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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Claudia Fiorella Cardozo

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La cara oculta de la luna, n.º 267 - mayo 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-1348-504-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Y tú, ¿quién eres de la noche errante

aparición que pasas silenciosa,

cruzando los espacios ondulantes

tras los vapores de la nube acuosa?

Negra la tierra, triste el firmamento,

ciegos mis ojos sin tu luz estaban,

y suspirando entre el oscuro viento

tenebrosos espíritus vagaban.

Yo te aguardaba, y cuando vi tus rojos

perfiles asomar con lenta calma,

como tu rayo descendió a mis ojos,

tierna alegría descendió a mi alma.

¿Y a mis ruegos acudes perezosa

cuando amoroso el corazón te ansía?

Ven a mí, suave luz, nocturna, hermosa

hija del cielo, ven: ¡por qué tardía!

 

La luna es una ausencia, Carolina Coronado (1820-1911)

Prólogo

 

 

 

 

 

Surrey, Inglaterra. 1880

 

Eleanor nunca podría olvidar la última vez que tuvo frente a sí a James Haversham. Ella tenía doce años y hasta entonces jamás había visto a un hombre llorar.

No que el pobre caballero se encontrara sollozando a lágrima viva; ni siquiera hubiera podido decir que pareciera hundido por el dolor. En realidad, y la idea en sí le pareció tan triste como perturbadora, el discreto llanto del señor Haversham parecía más bien nacido de la ira y el despecho. Pero en esa época Eleanor era solo una niña y su sensibilidad, aunque pronunciada, no era capaz aún de captar esa clase de matices y comprenderlos a cabalidad. Lo único que tenía claro era que el señor Haversham, ese caballero a quien conocía desde hacía solo unas semanas y que le resultaba tan agradable, se encontraba en ese momento sumido por la pena.

Hubiera deseado consolarlo de alguna forma, decirle cualquier cosa que le hiciera sentir mejor. El problema era que ella ni siquiera debería encontrarse allí y haberlo visto en semejante situación.

Desde luego, todo ese enredo tenía un claro culpable. Una culpable en realidad. Cecily. Siempre era culpa de Cecily. Si su prima aprendiera a comportarse como la joven bien criada que supuestamente era, habrían podido evitar todo ese enredo.

Cuando Eleanor la vio salir apresurada de la casa supo que debía de estar planeando algo. Lo más sensato por su parte hubiera sido hacer como si no la hubiera visto, la experiencia le había enseñado que era lo más inteligente para evitar involucrarse en sus problemas; pero ella solo era una niña curiosa en aquella época, su tía decía con frecuencia que estaba lejos de ser sensata y le bastó con advertir que el señor Haversham tomaba el mismo camino que Cecily para que sus pies empezaran a moverse como si tuvieran vida propia.

Mientras recorría el breve trecho entre las cocinas y el establo, donde adivinó de inmediato que debían de haberse citado, recordó esas charlas oídas a hurtadillas entre la cocinera y el ama de llaves cuando pensaban que nadie les prestaba atención. Según ellas, la señorita Cecily parecía haber caído hechizada por el encanto del nuevo amigo de su hermano y era posible que el señor Haversham consiguiera arrancarle una promesa antes de volver a Oxford. A Eleanor eso le parecía una lástima porque consideraba a aquel joven demasiado agradable para su prima, pero se cuidó de decirlo, y no solo porque de hacerlo habría sido descubierta escuchando, sino porque también estaba acostumbrada a cuidarse de decir lo que pensaba acerca del comportamiento de Cecily.

De cualquier forma, su prima apenas acababa de cumplir dieciséis años y el señor Haversham no podía haber llegado a los veinte, así que supuso que un compromiso no era del todo inminente. A lo sumo, quizá, el joven lograra que ella consintiera en mantener correspondencia y que fuera recibido en una próxima visita. Eso sí que le parecía una buena noticia, se dijo Eleanor según daba un rodeo al establo antes de entrar: el señor Haversham era bastante simpático y, excepto por su primo Gabriel, la única persona a quien conocía que la trataba con sincera estima. Le gustaría volver a verlo y si para ello era necesario que contrajera algún tipo de relación con Cecily, bueno, suponía que no sería algo tan terrible siempre y cuando fuera fugaz.

