Manuel blanco desar

Una sociedad sin hijos

El declive demográficoy sus implicaciones

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

a quienes nos sucederán

y a quien,

por amor,

lo ha hecho posible

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cualquiera que sea el régimen económico,

los ancianos están a cargo de la comunidad (...)

Si las cargas son demasiado pesadas, las familias

jóvenes vivirán con ingresos reducidos y limitarán

el número de sus hijos.

alfred sauvy

 

Contenido

 

Presentación y panorama

1 Síntomas

1.1negación de la realidad

1.2no mirar para no ver

1.3déficit de empatía comunitaria

1.4senescencia generalizada

1.5debilidad severa

1.6esterilización

1.7neolengua

1.8 autogenocidio

1.9eros y tánatos

1.10nación sin nacimientos

1.11anomalías normalizadas

1.12mutación contra cambio

1.13beneficio individual ≠ beneficio colectivo

1.14hipótesis diagnóstica de la situación demográfica de españa

2 Causas

2.1ventajas de la infertilidad funcional

análisis costes/resultados

por hijo en españa

2.2 las afortunadas minorías infecundas y su poder catalizador

2.3autodevaluación, autodesprecio, autoodio

2.4¿valores familiares?

2.5progenitores discriminados

2.6estratificación de causas

2.7 la mítica causa económica: excusas y justificaciones

2.8 desidia, nulo patriotismo y carencia de compromiso comunitario

2.9 riesgos económicos inherentes a la vejez

2.10¿solidaridad mejor que fraternidad?

2.11multicausalidad

3 Consecuencias

3.1geronomía: economía geriátrica

3.2riesgos geoestratégicos

3.3colapso de los servicios sociales

3.4desnacionalización

3.5secuelas de la expansión del hijo único

3.6pobreza infantil aguda

3.7horror vacui

3.8irrelevancia internacional

3.9inviabilidad económica y social

4 Diagnóstico

5 Estrategia regeneradora

5.1 condicionantes para un futuro fecundo: tiempo y recursos

5.2somos iguales pero no somos idénticos

5.3 ¿quién defiende los intereses de los niños?: sufragio infantil

5.4 innovar y arriesgar: una legislación rompedora

5.5¿europa al rescate?

5.6sin inmigración no hay solución: integrantes e integrados. la trampa de la «estrategia maginot»

Cierre y epílogo

 

Presentación y panorama

 

 

El pueblo español y todos los pueblos que lo integran van camino del colapso socioeconómico a causa de su aversión a tener hijos. La senda está marcada por la inercia que arrancó hacia finales de la década de 1980, pero nadie quiere mirarla porque no interesa realmente el bien común más allá de lo inmediato. Carpe diem.

Nunca antes en la secular historia de los pueblos hubo más viejos que jóvenes. Nunca antes murieron más que los que nacieron, ya no por causa de pandemias, hambrunas o guerras, sino por una directa escasez de nacimientos. Nunca antes nos enfrentamos a un fenómeno análogo, tan masivo y repentino a la vez.

Cierto es que a nivel mundial no existe semejante problema, aunque por fortuna descienda la fecundidad global, ya que el planeta tiene un límite. Pero sí existe en Europa y, peor aún, en España, e incluso peor si cabe en muchas de sus comunidades autónomas. Comunidades líderes mundiales en infecundidad, en envejecimiento generalizado a causa de esa infecundidad deliberada y en déficit y deuda demográficos, o saldo vegetativo negativo acumulado. El motivo radica en la perseverante diferencia entre nacidos y fallecidos año tras año, lustro tras lustro, década tras década, como acreditan los datos de algunas de estas regiones, que llevan la delantera en esa carrera hacia el abismo colectivo.

Una respuesta fácil desde España frente a este desafío sería adoptar masivamente a niños huérfanos de países donde no hay tantos medios materiales para brindarles una infancia feliz. La oferta de estas pobres criaturas es ilimitada. Solo en Centroamérica es enorme. Ojalá fuesen adoptados. Sin embargo, la experiencia nos demuestra que esta salida resulta poco probable, porque la mayoría de quienes pueden y no quieren tener hijos propios tampoco desea adoptar niños. Los comportamientos de adultos sanos y con rentas por encima de la media que deciden sumarse a la cultura Kinderlos (sin niños), de los profesionales sin hijos (con grandes ingresos pero sin niños, GISIN), o con un único hijo (GICUN), lo acreditan. Las excepciones no hacen la regla. Antes al contrario, refrendan la regla. Estos Kinderlos deliberados todavía no son mayoría, pero su preeminencia socioeconómica y sociocultural genera una poderosa tendencia, que condiciona a otros estratos y clases de ciudadanos.

Nosotros, los españoles, compartimos el destino de Europa. Es más, somos de los europeos que marcamos la pauta en el declinante ámbito demográfico de nuestra Unión, la más acertada construcción política del ingenio humano para la convivencia y el desarrollo que ha existido en el mundo. Como europeos, somos cada vez más ancianos y también representamos un porcentaje descendente y decadente en el planeta.

En palabras del brillante y magnífico expresidente de la Comisión europea Jacques Delors,

hasta el año 2030 la población activa de la Unión Europea disminuirá en 20 millones y los mayores de 65 años aumentarán en 40 millones. Tenemos pues un problema, si queremos mantener los valores y los logros del Estado de bienestar.

Además, añade Delors,

la demografía es el parámetro económico más seguro. Europa suponía un 15% de la población mundial a principios del siglo pasado; un 6%, actualmente, y descenderá al 3% en 2050. Necesitamos un liderazgo con visión a largo plazo y no con discurso cortoplacista.

