Fuentes y agradecimientos

Esta es una ficción más basada en algunos otros hechos más. Los hechos fueron obtenidos de las siguientes fuentes:

Me gustaría agradecer a las siguientes personas por su ayuda y por su apoyo: a la señorita Scriven y a todo el personal de la librería Balne Lane, en Wakefield; a Andrew Vine y David Clay, del Yorkshire Post; a Sarn Warbis y Richard Hall; François Guérif, Agnès Guery, Daniel Lemoine y a todo el personal de Payot & Rivages, en París; a Luca Formenton, Marco Tropea, Christina Ricotti y a todo el personal del Saggiatore, Milán; Shunichiro Nagashima, Kester Aspden, Andy Beckett, Gordon Burn, Giuseppe Genna, Peter Hobbs, Eoin McNamee, David Mitchell, Justin Quirk, Ian Rankin, Cathi Unsworth, Martyn Waites y Tony White; William Miller, Junzo Sawa, Hamish Macaskill, Peter Thompson y a todo el personal de English Agency Japan; Stephen Page, Lee Roy Brackstone, Angus Derby Cargill, Anna Pallai, Ian Bahrami y Kate Ward y a todo el personal de Faber & Faber Limited. Finalmente, me gustaría agradecer a mi familia y amigos en Gran Bretaña y en Japón, y especialmente a mi padre, Basil Peace.

DÍA 1

Lo veo desde la autopista. A través del parabrisas. Los niños van detrás y sucumben en lo alto de Beeston Hill.

—Ya falta poco, ¿verdad? —dicen—. Ya falta poco, ¿verdad, papá?

Forman un ovillo que se recorta contra las vías del tren y el terraplén de la carretera. Me preguntan por Billy Bremner y Johnny Giles. Por los focos y por las gradas, todos los dedos y todos los puños levantados por encima de los palos y de las piedras1, de la carne y de los huesos.

—Allí está —le dice el mayor al pequeño—. Allí está.

Desde la autopista. A través del parabrisas.

Odioso, odioso lugar; perverso, perverso lugar

Elland Road. Leeds, Leeds, Leeds.

Ya lo conocía. He estado aquí antes. Jugué y entrené aquí seis o siete veces a lo largo de seis o siete años. Siempre como visitante, siempre lejos de casa.

Odioso, perverso lugar, cubierto de flemas

Pero no hoy. Miércoles 31 de julio de 1974.

Arthur Seaton. Colin Smith. Arthur Machin y Joe Lampton…

Hoy ya no soy visitante. Ya no estoy lejos de casa.

No más zombis —susurran—. No más putos zombis, Brian.

Hoy vengo aquí a trabajar.

El peor invierno del siglo XX arranca un día de San Esteban de 1962. La Gran Helada. Aplazamientos. El nacimiento del Comité de Apuestas. La final de Copa cancelada durante tres semanas. Hoy morirá gente por culpa del frío. Pero no en Roker Park, el campo del Sunderland. No contra el Bury. A la una y media el árbitro se pasea por el campo. El Middlesbrough ha pedido que se suspenda el partido. Pero el árbitro no piensa igual. El árbitro decide que el partido puede continuar.

—Bien hecho, árbitro —le dices—. No tiene sentido suspender nada.

Media hora antes del pitido inicial, estás de pie en la boca del túnel de vestuarios con tu camiseta de manga corta con rayas verticales rojiblancas, tus pantalones blancos y las medias blancas y rojas, y contemplas durante diez minutos cómo el torrente de granizo rebota en el campo. Te mueres de ganas de salir a jugar. Tienes unas ganas que te cagas.

Aguanieve en la cara, hielo bajo los pies y frío en los huesos. Un pase solitario al corazón del área rival y un esprín a través del barro, tu mirada fija en la pelota y tu mente en el gol; ya van veintiocho esta temporada. Veintiocho. Su portero se acerca, su portero se acerca, tu mirada fija en la pelota, tu mente en el gol, el vigésimo noveno.

El portero está aquí, tu mente en el gol, su hombro contra tu rodilla.

Craaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaac.

El rugido y el silbato. El silencio y el fundido a negro.

Estás tumbado en el barro, los ojos abiertos y la pelota perdida. Veintinueve. Intentas incorporarte, pero no puedes. Veintinueve. Así que te arrastras.

—¡Levanta, Clough! —grita alguien—. ¡Levanta!

Por el barro, a cuatro patas.

—Venga ya, árbitro —dice entre risas Bob Stokoe, el central del Bury—. Clough está haciendo teatro.

A cuatro patas por el pesado, pesadísimo barro.

—No este chaval —dice el árbitro—. Este chaval no hace teatro.

Dejas de arrastrarte. Te das media vuelta. Tienes la boca y los ojos abiertos. Ves la cara del preparador físico, Johnny Watters, una luna preocupada bajo un cielo amenazante. La sangre te corre por las mejillas, junto con el sudor y las lágrimas; la rodilla derecha duele, duele y duele, y tú te muerdes, te muerdes y te muerdes los labios por dentro para ahogar los gritos, para combatir el miedo.

El primer regusto a metal en tu lengua, aquel primer regusto a miedo.

Una tras otra, las treinta mil almas se marcharán. La basura volará en círculos alrededor del terreno de juego. Caerán la nieve y la noche, el suelo se endurecerá y el mundo olvidará.

Te deja tumbado panza arriba en el punto de penalti, un zombi.

Johnny Watters se inclina, esponja en mano, su boca en tu oído. Susurra:

—¿Cómo sobreviviremos, Brian? ¿Cómo sobreviviremos?

Te levantan en una camilla. Se te llevan en una camilla.

—No le quitéis las putas botas —dice el Míster—. Puede que vuelva a salir.

Del túnel a los vestuarios.