El establo era uno de sus lugares favoritos de la propiedad de sus tíos. No solo porque amaba a los caballos y pocas cosas le divertían más que escabullirse allí para admirarlos, sino también porque lo consideraba una suerte de refugio en el que podía dar rienda suelta a su imaginación. El ritmo de la vida parecía perder velocidad cuando conseguía dejar la casa atrás y se internaba en su interior. Su cuaderno de notas, un rincón silencioso y el viento que se colaba entre las rendijas de madera: eso era todo lo que necesitaba para sentirse feliz.

Eleanor sabía bien por donde debía entrar si no deseaba ser vista; estaba acostumbrada a ello, así como a subir una escalerilla que llevaba a un altillo que los caballerizos usaban para almacenar el heno y para tomar algunas siestas durante el día. Ella lo usaba también, aunque no para dormir, sino para disfrutar de algo de privacidad cuando trabajaba en sus historias. En ese momento, además, comprendió en tanto andaba de puntillas y subía los peldaños con los ojos entrecerrados y rogando por no hacer demasiado ruido, que le daría también una posición estupenda para saber en qué nuevo enredo se había metido Cecily.

No sintió demasiados escrúpulos en tanto se acomodaba boca abajo sobre el suelo de madera cubierto por paja o mientras agachaba la cabeza hasta que su mentón rozó el borde del altillo; sentía demasiada curiosidad para ello. No tuvo que esperar demasiado; cuando llegó, su prima ya estaba allí, pero se cuidó mucho de que no advirtiera su presencia mientras se movía a sus espaldas. La joven, además, lucía muy inquieta, consciente de lo riesgoso de su accionar; se había quedado de pie bajo el dintel de la entrada con todo el cuerpo oculto en las sombras del interior atisbando a las afueras; Eleanor pudo moverse a su antojo sin llamar su atención. Su tía Margaret decía con frecuencia que la pequeña Ellie, como la llamaban en casa, se movía con la suavidad de un gato de puerto al que era imposible seguir la pista, lo que, si bien dudaba de que fuera dicho como un halago, a ella le complacía mucho.

En los escasos minutos en que esperó a la llegada del otro convidado a la cita secreta, se permitió admirar el perfil de su prima, algo que hacía con cierta regularidad, aunque odiara reconocerlo. «Pero ¿cómo no iba a hacerlo», se dijo con un suspiro de enojo. Tal vez Cecily fuera egoísta y un tanto odiosa, pero era también muy bella. Con su cutis impoluto, su sedoso cabello rubio y los que todos en la familia llamaban unos rasgos perfectos, era imposible que no llamara la atención. Y ella lo sabía porque había sido criada para obtener el mejor partido a esos atributos. Eso explicaba la fascinación que despertó en el señor Haversham tan pronto como la conoció, lo mismo que había ocurrido con otros antes que él. La diferencia, caviló Eleanor replegándose en su escondite al oír unos pasos acercándose, era que por primera vez Cecily parecía interesada en alguien que no fuera ella misma. Desde luego, considerando de quién se trataba el hombre que despertaba ese interés, Eleanor no podía culparla.

El señor Haversham arribó al establo moviéndose con el mismo cuidado que había mostrado Cecily antes que él, pero no fue de inmediato hacia ella, sino que se mantuvo un momento en la entrada sin dar visos de la impaciencia que Eleanor no dudaba que debía de sentir. Tal y como había hecho con su prima, aprovechó ese momento de inmovilidad para inspeccionarlo y no pudo evitar esbozar una sonrisa al reparar una vez más en su rostro atractivo, el cabello oscuro que peinaba sobre la frente y el aire gallardo que a sus ojos sobresalía incluso en la semioscuridad. Él sería un estupendo héroe romántico, consideró no por primera vez, lamentándose de no poseer aún la habilidad para plasmarlo en el papel. Pero algún día, se prometió, cuando se sintiera lista para ello, escribiría una historia inspirada en aquel joven.

—¿Por qué ha tardado tanto? ¿Nadie lo ha visto?