Tenemos que optar pues, según él, entre supervivencia o declive.

El diagnóstico de la patología demográfica europea a causa de su baja fecundidad es reiterado hasta la saciedad por instituciones y especialistas de todo tipo, cuando menos desde comienzos del presente siglo xxi e, incluso, desde finales del anterior. La descripción de esta patología puede sintetizarse en la introducción de la Resolución del Parlamento Europeo, de 21 de febrero de 2008, sobre el futuro demográfico de Europa que, por cierto, ya califica de «anormalmente baja» la tasa de fecundidad europea, con 1,5 hijos por mujer. Cifra esta que, además, coincide con la obtenida por países como la República Popular China, pero allí por razón de una política coercitiva y de contención de la natalidad que precisamente ahora se levanta, promoviendo por añadidura una reactivación de la fecundidad. Por consiguiente, sin haber impuesto inhumanas cuotas restrictivas de nacimientos, y pese a venir disfrutando de una renta per cápita y de unos servicios sociales sin parangón en el planeta por su superioridad, es Europa la que parece que sí ha impuesto consuetudinariamente la más efectiva política del hijo único, con España en el pelotón de cabeza.

Desde una perspectiva más estratégica y global, el riesgo de un irreversible crack socioeconómico, inducido por el previo crack demográfico de la UE, queda bien patente en el Proyecto Europa 2030. Retos y oportunidades. Informe al Consejo Europeo del Grupo de Reflexión sobre el futuro de la UE en 2030, presentado en mayo de 2010. Crack a causa del efecto acumulado por la ínfima tasa anual de fecundidad de los ciudadanos europeos durante las últimas décadas, con déficits demográficos crónicos, que engrosan una creciente deuda demográfica, solo paliada mediante una inmigración irregular que, paradójicamente, es en gran medida rechazada por la envejecida población de la Unión.

Dicho Grupo de Reflexión, presidido por el expresidente del Gobierno español, Felipe González Márquez, mandatado por el Consejo Europeo, advierte ya al presentar sus conclusiones de algo nada tranquilizador para la Unión y sus ciudadanos, como es el «envejecimiento demográfico que afecta a la competitividad y al Estado del bienestar». Y, en concreto, alerta:

Hay que enfrentar nuestro reto demográfico, que nos planteará problemas de competitividad y de sostenibilidad del Estado de bienestar. Resulta imprescindible para competir en la economía global y mantener nuestra sanidad y nuestras pensiones. Es necesario incorporar a más mujeres a la población activa ocupada, haciendo compatible trabajo y natalidad; estimular la prolongación de la vida activa y considerar la jubilación como un derecho; y tratar la emigración conforme a nuestras necesidades demográficas y productivas.

El reseñado Grupo de Reflexión subraya además en la página 25 de su Informe:

La conjunción del envejecimiento de la población y de la contracción de la fuerza de trabajo interna va a acarrear a Europa consecuencias drásticas. Si no se toman medidas, se traducirá en una presión insostenible sobre los sistemas de pensiones, de sanidad y de protección social, y en unos resultados negativos para el crecimiento económico y la fiscalidad.

Europa combina los extremos demográficos de una esperanza de vida muy elevada y una tasa de fertilidad1 muy reducida. En la mayoría de los Estados miembros de la UE, la esperanza de vida —en la actualidad, un promedio de 75 años para los hombres y 82 para las mujeres— aumentará otros 15 a 20 años en el transcurso de este siglo. Considerando que cada mujer da a luz una media de 1,5 hijos y que cada vez más mujeres renuncian por completo a tener hijos, la población de Europa envejece y su fuerza de trabajo nativa desciende. Teniendo en cuenta la actual edad media de jubilación en Europa (62 años para los hombres y un poco más de 60 años para las mujeres), si no se toman medidas compensatorias, en los próximos 40 años el coeficiente población activa/población inactiva caerá en picado, quedando cuatro trabajadores contribuyentes para mantener a cada tres jubilados. Es necesario actuar urgentemente para compensar esta tendencia negativa.

Para empezar, deberían desarrollarse unas políticas natalistas tendentes a estabilizar o incrementar las tasas de fertilidad. Además, las consecuencias de la reducción de la mano de obra interna, incluidas las cuestiones afines de la financiación de los sistemas de sanidad y de los regímenes de pensiones, podrían contrarrestarse en parte mediante un aumento de la productividad. El crecimiento constante de la productividad permitiría una reforma de la asignación de recursos que podría contribuir a colmar la brecha creciente entre pensionistas y contribuyentes.

Pero, al afianzarse las tendencias demográficas europeas, la incidencia de estas medidas no será suficiente. Al cabo, el desafío demográfico de la Unión Europea solo se afrontará mediante dos conjuntos de actuaciones complementarias: elevar los índices de participación en el mercado laboral, y aplicar una política de inmigración equilibrada, justa y anticipatoria.

 

En el contexto de Europa, el caso español resulta además severamente patológico. Desde 1990 España está anclada, a grandes rasgos, entre 1,2 y 1,4 hijos por pareja. Digo deliberadamente por pareja, aunque los estudios estadísticos sigan focalizando injustamente en las mujeres este fenómeno. Excepto exóticas posibilidades de laboratorio, los niños siguen siendo hijos de una mujer y un hombre, y a menudo es la falta de compromiso del varón lo que más desincentiva la fecundidad en la pareja. Esta ínfima fecundidad española, de las más bajas de Europa, de Occidente y del planeta, aún podría haber sido peor si no fuese por el impagable esfuerzo de las madres inmigrantes. Ellas han transfundido vida nueva a un país de viejos, que no quiere contemplar su senescencia, su decrepitud y su impotencia vital, y lo han hecho en peores condiciones objetivas que los nacionales españoles, por lo que su mérito es mayor, y mayor debe ser también nuestra gratitud y reconocimiento hacia ellas.

