeña. Estaba enamorado de ella y me resultaba agradable, pero eso fue antes de que brotara lo que había de desagradable en ella.

Cuando nuestra hija Anna cumplió cuatro años, en 1995, me dio a elegir. Podía optar entre la paternidad o la vida de vagabundo de un reportero de ciclismo. En el primer caso, ella seguiría formando parte de mi existencia; en el segundo caso, desaparecería de esta y se llevaría a mi hija. Ante la disyuntiva, preferí convertirme en un padre de verdad.

Me presenté ante el redactor jefe y le expliqué mi situación. Nuestro reportero de sucesos se había muerto de un ataque al corazón hacía cosa de un mes. El redactor jefe me preguntó si sabía algo de crímenes y de jurisprudencia.

—He sido reportero de ciclismo y he leído Crimen y castigorespondí, más o menos de guasa.

—Muy bien, entonces eres el hombre que necesitamos. Enhorabuena.

Cuando cumplí cuarenta años, dejé de fumar, saqué mi vieja Batavus del cobertizo y empecé a limpiarla. Fue, si se me permite decirlo, una de las mejores decisiones de mi vida. Montado en la bicicleta fui comprendiendo, poco a poco, pero con toda claridad, la noción de que puedes girar hacia la derecha, pero también hacia la izquierda. De que puedes tomar siempre la misma ruta, pero que también puedes elegir otra. De que a veces las cosas suceden, pero que otras veces tú también puedes hacer que algo suceda. A pesar de todo, tuvieron que pasar todavía cinco años antes de que nos divorciáramos. Entonces Anna ya tenía dieciocho años, y no había por tanto razón alguna para que siguiéramos juntos.

Desde que me volví a quedar solo vivo en un piso amplio en el centro de Alkmaar. Me vine a esta ciudad en una época en la que Ámsterdam me resultaba demasiado grande, y sus habitantes demasiado ruidosos y seguros de sí mismos, y ahora ya no quiero irme de aquí. La decoración del piso es muy sobria, pero eso no me importa nada. Tengo todo lo que necesito, y me gusta disponer de espacio a mi alrededor.

No hay ni un solo metro entre Den Helder y Purmerend por el que se pueda ir en bicicleta que no conozca. Cuando vas en bicicleta sientes que el tiempo se detiene, o por lo menos que no representa ninguna amenaza. La bicicleta te protege contra la desesperanza.

Anna se ha comprado una Bianchi: se nota que ha tenido un buen maestro. Nada de bicicletas de carreras alemanas por Internet, ni una nueva marca americana, sino una bicicleta italiana de una marca clásica. Sabe quiénes fueron Coppi y Bartali, y le gusta más el Giro que el Tour.

—¡Espléndido color! —exclamé cuando me la trajo para que la viera—. Un bonito azul agua.

—Se dice turquesa.

No tenía ni idea. Para saber algo así tienes que ser una mujer ciclista.

—La Dama Bianca —le dije.

—Giulia Occhini.

—¿El doctor?

—Enrico Locatelli.

—¿En...?

—Varano Borghi.

—¿Junto al..?

—Lago Comabbio.

—¿Y eso qué es?

—No existe, son las lágrimas del dottore Locatelli, mezcladas con las gotas de sudor de Fausto Coppi.

—Y con los néctares de amor de Giulia Occhini.

Anna estalló en carcajadas:

—¡Bart, que te está oyendo la niña!

Esto último era una cita de su madre. En ese mismo instante volví a ver ante mis ojos la tienda de marca De Waard, en el camping italiano, con el desayuno sobre la mesita desvencijada y la risa confabulada de Anna.

—¿Pasión o traición?

—Pasión. Si no se hubiese marchado con Fausto, entonces sí que habría sido traición.

—¡Muy bien!

—¡Bart! ¡Estás convirtiendo a la niña en un ser completamente amoral! Por supuesto que fue una traición.

Era uno de nuestros diálogos fijos. Teníamos como una decena de diálogos semejantes, y ambos nos sabíamos perfectamente nuestra parte correspondiente. Este texto era más especial si cabe. Cuando Anna tenía diez años, nos acercamos durante las vacaciones hasta Varano Borghi, no muy lejos del Lago Mayor, para conocer el lugar del que procedía Giulia. Yo acababa de ver una obra de teatro titulada Fausto y Giulia, y quería averiguar si quedaba algo en el pueblo que recordase la más famosa historia de amor del deporte.

No había nada. Le pregunté a un transeúnte si sabía dónde estaba la antigua vivienda del dottore Locatelli, pero se encogió de hombros.

Era finales de febrero, y de lo que se hablaba todavía era del Elfstedenstocht[4], pero ella ya había dado alguna vuelta con su bicicleta. Me señaló el cuentakilómetros: 195 kilómetros.

—En cuatro salidas. No está mal ¿eh? Y sola, que eso también hay que tenerlo en cuenta. A una media de 26,1 kilómetros por hora.

Quedamos para salir en un par de días. Me regocijaba de antemano. Montar juntos en bicicleta es amistad, amor y afinidad, todo junto.

Pedaleamos hacia el oeste. Al llegar a Egmond nos metimos por las dunas. Los rayos del sol arrancaban el frío de la arena.