Las preguntas de Cecily, hechas en un tono ansioso que no alteró en absoluto su voz musical, la obligaron a dejar sus ensoñaciones y a mirar con mayor atención por encima de la buhardilla. Finalmente había sido ella quien se acercó al señor Haversham y Eleanor advirtió que posaba una mano sobre su brazo en un movimiento delicado. Eleanor había perdido la cuenta de las veces en que había escuchado a la tía Margaret adiestrando a su hija respecto a la forma más apropiada de acercarse a un caballero e incluso tocarlo si las circunstancias lo permitían, todo ello con exquisito cuidado de mantener el aire ingenuo y angelical que, en su opinión, era su mayor atributo.

No pudo oír la respuesta del señor Haversham porque él tomó una de las manos de Cecily entre las suyas y se inclinó hacia ella para susurrar algo a su oído. Lo que hubiera dicho, sin embargo, consiguió que ella se ruborizara y Eleanor frunció el ceño, intrigada.

La verdad era que hacían una hermosa pareja, sin duda; él tan alto, con hombros anchos y las facciones afiladas, al lado de ella, espigada como un junco con formas delicadas y el rostro tan lozano como una rosa. Algunas personas decían que Eleanor era una versión más joven y un tanto oscura de su prima, que con el tiempo sus rasgos infantiles ganarían en belleza, pero ella sabía que eso no era del todo cierto ni quería que lo fuera; la apariencia de Cecily, aunque impresionante, le parecía un tanto simplona y ordinaria, pero no le extrañaba que resultara tan fascinante para quienes no conocían su interior.

Detuvo sus pensamientos respecto a lo que podría esperar de su futuro y qué tanto se parecería a su prima según creciera al advertir que el señor Haversham acercaba el rostro al de Cecily, buscando sus labios, y estuvo a punto de girar el cuello para evitar ver lo que ocurría, pero una extraña fascinación pareció hacerla presa de los movimientos de esas dos personas que permanecían ignorantes de su presencia.

Esperó que su prima se retirara, que hiciera algún gesto para apartarlo porque supuso que eso era lo que una jovencita debía hacer en una situación como aquella, pero ahogó un jadeo al advertir que ella entreabría los labios y se ponía de puntillas para posar una mano sobre la línea de piel entre el cabello y el cuello de la chaqueta de caza del joven. El beso no pudo durar más de unos cuantos segundos, pero a Eleanor le pareció como si hubieran pasado horas hasta que el señor Haversham se apartó para luego acariciar su rostro en un gesto cargado de algo que no supo definir, pero que le inspiró un irreprimible deseo de llorar.

Cecily, en tanto, respiraba como si acabara de correr y lo veía con los ojos brillantes; Eleanor no podía recordar haberla visto antes mirar a alguien con el mismo anhelo como no fuera a su propio reflejo.

—¿Tiene que irse? Han sido solo dos semanas; seguro que puede quedarse un poco más…

Eleanor afiló el oído, ladeando el rostro para oír la respuesta al ruego hecho por su prima y esta vez sí que alcanzó a escuchar la respuesta del señor Haversham:

—Es imposible —explicó él, oyéndose tan decepcionado como la joven—. No puedo dilatar mi regreso; es más importante que nunca que cumpla con mis responsabilidades. Usted debe entenderlo mejor que nadie.

Eleanor hizo un mohín al comprender lo que deseaba implicar, pero advirtió que a Cecily le tomó un poco más de tiempo hacerlo; lo supo por su ceño fruncido que revelaba su confusión y que no se relajó hasta que cayó en la cuenta de todo lo que esa frase significaba para él.

—No debería…

Fue difícil, pero Eleanor consiguió contener el impulso de emitir un bufido burlón al ver la forma en que su prima batía las pestañas y desviaba la mirada para simular una timidez que sin duda no sentía. El señor Haversham, sin embargo, no pareció advertirlo, porque tomó su mano con mayor ímpetu y la llevó a su pecho.