Te tienden sobre un plinto y una sábana blanca. Hay sangre por todas partes. De la sábana al plinto. Y del plinto al suelo. El olor a sangre. El olor a sudor. El olor a lágrimas. El olor a Algipan2. Quieres aspirar todos estos olores durante el resto de tu vida.

—Tenemos que llevarlo al hospital —decide Johnny Watters—. Y rápido.

—Pero no le quites las putas botas —dice de nuevo el Míster.

Te levantan del plinto. De la sábana manchada de sangre. Te colocan sobre otra camilla. Bajas por otro túnel.

Te meten en la ambulancia. Rumbo al hospital. Al bisturí.

Hay una operación y te escayolan la pierna del tobillo a la ingle. Te ponen puntos de sutura en la cabeza. No hay visitas. Ni familia ni amigos.

Solo médicos y enfermeras. Johnny Watters y el Míster.

Pero nadie te dice nada. Nada que no sepas ya.

Pinta chungo. Chungo que te cagas.

El peor día de tu vida.

Abandonamos la autopista; la autopista urbana del suroeste. Por sus curvas, sus intersecciones. Hasta el cruce de Lowfields Road con Elland Road. Doblo a la derecha y cruzamos la verja de entrada. Hasta el campo. El aparcamiento de la tribuna Oeste. Los niños saltan en el asiento de atrás. No hay sitio para aparcar. Ni una plaza reservada. La prensa. Las cámaras y los flashes. Los aficionados. Las libretas de autógrafos y los bolígrafos. Abro la puerta; me ajusto los puños de la camisa. La lluvia nos moja el pelo. Cojo mi americana del asiento de atrás. Me la pongo. Mi hijo mayor y mi hijo pequeño se esconden detrás de mí. La lluvia nos moja la cara. Detrás, las montañas. Las casas y los pisos. Delante, el campo. Las gradas y los focos. Los hoyos y los charcos. Un tipo muy grande se abre paso entre la prensa. Las cámaras y los flashes. Los aficionados.

El pelo negro y la piel blanca. Los ojos inyectados en sangre y los dientes afilados…

—¡Llegas la hostia de tarde! —grita. Su dedo en mi cara.

Miro a la prensa. Las cámaras y los flashes. Los aficionados. Las libretas de autógrafos y los bolígrafos. Mis hijos detrás. La lluvia nos moja el pelo. La cara entera.

Nuestros rostros luminosos y bronceados; sus rostros pálidos y demacrados…

Miro al grandullón a los ojos. Aparto su dedo de mi cara y le digo:

—No es asunto tuyo si llego la hostia de tarde.

Me quieren por lo que no soy. Me odian por lo que soy.

Subimos las escaleras y cruzamos las puertas. A salvo de la lluvia y de la prensa. Las cámaras y los flashes. Los aficionados. Sus libretas de autógrafos y sus bolígrafos. Entramos en el vestíbulo, en el club. Los recepcionistas y las secretarias. Las fotografías en las paredes. Los trofeos en las vitrinas. Los fantasmas de Elland Road. Doblamos la esquina, pasillo abajo. Syd Owen, jefe de entrenadores durante los últimos quince años, acompaña a sus discípulos hasta la salida. Le tiendo la mano. Le guiño el ojo.

—Buenos días, Syd.

—Buenas tardes, señor Clough —contesta sin estrecharme la mano.

Coloco las manos sobre la cabeza de mis hijos.

—¿Crees que podrías decirle a alguno de tus chavales que vigile a mis hijos mientras yo me presento? —le pregunto.

—Ya saben quién es usted —replica Syd Owen—. Y todos estos ayudantes están aquí para trabajar. No para entretener a sus hijos.

Retiro las manos de la cabeza de mis hijos. Las dejo sobre sus hombros. El pequeño se retuerce. Le he agarrado con demasiada fuerza.

—En ese caso, no te entretendré más —le digo al leal servidor, a quien el resto ha dejado atrás.

Syd Owen asiente. Syd dice de nuevo:

—No estamos aquí para entretener a sus hijos.

Suena un reloj en algún lugar cercano, se oyen risas en otra habitación. Por el pasillo, a la vuelta de la esquina. Se escucha el sonido de los tacos en estampida, en procesión.

El mayor me mira. Sonríe.

—¿Quién era ese, papá? —pregunta.

Le remuevo el pelo. Le devuelvo la sonrisa. Y digo:

—El chalado del tío Syd.

Seguimos por el pasillo. Pasamos junto a las fotografías. Doblamos la esquina. Pasamos junto a las placas conmemorativas. Hasta el vestuario. El vestuario del equipo local. «SIGUE LUCHANDO», se lee encima de la puerta. Me han dejado una equipación de visitante: camiseta amarilla, pantalones amarillos y medias amarillas. Mis hijos me observan mientras me cambio. Me pongo una chaqueta de chándal azul. Me siguen por el pasillo. Doblamos la esquina. Cruzamos la recepción y salimos fuera, bajo la lluvia. El aparcamiento. Las cámaras y los flashes. Las libretas de autógrafos y los bolígrafos. Corro entre los hoyos y los charcos. Subo por el terraplén. Hasta el campo de entrenamiento.

La prensa grita. Los aficionados animan. Las cámaras disparan sus flashes y mis hijos se esconden.

—¡Buenos días, chavales! —grito en dirección a ellos.

Ellos se quedan de pie, en sus grupillos. Con sus chándales violetas. Llevan las rodillas manchadas, los traseros salpicados. El sucio Leeds, así les llaman. El pelo largo, sus nombres a la espalda.

Hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta.

Hunter. Los hermanos Gray. Lorimer. Giles. Bates. Clarke. Bremner. McQueen. Jordan. Reaney. Cooper. Madeley. Cherry. Yorath. Harvey y Stewart.