—Un poco más despacio, papá —me gritó Anna—. Que no estoy en forma, me falta todavía un tiempo para estar a punto.

Hablaba como un profesional al principio de la primavera. Bajé la marcha, me situé a su lado y le di un empujoncito en la espalda.

—Pedaleas demasiado fuerte. Todas las mujeres pedalean demasiado fuerte. Eso es porque están acostumbradas a bregar con esas ridículas bicicletas de abuela. Tienes que pedalear con souplesse, con un golpe de pedal más suave.

Hizo lo que le aconsejé. Descansé las manos sobre el manillar y, muy ligeramente, sobre la felicidad.

En una terraza en Bakkum, un chico guapo nos trajo el café. Anna se había quitado su chaquetón y él le miró la camiseta.

—Te favorece mucho —le dijo.

—Gracias —le contestó ella, regalándole una sonrisa celestial.

—El pantalón también te sienta bien.

Con un gesto irreflexivo de la mano lo mandó a paseo.

Tomé un sorbo de café y la miré fijamente:

—Pasan cosas extrañas, Anna.

—Sí, pasan cosas muy raras. En Estados Unidos se metió una pantera en un barrio residencial y se quedó dormido en un sofá. Lo leí esta mañana en...

—Que me pasan cosas extrañas a mí. En mi vida.

—¡Oh! ¿Qué cosas extrañas?

—Bueno, en primer lugar, me reencuentro con mi viejo amigo André en el juzgado.

—¿Es juez?

—No.

—¿Abogado?

—No, es delincuente.

—¡Jesús! ¿Y es amigo tuyo? ¿Tiene que ir a la cárcel?

—No, ha sido absuelto por falta de pruebas.

—Menos mal. Bueno, para él. ¿Y qué otras cosas raras te pasan?

—Un poco después leí que mi amigo Joost está nominado para el premio Spinoza.

—¿Qué hace?

—Es un físico excepcional. Por lo menos, eso es lo que pone en el periódico.

—¡Ah! No tenía ni idea de qué iba ese premio.

—Es una especie de Premio Nobel neerlandés, por decirlo de algún modo.

—Qué amigos más chistosos tienes. Y aquel otro, ¿cómo se llama...?

—David. El de la agencia de viajes. Pero ese no cuenta, porque a él lo veo con cierta frecuencia y me llama un par de veces por semana.

—Pero ¿qué hay de extraño en todo esto?

—Que todo vuelve.

Se quedó mirándome, pensativa.

—No creo que sea tan raro, me parece a mí. Esas cosas pasan. Por casualidad.

—Había otros dos amigos —le contesté—. Un amigo y una amiga, para ser exactos. Peter y Laura.

Entonces alzó las cejas:

—¿Y también han vuelto a aparecer?

—No.

Le hice señas al camarero y pedí otros dos cafés. Dudaba de si debía contarle la historia, y decidí no hacerlo. El día era demasiado hermoso.

—¿O es que están muertos? —preguntó ella.

Con André me topé a comienzos de 2012, en el expediente de una causa por un asunto de cocaína en el que, posiblemente, «estarían implicados altos funcionarios y otras personas importantes». Se me escapó un «¡Anda! André».

Fui al juzgado y esperé a que entraran los acusados. André se había afeitado la cabeza. Tenía un aspecto estupendo, y llevaba un traje que había costado, sin duda alguna, más que todo mi guardarropa. Su mirada se deslizaba entre los presentes, como buscando algo. Me di cuenta de que me había reconocido por una inclinación prácticamente imperceptible de la cabeza. Creo que sabía que yo estaba allí, aun antes de haberme visto.

Lo absolvieron dos semanas después, por falta de pruebas. André me miró entonces más abiertamente y sonrió. No había duda posible de que había interpretado correctamente mi mirada: buen trabajo, chico, has ganado la partida.

Una semana más tarde leí un artículo sobre el profesor doctor Joost M. Walvoort y su trabajo sobre la teoría de cuerdas. Se le nombraba como posible candidato al premio Spinoza, dotado con dos millones y medio de euros. «Es una cantidad importante, que te permite hacer muchas cosas como investigador», decía Joost en el periódico. Yo sabía exactamente cómo lo había dicho y la cara que había puesto al pronunciar esas palabras, con una expresión en la que se mezclaban cierto descuido con una dosis de arrogancia.

Busqué el nombre de Joost en el sitio web de la universidad de Leiden: «Prof. Dr. J.M. Walvoort (Joost), física teórica». En la fotografía que acompañaba al texto pude apreciar que los años no habían dejado en su rostro huellas muy profundas. Miraba hacia el objetivo seguro de sí mismo, con esa ligera burla tan suya en los ojos.

Marqué su número, y me cogió enseguida el teléfono.

—Hola, soy Bart.

—Hola Pol, tú otra vez —dijo, como si fuese la cuarta vez que hablaba con él ese día.

Cuando íbamos en bicicleta, Joost me llamaba Pol, porque le parecía que sonaba a as del ciclismo flamenco. Él era Tuur[5].

—Se me ocurrió pensar: «tengo que llamar a Joost».

—Muy bien. ¿Y cómo estás? ¿La polla todavía te funciona sin problemas?