En 1982 España descendió en fecundidad por debajo de 2 hijos por pareja —o por mujer, en términos ortodoxos, aunque socialmente inaceptables—, llegando al mínimo de 1,15 en 1998, al menos por ahora. Sin embargo, gracias al enorme y estimable aporte de los inmigrantes desde el año 2000, se logró subir a un magro 1,44 en 2008. A pesar de no existir datos oficiales sobre la nacionalidad de los padres (varones), el estancamiento de la fecundidad entre las madres de nacionalidad española en la horquilla de 1,2 a 1,3 hijos por mujer, muy próxima a la de las madres que residen en comunidades autónomas como Galicia o Asturias —donde la inmigración siempre fue muy reducida—, y que oscila entre 1 y 1,1 hijos por mujer, denota que los españoles y españolas han estabilizado su fecundidad muy por debajo de la ya de por sí ínfima media europea, que como hemos dicho ronda los 1,5 hijos por pareja. En resumen, los españoles han abrazado con fuerza el dogma de que no vale la pena tener hijos como bien colectivo. La prueba es que nunca han reaccionado ante esta realidad. Es más, hay quienes muestran este retroceso agudo de la fecundidad como una señal de ultra-modernidad, confundiendo la apariencia con la estructura. Este modo de ser se parece al de quien monta el motor de un pequeño utilitario de segunda mano en la carrocería impostada de un coche de alta gama.

En el seno de la Unión Europea (UE), durante el mismo período la fecundidad oscilaba entre 1,4 y 1,6 hijos, y esta baja tasa preocupaba a las autoridades europeas y a las de países miembros bastante más desarrollados y prósperos que España. El paradigma es Alemania, donde su boyante economía y sus generosas ayudas estatales no han cosechado mejores cifras. La experiencia germana puede darnos muchas pistas sobre terapias míticas y placebos demográficos, que expondremos en su momento.

¿Debemos preocuparnos en España? El hecho sociológico y político cierto es que a la mayoría de los españoles no les preocupa en absoluto nada de esto. Diría incluso que les incomoda ocuparse de este asunto, por diversas anomalías históricas que también explicaremos. No consta esa preocupación en las encuestas que realizan diversos centros dedicados a pulsar la opinión pública, tanto oficiales y públicos como privados. Como tampoco a los franceses de la década de 1930 les preocupaba en demasía el ascenso nazi, su militarismo y el ostentoso rearme de su ejército. Pero la debacle demográfica de España y de todas sus comunidades autónomas, sean nacionalidades o regiones, sí debiera preocuparnos si de verdad nos comprometemos con la res publica, con nuestra comunidad cívica y si apostamos por la fraternidad y la cohesión social. Otra cosa es que una parte significativa de nuestra población, la que comulga con el fraude fiscal y, en general, con la extendida práctica anómica del polizón social —el que exige ayuda y nunca la ofrece—, ni se lo plantee. Sin embargo, la pedagogía y el liderazgo deben transformar esa auto genocida realidad. Genocida en cuanto a su resultado práctico, aunque sea indolora en su aplicación.

Insisto, ¿debemos preocuparnos? A título individual, depende. Si no se tienen hijos, se es particularmente egoísta y se ha cumplido ya holgadamente el medio siglo de vida, no hay excesivos motivos de preocupación subjetiva. Como dicen algunos de los paisanos de las zonas más deprimidas en fecundidad de España, mientras haya suficiente para mis necesidades... el que venga detrás que se las componga. Carpe diem, una vez más, dirían los pedantes. Por el contrario, si se van a dejar hijos que asumirán un colapso socioeconómico generalizado, si se goza de un espíritu de fraternidad para con los compatriotas, o si todavía se tiene la expectativa de vivir otros veinte o treinta años más de plácida existencia, sí que hay sobrados motivos para preocuparse.

Quienes sostienen que nuestra bajísima fecundidad como pueblo no es preocupante, a menudo se están justificando a sí mismos y a su biografía, además de reconfortar a quienes son como ellos, por lo que adoptan esa justificación. Resulta comprensible. En el fondo actúan como los referidos defraudadores de impuestos, como los que se niegan a donar sangre ante una catástrofe colectiva porque temen infantilmente el pinchazo, o como los insolidarios que en vez de acudir a un aviso de protección civil prefieren escamotearse del incendio o la riada e irse a la playa o a la estación de esquí. Ellos encontrarán múltiples medidas paliativas para zanjar el problema a corto plazo, para ir tirando un tiempo sin solucionarlo. Placebos retóricos y huecos, como incrementar la competitividad, incrementar la inmigración, subir los impuestos, reducir el desempleo... Medidas a menudo imposible o fantasioso, que gozarán sin embargo de la lógica simpatía de quienes comparten su deseo de confundir explicaciones con excusas. El defraudador, el insolidario y el incívico siempre tienen excusas porque suelen ser perspicaces, agudos, espabilados. Como digo jocosamente en mi blog Solo los tontos tienen hijos, los listos no tienen hijos o, a lo sumo, tienen uno y ya no vuelven a cometer el error de darle un hermano al unigénito. La fraternidad —término ahora maldito, trastocado en solidaridad mercantil— no suele ir con ellos.