Son todos sus hijos, sus hijos bastardos. Su padre está muerto. Su padre se ha ido.

En sus grupos y con sus chándales. Manchados y con los nombres a la espalda. Su vista clavada en la mía.

Que les follen. Que les den. Que les den por el culo a todos.

Cumplo con los rondos para la prensa. Para las cámaras y los flashes. Para los aficionados. Para las libretas de autógrafos y los bolígrafos. Un apretón de manos aquí y una presentación allí. Nada más. Muérdete la lengua, Brian. Muérdetela. Mirar y aprender. Mirar y esperar.

No dejes que esos cabrones te hagan picadillo, susurran.

Terminados los rondos, me quedo a un lado. Sale el sol, sigue lloviendo. Hoy no habrá arcoíris. Aquí no. Las manos en mis caderas. La lluvia en mi cara. El sol en mi cuello. Las nubes se mueven deprisa en este lugar. Miro más allá. Mi hijo mayor está en el aparcamiento. Tiene una pelota en los pies. Su rodilla. Su cabeza. Entre los socavones y los charcos, la lluvia y el sol, allí está él.

Un niño con una pelota. Un niño y su sueño.

Empezó la primera mañana en el hospital, el día después de San Esteban, y nunca se ha detenido, ni siquiera por un día. Te levantas y durante esos primeros segundos, esos primeros minutos, te olvidas; olvidas que estás lesionado; olvidas que estás acabado.

Olvidas que nunca volverás a oler el vestuario. Olvidas que no volverás a ponerte una equipación limpia. Olvidas que no volverás a atarte los cor-dones de aquellas botas relucientes ni a escuchar el rugido de la muchedumbre.

El rugido cuando la pelota besa el fondo de las mallas; el rugido cuando marcas.

Los aplausos. La adoración. El amor.

Desearías ver a tu mujer. Hace días que no la ves.

Desde el día de San Esteban. El día que te trajeron aquí.

Nadie te dice nada. Ni una maldita palabra.

Te levantarías y saldrías a buscarla tú mismo. Pero no puedes.

Entonces, pasados cinco días, se abre la puerta y allí está ella, tu mujer.

«He estado en cama —te dice—. He tenido un aborto.»

Se nos llevan de paseo. A mí, a los niños y a la prensa. Bajamos por más pasillos. Doblamos más esquinas. Pasados los palcos privados y la zona VIP. Las suites y las salas de baile. Las salas de recuperación y los vestuarios. Hasta que nos sacan a todos al rectángulo de juego.

Me dejan allí plantado. En pleno círculo central.

La brizna verde de la hierba. Las líneas de cal blanca

Mis brazos en alto, una bufanda entre mis manos.

Odio este lugar, este repugnante lugar.

Este pasillo arriba. Al doblar esta esquina. Por el siguiente pasillo. La siguiente esquina. Con los niños pegados a mis talones. Hasta mi despacho. El escritorio vacío. La silla vacía. El despacho de Don. El escritorio de Don. La silla de Don. Cuatro paredes sin ventanas y una sola puerta, estas cuatro paredes entre las que grabó a fuego sus tácticas y sus sueños, sus esperanzas y sus miedos. Sus agendas negras. Sus informes secretos. Sus listas de enemigos.

Don no confiaba en la gente. A Don no le gustaba la gente. Se cagaba en la gente. Odiaba a la gente. La ponía en sus listas negras. En sus informes secretos.

Su lista negra. Brian Clough en la lista negra.

Yo. El primero de la lista.

Este despacho. El escritorio. La silla. Aquí es donde maquinó y desde donde soñó, aquí es donde se fraguaron sus esperanzas y sus miedos. Sus agendas. Sus informes. Sus listas. Para exorcizar las dudas. Sus códigos secretos y sus hojas de ruta. Hasta la obsesión. Hasta la locura. Hasta aquí.

Aquí, en este despacho. Donde todos se ponían a sus pies.

La señora Jean Reid irrumpe en el umbral de la puerta. Mis hijos se miran los pies.

—¿Me traerías una taza de té, encanto? —le pregunto.

La señora Reid dice:

—Los directivos le están esperando arriba.

—¿A mí? —pregunto—. ¿Por qué?

—Para la reunión de la junta directiva —responde ella.

Me quito la chaqueta. Me quito el pañuelo. Los dejo en el respaldo de la silla. Su silla. Me siento en la silla de detrás del escritorio. Su escritorio. Pongo los pies encima de la mesa.

Su silla. Su escritorio. Su despacho. Su secretaria.

—Le están esperando —dice Jean Reid otra vez.

—Pues que esperen —le digo—. ¿Qué me dices ahora de esa taza de té, corazón?

La señora Jean Reid se queda de pie con la vista clavada en la suela de mis zapatos.

Golpeo el escritorio con mis nudillos. El escritorio de Don. Pregunto:

—¿De quién es este escritorio, cariño?

—Ahora es suyo —susurra la señora Jean Reid.

—¿De quién era el escritorio? —le pregunto.

—Del señor Revie —responde ella.

—En tal caso quiero que lo quemen —le digo.

—¿Perdón? —exclama la señora Reid.

—Quiero que el escritorio sea incinerado —le digo de nuevo—. Las sillas también. Todos los putos muebles.

—¿Pero…?

—¿De quién eres la secretaria ahora, corazón? —le pregunto.

—De usted, señor Clough.

—¿De quién eras la secretaria? —le pregunto otra vez.

La señora Reid se muerde las uñas, deja caer una lagrimita; interiormente ya tiene escrita su dimisión, solo necesita pasarla a máquina y firmarla. Estará en mi despacho el lunes.

Él me odia. Y yo le odio a él, pero yo le odio más, mucho más.

