DAR(SE) CUENTA
DE DONDE VENIMOS...
Y A DONDE HEMOS IDO A PARAR

Manuel Cruz

 

 

"Todo habla por sí mismo si no se deja de prestarle oído"
Hans Blumenberg

 

 

Ser hombre consiste en transformar la experiencia en consciencia”.
André Malraux,

 

 

"La tarea más urgente de nuestro tiempo es construir una filosofia

capaz de resistir ante hombres intoxicados por la propaganda de un poder casi ilimitado y también ante la apatía de los que no tienen ningún poder"
Bertrand Russell

NOTA PREVIA

CAPÍTULO I
A MODO DE INTRODUCCIÓN. LAS REGLAS DEL JUEGO.

Entrar en dudas.

Elogio de la impertinencia

CAPÍTULO II
DE DÓNDE VENIMOS… Y A DONDE HEMOS IDO A PARAR.      15

Escena primera:
A medio siglo de mayo del 68 y a dos de Marx (o un ejercicio de historia del presente).

Escena segunda:
Cuando la revolución era inminente.

Escena tercera:
Venir para quedarse: bien está. Pero quedarse, ¿para qué exactamente?

CAPÍTULO III.LA RESPUESTA: LA FILOSOFÍA Y LAS CUATRO ESQUINAS DEL FUTURO

Escena cuarta:
Se echó en falta a la filosofía, pero felizmente está de vuelta.

Escena quinta:
La respuesta: las cuatro esquinas del futuro (o sea, la Universidad).

A MODO DE EPÍLOGO

Salir de dudas para entrar en política

ANEXO.

DESDE LA POLÍTICA:
INTERVENCIONES PARLAMENTARIAS

SOBRE LAS REVÁLIDAS
INTERVENCIÓN EN EL PLENO

SOBRE LA LOMCE
Pleno del Congreso de los Diputados,

INTERVENCIÓN EN LA COMPARECENCIA DEL MINISTRO DE EDUCACIÓN

INTERVENCIÓN EN EL PLENO SOBRE LOS PRESUPUESTOS GENERALES DEL ESTADO DE 2017

SOBRE EL MODELO DE ESCUELA CATALANA
INTERVENCIÓN EN LA MOCIÓN PRESENTADA POR ERC

SOBRE EL ADOCTRINAMIENTO EN LAS ESCUELAS CATALANAS
INTERVENCIÓN EN EL DEBATE SOBRE LA PNL PRESENTADA POR EL PARTIDO POPULAR

SOBRE LA GESTIÓN POLÍTICA DEL MINISTRO DE EDUCACIÓN
COMISIÓN DE EDUCACIÓN

COMISIÓN DE EDUCACIÓN
DEBATE SOBRE LOS PRESUPUESTOS GENERALES DEL ESTADO 2018

MOCIÓN CONSECUENCIA DE INTERPELACIÓN
PRESENTADA POR EL PARTIDO POPULAR


NOTA PREVIA

 

La expresión “asumir responsabilidad” es un mero flatus vocis si no incluye atribuirse la reparación de los daños que la propia acción haya podido provocar

 

La expresión que da título al presente texto, “dar(se) cuenta”, alberga un doble sentido sobre el que conviene reparar, tal vez porque no sea del todo casual. Su anfibología recuerda la de otra expresión en cierto modo análoga, de la que yo mismo me he servido en alguna otra ocasión, la expresión “hacerse cargo”. Y de la misma forma que esta última evoca a la vez la comprensión (“hazte cargo de mis sentimientos”) y la responsabilización (“hazte cargo de la reparación de los desperfectos causados”), así también la elegida en esta ocasión para titular lo que sigue remite tanto a la rendición de cuentas como a la conciencia.