Sin embargo, la infecundidad colectiva española es muy preocupante, y no solo porque las recetas paliativas no curen el mal, sino sobre todo porque la probabilidad de desarrollarlas es reducida, sea porque están fuera de nuestro alcance, sea porque quienes ya las han materializado —como, de nuevo, Alemania— han constatado su inoperancia. Pero es que, por añadidura, España no es una isla entre inmensos océanos, sino que se asienta sobre una falla demográfica y económica sin parangón en el mundo. España es la puerta de África a Europa, cuya población se duplicará probablemente antes de 2050, superando de forma holgada los 2.000 millones de personas, en gran medida jóvenes, mientras que la población europea se reducirá, al tiempo que será más senil. Con mayor precisión, según proyecciones de la ONU y del FMI, África pasaría de 1.186 millones de habitantes en 2015 a 2.478 millones en 2050. Es decir, sumaría 1.292 millones. La UE, por el contrario, se estabilizaría en el entorno de los 500 millones —contando con Gran Bretaña y los nuevos inmigrantes—. Como el PIB per cápita africano apenas subiría frente al europeo, los incentivos para dar el salto del estrecho de Gibraltar serían evidentes. Centrándonos en el norte de África, en solo esos 35 años, la población pasaría de 224 millones a 354. O sea, 130 millones adicionales. Mientras, en nuestra Unión, habría menos personas y bastante más viejas.

Al aplicar un enfoque comparativo y dinámico, generalmente ignorado por los demógrafos académicos, el panorama cambia de forma radical. Esos demógrafos, justificadores de la idoneidad de la infecundidad, son como meteorólogos que se pronuncian sobre la sequía sin buscar soluciones. Sin embargo, se necesitan otros profesionales para hallar alternativas y conseguir agua, porque esta es pura y simplemente indispensable para la vida. Se necesitarían geólogos, ingenieros de presas, agrónomos... y otros profesionales que ayuden a sacar el mayor partido de las aguas superficiales y de las restantes por alumbrar.

Ahora bien, ya debo adelantar que la Estrategia Maginot, de sellado de fronteras, que tanto predicamento está teniendo en ciertos países europeos, de contención y expulsión de inmigrantes para evitar un acelerado crecimiento porcentual de su peso, no solo no funciona sino que resulta contraproducente. Muchos de los jóvenes del planeta deben venir a Europa, y en concreto a España, para evitar ese colapso que algunos silencian, y además van a venir a Europa. Guste o no guste, deben venir y vendrán, porque con el avance y abaratamiento de las comunicaciones, de los transportes y de la información, junto con la creciente presión demográfica foránea, es simplemente inevitable. Se trata de una mera dinámica física, incontrolable por las disposiciones legales y administrativas de cualquier país, al menos de cualquier país decente y democrático. Pero lo que no es lo mismo es preservar una vigorosa capacidad de integración, para que los que van a llegar se sumen a nuestra comunidad cívica. Capacidad de integración que solo puede asegurar una fecundidad más robusta y/o una adopción (prohijamiento) de niños foráneos mucho más intensa y masiva. Hay que elegir y comprometerse. La inacción no es una alternativa viable. La inacción es cómplice de nuestro auto genocidio.

Ninguna región ni nacionalidad de España, ninguna comunidad autónoma, está mucho mejor en estos términos que la media nacional española. Las únicas excepciones son Ceuta y Melilla. No deja de ser llamativo que España concentre a la vez en su seno las tres regiones o tres territorios estadísticos de la UE, denominados NUTs-2, con menor fecundidad, como son Asturias, Canarias y Galicia y, al tiempo, incluya uno de los más fecundos (la minúscula Melilla).

Con este cuadro, llama poderosamente la atención que ningún organismo público español, que ningún partido político relevante y que ningún centro dedicado a desbrozar el futuro inmediato de España o de cualquiera de sus comunidades autónomas, haya alertado con la debida intensidad y claridad de lo que se nos avecina. Tal vez el endémico problema español oculte esta amenaza. Endémico problema resumido en pésimos resultados educativos, que generan una baja productividad y competitividad, y que retroalimenta una endogamia vergonzante y desbocada en la universidad, con escasa eficiencia de resultados en el área científico-técnica y con una absorción descompensada de recursos en el área literaria, que provocan la inexistencia de una saludable industria de base nacional, y que da como resultado una tasa de desempleo estructural desde la década de 1980, no coyuntural, inaceptable en cualquier país europeo. Así, muchos españoles en su simpleza, incluida la de quienes siguen la corriente de opinión en vez de liderarla, creen que si no hay trabajo para varios millones de conciudadanos, menos lo habría para futuribles compatriotas. Con esta primaria forma de pensar, que considera que el número de puestos de trabajo de un país está ya prefijado, como si fuesen cátedras creadas por una decisión administrativa, no es de extrañar que la mejor opción individual sea esperar y ver qué hay de lo mío, sin preocuparse por lo común, lo cívico y lo colectivo.

Pese a todo, no es enteramente cierto que ningún organismo público español haya ignorado el tremendo e inexorable problema al que nos conduce la bajísima fecundidad colectiva. El Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación (MAEC) es hasta la fecha el organismo que con mayor claridad se ha posicionado al respecto. ¿Y por qué él? Pues porque analiza la realidad española desde una perspectiva global y externa, comparándola con el entorno mundial, y no se limita al cotejo rutinario, cansino, doméstico y diletante de fenómenos cortoplacistas, como si fuésemos un satélite autárquico que gira alrededor de la Tierra.