—Y cambia las cerraduras también —le digo mientras salimos. Los niños con la vista clavada en el suelo y las manos en los bolsillos—. No queremos que el fantasma del enfermo de Don se nos aparezca ahora, ¿verdad? Deshaciéndose de sus grilletes, asustando a mis pequeños.

Cambia el escenario. Pero el dolor permanece. Los de la mudanza traen los muebles en cajas. Te llevan a casa en ambulancia. Sobre una camilla. Te has desgarrado el ligamento cruzado y el medio. Es más grave que una pierna rota. No existe ninguna operación con garantías de éxito. Te tiras tres meses tumbado en un sofá G-Plan rojo con la rodilla escayolada y la pierna elevada sobre los cojines. Fumando y bebiendo. Gritando y llorando.

Estás asustado. Te asustan tus sueños; tus sueños, que durante un tiempo fueron tus amigos, tus mejores colegas, son ahora tus enemigos, tus peores enemigos.

Aquí es donde te dan caza, en tus sueños. Aquí es donde te atrapan.

Los pájaros y los tejones. Los zorros y los hurones. Los perros y los demonios.

Ahora tienes miedo. Ahora vuelves a correr.

Das vueltas alrededor del campo, subes y bajas los escalones del estadio. Los cincuenta y siete escalones. Treinta veces. Siete veces a la semana desde las nueve de la mañana. Pero te mantienes a una distancia prudencial del vestuario. Los cincuenta y siete escalones. Prefieres la playa de Seaburn. Treinta veces. La playa y el bar. Siete días a la semana desde las nueve de la mañana. Corriendo.

Asustado. Acojonado.

Te asustan las sombras. Las siluetas sin rostro. Sin nombre.

Te asusta el futuro. Tu futuro. No hay futuro.

Pero día tras día te levantas de nuevo. No puedes jugar todavía. No puedes jugar, de modo que puedes ser entrenador. Por ahora. De los juveniles del Sunderland. Te mantiene alejado de los pubs y de las discotecas, de la cama y del sofá. Y mantiene tu temperamento a raya. Entrenando. Enseñando. Cinco contra cinco. Seis contra seis. Centrando y chutando. Te encanta y a ellos les encantas tú. Te respetan. Tipos como John O’Hare y Colin Todd. Chavales jóvenes que se quedan con cada palabra que sale de tu boca, con todas y cada una de tus palabras. Llevas a los juveniles del Sunderland hasta las semifinales de Copa. Apruebas el examen de la Federación para ser entrenador. Te gusta de la hostia.

No hay nada que pueda sustituirlo. Pero sigue siendo tu mejor alternativa.

Tu futuro. Sigue siendo tu mejor alternativa.

Doblar la esquina. Pasillo abajo. Escaleras arriba. Hasta el despacho de la junta directiva. El campo de batalla. Las dobles puertas de madera. Aquí sí hay ventanas, detrás de estas puertas, pero solo aquí. La moqueta a juego con las cortinas. Los blazers de los directivos a juego con el oropel.

Manny Cussins. Sam Bolton. Bob Roberts. Sydney Simon. Percy Woodward; Alderman Percy Woodward, el vicepresidente.

Mitad gentil y mitad judío, es el último de una tribu perdida de hombres de Yorkshire y de israelíes hechos a sí mismos. Hombres en busca de la tierra prometida, del reconocimiento público, de la aceptación y de la gratitud. El sombrero quitado, la rodilla doblada y el sabor de sus culos en los labios de la muchedumbre.

El populacho les aplaude —no al equipo, solo a ellos—. A ellos y a sus millones.

Keith Archer, el secretario del club, da saltitos y aplaude. Acaricia las cabezas de los miembros, les ondula el pelo.

Cussins y Roberts, sonrisas y puros, y:

—¿Le apetece una copa?

—Mataría por una copa —les digo—. Y me dejo caer en el asiento presidencial de la mesa de los jefazos.

Sam Bolton se sienta frente a mí. Bolton es consejero de la Fede-ración y uno de los vicepresidentes de la Liga de Fútbol. Habla directo y claro. Es un hombre hecho a sí mismo y está orgulloso de serlo.

—Probablemente se estará preguntando dónde está su preparador físico —dice.

—¿Les Cocker? —pregunto. Y niego con la cabeza—. Mala hierba nunca muere. Ya aparecerá.

—No esta vez. Se va con Don Revie a la selección inglesa.

—Cuanta menos mierda, mejor —respondo.

—¿Por qué dice eso, señor Clough?

—Es un tipo repulsivo, agresivo de los cojones. Y todavía queda mucha mierda que cortar —digo.

—Sea como sea le hará falta un preparador físico —dice Bolton.

—Me conformo con Jimmy Gordon.

—¿El Derby le concederá la carta de libertad?

—Lo harán si yo se lo pido.

—¿Y se puede saber a qué coño espera para hacerlo? —pregunta él.

—Ya lo he hecho —le digo.

—¿Ya lo ha hecho? —repite Bolton—. ¿Y se puede saber qué más ha hecho esta mañana?

—Solo observar y escuchar —digo—. Observar, escuchar y aprender.

—Bien, señor Clough, pues resulta que también tiene ocho contratos por revisar.

—¿Que tengo qué? —le pregunto—. ¿Revie me ha dejado ocho putos contratos?

—Es lo que tiene Don —sonríe Bolton—. Y uno de ellos es el de Johnny Giles.

Ahora se sientan todos: Cussins, Roberts, Simon y Woodward.

Woodward se inclina hacia delante:

—Hay algo que debería saber sobre Giles —dice.

—¿Qué pasa con Giles? —pregunto yo.

—Quería su puesto como entrenador —dice Woodward—. Y Revie le dijo que era suyo.

—¿En serio? —pregunto yo.

—Se creen más de lo que son —asiente Woodward—. Los dos: él y Revie.

—¿Y por qué no se lo dieron? —pregunto—. Después del gran trabajo que han hecho juntos.