Pero no dejemos en mera insinuación la posibilidad de que dicha equivocidad sea algo más que casual y aceptemos que tal vez nos esté señalando la íntima conexión entre ambas dimensiones, que en cierta medida vienen a ser la del conocimiento y la de la acción. En efecto, no hay, en sentido propio, conocimiento de lo humano que no incluya esa dimensión reflexiva, comprensiva, que nombramos a través de fórmulas como “hacerse cargo” o “darse cuenta”. Pero no es menos cierto que la expresión “asumir responsabilidad” es un mero flatus vocis si no incluye atribuirse la reparación de los daños que la propia acción haya podido provocar. En ese sentido, por tanto, la aparente ambigüedad inicial está señalando es el anverso y el reverso de una misma cosa, la cara y la cruz de la misma moneda.

Todavía un estrato semántico más. Porque la reflexividad se predica no solo de la conciencia sino también de la acción. Darse cuenta no es solo ser consciente: es también rendir cuentas de uno mismo ante sí mismo, sin que quepa considerar este último aspecto como algo menor o poco importante. Lejos de eso, nos está señalando una dimensión fundamental de nuestra propia actividad. Y de idéntica manera que Platón pudo afirmar que la filosofía es el silencioso diálogo del alma consigo misma, así también podríamos sostener, más en general, que el auténtico pensar solo puede entenderse como un rendir cuentas ante uno mismo. Tampoco de esta afirmación cabe predicar su condición de obvia o trivial. Me atrevería a afirmar que casi al contrario. De hecho, es lo opuesto de ese tan frecuente “cargarse de razones” en el que se da por descontado que el balance final de la reflexión no admite otro saldo que el positivo, por ratificador, de tal manera que solo se aceptan los argumentos que favorezcan semejante conclusión, desdeñando por completo cualesquiera otros, especialmente aquellos que nos podrían abocar a la revisión radical de nuestros propios planteamientos.

Es desde esta perspectiva desde la que no solo se tiene que entender el presente texto en su conjunto, sino también desde la que conviene interpretar la lógica interna que organiza la secuencia de sus partes. Una lógica que, por utilizar de nuevo una expresión utilizada en otra parte, tal vez se podría describir echando mano de la metáfora del ojo de halcón, que parte de la mirada más general para terminar tomando tierra en lo más concreto. La elegida aquí no es una opción gratuita o caprichosa, sino probablemente necesaria, ineludible, si se quiere interpretar de manera adecuada lo inmediato. La referencia al marco histórico general y a los principios teóricos desde los que se piensa (o al lugar teórico desde el que se va a hablar, por decirlo muy a la francesa) permite, además, ubicar ideológicamente al autor y, en consecuencia, proporcionarle al lector las coordenadas para que pueda ponderar críticamente los juicios de valor que aquel plantee.

Un par de consideraciones finales, de carácter más bien técnico, antes de entrar de lleno en el texto. Los materiales que se recogen en el anexo no se limitan a ser, en el sentido que se explica a continuación, una mera transcripción de las intervenciones que llevé a cabo como diputado en el Congreso en la primera etapa de la XIIª Legislatura (esto es, mientras estuvo el PP en el Gobierno) y que finalizó en mayo de 2018. Algunas han sido aligeradas de aspectos que podían resultar tediosos o arduos, por demasiado técnicos o específicos, para el lector no interesado de manera directa en el asunto que en aquel momento se trataba. Un ejemplo de aspectos eliminados sería la referencia al montante de partidas presupuestarias concretas, al tanto por ciento que alcanzaron determinados recortes y otras informaciones análogas que se suelen barajar en los debates parlamentarios. En todo caso, lo que se ha mantenido en el texto se corresponde literalmente con los términos de mis intervenciones.

Ahora bien, no solo se ha procedido a eliminar algunos tramos de las mismas por la razones mencionadas, sino que también se han recuperado (e incorporado al texto que el lector tiene ahora en sus manos) aquellos otros que fueron eliminados en su momento por las ineludibles restricciones de tiempo a que obliga el reglamento de la cámara. En efecto, como es sabido, las intervenciones de los diputados tanto en plenos como en comisiones están sometidas a un severo control en lo tocante a su duración, lo que a menudo obliga al interviniente a prescindir de argumentos o desarrollos que, de no existir dicha limitación temporal, incorporaría a su exposición para enriquecerla. Me ha parecido relevante, por informativo, ofrecer en tales casos la versión completa de la intervención tal como en su origen fue pensada.