Esto es lo mejor de los viejos amigos. Que, después de veinticinco años, le llamas, y tu amigo el sabio lo primero que hace, antes de nada, es preguntar con gran interés por la salud de tu polla.

—Estupendamente —le contesté.

—Bien. ¿Nos tomamos una cerveza?

—Para eso te llamo.

—Vale, pues dime cuándo.

Le propuse una fecha.

—Perfecto. ¿En Ámsterdam o en Leiden? ¿O ya no vives en Ámsterdam? ¿En Alkmaar? Pues si te parece quedamos en Leiden. En Huis De Bijlen, ¿lo conoces? A las ocho. Así comemos algo primero.

Directo a la acción, sin más palabrería, y al mando, como si fuese él el que me hubiese llamado, o como si hubiese estado a punto de hacerlo.

—Vale —le contesté—. Tengo ganas de volver a verte, Joost.

Yo tampoco había cambiado nada, dispuesto como estaba a aceptar de inmediato que Joost se arrogase el papel de líder.

—Muy bien. Si quieres, te puedes quedar a dormir. Tengo sitio de sobra.

Seguía conservando ese ligero acento de Ámsterdam.

No le conté que, tres días antes de vernos, iba a montar en bicicleta con André.


[2] Reve y Lucebert: se trata de Gerard Reve (Gerard Kornelis van het Reve, 1923-2006) y de Lucebert (Lubertus Jacobus Swaanswijk, 1924-1994), considerados, respectivamente, uno de los mejores prosistas y poetas de la literatura neerlandesa tras la segunda guerra mundial. Ambos fueron muy polémicos en algún momento de su vida por sus actos, su obra o sus opiniones.

[3] Herman Kuiphof (1919-2008), periodista deportivo neerlandés de prensa, radio y televisión. Su retransmisión de la final del Campeonato del Mundo de 1974, que perdieron los Países Bajos contra su eterno rival, Alemania, ha quedado en los anales de las retransmisiones deportivas neerlandesas.

[4] Elfstendentocht: la vuelta de las once ciudades, marcha de patinaje sobre hielo entre once ciudades frisias, con salida y llegada en Leeuwarden, la capital de la provincia de Frisia. Organizada por la Real Sociedad de las Once Ciudades Frisias, la primera edición tuvo lugar en 1909 y la última hasta la fecha, y decimoquinta, en 1997, ya que para poder realizarse el hielo de los canales tiene que cumplir ciertas exigencias de espesor y calidad. En la última edición tomaron la salida más de 16.000 participantes, y todos los inviernos miles de personas esperan que, por fin ese año, se pueda celebrar de nuevo la vuelta.

[5] Referencia a los cantantes de pop belgas, grandes estrellas en su país, Will Tura («Tuur») y Christoff De Bolle, también conocido como el rey de la conga (llamada «polonaise» en neerlandés, de donde procede el apodo de «Pol»)

 

 

 

Capítulo 2

En 1970, Eddy Merckx ganó su segundo Tour de Francia. Yo tenía seis años, miraba la televisión con mi padre, y veía a Merckx, el ciclista prodigioso. «El Caníbal», decía mi padre. «Tan joven y ya tan bueno. Lo va a ganar todo. Nadie puede con él».

Giré noventa grados el manillar de mi bicicleta y me puse a dar vueltas por el barrio. Me imaginaba que era Merckx en el Tourmalet. Miré por encima del hombro, y no vi a nadie. Los había dejado a todos atrás. Paré delante de la casa de André.

Estaba tumbado en el sofá, leyendo un número de Sjors, Sjakie y las botas maravillosas[6].

—Dré, ¿nos hacemos ciclistas, cuando seamos mayores?

—¿Qué?

—Vamos a ser ciclistas, como Eddy Merckx. Ya sabes, el del Tour. Vamos a darle la vuelta a tu manillar.

—Mi padre ya es ciclista. No tengo ninguna gana de serlo yo también. Yo voy a ser futbolista.

Era la primera vez que uno de los dos no se lanzaba de cabeza a la fantasía del otro.

—¡Qué pena!

Si André no quería ser ciclista, yo tampoco tenía ni que pensar en ello.

—¿Nos vamos a la piscina?

—Vale.

Pero la simiente prendió ese verano. Desde ese momento, el ciclismo satisfizo durante años mi necesidad de héroes.

La necesidad de sentarme yo mismo de nuevo en una bicicleta tardó más en volver. Sucedió después de leer El ciclista, de Tim Krabbé. Tenía quince años, lo leí de una sentada, y supe de inmediato lo que tenía que hacer. Es verdad que habría sido mejor que hubiese insistido cuando tenía seis años, pero Merckx también había empezado más bien tarde.

Saqué del banco el dinero que tenía ahorrado, le pedí prestados doscientos florines a mi madre, y me compré una Batavus en la tienda de bicicletas de Van Spakeren. Joost y André me miraban con compasión. El ciclismo seguía siendo, por aquel entonces, un deporte de tipos duros de mollera que pronunciaban cosas incomprensibles ante el micrófono. Pero, a mí, todo eso me daba igual. Me junté con un grupo de entrenamiento que salía todos los domingos por la mañana, desde el centro de la ciudad, para hacer una ruta de unos ochenta kilómetros. La primera vez, los chicos me miraban con cara rara. Se pusieron a comentar enseguida mis piernas sin afeitar y mis calzones de futbolista. Por esa vez, lo dejaron pasar.

