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Alberto Chimal (Toluca, 1970) debe su fama a cuatro colecciones de cuentos tan originales como intrigantes: Grey (2006), Éstos son los días (2004), El país de los hablistas (2001) y Gente del mundo (1998); así como a una colección de ensayos y artículos, La cámara de maravillas (2003) y a la antología Viajes celestes. Cuentos fantásticos del siglo XIX (2006). Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2002 y el Premio de Cuento Benemérito de América en 1998, entre otros. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Su sitio web es un punto de referencia para los jóvenes narradores en varios países de habla hispana: www.lashistorias.com.mx. Asimismo, es el primer autor de su generación en ser objeto de un estudio académico: Mito, fantasía y recepción en la obra de Alberto Chimal, compilado por Samuel Gordon.

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LOS ESCLAVOS

de Alberto Chimal
se terminó de
imprimir
y encuadernar
el 25 de septiembre de 2015,
en los talleres de Litográfica Ingramex,

Centeno 162,
Colonia Granjas Esmeralda,
Delegación Iztapalapa,

México, DF .

Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell Centennial y Steelfish de 11:14, 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes.

El cuidado de la edición estuvo a cargo de Karina Simpson.

La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos y el tiraje consta de mil ejemplares.

ALBERTO CHIMAL
LOS ESCLAVOS

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS
© 2008 Mauricio Alberto Martínez Chimal
© 2009 Editorial Almadía S.C.

Avenida Monterrey 153,
Colonia Roma Norte,
México, D.F.,

C.P. 06700.
RFC: AED 140909BPA

www.almadia.com.mx
www.facebook.com/editorialalmadía
@Almadía_Edit

Primera edición: febrero de 2009
Primera reimpresión: octubre de 2009
Segunda reimpresión: enero de 2013
Tercera reimpresión: septiembre de 2015

ISBN: 978-607-8667-66-6

En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información:
www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

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a)

Digo mis principios y lo digo deliberadamente: pues no me han sido dados al azar como a las demás mujeres…

CHODERLOS DE LACLOS

1

Marlene enciende las luces.

2

Detrás de la cama hay unas cortinas rojas, un poco sucias y desgarradas en los bordes superiores. La cara del Potro, inexpresiva, siempre con los labios hacia delante y los párpados entrecerrados, sólo enrojece levemente con la llegada de la excitación. Podría ser un muñeco, con cabello artificial implantado en la cabeza y dos ojos de cristal oscuro, secos y brillantes: hace muchos años un cliente le habló a Marlene de autómatas, juguetes de acabado finísimo, insuperables en la artesanía de sus músculos fingidos, sus pieles de plástico suave y oloroso, sus engranes y bandas secretas destinados a regir los pulsos del sexo que aquí, ahora, con este autómata, de pronto y sin más ceremonias no sólo se ha levantado, enorme y ciego y fiero, sino que ya está en el interior de Yuyis, quien quiere actuar un poco y, entre gemidos, mueve la pelvis de izquierda a derecha, de vuelta, la sube y la baja, mientras las sábanas de la cama se desordenan y se arrugan bajo el peso de los cuerpos desnudos.

Marlene, quien los mira a través del ocular, ha pensado mucho en la cara de piedra del Potro y en el misterio que le permite moverse sobre Yuyis y adentro de Yuyis como si estuviera dormido o muerto. Pero nunca ha formulado la pregunta con palabras: cuando no piensa en el autómata, del que sólo tiene una imagen vaga, piensa en una muñeca inflable, de boca siempre abierta en un círculo rosa y tres pestañas pintadas sobre cada ojo. De modo que sólo puede seguirse admirando, mientras mueve la cámara para verlo todo, del vigor inextinguible del Potro, de cómo ataca y ataca y vuelve a atacar, de cómo, incluso, su velocidad no decrece sino aumenta cuando él y Yuyis han superado la marca de los diez minutos y la muchacha empieza a quejarse de otra manera y el autómata sigue y sigue, siempre con el mismo empuje, cuando mucho con un poco de humedad en la frente y una vacilación, una nimia falta de firmeza, en los labios, que la lente enfoca (en un primerísimo plano) cuando se entreabren y dejan ver un colmillo afilado, amarillento, puntiagudo como el de un animal, que en su pequeñez y tosquedad se ve mucho mejor que la sonrisa tensa de Yuyis, falsa, repleta de incisivos cuadrados y terminada en las encías rojas a donde no llega la luz. La muchacha tiene las piernas tan abiertas como al principio pero está meramente cansada: rendida a ese esfuerzo diferente que el del Potro, deseosa de terminar.

3

–Aquí es donde hago mis cosas –dice Marlene.

Asombrados, los dos distribuidores –venidos aquí especialmente desde la capital– observan la calidad de los decorados que se guardan en uno de los cuartos del piso de arriba. Ya han visto la variedad de las películas: un catálogo de más de doscientos títulos elaborados aquí, sin interferencia de nadie.