—A Bremner no le hubiese gustado —dice Cussins.

—Pensaba que eran amigos —digo yo—. Inseparables y todo eso.

De pronto todos niegan con la cabeza: Cussins, Roberts, Simon y Woodward.

—Bueno. Ya sabe lo que dicen sobre los ladrones y su condición, ¿no? —sonríe Bolton.

—Bremner es el capitán. Tiene sus propias ambiciones. No le quepa duda —dice Cussins.

Me sirvo otro coñac. Me pongo de espaldas a la mesa.

Me aclaro la garganta. Levanto mi copa y proclamo:

—¡Por las putas familias felices!

Este es el último gol que marcarás en tu vida. Septiembre de 1964. Han pasado dieciocho meses desde el último. Ahora el Sunderland está en Primera División. Juegas en casa contra el Leeds United. Le metes un caño a Jackie Charlton y marcas.

El único gol en Primera División de tu carrera.

El último gol que marcarás jamás.

Tu punta de velocidad se ha evaporado. No hay nada que hacer. Es el final. Abajo el telón. Tienes veintinueve años y has marcado 251 goles en 274 partidos con el Middlesbrough y el Sunderland. Un récord. Un récord absoluto en Segunda División. Dos convocatorias con Inglaterra. Jugando en Segunda.

Pero es el final. Es el final y lo sabes.

Ya no te quedan más campeonatos de Liga por jugar. Ya no más torneos domésticos ni competiciones europeas.

El rugido y el silbato. El aplauso y la adoración.

Es el final. Para siempre. El mejor jugador de Segunda. Para siempre.

El Sunderland recibe del seguro una compensación de cuarenta mil libras por tu lesión. Tú recibes mil quinientas, el despido como entrenador del equipo juvenil y una lección para toda la vida.

Tienes esposa. Dos hijos. Y no tienes trabajo. Ni pasta.

Este es tu regalo para las Navidades de 1962. Estás acabado.

Acabado y liquidado antes de tiempo.

Pero tú nunca tendrás un pub. Nunca regentarás un quiosco.

A cambio, tendrás tu venganza.

Así es cómo vivirás.

En lugar de una vida, una venganza.

Esto son los estudios de la televisión de Yorkshire. Los estudios del informativo Calendar. En su edición especial:

Clough al Leeds.

Austin Mitchell, el presentador, lleva un traje azul. Yo todavía llevo mi traje gris. Pero me he cambiado la camisa por una violeta y me he puesto una corbata distinta. Viaja siempre con una camisa de repuesto, algo de cera Brylcreem para el pelo y pasta de dientes. La televisión me ha enseñado este tipo de cosas.

Austin mira a la cámara y dice:

—Esta semana damos la bienvenida a Brian Clough como entrenador del Leeds United. ¿Cómo encajará su rotunda personalidad en el Leeds? ¿Qué podrá hacer por este equipo, un equipo que viene de ganarlo prácticamente todo?

—El Leeds ha sido campeón —le digo a él y a todos los habitantes de Yorkshire—. Pero no ha sido un buen campeón. No en el sentido de saber cómo llevar su corona. Creo que podrían haber sido unos campeones más queridos, más populares. Yo quiero aportar al equipo un poco más de calor, un poco más de honestidad, un poco más de mí mismo a todo el engranaje.

—Entonces, ¿podemos esperar un poco más de calor, un poco más de honestidad y un poco más de Brian Clough de los campeones de Liga? —repite Mitchell.

—De hecho, pueden esperar mucho de Brian Clough —le digo—. Muchísimo más.

—También podemos esperar que gane muchas Copas más y otro título de Liga, ¿no? —pregunta Mitchell.

—Y ganarlas mejor, Austin —le digo—. Ya lo verán.

—¿Y qué me dices de la estructura del equipo? ¿De su legendario vestuario? ¿Del legado de Don? —pregunta Mitchell.

—Bien. Te confesaré una cosa. Me dio mal rollo ver su traje de la suerte cuando entré en el despacho por primera vez. ¿Sabes de cuál te hablo? ¿El que ha llevado durante los últimos trece años? Y entonces me dije que había que arrojarlo inmediatamente a la basura, porque no solo estaría viejo, sino que además apestaría.

—Entonces, tú no eres un hombre supersticioso, ¿verdad, Brian?

—No, Austin, no lo soy —le digo—. Yo soy socialista.

DÍA 2

Septiembre de 1965. Hotel Chase, York. Cinco pintas y cinco whiskies juegan al escondite en tus entrañas. Sin curro y hasta las trancas. Gordo y jodido: estás en el infierno. Jugarás un partido más con el Sunderland. Tu partido de homenaje frente a treinta y un mil aficionados, un récord. Diez mil libras en tu bolsillo. Pero no durarán. Sin curro y hasta las trancas. No a este ritmo. Gordo y jodido. A no ser que Peter diga que sí.

Peter Taylor. El único amigo que has tenido en tu vida. Peter Taylor.

Él era un probable suplente y tú un posible descarte en el Middlesbrough de 1955. Él era el segundo portero y tú el cuarto delantero.

Pero le gustabas. Creía en ti. Te hablaba de fútbol. Mañana, tarde y noche. Te enseñó un montón de cosas. Sacó lo mejor de ti. Fuerza moral. Valentía física. La garra necesaria para atravesar paredes de ladrillos. Y te sacó lo peor. La arrogancia. El egoísmo. La grosería. Pero incluso le gustabas cuando eras capitán. Creyó en ti cuando el resto del equipo te menospreció, cuando conspiraron y pidieron que el club se deshiciera de ti.

Ahora le necesitas. Esa convicción. Esa fe. Más que nunca.

—Me han ofrecido ser entrenador del Hartlepool United —le digo—. Y la verdad es que no me gustan demasiado ni el lugar ni el club ni el tipo que me ha propuesto el puto trabajo. Pero si te vienes, lo acepto.