—Debo. Desde luego que debo decirlo porque es importante que usted lo sepa —dijo él con una voz apasionada que a Eleanor le provocó un extraño cosquilleo en la nuca—. Estoy seguro de que no es una sorpresa para usted. Después de todo el tiempo que hemos pasado juntos…

Hasta donde Eleanor sabía, el tiempo que él mencionaba no había sido tanto, en absoluto lo suficiente para que el joven pudiera hacerse una idea clara del carácter y las motivaciones de Cecily, pero era obvio que eso a él no le importaba del todo. La cocinera lo había llamado «un natural ardor juvenil», pero ella no estaba segura de entender a qué se refería ni podía preguntarlo porque en primer lugar ni siquiera debería haberlo oído. Ahora, no obstante, observó a Haversham prestando mayor atención a la forma en que veía a su prima y comprendió que su mirada parecía limitada a esa figura preciosa que tenía ante él y por completo incapaz de ver lo que estaba más allá de ese bonito exterior. Según Gabriel, su amigo era uno de los hombres más listos que había conocido y Eleanor podía dar fe de ello tan solo tras haberlo tratado un par de semanas, pero estaba claro que ese «ardor juvenil» podía enceguecer a cualquiera.

—Cecily, necesito que prometa que esperará por mí —continuó él ante el silencio de la joven.

Eleanor frunció el ceño ante el ardoroso pedido y notó que Cecily hacía otro tanto, mostrándose indecisa por primera vez desde su llegada.

—¿Esperar? —repitió ella, y Eleanor captó la duda en su voz—. ¿Esperar a qué?

El señor Haversham no debió de advertir esa vacilación de inmediato porque esbozó una sonrisa y mantuvo sus manos firmemente unidas.

—Ya se lo he dicho. Por mí. Por ambos —aclaró él—. No será sencillo, y tal vez tome tiempo, pero le prometo que valdrá la pena. Tan pronto como termine en Oxford iniciaré mi viaje y una vez que haya asegurado mi futuro volveré a Inglaterra.

Eleanor aprovechó el silencio de su prima para rebuscar en su memoria lo que Gabriel le había contado de su amigo. Aunque el señor Haversham había sido encantador con ella, la verdad era que no contó mucho acerca de sí mismo en las ocasiones en que compartieron un poco de tiempo, lo que no dejaba de tener lógica, claro. ¿Por qué confiaría sus más íntimos deseos a una niña que solo inspiraba en él ternura y una buena cuota de compasión? Pero Gabriel nunca fue tan discreto y le había contado que Haversham era el segundo hijo de un vizconde de origen irlandés y que su familia, aunque antigua y con unos blasones irreprochables, distaba de ser rica. Meramente acomodados, fue el término que usó recordándole un poco a su madre, para su disgusto. Según él, James, como lo llamaba, era tan inteligente y ambicioso que dudaba de que fuera a conformarse con las circunstancias en las que lo había puesto la vida. Tenía familiares en América y su mayor anhelo era culminar sus estudios en Oxford para viajar allí y forjarse su propio futuro; uno mucho más acorde con sus deseos.

Todo ello pasó por la mente de la chiquilla en unos cuantos segundos y comprendió que era eso lo que el señor Haversham pedía a su prima; que tuviera paciencia y confiara en él lo suficiente para esperar a su regreso. Él no tenía cómo saber, sin embargo, que Cecily ni era paciente ni entregaría jamás su confianza a alguien basada tan solo en una promesa, por mucho que se sintiera atraída por ese alguien. Pero Eleanor sí lo sabía y por eso no le extrañó comprobar que de pronto ella se veía algo menos entusiasmada de lo que se había mostrado hasta entonces y que daba un paso hacia atrás para poner cierta distancia entre ambos. Ese gesto sí que pareció ser lo bastante significativo para que Haversham lo advirtiera porque frunció el ceño y la observó con extrañeza.

—¿Cecily?

La joven sacudió la cabeza de un lado para otro y sujetó una mano contra la otra con la mirada puesta en un punto sobre su hombro como si se supiera incapaz de verlo a los ojos.

—Soy muy joven para adquirir un compromiso como el que me pide, mi madre jamás lo consentiría —musitó ella simulando una pena que, Eleanor supo, no era del todo fingida; en verdad lo lamentaba—. Además, seré presentada en la corte la próxima temporada y no sé lo que ocurrirá entonces. Tal vez…

—Tal vez conozca a alguien más —culminó él por ella en un tono grave y carente del ardor que había mostrado hasta entonces—. Alguien más conveniente.

