1000 PENSAMIENTOS
PARA ILUMINAR LA VIDA

 

 

José Luis Vázquez Borau

 

 

 

 

 

 

 

Una colección de pensamientos debe ser una farmacia,

donde se encuentra remedio a todos los males

 

VOLTAIRE

INTRODUCCIÓN

 

Salvando las distancias, en el zen existe un ejercicio, dirigido por un maestro y llamado koan, que consiste en ayudar al discípulo, mediante una frase, a romper su bloqueo intelectual y alcanzar, mediante la intuición repentina, la iluminación por donde debe dirigir sus pasos. Los pensamientos que recoge este libro son fruto de esta experiencia a lo largo de varios años en el ámbito educativo, consciente de que la persona es un ser que actúa y al actuar va configurando su propia realidad. La acción es algo propio del ser humano, que no se da en los animales, pues estos realizan actividades (chillan, emiten señales, construyen un nido, salen de caza, etc.), pero estas actividades no son propiamente «acción», ya que responden a un impulso vital establecido por su sistema biológico. Por el contrario, la acción es un acto libre de la persona, que en función de unos valores se eleva por encima de sus condiciones ejerciendo su libertad.

La persona, antes que pensamiento, es un sujeto encarnado que padece y es vulnerable. Y en esa pasividad y vulnerabilidad irrumpe una responsabilidad, que nunca se agota: la responsabilidad por las demás personas. Vivir la propia existencia según la responsabilidad recibida es lo que de verdad nos hace humanos.

La persona, desde que nace hasta que muere, vive en una situación comprometida. La simple presencia ya es una acción. No existe, propiamente, la inacción, pues la existencia personal es acción de mayor o de menor calidad, intensidad o alcance, pero siempre produciendo efectos y esto aunque su existencia quede reducida a una actividad vegetativa. En los primeros siglos de nuestra era algunos cristianos se internaban en la soledad del desierto para luchar contra todo tipo de seducciones y participar de la victoria de Cristo. Hoy se necesitan personas que hagan el viaje hacia el desierto interior, atraviesen los abismos del propio yo para experimentar la victoria de Cristo y a través de la propia experiencia abran el camino a los demás. Esto significa que cada uno, en el contexto que le ha tocado vivir, encuentre sentido positivo a la soledad, el silencio, el vacío interior, el sufrimiento y la pobreza. También significa, en lenguaje paradójico, saber vivir en la ausencia del Dios presente o en la presencia del Dios ausente, soportando «la noche oscura» interior.

Hemos de tener presente que la invitación a la santidad es una llamada que el Espíritu Santo hace a todos y a cada uno de nosotros. No es una vocación para unas pocas personas, las escogidas, sino la realización plena de nuestro ser. Ahora bien, si este camino tiene una meta común para todos, tiene diferentes acentos, tantos como las realizaciones posibles de cada uno de nosotros. La creación del mundo no es solamente un acto único, que se hizo en un momento determinado, sino que es una creación en evolución, que continua progresivamente su desarrollo. En cada segundo, en cada acto concreto el Creador da el ser a la creación. Lo que cada persona tiene de singular, nada más se llega a percibir si uno entra en contacto con esta realidad profunda en la que nos descubrimos como criaturas, al mismo tiempo que entrevemos al Creador.

La persona que cada uno de nosotros es, se construye en la realización de una idea siempre única, que había existido anteriormente en el Espíritu divino. En efecto, la singularidad de cada uno de nosotros no procede ni de la fecundación de nuestros padres, ni del entorno, ni de nuestras disposiciones naturales, sino de un acto especial de orden metafísico. Cada ser humano es irreductible y no un simple resultado de los padres o de los antepasados.

Este proceso de personalización o de llegar a ser uno mismo, consiste en entrar en una verdadera relación entre la persona que he de llegar a ser y Dios. A cada persona le está reservada una finalidad específica, una vocación, en la amistad y en la visión de Dios, y esta finalidad, así como el camino que a ella conduce, esta marcada por la singularidad personal. Y esta singularidad va creciendo en la medida de una mayor relación entre la persona humana y la persona divina.

Los 1000 pensamientos que presentamos ahora «para iluminar la vida», están estructurados a modo de los polos de una brújula en cuatro partes: Norte (la contemplación), Sur (la vocación), Este (la estética) y Oeste (el testimonio), que son los elementos base para realizar nuestro camino, pues de la contemplación surge nuestra vocación, que se constata por un camino de paz y de alegría, pese a las contrariedades, y que se confiesa con el propio testimonio martirial.

El presente libro no es un libro convencional, ya que puede ser utilizado de múltiples maneras: siguiendo un plan meditativo personal utilizando estos koans cristianos, meditándolos uno a uno, día tras día, hasta llegar al final; utilizándolos en tareas educativas o catequéticas para ayudar a centrarse al inicio de una sesión; usando los pensamientos adecuados según el tema que se aborde, gracias al índice temático de valores y contravalores que se incluye al final del libro... El objetivo principal de cada uno de estos pensamientos es fomentar la atención, para que nos ayude a desarrollar nuestra dimensión contemplativa y nuestra responsabilidad ética. Con palabras del apóstol Pablo a los efesios:

 

Que el Dios de nuestro Señor, Jesús Mesías, el Padre que posee la gloria, os dé un saber y una revelación interior con profundo conocimiento de él; que tenga iluminados los ojos de vuestra alma, para que comprendáis qué esperanza abre su llamamiento, qué tesoro es la gloriosa herencia destinada a sus consagrados y qué extraordinaria su potencia en favor de los que creemos, conforme a la eficacia de su poderosa fuerza (Ef 1,17-19).