Después empezaron a correr como posesos. Los pude seguir unos diez kilómetros, y luego los vi alejarse de mí. No miraban para atrás, sabían perfectamente que eso era lo que iba a ocurrir: era el rito de la novatada. La semana siguiente hice yo solo el recorrido un par de veces, con la esperanza de que el domingo me fuese mejor. Y es verdad que, con mi nuevo culote, aguanté un poco más, pero no mucho.

El quinto domingo fuimos a las colinas de Montferland[7]. Durante el trayecto, Kees Nales comentó que había escalado el Mont Ventoux. ¡El Mont Ventoux! Conocía esa montaña por las historias sobre Tommy Simpson, el Jesucristo del ciclismo, que sufrió y murió en la Montaña Calva en nombre de todos los pecadores del dopaje.

Pero Kees Nales había salido con vida de la aventura. Yo estaba pasmado, y decidí, allí mismo, mientras nuestras ruedas zumbaban en dirección a Montferland, que yo también tenía que escalar el Mont Ventoux.

—¿Y cómo fue, eso de escalar el Ventoux?

—Duro.

—¿Entrenaste mucho?

—No...

Entonces yo no sabía todavía que los ciclistas siempre dicen que apenas si han entrenado.

—¿Crees que yo podría hacerlo?

Kees me miró las piernas, que seguían sin afeitar.

—No pareces un escalador. Tienes más tipo de esprínter, para serte sincero.

Llegamos a Beek[8]. En las afueras está el camino de Peeske[9], una corta cuesta asfaltada. Los chicos se pusieron enseguida de pie y empezaron a esprintar hacia arriba. Solo Kees Nales miró una vez más hacia atrás, para ver si, a pesar de todo, yo era escalador. Pero después de cien metros, yo ya lo sabía. Sentía cómo se me iba la fuerza de las piernas.

—¡Mierda! ¡No soy para nada un escalador! —grité, en una especie de denuncia contra el Creador. Nadie lo oyó.

Cuando llegué arriba, los chicos estaban esperando. Me miraron con compasión. Qué lástima, no sabe escalar.

—Ya lo decía yo —sentenció Kees Nales—. Pesas demasiado y no tienes músculos de escalador.

Un poco más adelante se dispusieron a escalar el Eltenberg[10]. Era todavía algo más empinado y largo que el Peeske. Esta vez, ni se molestaron en esperarme arriba. Desde entonces, decidí montar yo solo en bicicleta. Intenté una vez que André se subiera en la vieja bicicleta de su padre, pero no lo conseguí.

Montar en bicicleta es un deporte de la imaginación. Cuando iba en solitario, yo era un talento y las piernas sin afeitar no me afectaban para nada. Fueron otros los que hicieron papilla mis fantasías.

Mi cuadragésimo quinto cumpleaños lo celebré en soledad, ya que hacía solo un par de meses que me había divorciado. Un día después de que todo hubo terminado, me compré una Pinarello Angliru, azul con detalles rojos y grises. Como consuelo, me quise engañar a mí mismo; pero, en realidad, se trataba más bien de una recompensa.

Y, entonces, el Ventoux se me volvió a meter en la cabeza.


[6] Sjors: tebeo semanal que se publicó entre 1954 y 1975. Sjakie y las botas maravillosas es la historia de un niño que encuentra en el desván de su abuela unas zapatillas de fútbol que le otorga poderes maravillosos en el terreno de juego; es una adaptación al neerlandés de la tira cómica británica Billy’s Boots.

[7] Montferland: nombre de un municipio y de una región de colinas boscosas en la provincia de Güeldres, donde se encuentra también la ciudad de Zutphen.

[8] Beek: Municipio situado en la frontera con Alemania.

[9] ‘t Peeske: área de recreo situada en el lugar donde hubo un molino harinero, situado en un alto.

[10] Eltenberg: colina alemana de 82,4 metros de altura.

 

 

 

Capítulo 3

La primera vez que le oímos decir algo a Joost, nada más entrar en nuestra aula, no pudimos dejar de reírnos de él. Por culpa de su acento. Era 1969, y supongo que octubre o noviembre, porque estábamos haciendo muñequitos con castañas y cerillas.

La señorita Hospes nos lo presentó:

—Este es Joost —dijo, con esa pronunciación tan bonita de las oes típica de la región.

—¡Qué clase más pequeña! —saltó Joost—. En Ámsterdam la clase es mucho más grande. Y también tenemos un acuario. Y nuestra señorita se llama señorita Prins.

—El papá de Joost es médico —siguió la señorita Hospes.

Joost asintió con la cabeza.

—Antes, el papá de Joost era médico en Ámsterdam, pero ahora es médico aquí. Tal vez tengáis que ir alguna vez a ver al papá de Joost, si os ponéis malitos.

—Sí, o si os morís.

Joost se rio a carcajadas, pero a nosotros nos dejó helados. Cora Berg se echó a llorar.

—No digas cosas raras, Joost —lo reprendió la señorita Hospes.

—Y mi madre toca el saxofón.

Nadie sabía qué era un saxofón.

—Bueno, eso sí que es interesante. A ver, cuenta a la clase qué canciones tan bonitas toca tu mamá.