Claro que Peter es el nuevo entrenador del Burton Albion. Y el Burton Albion va primero de la Southern League3. Peter tiene un apartamento nuevo. Tiene a su mujer e hijos asentados. Peter cobra cuarenta y una libras semanales y tiene un contrato de tres años. Su mujer niega con la cabeza. Sus hijos niegan con la cabeza.

Pero Peter te mira. Peter clava su mirada en tus ojos.

Ese deseo y esa ambición. Esa determinación y esa arrogancia.

Peter ve las cosas que quiere ver. Peter escucha las cosas que quiere escuchar.

—Serás mi brazo derecho, mi mano derecha. No serás un segundo entrenador, sino un entrenador asociado. Lo que pasa es que en el Hartlepool no son mucho de conceder títulos al personal, así que tendremos que colarte, tendremos que meterte como preparador físico —le digo.

¿Preparador físico? —pregunta—. ¿Pasaré de ser entrenador a preparador físico?

—Me temo que sí —le dices—. Y la otra mala noticia es que no pueden pagarte más de veinticuatro libras a la semana.

—¿Veinticuatro? —repite—. Eso significa que dejaré de ganar diecisiete libras por semana.

—Pero estarás en la División Nacional —le dices—. Y lo harás trabajando conmigo.

—Pero diecisiete son diecisiete —dice Peter.

Las cinco pintas y los cinco whiskies. Al escondite. Las cinco pintas pillan a los cinco whiskies.

Pones doscientas libras sobre la mesa y le dices:

—Te necesito. No quiero estar solo —le confiesas.

Vas a vomitar si se niega. La vas a palmar si Peter te dice que no.

—Vendré. Pero solo porque eres tú —dice Pete.

Peter Taylor. El único hombre al que le has caído bien en toda tu vida. El único que se ha llevado bien contigo.

Tu único amigo. Tu mano derecha. Tu sombra.

Nos están esperando otra vez. A mi hijo, el pequeño, y a mí. Los cuervos revolotean alrededor de los focos. Los perros, alrededor de las puertas. Nos están esperando porque llegamos tarde otra vez. Mi hijo y yo.

Jueves,1 de agosto de 1974.

Mala noche. Sueños tardíos; hombres sin rostro, sin nombre. Ojos inyectados en sangre y dientes afilados.

Me paso media hora discutiendo con mis hijos durante el desayuno. Hoy no quieren venir a trabajar conmigo. Ayer no les gustó. Pero el pequeño siente lástima de mí. El pequeño se rinde. Mi mujer se lleva al mayor y a mi hija a Derby para comprarles zapatos nuevos. Tengo una tostada en la boca y no contesto el teléfono. Más tarde el pequeño y yo nos metemos en el coche y conducimos por la autopista.

Las botas y las espadas que desfilaron a lo largo y ancho de este camino…

Hacia los cuervos de los focos. A los perros de las puertas.

Legiones romanas y hordas vikingas. Coños normandos y putas monárquicas.

La prensa. Los aficionados. La imparable lluvia gris. El interminable cielo gris.

Los emperadores y los reyes. Oliver Cromwell y Brian Clough.

Aparco el coche. Salgo. Me ajusto los puños de la camisa. No consulto la hora. Saco mi americana del asiento de atrás. Me la pongo y remuevo el pelo de mi hijo pequeño, que está mirando más allá del aparcamiento. Terraplén arriba. Hacia el campo de entrenamiento.

Esperan con las manos en las caderas, con sus chándales violetas. Sus nombres estampados en la espalda. Murmuran, murmuran, murmuran.

Hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta.

Jimmy Gordon se acerca por los escalones. Jimmy pregunta:

—¿Podemos hablar un momento, Míster?

Conozco a Jimmy Gordon desde que yo jugaba en el Middles-brough. No trabaja lo suficientemente duro en el campo, escribió una vez de mí en un informe. Entonces Jimmy no me tenía mucho aprecio. Me odiaba. Me tenía por un puto sobrado. Por un engreído. Un egoísta. Una vez me dijo: ¿Por qué en lugar de marcar treinta goles por temporada no te dedicas a marcar veinticinco y a ayudar a otro compañero a marcar quince? De esa manera el equipo tendría diez goles más a favor.

No le escuché. No tenía ningún interés en hacerlo. Pero sí lo tuve cuando fiché por el Hartlepool. Fue mi primer trabajo e intenté que Jimmy se viniera a entrenar con nosotros. Pero Jimmy no estaba interesado. Aquello cambió cuando fichamos por el Derby. Me pasé cinco horas dando vueltas alrededor de su casa.

Él dijo:

—¿Por qué yo? Si no hacemos más que discutir.

—Esa es precisamente la razón por la que te quiero —le contesté.

Cinco horas después seguía sin gustarle. Pero ya tenía un precio. Todo el mundo lo tiene. Así que le conseguí una casa y que el presidente le pagara las mil libras de la fianza, sin intereses.

Pero no le gustaba entonces. Y sigo sin gustarle demasiado ahora. Mira alrededor de la habitación y dice:

—¿Qué coño estamos haciendo aquí?

Estoy sentado en este despacho. El despacho de Don. En esta puta silla. La silla de Don. Detrás del puto escritorio. El escritorio de Don. Mi pequeño en mi regazo. Para animarme. Un coñac en la mano. Para entrar en calor.

—Nunca le perdonarán —dice Jimmy—. No después de todas las cosas que ha dicho. Ellos nunca olvidan. No aquí.

—Así es, ¿verdad? —sonrío—. ¿Y entonces por qué aceptaste venir aquí conmigo?

—A pesar de que no me guste —sonríe—, todavía me gusta menos verle metido en problemas.