CAPÍTULO I.

A MODO DE INTRODUCCIÓN.
LAS REGLAS DEL JUEGO.

 

Entrar en dudas.

 

De la duda filosófica cabría predicar su condición de "duda orientada", en la medida en que, al formular una interrogación, empieza a dibujar una vía por la que la reflexión debería proseguir

 

Fernando Savater suele afirmar que la filosofía no está para salir de dudas, sino para entrar en dudas. Me acordaba de su afirmación leyendo una entrevista que le hicieron hace un tiempo a Victoria Camps, a raíz de la aparición de su libro Elogio de la duda. Ponía el entrevistador como premisa para no recuerdo qué pregunta que la duda no era sexy. Admito el estupor que me causó tal premisa, viniendo de alguien que se supone que tiene precisamente como oficio trasladarle dudas a sus entrevistados.

Tal vez el periodista en cuestión se estuviera haciendo eco, sin darse demasiada cuenta, de un convencimiento por desgracia demasiado extendido en nuestra sociedad, y del que son parientes desigualmente próximos todas esas actitudes que relativizan (cuando no obvian) la necesidad del cuestionamiento y la reflexión crítica. Porque en ese desdén hacia la duda coinciden en estos tiempos tanto los dogmatismos de variado pelaje, inmunes a cualquier argumento o dato en contra (ya saben aquella definición de dogmático: es quien, a cualquier cuestión que se le plantee, responde "más a mi favor"), como los emotivismos demagógicos que sitúan en unos sentimientos inmunes por definición a cualquier impugnación (¿qué cabe debatir respecto a emociones de signo opuesto?) el fundamento de nuestras conductas, como, en fin, los actuales apologetas del sentido común, que asumen como buena cualquier afirmación por el mero hecho de estar muy extendida, contraviniendo así el dictum de Stuart Mill según el cual no es libre el que se limita a sumarse a la corriente mayoritaria.

En realidad, a poco que uno haga un recorrido por las vicisitudes de la duda a lo largo de la historia del pensamiento (de Platón a Rawls, pasando por Descartes, Spinoza, Montaigne o Wittgenstein, por citar tan solo a algunos de los más destacados), comprobará que la duda tiene dos orillas o que, quizá mejor dicho, para reconocer todo su valor conviene entenderla a la luz de dos consideraciones.

En primer lugar, la duda no implica ignorancia sino conocimiento. Dudar de algo significa señalarle a la reflexión un camino. De la misma forma que en los últimos tiempos los comentaristas futbolísticos gustan de utilizar la expresión "control orientado" para referirse al jugador que no solo se hace con el balón sino que, en el mismo movimiento, inicia una determinada jugada, así también de la duda filosófica cabría predicar su condición de "duda orientada", en la medida en que, al formular una interrogación, empieza a dibujar una vía por la que la reflexión debería proseguir.

En cierto modo de ahí se desprende la segunda consideración fundamental relacionada con la naturaleza de la duda, a saber, su condición limitada. La duda en modo alguno desemboca en la parálisis de la acción precisamente porque conoce sus propios límites. La duda radical es capaz de dudar también de sí misma, precisamente porque se atreve a reconocer su condición instrumental. La duda no es un fin sino un medio. En la medida en que constituye una herramienta para el conocimiento, de ella podría decirse, parafraseando al Nietzsche de la Segunda Intempestiva, que su valor se mide por su utilidad para la vida. De ahí que quien de veras filosofa ni tiene miedo a dudar ni le asusta hacer propuestas. O también: de la misma manera que no teme afirmar que carece de sentido empezar de cero a cada rato, también se atreve a poner en cuestión lo más sagrado que para él es –oh paradojas del pensamiento- la filosofía misma.

Cuando se ilumina la estancia, no podemos dejar de ver.