—No toca canciones. Mamá toca yaz.

—Vaya...—respondió la señorita Hospes, que, a decir verdad, entendía más de salmos.

—Pone discos de Charlie Parker, y toca con él. A papá lo vuelve loco. «¡Puedes parar de una vez con ese escándalo!», le grita. «Suena igual que una vaca». Y entonces mi madre se enfada. Y le grita: «Gilipollas».

Lo que parecía hacerle mucha gracia a Joost, porque le dio la risa tonta.

—¿Y tienes hermanos y hermanas? —le preguntó la señorita Hospes, algo azorada.

—Tengo dos hermanas: una se llama Louise y la otra Sandra. Louise tiene siete años y Sandra también. Son gemelas. Yo no puedo distinguirlas, de tanto que se parecen. Pero me gusta más Sandra que Louise.

—Bien, Joost —dijo la señorita Hospes—, ve ahora a sentarte al lado de Bart. Bart es el chico que lleva un jersey rojo. ¿Lo ves?

—Sí, se parece a un enanito del bosque.

Se dirigió hacia mí, y me dijo que fuéramos al rincón de la arcilla. Apenas si tenía ojos para los demás niños. Le hice un gesto a André, que estaba sentado frente a nosotros:

—Vamos al rincón de la arcilla, ven con nosotros.

—Esto es arcilla —dijo Joost cuando llegamos al rincón, como si estuviese dando las noticias—. Si cojo un trozo de arcilla, puedo hacer algo con ella. Por ejemplo, un muñeco. Pero si tiro el muñeco en el cubo de arcilla y lo aplasto, se vuelve a convertir en arcilla.

Lo decía sinceramente sorprendido, como si él mismo estuviese escuchando algo nuevo. André lo miraba con la boca abierta.

Al cabo del día éramos ya inseparables: Andréjoostybart.

 

 

 

Capítulo 4

André vivía en un complejo de apartamentos en la parte sur de Róterdam. Aparqué el coche al lado del río, crucé la calle y me dirigí hacia una gran puerta de cristal. Busqué el número 85 y llamé. Había conseguido averiguar su dirección gracias a un amigo abogado, y le había enviado una tarjeta. En ella le decía que me iba a presentar ante la puerta de su casa el 16 de marzo a las once, y que solo tenía que hacerme saber si no le convenía. Recibí un correo electrónico de respuesta: «Tráete la bicicleta. No tenías pinta de estar en muy buena forma».

—¡Bartje![11] —gritó una voz conocida—. ¡Qué bien que estés aquí! Sigues siendo el mismo. Ya veo que no te has afeitado esta mañana.

Se oyó un zumbido.

—La puerta está abierta. Sube rápido. Es en la cuarta planta. ¿Traes la bici?

No contesté, empujé la puerta para abrirla y fui hacia el ascensor.

De entre mis viejos amigos, André es mi preferido. O tal vez sea más exacto decir que los recuerdos de André son los más queridos. Nuestra amistad es más vieja que nosotros mismos. Nuestras madres eran amigas, porque nuestras abuelas también lo eran. Ya salíamos juntos cuando nuestras madres se sentaban una al lado de la otra con sus enormes barrigas. Cuando nacimos, con una semana de diferencia, formamos de inmediato un dúo inseparable.

Tengo una foto en la que estamos los dos juntos, sentados en el corralito, dos críos de año y medio con los mismos pololos rosas y el mismo jerseicito blanco. «Noviembre de 1965, Bart y Dré[12]», escribió mi madre en el anverso. Estamos jugando con construcciones, yo con la mano izquierda, y André con la derecha. El brazo que nos queda libre lo tenemos sobre los hombros del otro. «Así os pasabais horas y horas seguidas», me decía mi madre.

Creo que la amistad se basa más en las experiencias compartidas que en la simpatía o en la fuerza de atracción. Con André comparto más que con ninguna otra persona.

Me abrazó como un ruso, durante un rato largo y con fuerza, me dio un beso en cada mejilla y me miró, radiante. Estaba emocionado, aunque probablemente yo fuese el único en todo el mundo capaz de notarlo.

—Hombre, Bartje, no sabes lo contento que estoy de volver a verte.

—Yo también a ti, Dré.

—¿Quieres un café? ¿Capuchino?

—Estupendo.

El salón, inmenso, era blanco. Las paredes eran blancas, el suelo estaba recubierto de baldosas blancas y el techo era blanco. En el centro había una mesa negra de Gispen con seis sillas de Jacobsen[13] alrededor. Delante de la ventana con vistas al Mosa había un amplio sofá, y de la pared colgaba una pantalla de televisión que tenía el tamaño de una de cine. En dos de las esquinas había unos grandes altavoces. Por lo demás, la habitación estaba vacía.

El padre de André era conserje del Baudartius, nuestro instituto de educación secundaria. Había sido un ciclista amateur reconocido por su sprint final. En casa de André, la sala de estar estaba repleta de lámparas de ambiente, jarrones y otros cachivaches que el viejo Gerrit había ganado en los critériums del este del país. Tal vez era esto lo que explicaba la decoración espartana del apartamento de André.