Eleanor hubiera deseado cubrirse los ojos con las manos para no ver la profunda decepción en cada uno de sus gestos, pero fue incapaz de hacerlo. El deseo de no perderse ni un instante de lo que ocurría pareció ser más fuerte que ella y se sintió un poco avergonzada por ello.

—Espero que no me juzgue. Han sido unos días deliciosos y confío en que podamos vernos nuevamente…

—¿Para qué? —Haversham interrumpió las palabras de Cecily una vez más, ahora con mayor aplomo y evidente indignación—. ¿Con qué objeto podría desear verme una vez más, Cecily? ¿Por qué querría verla de nuevo luego de conocer sus verdaderos sentimientos?

La joven exhaló un suspiro que revelaba su enojo y frustración y levantó el rostro para verlo con ojos brillantes. Eleanor supo sin asomo de duda que eran lágrimas de rabia por lo que hubiera deseado y que sabía que no podía poseer.

—¿Sentimientos? —repitió ella—. ¿Qué tienen que ver los sentimientos con esto?

—¿Que qué tienen…? ¡Todo! —Haversham no parecía poder creer lo que oía—. Le he abierto mi corazón con la esperanza de ser correspondido, pero ahora veo que era un deseo ridículo. Es evidente que usted no siente lo mismo por mí; de hacerlo, no habría vacilado en asegurar que esperaría a mi regreso.

Cecily emitió una risa seca y carente de gracia, y Eleanor sintió que se le erizaban los vellos del brazo; la conocía lo suficiente para saber que su propia frustración estaba a punto de orillarla a decir algo hiriente y hubiera deseado tener el valor para descubrirse y bajar corriendo para evitar que dijera cualquier cosa que pudiera lastimar más al hombre que se encontraba frente a ella y que parecía aún demasiado inocente para entender a lo que se enfrentaba. Una vez más, sin embargo, se vio imposibilitada de mover un solo músculo; tenía demasiado miedo de lo que diría su tía si se enteraba de esa travesura.

—Es usted un iluso. Mezcla sentimientos y esperanza con la realidad —espetó la joven y su hermoso rostro se vio deformado por el desprecio—. ¿Cree que arriesgaría todo lo que puedo obtener por unos cuantos besos y una promesa? Usted podría morir, no regresar nunca, y entonces yo habré perdido la oportunidad de ser feliz.

Haversham se llevó una mano a la nuca y una mueca de desagrado reemplazó el sufrimiento que había mostrado hasta entonces. A Eleanor le pareció que finalmente parecía consciente de lo que ocurría y supuso que ese gesto era al fin y al cabo una muestra de lo que pensaba de Cecily y sus principios.

—Bueno, tal vez no muera. Tal vez sí regrese, pero es posible que lo haga siendo tan pobre como lo soy ahora —comentó él con una voz que restalló en el espacio como un látigo—. Esa, supongo, sería una desgracia aún más penosa para usted que mi muerte, ¿verdad? Es eso lo que la atormenta: la ausencia de dinero y poder. Puedo verlo ahora.

Ni siquiera alzó la voz, sino que habló en un tono bajo y pausado que precisamente por ello resultó más impresionante y a Eleanor le pareció que algo acababa de ocurrir; como si ese incidente, esas duras palabras intercambiadas hubieran obrado un cambio en él. Le costó atisbar al joven bromista y jovial con el que había interactuado los últimos días bajo esas capas de cinismo y amargura. Cecily también debió de verlo, porque la expresión de enojo fue reemplazada por otra de arrepentimiento e hizo amago de posar una mano sobre su brazo, pero él se alejó con la espalda envarada y un gesto de desagrado. Tenía las manos hechas puños a los lados y se veía como si le costara mantener el semblante controlado.

—James…

Él la interrumpió al elevar el rostro y clavar una profunda mirada en sus ojos.

—Debería marcharse ahora; regrese a casa. No deseará ser sorprendida en una situación que pueda comprometerla; ya bastantes riesgos ha corrido —indicó él, interrumpiéndola—. Pero me alegra que hayamos hablado; acaba de hacerme un gran favor y espero tener alguna vez la oportunidad de agradecerlo como merece.