 

La filosofía en cuanto tal, el pensar mismo, es una fiesta, un fogonazo de luz en medio de la cerrada noche de la mediocridad y la ignorancia. Una de las intensidades mayores que le ha sido dada al ser humano.

 

Decir que este es un libro escrito por un filósofo no es decir mucho, en el sentido de que no le permite al lector anticipar lo que se va a encontrar si prosigue con la lectura. Porque el filósofo reflexiona sobre cualquier cosa. No reside ahí su especificidad, sino en que no lleva a cabo dicha reflexión de cualquier manera. Digámoslo de forma resumida: no existen temas específicamente filosóficos, sino un tratamiento filosófico de casi cualquier tema. El filósofo sabe que aquello sobre lo que más importa pensar está en un sitio distinto a aquel en el que todos se empeñan en buscar: no se encuentra en un rincón escondido, en ninguna profundidad insondable o en ninguna estratosférica lejanía, sino a la vista de todos. El filósofo no ve, pues, más que los demás (no tiene rayos X en los ojos ni el equivalente a ningún poder extrasensorial): ve lo mismo que todo el mundo, se maneja, al igual que el resto de seres humanos, con las solas herramientas de su razón y su palabra, pero posa su mirada en aspectos que al común de la gente, entretenida en sus afanes cotidianos, le suelen pasar desapercibidos.

De este tipo de consideraciones, familiares para muchos y a las que sin esfuerzo se le podrían sumar otras no menos familiares planteadas por clásicos de la filosofía (quién no se ha tropezado alguna vez con las citas "todo hombre es filósofo", de Gramsci, "la filosofía enseña a la mosca la salida del frasco", de Wittgenstein, o "la filosofía es un gran caer en la cuenta", de Ortega, por mencionar solo algunas de las más célebres, aunque también nos serviría a los mismos efectos aludir a la carta robada de Poe), se acostumbra a extraer como conclusión destacada la de que el discurso filosófico no es algo abstruso y alejado del mundo real, sino algo perfectamente comprensible y próximo.

La conclusión es sustancialmente correcta, pero insuficiente. Es verdad, pero no toda la verdad. Dar a entender que la filosofía resulta susceptible de ser acercada a lo más inmediato supone todavía concebirla como algo inicialmente desconectado de la realidad de la vida, de la misma forma que observar que todo lo que se puede decir, se puede decir con claridad parece presuponer que la palabra originaria de la filosofía era sustancialmente oscura. Pero la filosofía tiene más de destino que de posibilidad, de necesidad más que de opción. En efecto, no se puede no pensar. Lo único que está en nuestras manos es la decisión de hacerlo mejor o peor, por cuenta propia o ajena, de manera crítica o resignándonos al triste papel de ponerle la segunda voz -una especie de eco derrotado- a lo que pasa. Nuestro mundo por entero está amasado de pensamiento, empastado con una espesa argamasa de nociones, valores, ideas y supuestos que le conceden su carácter particular, que provocan que se nos aparezca en la forma en que lo hace, como cargado de sentido o como perfectamente absurdo. Pero tanto una posibilidad como otra -como la infinidad de intermedias que se podría plantear- son declinaciones del pensamiento, derivadas ineludibles de nuestra condición de seres racionales.

En ese sentido, la filosofía ha estado siempre en todas partes porque constituye un elemento básico de lo real. Cuando se dice que hay películas filosóficas, novelas filosóficas, obras de teatro filosóficas o incluso canciones filosóficas (pienso en Franco Battiato, obviamente, pero también sin esfuerzo podría mencionar a bastantes más) no se está describiendo una cualidad sino un grado. La actitud, pongamos por caso, de quien se proclama de vuelta de todo y desdeña a quienes defienden la importancia de la ética en la vida pública con pseudo-argumentos del tipo: "desengáñate, así funcionan las cosas" responde a un conjunto de convicciones de fondo tan cargadas de valor como las que cree despreciar, solo que, vergonzante e ignorante, se niega a reconocer y a defender en voz alta la naturaleza de los valores que en la práctica ha escogido.