El vacío era natural, no clamaba por ser llenado. Y en ese vacío había una bicicleta, una espléndida bicicleta de carreras. Di una vuelta alrededor de ella, toqué la barra y acaricié el sillín. Este era de color marrón claro, al igual que la cinta del manillar y la cubierta de los neumáticos. El cuerpo de la bicicleta era blanco. Parecía que habían puesto pan de oro en los tubos oblicuos del triángulo del cuadro.

—¡Vaya! —exclamé.

Vi que André reía, contento, mientras volvía a la habitación llevando en las manos una bandeja con dos tazas de café.

—Escucha.

Cogió de la mesa un mando a distancia y apretó un botón. Oí una guitarra, y un poco más tarde un par de violines. Y después a Nick Drake: «When the day is done, down to earth then sinks the sun...».

André se puso a cantar. Tenía una voz algo ronca. «When the night is cold, some get by but some get old...».

Bajó el volumen y me preguntó con la mirada.

Five Leaves Left.

Asintió, complacido.

—El primer LP de Sjaak, creo que de 1970.

Sjaak era su hermano mayor.

—En cuanto él se iba, yo ponía siempre esta canción ¿te acuerdas? En realidad, no tenía permiso para acercarme a su tocadiscos. El disco estaba lleno de arañazos allí donde siempre ponía la aguja, cerca de donde empezaba Day is Done. Éramos todavía muy pequeños ¿verdad? Me parecía la canción más bonita que había oído nunca. Y, de hecho, me lo sigue pareciendo. Esa guitarra del principio, o esos violines. No tenía ni idea de qué iba la letra. Ahora sí.

No entendía porque ponía esa canción.

—¡Qué bicicleta más fantástica, Dré! No tiene nada que ver con esa vieja Raleigh de tu padre.

Sonrió misteriosamente.

—Pegoretti, hecha a mano. Se llama Dario Pegoretti y vive en Caldonazzo. Hasta allí que me fui. Solo escucha jazz en su lugar de trabajo. Eso es amor, chico. Amor de verdad. Nunca hasta entonces había visto tanto amor. Me quedé allí mirando, embobado, y no quería salir nunca más de allí.

Ahora se oía en la habitación una versión de jazz de Day is Done.

—Pegoretti es un fanático del jazz. Estaba yo allí y puso esta composición, obra de Brad Mehldau.

Yo seguía sin entender nada. Puso la mano sobre el sillín:

—Este modelo es la Pegoretti Day is Done.

Se calló, y miró por la ventana.

—¿Entiendes algo, Bartje? ¿Fue casualidad?

—La casualidad no existe. Decimos que las cosas ocurren por casualidad a falta de una mejor explicación. Que vayas a un fabricante de bicicletas italiano y que este haga una bicicleta a la que bautiza con el nombre de una canción que tú escuchabas una y otra vez hace cuarenta años, todo eso nos parece una casualidad porque no comprendemos cómo es posible algo así, porque nos aterroriza reconocer que todo eso no es ninguna casualidad.

—No has cambiado nada, Bartje, sigues teniendo respuesta para todo. Así que tampoco es ninguna casualidad que estés hoy aquí. No era ninguna casualidad que estuvieras allí, en el juzgado, con tu bloc de notas.

Estaba serio.

—Eso fue puro cálculo. Pensé: tengo que volver a ver a Dré. Descubrir dónde para. ¡Anda! si está en un juicio.

—No pudieron conmigo ¿eh? No tenían nada que hacer. ¡Desgraciados!

—Eso no lo sé —contesté.

—Dejémoslo. No quiero hablar de eso contigo. Lo describiste bien. André T., del que no se ha podido demostrar que comercie con placer y olvido. Así es. Así era, debería decir. Ahora me voy a dedicar a otras cosas. Cosas importantes. Para mí, por lo menos.

Lo miré atentamente, y comprendí que no quería explayarse más sobre sus nuevas actividades. En cualquier caso, no en ese momento.

—Bartje, chaval. Es como si hubieses estado ayer aquí, con esa Puch remolona que tenías. Jajajá.

—Nunca fui de Kreidler. Y sigo sin serlo, de hecho.

Me miró seriamente:

—Perdón. Por todos estos años de silencio. Tenía que haber respondido alguna vez. Por lo menos a la tarjeta de nacimiento de tu hija.

—Seguro que estabas ocupado.

—Bastante.

—No valen excusas, huevón.

—No.

—Dentro de poco cumplirá veintiún años.

—Ya. De todos modos, felicidades por el nacimiento de la peque, ¿eh?

—Gracias.

—¿Llevas encima una fotografía suya? Tengo curiosidad por ver qué has fabricado.

Una cosa llevó a la otra, dijo más tarde.

—La gente siempre quiere saber cómo se puede llegar tan lejos. Cómo acabas del lado equivocado. La respuesta es simple: paso a paso. Casi no te das cuenta de que vas sin remedio en determinada dirección. Exactamente igual que esas personas que trabajan toda su vida en la misma oficina. ¿Cómo les sucede algo así?

—Yo creo que ya estabas en ello cuando yo me casé. Con tu Porsche y tu Mandy.

—Pues sí. No llegué a nada, con Mandy.

—¿Y cómo ocurrió?

—Te dices a ti mismo: esta es una forma fácil de ganar dinero y, evidentemente, tengo aptitudes para ello. Así que por qué parar...