Me termino el coñac. Le digo:

—¿Quieres que te lleve en coche mañana por la mañana?

—¿Así puedo conducirle de vuelta yo?

Agarro a mi hijo, que está sentado en mi regazo. Le pongo de pie. Le guiño el ojo a Jimmy.

—Más vale no hacerles esperar más —les digo a ambos.

Bienvenidos al fin del mundo. A Hartlepool. En Hartlepool puedes desaparecer, bordear el fin del mundo. Desde la playa. En Seaton Carew. Estás en lo más bajo de la Football League.

Muchos hombres nunca lo sabrán. Muchos hombres nunca comprenderán.

El paraíso está aquí. Aquí, donde el estadio Victoria Ground fue maldecido por la bomba de un zepelín, donde ahora los tejados tienen goteras, donde el despacho de la junta directiva está lleno de cubos de agua, donde la tribuna es de madera y las gradas están cubiertas de plumas de pollo, donde el presidente es un millonario de metro y medio que hizo fortuna trapicheando con telas y que no te deja tranquilo ni en casa ni en el trabajo, donde los jugadores son adúlteros, borrachos, ladrones y ludópatas, y juegan con sus calcetines de andar por casa. Esto es el paraíso.

Lo es para ti y para Pete. Juntos de nuevo. Trabajando de nuevo.

Los entrenadores más jóvenes de la Football League.

Tú cobrando cuarenta libras semanales y Pete veinticuatro.

El hombre cubo y esponja.

«No te equivoques —dice Pete—. Estamos con la mierda hasta el cuello. Vamos directos a la reelección4 a final de temporada. Lo normal es que terminemos en el fondo de la tabla. Puede que en lo más bajo. Tenemos que hacer algo al respecto. Y tiene que ser rápido de cojones», sentencia Pete.

Pero eres tú el que pinta las tribunas. El que desemboza los desagües. El que corta la hierba. El que vacía el agua de lluvia de los cubos. Eres tú el que visita a las asociaciones de mineros. Eres tú quien se sienta en las reuniones asamblearias, el que da la cara y busca donaciones. Eres tú quien consigue prestada la equipación del Sheffield Wednesday para entrenar. Eres el hombre cuya mujer hace de mecanógrafa. Eres tú quien se saca el carné de vehículos de transporte público para poder conducir el autocar del club. El que organiza los desplazamientos en coches hasta Barnsley cuando no os podéis permitir el autocar. Eres tú quien les compra fish & chips a los jugadores. El que está dos meses sin cobrar.

Los periódicos, los fotógrafos y las cámaras de televisión son testigos del puto espectáculo. Y lo registran. Con bolígrafos, grabadoras y micrófonos, todos allí gracias a tu puta bocaza.

«La edad no importa. Lo que importa es lo que sabes de fútbol. Sé que soy mejor que los quinientos y pico entrenadores que han sido despedidos desde la Guerra. Si hubiesen sabido algo del juego, no hubiesen perdido sus trabajos. En este trabajo tienes que ser un dictador o te vas a la calle, porque solo existe una salida para los clubs pequeños: buenos resultados y luego más buenos resultados… Cuán difícil es conseguir esos resultados es algo que muy pocos llegarán a saber.»

¿Queréis que hable como queréis que hable?

Los putos micrófonos y esa bocaza tuya.

¿Que diga lo que queréis oír?

Contagiando a la prensa. Conminando a los jugadores. Consternando al presidente.

Esto es el auténtico principio. Aquí es donde empieza todo.

El nuevo acento. Mi nueva pronunciación arrastrada.

Hartlepool, 1965.

Pretemporada. Diversión y partidos. La temporada 1974-75 empieza de verdad en dieciséis días. Antes del arranque, el Leeds United, vigente campeón de Liga, jugará tres partidos amistosos y la Charity Shield en Wembley contra el Liverpool, vigente campeón de Copa. El primer amistoso es contra el Huddersfield Town el sábado, pasado mañana.

—Basta de hacer el capullo —les digo—. Vamos a jugar unos partidillos. Siete contra siete.

Las manos en las caderas. Los miembros del primer equipo balancean su peso de un pie a otro.

—¡Poneos las putas pilas! —les grito—. ¡Venga coño, hay que moverse!

El equipo se da media vuelta y mira a Syd Owen, que está de pie, al final del campo, con las manos en las caderas.

Syd se encoge. Syd escupe. Syd dice:

—Espero que nadie se lesione.

—¡Gracias Sydney! —le grito de vuelta—. Y ahora, venga. Dos equipos.

Se quitan las manos de las caderas pero siguen sin moverse.

—¡Me cago en la puta! —exclamo—. Harvey allí. Stewart aquí. Reaney aquí. Cooper aquí. McQueen allí. Hunter aquí. Bremner allí. Cherry aquí. Lorimer allí. Giles aquí. Bates allí. Clarke aquí. Madeley para allí. Y yo me quedo aquí. Jimmy pita. Ahora a moverse de una puta vez.

Se pasean por el campo, se ponen los petos, chutan pelotas fuera y se rascan las suyas. Jimmy pone el balón en el círculo central del campo de entrenamiento.

—Pita —le digo, les digo a todos.

Jimmy sopla el silbato y empezamos.

Durante horas, horas y horas, corro y grito, pero nadie me habla ni nadie me la pasa, nadie me la pasa hasta que finalmente controlo la pelota y estoy a punto de darme media vuelta, a punto de dar media vuelta hacia la izquierda con la pelota en la derecha, con la pelota en mi pie derecho, cuando alguien me tumba por detrás. Caigo de culo como un saco de patatas. Gimo y protesto sobre el barro.

—Le dije que alguien se lesionaría —sonríe Syd—. Se lo advertí.

Nadie se ríe. Pero lo harán, más tarde. En el vestuario y en las duchas. En sus coches y en sus casas. Cuando yo no esté delante.

