Portada









EL CORAZÓN
DE LA MATERIA









JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ
JOSÉ MARÍA DE TAVIRA
LUIS DE TAVIRA





EL CORAZÓN
DE LA MATERIA

TEILHARD, EL JESUITA


PRÓLOGO DE SANTIAGO ARANDA




Foto de piedra








EDICIONES EL MILAGRO

MÉXICO MMXVII



PIERRE TEILHARD DE CHARDIN / FOTO © FONDATION TEILHARD DE CHARDIN, PARÍS


PRÓLOGO

ENTRE EL CORAZÓN Y LA MATERIA







Hablar de Pierre Teilhard de Chardin es siempre hablar de dos mundos que parecen contradictorios pero que se entrelazan en una misma persona; en él converge lo que en la cabeza de muchos colisiona: lo espiritual y lo material, la ciencia y la religión. Él mismo lo explica de este modo:


El destino me ha colocado en un cruce privilegiado del mundo en que, en mi doble calidad de sacerdote y de hombre de ciencia, he podido sentir pasar a través de mí, en condiciones particularmente exaltantes y variadas, la doble oleada de las potencias humanas y divinas; porque, en esta situación de elegir en la frontera de dos mundos, he encontrado amigos excepcionales para abrir mi pensamiento [...]; pienso que sería infiel a la vida, infiel también a los que necesitan que les ayude (como otros me han ayudado a mí), si no intentara transmitirles los lineamientos de la espléndida figura que se ha descubierto ante mí en el universo durante años de reflexiones y experiencias de todas clases.1


En El corazón de la materia. Teilhard, el jesuita también concurren dos mundos aparentemente distantes: el de la vida de Teilhard y el de la vida común en dos situaciones críticas que —en el espíritu teilhardiano— confluyen ofreciendo una solución esperanzadora. En esta obra José Ramón Enríquez, José María de Tavira y Luis de Tavira entretejen circunstancias del mundo en crisis y del México actual con la vida de Teilhard de Chardin, el Indiana Jones clerical, como lo llamó el matemático Amir D. Aczel. Situaciones que dejan ver lo perenne de lo cotidiano y lo permanente de una piedra (que no se altera) o un fósil (que soporta el pasar de los años) y por lo mismo fueron tesoros de Teilhard.

Con René Descartes y el Renacimiento la ciencia comenzó a separarse cada vez más de la religión. A partir de ahí, y desde entonces, el ser humano empezó a desintegrar de su cosmovisión una espiritualidad escatológica, separando así de su existencia y de su vida diaria lo trascendental. Por ello, al llegar a la Ilustración el mundo de lo espiritual y lo trascendental ya era antagonista del mundo de las ciencias duras y exactas. Y desde entonces y hasta nuestros días parecemos vivir en dos mundos diferentes: el de la razón y el de la espiritualidad. Es más, hoy en día, en varias sociedades y culturas, e incluso en individuos, esos mundos ya ni siquiera están en disputa, sino que se ha eliminado al que, en términos prácticos, estorba. Lo que no sorprende es que en este proceso lo primero que se descalifica es lo trascendental; se le desacredita hasta separarlo de la vida común.

Teilhard vivió en una época en que las contradicciones entre esos dos mundos se acentuaban, y él estaba en el centro de esos extremos: la sociedad y en particular las comunidades científica e intelectual exigían un secularismo contundente, mientras que la Iglesia católica lanzaba una ofensiva en contra del modernismo que incluía suprimir y excomulgar a varios de sus compañeros de la compañía, aun maestros suyos como Henri Bremond. A Teilhard no le dolía que la secularización separara la religión de la ciencia, sino que se desperdiciara la oportunidad de converger esos dos mundos para explotar al máximo la capacidad de entender el universo desde una cosmovisión integrada. Por eso, su propuesta iba más allá de lo que algunos teólogos proponían, que era una teología sin Dios; la suya era una propuesta de “cristiandad renovada”.2

¿Y a qué se refiere con esta cristiandad renovada? En términos llanos, a dos puntos: todos estamos interconectados en el universo material y todos (colectiva e individualmente) necesitamos ser elevados a Dios. Para ello, todo el que quiera lograr esta salvación deberá no ser indiferente ante el mundo y trabajar desde su trinchera para desarrollar “el potencial espiritual de la materia” para llegar a Dios.

Con esto en mente, José Ramón Enríquez, José María de Tavira y Luis de Tavira crean una pieza dramática que nos hace reflexionar sobre dos realidades concretas que necesitan nuestra atención: la crisis energética y ambiental de nuestros días (el dilema energético) y la crisis social que vive México. Sin embargo, la reflexión no se detiene en exponerlas, sino que ofrece una respuesta en el despertar de la conciencia humana.