–Todo lo hacemos aquí –dice Yuyis, pero su desnudez perturba a los dos hombres, de modo que Marlene la hace callar. Los hombres no se relajan: Yuyis, además, está encadenada por el cuello a una argolla de metal fija toscamente al piso de cemento. Hay argollas semejantes en varios cuartos de la casa.

Marlene la suelta.

–Fuera –le ordena, y ella se marcha. Camina ligeramente encorvada y con la vista fija en el piso. Los dos hombres ya la han visto en varias de sus mejores escenas.

4

El hombre es repartidor de pizzas, diría el texto en la caja (pero las cajas nunca llevan textos, ni fotos, ni nada ). El hombre llega a la casa. Su aparición es un poco rara en este lugar, al borde de la carretera y del que parten dos calles polvorientas, y más aún porque la casa está iluminada con focos rojos, azules, verdes y amarillos, como el escaparate de una tienda de baratijas, y porque la motocicleta del repartidor trae pintado sobre su tanque y en la caja contenedora, como invitación para hacer pedidos, números telefónicos de otra ciudad, con más dígitos. Pero cuando el hombre toca el timbre, Yuyis abre y de inmediato se pasa la lengua por los labios, con lo que el hombre (que es repartidor de pizzas pero lleva desnudo el torso firmísimo, y además se lo ha aceitado hasta hacerlo resplandecer) tira al piso la caja de pizza y le arranca la blusa a Yuyis y la tira en la cama, que está justo detrás de ellos y es el único mueble en toda la estancia.

5

Marlene no tiene ya la apariencia de cuando ella misma salía en películas, pero sigue siendo guapa. En cualquier caso, sólo se permite una coquetería, y es sólo para ella: cuando se sienta ante su mesa de trabajo, puesta en medio del comedor vacío de la casa, se mueve sobre el asiento de un lado para el otro y deja que los bordes de su falda comiencen a subir por sus muslos. En otro tiempo, esta torpeza estudiada le permitió agradar a más de un hombre; ahora, le permite recordar, y también reírse un poco de Yuyis, que cuando la observa no comprende el juego de insinuación y descubrimiento que tiene lugar ante su vista.

Marlene se sienta ante la mesa, sobre todo, para hacer cuentas. Antes dedicaba cierto tiempo a la escritura de guiones, pero ahora sólo escribe cuando desea grabar alguno de sus proyectos “personales”, que implican siempre elaboradas actuaciones de Yuyis y unos pocos actores de su “establo” más selecto. La gente de ahora ya no quiere historias que vistan los coitos sino sólo el sexo, y ni siquiera con encuadres bien planeados ni iluminación profesional: ahora los videos deben parecer hechos por aficionados, miradas furtivas y rápidas como las que Yuyis hace a las faldas de Marlene cuando la ve sentarse.

6

–Ahora vengo –dice Marlene.

–Sí.

–Perra –agrega, desde la puerta, antes de cerrar por fuera.

Yuyis, quien tiene la carne blanda y magra a la vez, los ojos opacos y los dedos largos y huesudos –siempre esconde las manos–, pasa muchos días sola, sin nada que hacer, mientras Marlene sale a atender sus asuntos. No le importa mucho quedarse atada o suelta: le desagradan más las tardes, que además de solitarias son apenas tibias, llenas del polvo maloliente que flota siempre en el aire. Peor aún, son aburridas: no hay siquiera coches que pasen afuera de la casa. Cuando hay coches, a Yuyis le gusta quedarse escuchándolos: puede anticipar su llegada por el sonido cada vez más agudo de los motores, y nunca deja de sorprenderle el hecho de que cuando ya están aquí, cuando se oyen con más fuerza, ya es el momento de que partan. La partida es, según ha descubierto, una progresión inversa, desde el rumor que casi suena verdadero hasta la nada. Casi como debe ser, piensa Yuyis, el estar dentro de un coche.

Ahora, de pronto, mientras Yuyis se entretiene de espaldas en el piso y escuchando el rumor pegajoso que suena en su cabeza mientras se talla los ojos, hay un coche que viene: casi inaudible, lento, está allí, en sus oídos, durante varios segundos antes de que ella se decida –no está encadenada– a moverse.

Pero casi de inmediato, una vez que se ha resuelto, también ha saltado de la cama, ha corrido hacia la ventana, se ha acordado de que debe tener los labios bien pintados y se ha tirado al piso a buscar un bilé.

Cuando por fin lo ha encontrado, y se ha pintado la boca, y se ha quitado el brasier y se ha puesto los zapatos de tacón y ha abierto la ventana, el coche ya ha pasado y ya se aleja.

Durante un largo rato, con su voz chillona (su voz de tonta, dice Marlene), Yuyis grita insultos al aire.

7

–Tu, este…, hechizo…, ¿cómo era, sí es hechizo? –dice Yuyis, y se calla. Mira para un lado y para el otro. El gorro puntiagudo cae de la cabeza del actor.

–“Tu hechizo convierte a la más buena en mala”, pendeja –dice Marlene, furiosa. Yuyis no se levanta–. Ya, no digas nada, olvídalo.

El actor, de pie, se mira la entrepierna.

–Y tú –ordena Marlene– ve y trae la llave stilson.