Empiezas a mantener la portería a cero. Empiezas a construir el juego desde atrás. Incluso ganas fuera de casa. En tu primera temporada, la 1965-66, terminas séptimo por la cola en la Cuarta División. Y esto es lo que te dice el presidente:

—Ya no me puedo permitir pagar a dos hombres por hacer el trabajo de uno.

Abres la autobiografía de Len Shackleton, Clown Prince of Soccer5, por la página setenta y ocho. Le muestras la página al señor Ernest Ord, el millonario presidente del Hartlepool United.

Los escasos conocimientos de los directivos.

—Váyase a cagar —le digo—. Pete no se va a ningún lado.

—Estás generando demasiada publicidad —me dice—. Tienes que cortarlo ya.

—Váyase a cagar —le vuelvo a decir—. Al pueblo le encanta. Me adoran.

—Mi hijo se encargará de la publicidad —dice Ord—. Y tú te encargas solo del equipo. Lo diriges solito y ya está.

—Pete no se mueve de aquí —le dices—. Y yo diré lo que quiera, cuando quiera.

—Muy bien —dice Ord—. En tal caso, estáis los dos despedidos.

—No nos vamos a ningún lado —le dices.

Esta es tu primera batalla. La primera de muchas.

Acudes al concejal del partido Conservador de Curry. Viajas por todos los clubs. Consigues que los astilleros y las cervecerías paguen los sueldos de tus jugadores. Consigues las siete mil libras que el club le debe al presidente. Sales constantemente en los periódicos locales. En la televisión local.

—O él o yo —le dices a la junta—. A la prensa. A los aficionados. Él o yo.

El señor Ernest Ord, el presidente millonario del Hartlepool United, dimite.

Es tu primer golpe. Tu primera víctima.

1-0.

Me ducho, me baño y me visto solo. Estoy solo, excepto por mi hijo, el pequeño. Luego, pasillos abajo, doblo las esquinas, hasta volver al despacho; su despacho, a esperar a Jimmy. A Jimmy le lleva una puta eternidad llegar hasta aquí. Consulto el reloj. No lo llevo. Me registro los bolsillos. Ha desaparecido.

Maurice Lindley asoma su cabeza por la puerta. No llama.

Maurice Lindley, segundo entrenador del Leeds United, mano derecha del Don, otro de sus chicos de confianza, además de Les Cocker y Syd Owen, Bob English y Cyril Partridge, otro al que el Don ha dejado atrás.

Maurice Lindley deposita un tupido expediente sobre el escritorio, su escritorio, en el que se leen destacadas las palabras «TOP SECRET». Maurice dice:

—Pensaba que le gustaría ver esto.

Maurice Lindley, uno de los maestros del espionaje futbolístico, con su gabardina y sus disfraces.

Miro el expediente del escritorio. «TOP SECRET». Le pregunto:

—¿Qué coño es esto?

—Es un informe sobre el Huddersfield Town. Para saber cómo juegan.

—Me estás tomando el pelo, ¿no? —le pregunto—. Es un puto partido de homenaje. ¡Un puñetero amistoso!

—Eso no existe. No por aquí. Don no creía en los amistosos. Don creía en ganar cada partido. Don creía…

Alguien llama a la puerta del despacho. Mi hijo está buscando sus rotuladores.

—¡¿Quién es?! —grito.

—Soy yo, Míster —dice Jimmy—. Lo tengo.

Me levanto de la puta silla. De detrás del puto escritorio.

Jimmy entra con un paquete marrón entre las manos. Me lo da.

—Aquí tiene —me dice.

—¿Qué hay de la gasolina? —le pregunto.

—Está en el maletero del coche.

—Muy bien —digo—. Y desenvuelvo el paquete de papel marrón.

Desenvuelvo el papel y aparece el hacha.

—Apartaos —les digo a todos—. ¡Mira esto, Maurice!

Agarro el hacha y la estampo contra el escritorio, su escritorio, el escritorio de Don

La hundo y la levanto. La levanto y la vuelvo a hundir. Contra su escritorio y su silla. Contra sus fotos y sus archivos.

Una y otra vez. Una y otra vez.

Luego me detengo y me quedo de pie en el centro de lo que queda del despacho. Sudo y jadeo como un sucio y gordo perro negro. Maurice Lindley se ha largado. Jean Reid también. El puto Jimmy Gordon y el pequeño están clavados contra la pared.

Soy un traficante de dinamita a punto de volar por los aires el Reino del Semen6.

Entonces Jimmy y el pequeño me ayudan a recoger todos los trozos del escritorio y de la silla, todas las fotos y todos los archivos, todos los putos informes y cada puta cosa restante de la oficina y nos lo llevamos todo afuera y lo apilamos en el extremo más alejado del aparcamiento, y entonces voy al maletero de Jimmy y pillo el bidón de Castrol y lo derramo por encima del montículo y me enciendo un cigarrillo y le doy un par de caladas antes de arrojarlo contra el montón y contemplar cómo se quema todo.

Hasta el Reino del puto Semen.

Arde, arde, arde.

Salvaste al Hartlepool de la reelección en tu primera temporada. Ahora has conseguido un octavo puesto en la segunda. Y también has vuelto a ser padre: de una niña.

Pero esto no es lo que recordarás de tu paso por el Hartlepool United.

No te enterarás de esta historia hasta pasados diez años. Pero te persigue. Te persigue aquí y ahora.

Ernest Ord apareció un día por la casa de Pete Taylor en su Rolls-Royce y le dijo a Pete: «He venido a advertirte de una cosa. Tu amiguito me acaba de sentenciar. Y un día hará lo mismo contigo. Recuerda mis palabras, Taylor. Recuerda mis palabras».

Te persigue aquí. Te persigue ahora.