Las diferencias entre filósofos tienen que ver, en definitiva y en consecuencia, con las diferentes realidades en las que han vivido, desde la de antigua Grecia a la del mundo contemporáneo, y con las actitudes que frente a ellas han ido tomando. Pero si de todos ellos podemos predicar la común condición de filósofos es porque comparten la voluntad de protagonizar sus existencias desde un determinado punto de vista, el de la inteligencia, y de ofrecer a los lectores de sus textos los materiales para que también puedan hacerlo, para que puedan correr la misma aventura.

Probablemente en el momento actual, en el que la filosofía más institucionalizada, la que se enseña en institutos y facultades universitarias, ha conseguido superar los reiterados ataques que había venido sufriendo por parte de unas autoridades educativas poco merecedoras de dicho nombre (de ninguna de las dos palabras que lo componen, en realidad), resulte más conveniente que nunca echar la vista atrás y convocar mentalmente a quienes nos precedieron en el uso de la palabra, el pensamiento y la vida e invitarles a compartir, a través del recuerdo, nuestra alegría por haber superado, al menos de momento, el envite. Porque es de ellos de quienes aprendimos no solo la lección de lo que podríamos llamar, parafraseando a Nietzsche, la utilidad de la filosofía para la vida, sino, tal vez sobre todo, la de que la filosofía en cuanto tal, el pensar mismo, es una fiesta, un fogonazo de luz en medio de la cerrada noche de la mediocridad y la ignorancia. Una de las intensidades mayores que le ha sido dada al ser humano. Sin el menor género de dudas (y que Descartes me perdone).

Elogio de la impertinencia

 

El filósofo, además de preguntarse de tanto en tanto por las causas de cuanto ocurre y cuanto hay, es sobre todo alguien que, frente a las afirmaciones que el resto de los mortales no cuestionan, dan por descontadas o les parecen perfectamente obvias, se hace la pregunta "¿estáis seguros?"

 

Pero que nadie interprete lo anterior en una clave puramente contemplativa, como si la filosofía se limitara a constituir un estimulante cosquilleo sobre las certezas heredadas. El fogonazo de luz recién mencionado es vinculante. Aquello que queda a la vista en el momento del estupor, del asombro radical del que nace la filosofía no nos puede dejar indiferentes. El filósofo capaz de percibir las grietas o inconsistencias de lo real, de la visión del mundo heredada queda comprometido a intervenir sobre lo percibido, como se intenta argumentar más adelante (concretamente en el epígrafe “saber y ser sabido”, del capítulo 6).

Se me permitirá que intente desarrollar este punto partiendo de una anécdota que tuvo lugar hace ya bastantes años. Acababa yo de leer en un suplemento dominical una extensa entrevista con la actriz francesa Catherine Deneuve en la que, entre otras muchas cosas, declaraba, con llamativa rotundidad, que bajo ningún concepto aceptaba papeles en los que tuviera que aparecer desnuda. En otro momento de la misma entrevista, también destacaba, por diferentes razones, algunas de las películas que había protagonizado a lo largo de su carrera. Estimulado por sus comentarios, alquilé en el videoclub una de ellas -lamento no recordar ahora el título de la escogida-. La estaba viendo con gusto cuando, de pronto, en la pantalla ocurrió algo totalmente inesperado. Para mi sorpresa, en una escena del film la actriz francesa se abría de manera fugaz la blusa dejando ver -bueno, es un decir, porque su acción era extremadamente rápida- sus pechos desnudos. La contradicción con sus declaraciones, cuya lectura tenía bien reciente, era demasiado flagrante como para que no tuviera alguna explicación. Finalmente, incrédulo ante lo que yo mismo había podido ver, decidí detener la imagen en la que, supuestamente, Catherine Deneuve había incumplido su palabra. Mi sorpresa fue, si cabe, aún mayor: en realidad, la protagonista de Belle de jour llevaba una camiseta color carne, de todo punto imperceptible para el espectador que estuviera viendo la película en condiciones normales.