—¿Así, sin escrúpulos?

—Los escrúpulos son iguales que los dolores musculares. Te los quitas con un masaje.

Hizo un gesto con la mano. Ya bastaba de hablar de ese tema. Me cogió del brazo.

—Estoy muy contento de volver a verte, Bartje, de verdad, muy contento. Ven que te enseñe una cosa.

Se dirigió hacia una obra de arte compuesta de decenas de imágenes, aparentemente idénticas, de un ciclista en un velódromo, cerca de la meta. Si te fijabas bien, todas las fotografías eran diferentes. Debajo ponía: «Desafío al récord de la hora de Tony Rominger, Burdeos, 5-11-1994».

—Tom Koster —dijo André—, diseñador gráfico, un tipo estupendo. Murió hace cuatro años. Le compraba obras suyas con cierta asiduidad. Carreras, ciclismo, patinaje. Un día se dio cuenta de que ya no progresaba, y se preguntó: «¿Qué me pasa?» Fue al médico, y este le dijo: «Tom, amigo mío, tienes cáncer de pulmón». No había nada que hacer. Vivió once meses más. Vendió todos sus cuadros para poder pagar el entierro, y se terminó la historia. Se acababa de comprar una bicicleta nueva. Una lástima. Estaba siempre trabajando con el tiempo, y al final el tiempo se acabó.

Miré las fotografías, e intenté ver las diferencias.

—La inmovilidad es movimiento —dijo André—. El movimiento es inmovilidad. Todos hacemos lo que podemos, todos intentamos mejorar nuestro propio récord del mundo y ¿qué conseguimos?

Se encogió de hombros.

—El récord de Rominger fue anulado —le contesté yo—. Por la bicicleta, creo recordar. O porque lo consiguió en la época de la EPO. En cualquier caso, su esfuerzo no sirvió de nada.

—Lo mejor que dejó es esta obra —siguió André—, solo que Rominger no lo sabe. Debería llamarle algún día de estos. Tal vez le sirva de consuelo.

Alguien entró en la habitación. Me di la vuelta y pensé que me había vuelto loco. Me dio la mano y se presentó, pero yo no pude decir nada.

—Este es Bart —dijo André, haciendo como si no se hubiese dado cuenta de mi estúpido asombro—. Te he hablado de él. Bart Hoffman, primo lejano de Dustin.

—¡Bart! —dijo la mujer, con acento inglés—. André me ha hablado mucho de ti, estoy muy contenta de conocerte por fin.

—Ludmilla —dijo André—. Tolstoi. Ante ti están los genes de Guerra y Paz.

—André, para—, dijo Ludmilla.

Yo seguía sin poder pronunciar palabra. Laura. André había dado con ella, en Rusia, en Inglaterra, en Róterdam o vete tú a saber dónde. Tal vez había conseguido que un cirujano plástico amigo suyo, de su libreta de clientes de coca, la copiara.

Era Laura con treinta y cinco años. Se apartaba el pelo con el mismo gesto de la mano que ella y sus ojos tenían su misma mirada, esa mirada que estaba justo a medio camino entre la timidez y el desafío.

Ludmilla dijo que se iba un momento al centro.

—Hasta luego —se despidió—. Supongo que te quedarás a comer.

—Así es —dijo André cuando ella hubo desaparecido—. Primero pensé que tenía visiones. Pero era real. No busques y encontrarás. Si buscas, es que eres un pringado.

Saqué mi Pinarello del coche y le puse la rueda delantera. André me esperaba subido en su Pegoretti, con un pie en el suelo. Llevaba un maillot de ciclista rojo y negro, del equipo Amore & Vita. En el pecho tenía la M mayúscula de McDonald’s.

Puse a cero el cuentakilómetros y me subí a la bicicleta. Teníamos que cruzar el Mosa, íbamos a hacer el recorrido de entrenamiento de André, una «vueltecita por el Rotte».

—Te patrocina el Papa —le dije.

—Sí. Me dedico a difundir el mensaje sagrado. Nada de aborto, ni de eutanasia, solo amor y hamburguesas. Me lo regaló Ludmilla. Es un poco puritana.

Después de un kilómetro, llegamos al puente de Erasmo.

—Esta es mi montaña —me explicó André—. Si tengo ganas, la subo y la bajo diez veces. Con el plato grande, es bueno para la potencia.

—Te lo tomas en serio.

—Vivo como un monje. Nada de alcohol, nada de tabaco, nada de drogas. Me paso una hora al día boca abajo. Yoga. Reposo, recato, regularidad: las tres erres, este es mi lema actualmente. Y montar mucho en bicicleta, para mantener la cabeza despejada. Ahora pienso que fue una lástima que no te acompañara, por aquel entonces.

—¿A qué te refieres?

—Cuando viniste a preguntarme si me iba contigo a montar en bicicleta, ¿no te acuerdas? Yo estaba tumbado en el sofá leyendo un cómic. Tal vez habría podido labrarme una buena carrera de ciclista profesional, quién sabe. Lo llevaba en los genes. Y era lo suficientemente canalla.

Se incorporó y se fue pedaleando delante de mí. Yo miraba más allá del río. Bonita escapada, con un traficante de cocaína al frente y un periodista de sucesos a su rueda. Rodamos por la ciudad hasta llegar al Rotte; luego seguimos el río hacia el noreste.