Efectivamente, la Estrategia de Acción Exterior de España sitúa el problema demográfico español como el primero y más grave del país en términos estratégicos a medio y largo plazo. Es más, lo identifica como la debilidad internacional por antonomasia de España, por delante incluso de otras preocupantes debilidades, como serían la escasez de recursos naturales —fundamentalmente energéticos— o la debilidad del sector exterior de nuestra economía. En concreto, dicha Estrategia afirma que España ocupa el lugar 28, en términos de población, entre los 193 países que forman parte de las Naciones Unidas. El problema, muy grave, es que somos uno de los países más envejecidos de Europa, fruto de la combinación de dos factores: un avance innegable, una tasa de esperanza de vida de las más altas, y un problema de solución compleja, una de las tasas de fertilidad2 más bajas.

 

La acuciante debilidad demográfica de España, que subraya este documento oficial del MAEC, asumido y aprobado por el Gobierno en su Consejo de Ministros de 26 de diciembre de 2014, se enmarca a su vez en un deprimente entorno europeo, que el propio MAEC relata de este modo:

La debilidad demográfica de Europa es probablemente el mayor desafío al que se enfrenta el continente. Europa es mucho más vieja que los Estados Unidos o Japón, por no hablar de los países de Asia, África y América Latina. Esta debilidad demográfica pone en riesgo los fundamentos mismos del Estado del bienestar, uno de los signos más relevantes del modelo europeo, al haber cada vez menos trabajadores en activo y más beneficiarios de pensiones de jubilación.

Por ello advierte a continuación el MAEC:

Si Europa quiere ser un actor global, en un nuevo orden global, debe avanzar más en otras políticas. (...) Promover un plan integral que aborde el grave problema demográfico europeo que hipoteca nuestro futuro.

Y, de modo consecuente, el mismo Ministerio también añade:

El problema demográfico de España debe llevarnos a una política migratoria proactiva, de fomento de la inmigración cualificada, que contribuya al cambio de modelo productivo y sirva de contrapeso a las tendencias demográficas negativas. Junto ello, debemos seguir perseverando en la política de control de la inmigración irregular...

Para concluir con esta solitaria referencia al y del único documento estratégico del Gobierno español sobre el colapso demográfico al que nos dirigimos como sonámbulos, dicho texto oficial subraya:

Si se mantienen los ritmos actuales, España perderá en torno a 2,6 millones de habitantes en los diez próximos años, el número de defunciones superará al de nacimientos en el 2017 y, lo que es más significativo, las personas mayores de 65 años representarán el 30% del total de la población en el año 2050 (frente al 11,8% en la Unión Europea).

Pues bien, la realidad ha sido peor que las previsiones, puesto que el Instituto Nacional de Estadística (INE) ha verificado que, por primera vez desde 1941, en España ya ha habido más defunciones que nacimientos durante 2015: exactamente 422.276 fallecidos frente a 419.109 nacidos. De no haber sido por la enorme inmigración previa a la crisis económica, que estalló en 2008-2010, ese resultado sería notablemente peor, como se ha constatado en las comunidades autónomas con baja inmigración y, por ello, sin madres foráneas.

Que España, siendo uno de los Estados miembros de la UE con parámetros de éxito socioeconómico más relevantes (por su esperanza de vida, por su tasa de trasplantes idóneos, incluso por el crecimiento de su renta per cápita desde 1986, año de nuestra adhesión al proceso de construcción europea), sea también el único socio de la Unión que tenga constantemente durante las últimas décadas dos o tres regiones en la terna de menor fecundidad del continente —siempre Asturias y Galicia, más luego Canarias, y muy cerca casi todas las demás, y fundamentalmente las comunidades autónomas septentrionales—, considerando las casi 300 regiones NUTs-2 existentes en Europa, ya no es una mera casualidad o curiosidad. Al contrario, es el síntoma inequívoco de una patología social peor que la misma infecundidad funcional colectiva. Una patología intelectual añadida, que impide que las élites del país sean capaces de detectar el problema. Patología con otra secuela derivada, que provoca que la exigua minoría que sí lo percibe niegue el problema de forma militante, recurriendo incluso a presentarlo como una prueba de la modernización social alcanzada. Una modernización de fachada o cosmética, de usos, modas y costumbres, como he dicho, pero no de desarrollo industrial o tecnológico, no de los verdaderos fundamentos de cualquier país avanzado. Presentar la agonizante demografía española como prueba de su modernidad implicaría que Irlanda, Francia o Suecia debiesen ser catalogadas como países atrasados y retrasados, al gozar de una fecundidad sensiblemente superior a la española. Por lo que se ve, la ausencia de patentes industriales o de premios internacionales en ciencias o matemáticas, no sería un exponente del atraso y retraso español, sino algo irrelevante. Carecer de medallas Fields en matemáticas o de premios Nobel en áreas científicas será, para estos nuestros modernos estetas, pura anécdota.

Pero no solo nos alerta la Unión Europea y algún ministerio español de que vamos por el mal camino, ahora oculto tras la niebla de una atroz crisis económica, con la peculiaridad española de haber abusado del crédito para endeudarnos, principalmente en cemento improductivo. Nos lo dicen también múltiples organismos internacionales, comenzando por Naciones Unidas. Su Fondo de Población, en su informe Estado de la Población Mundial 2014, alerta que España es el país que cuenta con la población más envejecida del mundo: solo un 14% de sus habitantes tiene entre 10 y 24 años. De todas las naciones presentes en el estudio, únicamente Eslovenia y Japón igualan dicha tasa. Y si consideramos las proyecciones para 2050, resulta que para entonces el 34,5% de la población española tendrá más de 65 años, y nuestro país será el tercero más viejo del mundo, solo por detrás de Japón (36,5%) y de Corea del Sur (34,9%), con el agravante de que sea dudoso que la economía española tenga hacia mediados de siglo el empuje de las industrializadas y altamente formadas y capacitadas naciones asiáticas. 