Hubo un leve aire amenazador en sus palabras que incluso alguien tan poco presta a los matices como Cecily debió de captar porque no se atrevió a decir nada que pudiera contrariarlo aún más. En lugar de ello, emitió un bufido de rabia poco femenino y lo miró con la frustración impresa en cada uno de sus rasgos antes de pasar por su lado y alejarse con pasos apresurados, dejando una estela de perfume y la sombra de sus rizos dorados al desaparecer por la puerta entornada.

Tan pronto como ella se fue, Eleanor se inclinó un poco más hacia adelante con el fin de mirar mejor al señor Haversham, quien se había quedado de pie en el mismo lugar sin moverse en absoluto, como una estatua hecha de sal. Por unos minutos todo fue silencio, un vacío casi palpable apenas roto por los sonidos ahogados que provenían de los cubículos en los que se encontraban los animales. Habría querido decir algo, lo que fuera que ayudara a que la expresión de derrota que reflejaba su rostro desapareciera para siempre, pero no se atrevió.

Algo ocurrió entonces que habría de marcar profundamente la visión que tenía de ese hombre. De pronto, advirtió que levantaba los hombros y los dejaba caer en un gesto de desaliento antes de empezar a emitir unos sonidos que en un inicio le costó reconocer; al cabo de un instante, sin embargo, comprendió que reía. Reía con unas horribles carcajadas que retumbaron en sus oídos, pero estas cesaron de golpe cuando ya estaba a punto de llevarse las manos a la sien para dejar de oírlas; por algún motivo la lastimaban como si le hubieran rasguñado el corazón. Entonces siguió un nuevo silencio y cuando Haversham ladeó el rostro y unos rayos de sol que se colaban por el tragaluz dieron de lleno sobre su perfil, advirtió cierta humedad en sus mejillas que le sorprendieron tanto que, sin darse cuenta de lo que hacía, tiró el cuerpo hacia adelante con la mala fortuna de apoyar una mano sobre un hato de heno que se movió haciendo un crujido que reverberó en la estancia como un trueno.

Esperó temblando a que algo ocurriera; tenía las manos unidas y temblorosas contra su pecho. Rogaba porque él, perdido en sus pensamientos, no hubiera dado importancia al sonido, que lo achacara a cualquier cosa que no fuera el lugar en el que ella se encontraba, pero tan pronto como lo vio mirar en su dirección supo que no sería tan afortunada. Pese a todo, no hizo un solo movimiento con la esperanza de que lo dejara pasar; quizá fue por ello que pegó un bote cuando lo oyó hablar con una voz tan helada que le provocó un escalofrío.

—Baja.

No se le ocurrió desobedecer; supuso que no tenía sentido dilatar lo inevitable, de modo que no esperó a que lo repitiera. Con un hondo suspiro y el rostro sonrosado por la vergüenza, hizo lo que le pedía. Sus piernas temblaban en tanto descendía por la precaria escalinata de madera, pero no vaciló al poner un pie sobre el piso inferior o al acercarse a él con la cabeza gacha hasta quedar a unos cuantos pasos de distancia. No quería ver su rostro ni encontrarse con la retahíla de reproches que estaba segura de merecer.

Sin embargo, cuando pasaron unos minutos sin que él dijera una sola palabra, elevó el rostro sin poder reprimir su curiosidad. Ojalá no lo hubiera hecho.

El hombre la observaba con ira contenida, como esperaba, pero también advirtió algo más. Se veía profundamente avergonzado, y tan herido que sintió que todo su temor se evaporaba reemplazado por una oleada de compasión. El señor Haversham debió de advertirlo porque desvió la mirada, apretando los labios como si la idea de ser el objeto de ese sentimiento proveniente de una chiquilla huérfana en unas circunstancias mucho más penosas que las suyas le pareciera intolerable.

—No debes decir ni una palabra de lo que has visto u oído —él volvió a hablar al cabo de un momento, aún sin mirarla—. Necesito que lo prometas.

Eleanor se vio asintiendo antes de darse cuenta de lo que hacía, pero él no podía verla, de modo que se obligó a hablar, carraspeando para aclarar su voz luego de permanecer durante tanto tiempo en silencio.