–Un ratito y puedo –se queja el actor, pero obedece.

8

Entonces, ya encerrada sin escape posible en el baño de la casa (que finge ser un baño de un hotel), Yuyis descubre que las dos mujeres policías que no dejan de mantenerla inmóvil, cada una aferrada a uno de sus brazos, son en realidad esclavas sexuales del capitán, quien ha acabado con la belleza de las dos luego de años de sexo desenfrenado y torturas ardientes y las ha dejado gordas y fofas. Por eso el hombre busca ahora una nueva víctima. Yuyis (aunque aquí se llama Trixy, o Trixxxy) pide ayuda pero las dos mujeres obedecerán a su macho hasta la muerte, aunque eso signifique que las dos sean desechadas como basura para dar paso a una nueva favorita. Ahora la obligan a arrodillarse junto a ellas. Ahora le arrancan la ropa. Ahora le dicen las palabras que debe pronunciar mientras se abre la puerta del baño. ¿Podrá escapar Yuyis de su destino, o más bien le encontrará el gusto a someterse a los deseos bestiales del Capitán del Sexo?

9

Yuyis misma le ha pedido a Marlene la mayoría de sus atuendos. Según esté de humor, puede querer desde ropas muy breves o muy modestas hasta los trajes más caprichosos. Y Marlene, quien ha “abusado” de Yuyis no sólo más que de cualquier otra persona, sino “mucho más de la cuenta”, casi siempre se deja llevar por una sensación semejante a la culpa, pero compuesta a partes iguales de alivio y de hartazgo: ella, después de todo, es quien la ha educado, quien le ha enseñado la sumisión y la ha mantenido encerrada desde el co mienzo.

De modo que se resiste un poco, y a veces puede retrasar su respuesta con amenazas o golpes, pero al fin cede a los ruegos o los gritos y entrega los regalos en grandes cajas de cartón, envueltas en papel periódico para dar la apariencia engañosa de que contienen baratijas. Yuyis da la apariencia de no saber lo que contienen mientras rompe el papel, y así van a dar a los armarios el tutú blanco cuyas vueltas de tela se pliegan hacia arriba, y se cierran como una flor perezosa, para dejar ver cuanto esté más abajo de la cintura; los penachos rojos y amarillos para llevar en la cabeza, fijos a la espalda o como remate de tangas finísimas; el traje azul eléctrico de vaquerita, que consiste de sombrero, cinturón, pistoleras y botas; la botarga de oso que se abre de golpe en dos mitades, anterior y posterior, que caen al piso; el miriñaque y el kimono con los frentes abiertos; los numerosos pantalones de mezclilla, con o sin agujeros, con o sin tapones; los trajes sastre de colores severos que tanto gustan –dice Marlene– a ciertos públicos; las veinte playeras, cada una de un color distinto, con las palabras PUTA BARATA escritas en lentejuela; los cuatro trajes de hule: negro, rojo, blanco y azul (todos con máscaras completas, con las bocas dibujadas y sólo un par de aberturas para respirar) que se pegan a la piel, hacen sentir tanto calor y cuesta tanto lavar.

Yuyis las mira cuando están colgadas. Ella, como Marlene, sueña con los momentos en que habrá de ponérselas y quitárselas ante la cámara. Pero Marlene lo sueña con mucha mayor tenacidad y constancia: las más de las veces Yuyis está pidiendo más ropa cuando no ha estrenado aún las adquisiciones más recientes, y en esto puede verse un rasgo central de su carácter: su proclividad al tedio, que Marlene debe combatir en casi cada toma una vez que han pasado los primeros minutos de trabajo.

10

Los dos hombres, que ahora se encuentran uno detrás y el otro delante, se habían presentado como productores famosos y ricos.

–Tú tienes todo para ser estrella.

–A lo grande.

–¿No quieres?

–No, pues sí –había dicho Yuyis–, pues sí quiero.

–¿Carro del año –había dicho el que ya estaba sin pantalones–, casa en Acapulco…?

–Ay, sí, papito.

–¿Y todos los hombres que quieras?

–¿Y yo qué tengo que hacer? –había preguntado Yuyis, mientras el segundo hombre también se desnudaba.

(La película se titulaba El Macho Mágico e iba a ser la primera de una serie sobre un personaje muy atrevido, que se metía en las casas y edificios más inusitados, solo o con amigos que llevaba para organizar sesiones multitudinarias, y tenía sexo con la mujer que elegía, porque su poder de convencimiento y seducción era tan notable que superaba en mucho al tamaño de su miembro: cada vez que mostrara su miembro se verían luces estroboscópicas a su alrededor y las víctimas pondrían cara de tener un orgasmo de tan sólo mirarlo.)

11

Por supuesto, no se puede olvidar a las compañeras, las amigas, las hermanas de Yuyis. Todas se encuentran en mejor situación que ella: además de tener condiciones más placenteras de trabajo, ninguna vive en la casa. Yuyis sospecha, incluso, que no todas son habitantes del pueblo y acuden a sus grabaciones en autobús o por otros medios, desde sitios lejanos.