Este libro no fue escrito para deleitarnos en la catástrofe, ni para ser agorero, ni para discutir con puntillosos demógrafos académicos, que describen como cualquier meteorólogo o contable, pero que nunca prescriben asumiendo riesgos, ni considerando las restricciones temporales, fiscales o presupuestarias y el entorno económico y estratégico internacionales. Tampoco fue escrito para alarmar de forma gratuita a la población sin ofrecer esperanza y soluciones concretas, viables y sostenibles en el tiempo, como deben serlo al menos durante un par de generaciones. No. Mi propósito es mostrar un análisis de las causas y las consecuencias de esta patología social, aportar un diagnóstico y, sobre todo, muy principalmente, ofrecer una estrategia terapéutica compatible con nuestros recursos y con un futuro decoroso para nuestros jóvenes, hoy condenados sin derecho de defensa ni palabra a soportar una carga inmisericorde e imposible de sobrellevar. Una carga compuesta por una masa de inminentes ancianos sin hijos o con un único hijo, que aguardan ansiosos que su sanidad, su asistencia social, sus pensiones y que el clima de cohesión en el que esperan envejecer plácidamente sean costeados y asumidos por cada vez menos gente joven. Asumidos por los hijos del vecino imbécil, que decidió invertir sus mejores años, energías y medios en criar, educar y formar a la nueva generación de contribuyentes, ciudadanos y compatriotas. Ancianos instalados durante su previa madurez en la creencia de que todo les era debido y nada debían a la colectividad, y de que lo que ellos aportaban no era fundamentalmente para compensar los desvelos que sus propios progenitores habían sufrido por ellos al criarlos, sino que todo lo que aportaban —como inmisericordes egoístas y egocéntricos— era suyo y solo suyo, por lo que, pudiendo cuando podían, no quisieron convertirse también en emprendedores y contribuyentes vitales de la comunidad, como habían hecho sus propios padres en bastantes peores condiciones objetivas y subjetivas.

Mientras hay vida, también hay esperanza. La probabilidad de que España supere este trance no es alta, pero existe en cierta medida, siempre que tenga claros los riesgos de la pasividad y la abulia, los objetivos a alcanzar y sea perseverante durante décadas en la aplicación de las terapias idóneas. Lo que resulta obvio es que ningún problema se supera si es silenciado y no se encara con determinación. En estos momentos, el Problema demográfico español ni se trata ni se afronta, y esto es lo peor, no ya el lastimoso puesto que ocupamos en la liga europea y mundial de la fecundidad. Lo que nosotros no hagamos no nos lo resolverán otros. Ese pensamiento infantil, pueril y naíf es, sin embargo, muy español. Es del mismo tipo que el decimonónico «colócanos a todos». Ya proveerá el ayuntamiento o el Gobierno de turno.

Tal vez ahí, en el déficit de cultura cívica y altruistamente asociativa, sea donde haya que comenzar a trabajar. España es un país hiperpolitizado, aunque sin tradición de políticas públicas solventes. El español estándar no distingue la politics (política partidaria) de las policies (políticas públicas o de Estado). En España, los partidos mayoritarios tienen más militantes que sus homólogos de democracias veteranas, como la británica o la francesa, con mayor población en cada caso que la española. Sin embargo, ese furor político militante no se corresponde con el equivalente grado de asociacionismo en los ámbitos de los derechos humanos, la defensa del medio ambiente, el feminismo... o en cualquier otra loable empresa social que no reporte un rédito individual inmediato, como es una plaza en una Administración o entidad pública.

Pero a la fuerza ahorcan. Las leyes de la demografía comparada son tan inexorables e inderogables como las de la física. Los griegos diferenciaban las leyes de la naturaleza (physis) de las leyes de la ciudad o polis (nomos). Nosotros no, y como las palabras componen y determinan el pensamiento abstracto, así tampoco estamos preparados para comprender el alcance del desafío al que nos enfrentamos y que, sin embargo, hemos engendrado y alimentado entre todos, aunque con distintos grados de responsabilidad personal. Salvarnos está en nuestras manos, y redundará en beneficio de todos, sin excepción, incluso en el de aquellos que se declaren Kinderlos o childfree militantes, o que son GISIN o GICUN.

La deliberada huida de la realidad o la negación del Problema demográfico español, que es el preludio de otros severos problemas económicos y sociales en el futuro más próximo, conforma por antonomasia el Sindrome Ñ. Practicar el autogenocidio por desidia o por estulticia no nos va a librar de una horrible agonía como comunidad desarrollada y cohesiva. Ya no se trata tan solo de la sostenibilidad del sistema de pensiones —al que, por cierto, se le pueden aplicar diversos paliativos para apuntalarlo durante unos años más, hasta que se erosione definitivamente tal como lo conocemos—, ni de la financiación de una sanidad con más ancianos, que merecen justas atenciones, y con menos sanos contribuyentes netos que la financien, sino de la pura competitividad de nuestra economía frente a las restantes, de la creciente aversión al riesgo consustancial a la vejez y del menguante espíritu creativo de una sociedad senescente. También se trata de la natural presión de los pueblos circundantes, obligados a expulsar jóvenes hacia donde divisan un horizonte mejor, y que pueden superar sin ningún esfuerzo a los jóvenes que en teoría debieran recibirlos para integrarlos en los valores de la Ilustración y la equidad que forman nuestro núcleo diferencial. La demografía, incluso más que la geografía, determina el destino de los ciudadanos que constituyen una comunidad política. Y ese destino, hoy, para España, no es precisamente halagüeño si no modificamos el rumbo, y pronto, en esta materia. Modifiquémoslo pues de inmediato.