Le pregunté cuándo había empezado a montar en bicicleta.

—Hará cosa de un año. Con la Raleigh de mi viejo. Digamos que por la herencia. Hice que me la arreglaran y la he estado utilizando hasta el mes pasado. Para sentir que estaba montando con mi padre fallecido. Manteníamos largas conversaciones. Por supuesto, a Gerrit no le gustaba nada lo que yo hacía. Se lo comenté alguna vez —Se detuvo un momento—. Esa bicicleta está hechizada.

—Sé lo que quieres decir. Yo a veces pienso que con cada ciclista que te encuentras de frente viene un pelotón invisible.

—La última vez tuve la sensación de que habíamos terminado. De que ya le había contado más o menos todo lo que tenía que contarle. Así que pensé: es hora de cambiar, de empezar con algo nuevo. Esa Raleigh era de 1977, así que por ese lado también se entendía. Y, además, no dejaba de parecerme una idea algo extraña, lo de montar en esa bicicleta. Comprensible, ¿no?

—Sí, claro. Yo no querría subirme en ella por nada del mundo.

Llegamos a un puente levadizo blanco. Lo cruzamos, y volvimos hacia la ciudad por la otra orilla del Rotte. A la altura de Crooswijksebocht, André se puso a mi lado y me echó un brazo por los hombros. Luego se puso de pie y demarró, dejándome atrás. Un poco más adelante, se incorporó y alzó los brazos al cielo.

Yo también estaba contento.

Entré en la sala arrastrándome sobre las zapatillas de ciclista. André me dio una toalla y me indicó dónde estaba el cuarto de baño. El suelo era de mármol negro. Cuando me fijé con más atención en los azulejos que cubrían las paredes, de color rojo oscuro y decorados con motivos jeroglíficos, vi personajes egipcios en bicicleta.

Ludmilla Laura había preparado una especialidad rusa, con carne picada y col. Comimos en silencio.

—¿Qué pensaste —preguntó André—, cuando me viste allí? ¿Qué era un miserable?

—Ya he dejado atrás esa fase.

—Lo podías haber pensado sin equivocarte. Claro que he sido un miserable. Y me divertía.

—No tienes que justificarte.

Sonrió, y volvió a llenar los platos.

—No te equivoques, que yo era un negociante sofisticado.

Dijo «negociante», y no «traficante».

—Veía en la televisión a políticos dándoselas de puros y ejemplares, cuando la víspera yo les había entregado su nueva provisión. Jóvenes famosillos de la televisión, grandes industriales, banqueros. ¿De verdad hace falta que te lo cuente, Bart? Tú eres periodista. ¿Por qué te crees que me ha ido bien?

No contesté.

—Pues por eso. Tu padre solía decirnos que el conocimiento era poder, y tenía mucha razón. Y tener conocidos es tener todavía más poder.

—¿Y ahora?

—Ahora se acabó. Mi nombre ha aparecido en los periódicos, así que estoy contaminado. Ahora solo me espera un descenso en el escalafón; solo podría dedicarme al negocio común, y no quiero hacerlo. Es algo ordinario. Y, además, tampoco lo necesito. De hecho, me sentí aliviado de tener que ponerle punto y final.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Tal vez me dedique a los coches de época. Viejos Peugeot y Citroën. Tengo cuatro aparcados en una nave en las afueras de la ciudad. Darle un poco a la mecánica y luego sentarme dentro. En los coches hueles el pasado ¿sabes? Tengo un Tiburón de 1968, y te juro que allí dentro puedes sentir el olor de nuestro parvulario.

—¡Qué placer!

—Y leo libros sobre poesía y filosofía medievales. Voy a subastas de incunables. ¿Sabes lo que es un incunable? ¿Te acuerdas de la biblioteca de la iglesia de Walburgis, con esos libros atados con cadenas? Íbamos con la clase una vez al año. Ya entonces me parecía interesantísimo.

—¡André, capullo! Que te pasabas todo el rato tirando de esas cadenas. Los volvías locos a todos.

Se rio:

—Eso era para hacerme el machote. Ven.

En su despacho había un escritorio clásico inglés. Las librerías que ocupaban tres de las paredes estaban casi llenas. En la cuarta pared colgaba una fotografía en la que se nos veía a los seis, en la cima del Mont Ventoux. Se dirigió hacia la fotografía y apuntó hacia Peter.

—Ya ha sido señalado, pero él todavía no lo sabe. Lo veré coronar la cima del Ventoux, luego tendré que llevarlo a Bakú.

—A Carpentras.

—No rima.

Acaricié con un dedo la cara de Peter.


[11] Bartje: diminutivo cariñoso de Bart.

[12] Dré: diminutivo de André.

[13] Gispen: fabricante y vendedor de mobiliario neerlandés con más de cien años de historia. La empresa fue fundada en Róterdam por el diseñador industrial W.H. Gispen en 1916. Fue el primer fabricante en serie de muebles de tubo de acero en los Países Bajos.

Jacobsen: se trata del célebre arquitecto y diseñador industrial danés Arne Jacobsen (1902-1971), muchos de cuyos diseños se han convertido en iconos del diseño del siglo XX.