Recordé la anécdota tiempo después, hablando de cine y filosofía en el Museo San Telmo, de San Sebastián. Me parecía que dicha anécdota podía servir como ejemplo para ilustrar adecuadamente la tarea del filósofo. En el fondo, vine a decir, la ocupación de éste consiste en detener de cuando en cuando la película de la vida, y preguntarse por alguna de esas cosas que, siendo vistas por la inmensa mayoría de la gente sin que le generen el menor conflicto, a él, sin embargo, por alguna razón le llaman la atención (el filósofo "lo para todo y mira", le leí en cierta ocasión a un pensador de este país). Ya sé que la tesis tradicional es la que sostiene que el filósofo es aquel que se pregunta sistemáticamente por el porqué de las cosas, pero no estoy seguro de que sea este tipo de curiosidad el que lo defina. A fin de cuentas, también se pregunta por el porqué del mundo natural el científico o por el del universo, el astrónomo y así sucesivamente. Mi impresión es más bien que el filósofo, además de preguntarse de tanto en tanto (también él) por las causas de cuanto ocurre y cuanto hay, es sobre todo alguien que, frente a las afirmaciones que el resto de los mortales no cuestionan, dan por descontadas o les parecen perfectamente obvias, se hace la pregunta "¿estáis seguros?"

Esto mismo se podría plantear acogiéndose a la autoridad del filósofo canadiense Charles Taylor, para el cual la función de la filosofía es hacer explícito lo que hasta un determinado momento era tácito. Con demasiada frecuencia se ha interpretado que este último enfoque equivale a mostrar el sentido oculto de las cosas, y qué duda cabe que muchas veces a lo largo de la historia del pensamiento ha sido así.      Pero también puede ocurrir que lo que deje a la vista la mirada del filósofo, lo que éste saque a la superficie, no sea el sentido profundo, sino el hondo sinsentido sobre el que descansaba todo (¿hay mejor ejemplo que el de la muerte?), no el orden subyacente (algunas de las manos invisibles, como la del progreso o la del mercado, en las que a lo largo de la historia tanto se ha llegado a confiar), sino el caos que todo lo confunde (nuestra crisis sin fin). O, por regresar al punto de partida del presente texto: no la verdad supuestamente oculta (los pechos de Catherine Deneuve), sino la mentira subyacente (la camiseta color carne).

Se desprende de lo anterior, no solo el carácter profundamente subversivo de la mirada filosófica -por definición siempre recelosa, desconfiada y alerta frente a lo que ocurre y tiende a presentarse como perfectamente natural, cuando no ineludible- sino también una consideración referida a su propio funcionamiento. Lo que nos permite regresar al punto de partida de esta parte: constituye un error hablar de temas específicamente filosóficos, como si acerca del resto de asuntos, por más que preocupen al común de los mortales, el filósofo no tenga nada que decir. El planteamiento debería ser radicalmente otro, según dijimos: no hay temas filosóficos, sino tratamiento filosófico de los temas. Lo que significa que, por formularlo con un lenguaje coloquial, se le puede sacar punta a muchos más asuntos de los que los filósofos académicos, en su exquisito elitismo, acostumbran a creer.

De hecho, por referirme a una realidad bien inmediata, las opiniones de cualesquiera de esos personajillos frikies que proliferan en tantos programas de televisión están trufadas de presupuestos acerca del amor, el sexo, la muerte, el conocimiento o la vida en general (presupuestos de cuya existencia ellos mismos no son conscientes, por descontado) dignos de ser primero explicitados y luego analizados, en la medida en que muestran aspectos relevantes de nuestro imaginario colectivo actual. No pretendo concederle mayor importancia al ejemplo, pero no deja de resultar significativo (como poco) el desparpajo y el convencimiento con el que los mencionados personajillos gustan de repetir la frase (casi un oxímoron) "ésta es mi verdad" [sic], cuando narran su particular versión de algo, asumiendo como si de una evidencia se tratara un relativismo banal que, sin ninguna duda, resulta muy expresivo de la sociedad postmoderna en que vivimos.