—No diré nada. Lo prometo.

El eco de su voz, queda y suave, permaneció flotando entre ambos hasta que el joven pareció encontrar las fuerzas para mirarla nuevamente y, cuando lo hizo, buena parte de esas emociones que habían despertado su simpatía habían desaparecido. En ese momento Eleanor solo fue capaz de identificar un profundo resentimiento fijo en cada uno de sus rasgos y en el mentón elevado que parecía desafiar a quien fuera que se atreviera a decir algo que le recordara lo que acababa de ocurrir.

—Ojalá fuera tan joven como tú —musitó él como si hablara tan solo para sí—. Eres muy afortunada de no conocer aún esta clase de decepciones.

—Las hay de otro tipo.

Eleanor respondió sin poder contenerse; ese era otro de los muchos defectos que señalaba su tía con frecuencia: no sabía cuándo mantener la boca cerrada. Su réplica, sin embargo, no pareció ofender al joven porque la miró con una ceja elevada y una suave sonrisa en los labios.

—Cierto —asintió él—. Y seguro que pese a tu juventud debes de haber experimentado unas cuantas. Lo lamento.

Eleanor no dijo nada, pero asintió suavemente y miró su rostro con curiosidad.

—¿En verdad planea marcharse? —preguntó ella.

Haversham cabeceó y encuadró los anchos hombros con un brillo en la mirada que le hizo pensar en un general preparándose para una batalla contra un enemigo invisible.

—Claro. Lo tengo decidido y estoy convencido ahora más que nunca de lo que debo hacer. —Él la observó con una mueca irónica en los labios—. Supongo que es algo que debo agradecer a tu prima.

—Ella no es buena.

Una vez más, las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera detenerlas, pero él no pareció encontrarlas ofensivas; por el contrario, ensanchó la sonrisa y asintió suavemente sin dejar de observarla.

—Eso ya lo he notado, pequeña Ellie.

Por algún motivo, no le gustó que él la llamara de esa forma; lo había hecho antes, pero en ese momento le sonó casi como una ofensa. No dijo nada, sin embargo, y él tampoco pareció interesado en profundizar en esa conversación, sino todo lo contrario. Exhaló un suspiro y vio de un lado a otro con un gesto que le pareció que delataba un profundo desaliento por mucho que se esmerara en fingir una energía que debía de estar lejos de sentir.

—Solo tenía que esperar…

Sus palabras, dichas en un tono muy suave y casi inaudible, llegaron a oídos de Eleanor y supo perfectamente a qué se refería. Hubiera querido decir que le parecía muy tonto por su parte haber albergado una esperanza como aquella basándose en la nobleza de su prima, pero una vez más se vio incapaz de decir una palabra. Se contentó con observarlo como si hubiera deseado grabar cada uno de sus rasgos en su memoria: de su cabello sedoso y oscuro a sus afiladas facciones; la tersa piel que debía de sentirse suave al tacto; los labios carnosos; pero sobre todo sus ojos, que eran los más expresivos que había visto nunca. Oscuros y almendrados, parecían ser capaces de develar todas las emociones que se esforzaba tanto por ocultar.

Entonces el señor Haversham hizo un gesto decidido, enmascaró una vez más sus reales pensamientos y le dirigió una última mirada.

—Adiós, Ellie —dijo él—. Espero que nos veamos de nuevo algún día.

Pareció una despedida al uso, tan solo palabras vacías que debió de decir porque era lo más apropiado y porque ya había notado que era un hombre apegado a las formas; pero para ella tuvieron un significado muy distinto. Resonaron en sus oídos como una promesa y las guardó profundamente en lo más hondo de su corazón. Haversham dio entonces una cabezada en su dirección y se fue sin dirigirle una segunda mirada, pero Eleanor permaneció allí durante un buen tiempo con los ojos puestos en la puerta que él acababa de atravesar, y cuando supo que no sería oída entreabrió los labios y esbozó una triste sonrisa.

—Yo esperaré.

Sus palabras resonaron en el espacio vacío antes de morir lentamente.

Sí. Ella lo habría esperado todo el tiempo que él hubiera pedido.