Y es que Teilhard no sólo vivió en dos esferas intelectuales diferentes (la religión y la ciencia), también lo hizo en dos contextos distintos, inmerso en dos culturas desemejantes: la occidental, con su tradición platónica, y la oriental, particularmente en la milenaria filosofía china. Esta vivencia de experimentar al ser humano como una sola especie y una sola sociedad lo llevó a declarar en París que, “[p]ara los observadores del futuro, el acontecimiento más significativo será la aparición de una conciencia humanitaria colectiva y de una obra humana que está por hacer”.3 Es en este menester que El corazón de la materia da un paso más hacia ese futuro planteando la pregunta: “¿Hacia dónde va nuestro mundo?”

Esta puesta en escena no es un mero listado de nuevos hechos, sino que ofrece una nueva manera de mirarlos. Y así, la obra invita a lo que Teilhard ya había deducido que necesitábamos: “[u]na nueva manera de ver que vaya acompañada de una nueva manera de actuar”.4

Y si el objetivo teilhardiano es elevar a todos a Dios en este mundo material, resulta una fortuna contar con obras que expongan su visión, ya que, con la puesta en escena de El corazón de la materia, Teilhard, a través de Luis de Tavira, alcanza uno más de sus profundos deseos: comunicar a tantos como sea posible la manera en que él experimentaba a Dios y la forma en que Éste lo estremecía y sobrecogía.


SANTIAGO ARANDA











Para Enrique González Torres, S.J.


























Todo lo que asciende, converge


TEILHARD DE CHARDIN


























[Nota: algunos parlamentos de varias escenas son paráfrasis de textos de Svetlana Alexiévich, Meister Eckhard, Teilhard de Chardin, Claude Aragonès, Ovidio, José Saramago, Rubén Bonifaz Nuño, Ernst Jünger, Etty Hillesum, Gabriel Mendoza, Jorge Atilano González y José Ignacio González Faus.]


















PERSONAJES








PRIMERA PARTE


1
LA CATÁSTROFE

PERIODISTA
LUDMILA
ENFERMERO MILITAR
SOLDADO HERIDO


2
LA PIEDRA

NIÑO


3
EL NOVICIADO

PADRE AYUDANTE
NOVICIO
PADRE MAESTRO


4
INCENDIO EN EL BOSQUE

CINCO SILUETAS DE HOMBRES Y MUJERES
UNA MUJER
VOCES


5
PAISAJE

POETA
TEÓLOGO
CIENTÍFICO
GUARDABOSQUES


6
TRINCHERAS

MARGARITA TEILHARD-CHAMBON
ASISTENTE
PADRE LEONCIO DE GRANDMAISON
PADRE TEILHARD DE CHARDIN
SOLDADO HERIDO
DOS SOLDADOS
OFICIAL
COMANDANTE MÉDICO SALZES
CORREO MILITAR


7
EL MUSEO DE HISTORIA NATURAL

MARCELLIN BOULE
ABAD HENRI BREUIL
PADRE TEILHARD DE CHARDIN


8
VOCES DEL PUEBLO

PERIODISTA
PADRE MARDONIO
DOS MUJERES
DOS HOMBRES
DOS MUCHACHOS
DOS MUCHACHAS
MUJER MAYOR
VIEJO



SEGUNDA PARTE


9
EN ORDOS CON EL PADRE LICENT

PADRE LICENT
PADRE TEILHARD DE CHARDIN
ASISTENTE CHINO
DOS GUERRILLEROS CHINOS
MONJE BUDISTA
DOS GUARDIAS


10
EL PROYECTO DEL SINANTROPHUS PEKINESIS

PRÍNCIPE GUSTAVO ADOLFO DE SUECIA
LADY LUISA MOUNTBATTEN
DAVIDSON BLACK
JOHAN GUNNAR ANDERSSON
PEI WENZHONG
PADRE TEILHARD DE CHARDIN
MESEROS CHINOS Y COMENSALES


11
EL CRÁNEO

DOS TRABAJADORES CHINOS
PEI WENZHONG
ARQUEÓLOGO ASISTENTE
DAVIDSON BLACK
PADRE TEILHARD DE CHARDIN


12
PREGUNTAS EN EL ANDÉN

PADRE MARDONIO
PERIODISTA
DOS MUJERES
HOMBRE
ESTIBADOR
VIAJEROS


13
EL LEGADO

PADRE TEILHARD DE CHARDIN
JEANNE MORTIER
SUPERIOR JESUITA
NOTARIO
SEÑORITA ARAGONÉS
DOCTOR CASAN


14
EL DOMINI CANE

PAPA JUAN XXIII
CARDENAL OTTAVIANI


15
LA MISA SOBRE EL MUNDO

PADRE TEILHARD DE CHARDIN


16
EPÍLOGO

PADRE MARDONIO
PERIODISTA
TRES HOMBRES TZELTALES



PRIMERA PARTE















1
LA CATÁSTROFE*







Una amplia estancia vacía y oscura. Un techo bajo y pesado oprime su atmósfera. Es un ruinoso salón de algún edificio abandonado hace tiempo; las paredes son de grueso hormigón húmedo y descarapelado. Por las grietas del techo se cuelan varias goteras que reverberan en el espacio vacío. De vez en cuando por las mismas grietas descienden instantáneas columnas de luz, fulgores deslumbrantes que chisporrotean en la oscuridad y hacen brillar momentáneamente los charcos que hay en el piso. Al fondo, por el enorme hueco de lo que fue un gran ventanal, se asoma un fragmento de la espesura de un bosque. Los grandes troncos y sus ramas se agitan ante el furor del viento.