 

 

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Síntomas

 

 

1.1 negación de la realidad

Tal vez el síntoma más alarmante del Síndrome Ñ sea la obstinada negación de la realidad: todo es normal en España en cuanto al derrumbe de los nacimientos. No sucede nada anómalo ni perjudicial para la comunidad. Nada de esto es patológico. Resulta indiferente lo que piensen los demás países e instituciones internacionales sobre un cuadro clínico análogo al español en lo que a fecundidad se refiere. Es indiferente lo que digan alarmados los medios nacionales respecto de la baja fecundidad de otros países (Japón, Alemania, Austria...), a pesar de que tengan mejores tasas de fecundidad —y de desarrollo socioeconómico— que España. Aquí todo es normal. Muy normal.

Si malo es padecer cualquier enfermedad mortal, peor resulta no percibir sus síntomas o bloquear su recepción consciente en el cerebro. En cualquier patología humana, el dolor, el malestar, la fiebre, nos alertan de algo que no va bien en nuestro organismo, y es esa alerta la que nos hace reaccionar para luchar por vivir.

Todos los seres vivos tienden a preservar lo que se conoce como homeostasis para poder sobrevivir, autorregulando sus funciones hasta recobrar el equilibrio vital que garantiza la subsistencia. Cuando eso no sucede surge la patología, que es percibida mediante el sistema nervioso y que transmite ciertas señales al cerebro. Si no se logra estabilizar al enfermo y superar la patología acontece entonces la muerte celular. Las células pueden morir a causa de factores externos, produciéndose su necrosis, o simplemente puede darse una muerte celular programada o apoptosis.

Salvando las naturales distancias, los organismos humanos colectivos, como son las diversas modalidades de sociedades y de países, también pueden debilitarse y destruirse por causas externas (pandemias, guerras, genocidios). Pero es raro, muy raro, que una comunidad se programe para desaparecer mediante una especie de autogenocidio, ya sea explícitamente pactado o implícitamente asentido. Pocos casos hay documentados de un fenómeno análogo en la historia, aunque se cuenta el precedente de ciertas tribus sudamericanas que, al encontrarse con los conquistadores portugueses o españoles, asumieron que su tiempo histórico como cultura se había agotado y por ello dejaron deliberadamente de reproducirse o apostaron por aplicar un generalizado infanticidio, llegando incluso a realizar masivos suicidios rituales colectivos.

Obviamente, ni España, ni ninguna de sus comunidades autónomas, han llegado todavía a un extremo análogo, aunque cuando su sistema de reproducción y regeneración puede resumirse en una fórmula matemáticamente irracional como

 

ñ + ñ = 1,2 ñ,

 

entonces el proceso de apoptosis colectiva se habría iniciado y sería irreversible si no fuese detenido a tiempo, antes de que se agoten las reservas útiles de jóvenes en edad fértil.

En comunidades autónomas españolas como Galicia o Asturias, donde la ecuación resulta incluso más siniestra, con experiencias como

 

g + g = g,

 

o también

 

a + a = 0,9 a,

 

el resultado autogenocida es más probable. No se precisa ser una autoridad en la materia como Wolfgang Lutz, del Vienna Institute of Demography, para comprender que si cae tanto la fecundidad tendremos menos futuros progenitores, menos ulteriores nacimientos, menos cohesión socioeconómica y muchos más ancianos, en un acelerado e irrefrenable proceso de senescencia y deterioro generalizados.

Lo curioso de este nuevo fenómeno histórico es que los países y las colectividades humanas dotadas de cierta personalidad cultural definida no están condenadas por la naturaleza a morir, a diferencia de los individuos que las integran, ya que disponen de un mecanismo de regeneración exclusivo de ellas: la reproducción biológica que precede a la reproducción cultural y cívica. Los ciudadanos o los nacionales de una Nación mueren, pero ninguna Nación está per se condenada a morir.

En el caso español, lo verdaderamente llamativo ya no es de por sí el profundo, rápido y persistente deterioro de la fecundidad, hasta hundirse bastante por debajo de la exigua tasa europea. Lo llamativo es que ningún líder, ni organización representativa de los intereses colectivos y del bien común, lo perciba, sea a nivel español, sea a nivel autonómico. Es como si el circuito que forman el sistema nervioso de la sociedad y el cerebro social estuviese roto o gravemente dañado. España desde luego no es Francia, ni siquiera la atribulada Francia de 1945 que, como veremos, sentó las bases de su regeneración con Charles de Gaulle, con Alfred Sauvy —designado por el Gobierno provisional de De Gaulle como director del INED, o Institut national d’études démographiques, con un rol más prescriptivo que descriptivo— y con Jean Monnet, como comisario general del Plan. España parece despreciar su propia existencia y continuidad, igual que todas sus infecundas comunidades autónomas.

Países de nuestro entorno con tasas de fecundidad preocupantes, pero algo mejores que las españolas durante las últimas décadas y con estructuras económicas más sólidas, que incluso les permitirán dotarse de un mejor arsenal paliativo para enfrentarse al riesgo de colapso socioeconómico aparejado a la senescencia colectiva, han reaccionado mucho antes que España y desde luego con mayor determinación. El que todavía no hayan obtenido los resultados apetecibles o acordes con las inversiones realizadas es otra cuestión, pero al menos han comprendido y asumido las señales de alerta y han reaccionado con prontitud. Así sucede ahora en Alemania, como también veremos en su momento.