EL NORTE:
LA CONTEMPLACIÓN

 

Todo comienza con una decisión: «salir». Descubrir nuevos horizontes, abrirse a lo provisional y hacerse peregrino. Ponerse en camino significa haber recibido una llamada, misteriosa, desconcertante, desestabilizadora, que imprime un nuevo rumbo a la vida, amparado y guiado por el Espíritu. Para poder ser nómada y estar en camino, hay que confiar con todas las fuerzas en Dios que es a la vez Padre, Madre y Amigo. Desposeerse de todas las cosas y especialmente del propio deseo, para recibir la vida, con sus dones, como un niño. Solo quien tiene un corazón de pobre y de poeta se abre al infinito, pues Dios resiste al soberbio y acoge al de corazón sencillo.

Dios tiene para cada uno de nosotros un designio de amor infinito. Firmes en esta fe, que es roca, fortaleza y auxilio, la persona se pone en camino. En este itinerario, el ser humano acepta lo que le toca vivir, consciente de que Dios está presente en la vida y en la historia, por absurda que esta parezca, escribiendo recto pese a nuestras líneas torcidas. Condición imprescindible para la marcha es aceptar el sufrimiento, evitando la blandura de la vida y asumiendo las contrariedades que nos llegan con valentía y esperanza. El camino nos exige humillar nuestro orgullo y templar nuestra voluntad, siendo indiferentes tanto en el éxito como en la contrariedad. Discernir la dirección no es siempre fácil, por eso necesitamos hermanos de verdad que nos señalen, sin trampas, el norte de la libertad.

En la conciencia de Israel, subir al Horeb fue un suceso incluso mayor que la creación del mundo. Moisés sube al monte en el que Dios le ha dado cita, para conversar como amigos y recibir «una fuerza prodigiosa», que es la vocación divina. Orar es ponerse en comunión con Dios, para estar en su presencia, que nos penetra y rodea como el aire que respiramos. «Es pensar en Dios amándolo», como decía Carlos de Foucauld. Es, en definitiva, en palabras de santa Teresa de Jesús, «un trato de amistad a solas con quien sabemos que nos ama». Esta relación puede crecer y desarrollarse desde las tentativas más incipientes hasta la intimidad más profunda, vivida en la oración continua del auténtico peregrino.

 

 

1. LA TRAVESÍA DEL DESIERTO

 

La travesía por el desierto es ardua. Yermo grande, tierra de sed y sin agua, lugar de la prueba antes de entrar en la tierra prometida. Para realizar esta empresa hace falta la conversión del corazón. Renunciar a la posesión de los bienes y del propio yo, para que el espíritu humano se acrisole y se disponga al encuentro con Dios. El desierto ofrece un sufrimiento «activo», en donde el ser humano busca el rostro de Dios, entregándose a una vida de penitencia y de mortificación. Pero también existe, como paso posterior, el desierto «pasivo», donde uno se somete a la purificación. Es importante crear un espacio de desierto en nuestro corazón, para hacer silencio, a fin de que Dios pueda poseernos por entero e iluminar nuestro interior. En medio de las dificultades del desierto, Elías recibió alimento para recuperar las fuerzas y continuar el camino hacia el monte de Dios, el Horeb.

El desierto no es solo el lugar del sufrimiento, de la soledad y de la indigencia. Puede ser también el lugar de la purificación, el lugar de los grandes silencios, donde el amor sufre y también espera. El desierto se asocia a lo pasajero, pues nos obliga a caminar, porque detenernos significaría la muerte. Nos sostiene la fe, que es confianza plena en Dios. A veces, en el silencio, se intuye con nitidez su voz, orientándonos en la travesía. En la aventura de la vida no todos vamos por el mismo camino, pero todos estamos llamados a realizar el mismo viaje. Y, tarde o temprano, si no nos detenemos, encontraremos los mismos obstáculos. Nuestro Guía sabe lo que más nos conviene cuando el camino se vuelve oscuro y penoso, pues este viaje lo emprendemos en la fe y no en la visión. Vamos hacia un lugar que no conocemos, por un camino que no sabemos. Pero, mientras llegamos, un norte nos sostiene: vivir en conformidad con el Amor en cada momento que nos toca vivir.

Es preciso pasar por el desierto, permanecer en él, para recibir la gracia de Dios, que es Luz y Vida. Es allí donde se vacía y se arroja lejos de uno mismo todo lo que no es Dios. El desierto es el camino secreto de la fe pura y de la pura esperanza. La entrada en este sendero es la oración larga y silenciosa, humilde y perseverante. Es la oración de abandono que nos pone en las manos de Dios para ser instrumentos de su amor. Al desierto no se va a solucionar problemas, sino a luchar con la tentación, que nos ofrece riquezas y toda clase de seducción.