En el centro del espacio está una mujer sentada en una silla metálica. Es LUDMILA. Es joven, pero parece vieja. Viste modestamente un suéter grueso y la falda de algún uniforme. Los brazos, las piernas y parte de la cabeza están vendadas. Enfrente de la silla, ligeramente a la izquierda sobre un bote bajo de uso industrial, hay un micrófono. También hay un vaso de agua.


A varios metros de LUDMILA, casi en proscenio, frente a ella y por lo tanto de espaldas al espectador, está la PERIODISTA, sentada en una silla giratoria. Viste pantalones, botas de campo, un suéter alto y una bata de protección y un tapabocas que ha deslizado al cuello. Trae una libreta donde anota de vez en cuando. A sus pies, en un estuche de aluminio, giran los carretes de una grabadora. Tras un denso silencio, la PERIODISTA se inclina atenta hacia LUDMILA, que mira el vaso del agua.


LUDMILA No sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O son lo mismo?

Nos habíamos casado hacía un año. Aún íbamos por la calle tomados de la mano. Siempre juntos. Yo le decía “te quiero”. Pero todavía no sabía cuánto lo quería. No podía imaginar que así fuera el amor...

Era bombero y vivíamos en el departamento que está arriba de la unidad de bomberos. Abajo del piso de nuestra casa estaban estacionados los grandes camiones rojos, siempre listos para salir corriendo a la primera señal... En la mitad de la noche oí un ruido, gritos... me asomé por la ventana. Él me detuvo: “Cierra la ventana y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto”. No vi la explosión. Sólo llamas. El cielo entero se había encendido de pronto. Unas llamas muy altas, un calor insoportable. El alquitrán de los techos ardía y el hollín sobrevolaba y saturaba el aire. Los hombres se abrieron paso entre las llamas para llegar a la central y subir hacia el reactor. Iban sin los trajes de lona. Fueron al incendio tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió. Los llamaron como si se tratara de cualquier incendio.

A veces me parece oír su voz... la oigo y sé que vive... de algún modo... No sé... Cuando veo una fotografía de él me acuerdo, pero cuando lo oigo sé que está aquí. Nunca me llama, ni en los sueños... soy yo quien lo llama. Y si lo llamo, responde...

Esa mañana a las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero los soldados tenían acordonado el hospital y no dejaban pasar a nadie. Sólo pasaban las ambulancias. Los soldados gritaban: “No se acerquen, los coches están irradiados; aléjense, todo lo que entra aquí está contaminado...” Muchos médicos, las enfermeras, sobre todo los auxiliares de ese hospital, se enfermaron y murieron... pero entonces nadie lo sabía.

Después de una lucha tenaz con los médicos que entraban conseguí colarme disfrazada de enfermera y llegué hasta su cama. Estaba irreconocible. Su cuerpo era una llaga abierta, pero yo sabía que era él. Lo había encontrado entre una multitud de camas, de cuerpos, y de gritos. Me paré frente a él. No podía saber si me miraba porque en la masa hinchada de su rostro no se distinguían sus ojos. Entonces le hablé: “Vasia, amor... ¿qué hago?” Reconoció mi voz, se agitó mucho y me dijo: “¡Vete de aquí! ¡Vete! ¡Estás esperando un niño!” “¿Adónde quieres que yo vaya sin ti? Yo no te voy a dejar...” Me suplicó: “¡Vete! ¡Salva a la criatura!” Entonces le dije: “Ya veremos... primero te traigo leche y luego vemos...”

Nunca me separé de él hasta el final. Cuando lo trasladaron a la capital yo lo seguí y todo el tiempo estuve a su lado. En aquellos días me topé con mucha gente buena, no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo punto: a él. Sólo a él, como si toda la inmensidad del mundo se hubiera hecho chiquita y cupiera en su pecho lastimado... Recuerdo a una auxiliar ya mayor que me fue preparando: “Algunas enfermedades no se curan. Siéntate a su lado y acaríciale la mano...” Otra vez un médico me llamó aparte para pedirme que me fuera: “No debe olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea suicida, recobre la sensatez...” Pero yo estaba como loca: ¡lo quiero! ¡Lo quiero! Él parecía dormir y yo le susurraba: “Te amo”. Iba por los pasillos del hospital: “¡Te amo!” Le llevaba el orinal: “¡Te amo!”