Sin embargo, España en su conjunto, al igual que la mayoría de sus comunidades (Cataluña, Euskadi, Galicia, Castilla y León, Asturias...), siguen ciegas, sordas e insensibles frente a este grave riesgo, que se agudiza paulatinamente con los años, tanto por su creciente debilitamiento juvenil, como por la situación que debemos encarar en nuestra frontera sur, donde el crecimiento demográfico —pese a minorar su enloquecido e insostenible ritmo de expansión— mantiene su potencial y su diferencial respecto a nosotros. Piénsese, por ejemplo, que más del 45% de los 40 millones de argelinos son menores de 24 años, y que su tasa de fecundidad es de 2,7 niños por mujer (o pareja), gozando la población en su conjunto de una media de edad de menos de 28 años. O que de los más de 33 millones de marroquíes, el 43% es menor de 24 años, siendo su tasa de fecundidad de 2,1, quedando la media de edad en casi 29 años. Por no hablar del caso egipcio, con casi 95 millones de habitantes, siendo el 52% menor de 24 años, y con una fecundidad de 3,5 niños por mujer. Esas y otras sociedades de la frontera sur de Europa y de la propia España no pueden sostener dignamente a tantos jóvenes por su carencia de recursos y de estrategia de desarrollo, por lo que la consustancial presión por abandonar sus países será imparable. No hablemos ya de casos más extremos, como el de Nigeria, con 185 millones de habitantes, de los cuales el 62% son menores de 24 años, con una fecundidad de 5 hijos por mujer y con una media de edad poblacional de poco más de 18 años.

España, acuciada por lo urgente —como su creciente desempleo estructural tras cada nueva crisis cíclica— y por la debilidad analítica de sus presuntas élites, cuando no por su cortoplacismo y escaso patriotismo cívico, ignora deliberadamente lo importante por ser vital, como es la mejora de la eficiencia educativa trasladada a resultados, su industrialización autónoma y, en lo que aquí interesa, su fecundidad, única herramienta verosímil para intentar cuadrar su Estado de bienestar a largo plazo, mantener su capacidad de integración de los inmigrantes —indispensables o no— que han de llegar y reforzar su cohesión.

Este fenómeno de no ver, no oír y no sentir la señal de alerta que es el clamoroso derrumbe de la fecundidad y del porcentaje de población joven —aparte con una emigración coyuntural, aunque estadísticamente reducida, a causa de la crisis económica— merece ser calificado como su equivalente patológico a nivel individual, es decir, como una disautonomía colectiva.

El síndrome de Riley-Day, también conocido como disautonomía familiar o neuropatía sensorial autónoma hereditaria, tiene como rasgo más llamativo la insensibilidad al dolor. Esto, que a muchos puede parecerles una bendición, provoca que un gran número de los sujetos con dicho síndrome mueran muy jóvenes, a causa de un cúmulo de heridas, quemaduras, lesiones o roturas que van minando su salud. Quien no experimenta dolor mientras se está cortando o abrasando tampoco reacciona ante el cuchillo o el fuego que amenaza su vida.

Algo parecido sucede a nivel colectivo cuando no hay suficiente relevo generacional y nadie se da por aludido ni interesado. De ahí que sea apropiado sostener que España en su conjunto, y prácticamente todas sus comunidades autónomas, están aquejadas de una severa disautonomía colectiva en términos demográficos y, por ende, socioeconómicos desde una perspectiva estructural y a medio o largo plazo, imposible de percibir con un pensamiento institucional cortoplacista y de aldeana bandería.

Avancemos además ahora que la enorme falla demográfica sobre la que está asentada España respecto de sus flancos sur y este, y el no menos enorme diferencial de presión demográfica entre la menguante de España y la creciente de todas esas poblaciones alóctonas —cada vez más próximas en términos de acceso a la información y al coste/tiempo de desplazamiento— es un factor ignorado por la comunidad académica, pero no por eso inexistente. La demografía española debe estudiarse no como si España fuese un fenómeno aislado de otros países, sino de forma dinámica y en un contexto global de competencia geopolítica, geoeconómica y geoestratégica.

 

1.2 no mirar para no ver

La disautonomía demográfica de la sociedad española es mala, al no ver, ni oír, ni sentir la gravedad extrema de su bajísima fecundidad, en comparación con la baja fecundidad europea. También es mala porque ignora la brecha abierta con la alta fecundidad comparada —aunque declinante— de las regiones geográficas situadas al sur y al este que rodean Europa. Pero todavía peor es lo que podríamos denominar como anosognosia demográfica colectiva o compartida.

La anosognosia es una patología neuropsiquiátrica que impide que un paciente con una enfermedad neurológica asuma su propia condición de enfermo. En términos coloquiales, sería la situación del demente que no reconoce su demencia, o la del loco que niega su locura, por mucho que múltiples profesionales de la psiquiatría y de otras ramas de la medicina se lo certifiquen y acrediten. En nuestro caso, incluso podría estar cerca de la frontera con la negación psicológica de la enfermedad. Este es un mecanismo anímico de falsa defensa ante lo inapelable de una dolencia. Así sucedería con una persona a la que se le diagnosticase un cáncer y afirmase que todos los profesionales que la han examinado se han equivocado, porque ella se encuentra perfectamente, o incluso que todos esos profesionales se han confabulado en contra suya.

En España hay entidades y profesionales que han comprendido que en lo demográfico nos enfrentamos como sociedad a un reto descomunal. Sin embargo, esas mismas entidades y profesionales lo han minimizado o maquillado para sacarle dramatismo, cuando no para poner el foco tan solo sobre aquellos aspectos tangenciales o derivados (epifenómenos) que interesa destacar por muy diversos motivos, huyendo del problema principal.

anosognosia