Leopoldo Lugones
Poemas
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Poemas.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-599-9.
ISBN ebook: 978-84-9897-975-6.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Oda a la desnudez 11
LOS CELOS DEL SACERDOTE 14
Tentación 16
Paradisíaca 17
El astro propicio 18
Venus Victa 19
En color exótico 20
El éxtasis 21
Delectación morosa 22
Oceanida 23
La alcoba solitaria 24
Las manos entregadas 25
Holocausto 26
Emoción aldeana 27
A Rubén Darío y otros cómplices 30
Himno a la Luna 33
Al jorobado 47
Plegaría de carnaval 48
La última careta 49
Divagación lunar 50
Lunofilia 53
Luna maligna 55
Luna de los amores 56
A Buenos Aires 59
A los gauchos 63
Paseo sentimental 66
Nocturno 70
La blanca soledad 71
El canto de la angustia 73
Historia de mi muerte 76
A ti, única 77
El nido ausente 80
Salmo pluvial 81
La tarde clara 83
La noche pura 84
La cachila 85
El martín pescador 86
La garza 87
La torcaz 88
El picaflor 89
El hornero 90
Estampas japonesas 93
Balada del fino amor 94
Rosa marchita 97
Rosa de otoño 98
Alma venturosa 99
El amor eterno 100
Tonada 101
La palmera 102
Elegía crepuscular 104
Lied de la boca florida 106
Libros a la carta 109
Brevísima presentación
La vida
Leopoldo Lugones (1874-1938). Argentina.
El primer libro de poemas de Lugones es Las montañas del oro, de 1897, con versos medidos y libres, y prosa poética, en pleno auge del modernismo. Más tarde publicó Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909), todos influidos por Rubén Darío. Odas seculares (1910), supuso un cambio en su estilo, que exalta las riquezas argentinas inspirado en Virgilio. Su poesía se vuelve intimista y cotidiana en El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917) y Las horas doradas (1922), Romancero (1922), Poemas solariegos (1927) y el póstumo Romances del Río Seco tienen un estilo más narrativo. La presente antología contiene poemas de todos los libros antes citados con excepción del último.
Oda a la desnudez1
¡Qué hermosas las mujeres de mis noches!
En sus carnes, que el látigo flagela,
Pongo mi beso adolescente y torpe,
Como el rocío de las noches negras
Que restaña las llagas de las flores.
Pan dice los maitines de la vida
En su rústico pífano de roble,
Y Canidia compone en su redoma
Los filtros del pecado, con el polen
De rosas ultrajadas, con el zumo
De fogosas cantáridas. El cobre
De un címbalo repica en las tinieblas,
Reencarnan en sus mármoles los dioses,
Y las pálidas nupcias de la fiebre
Florecen como crímenes; la noche,
Su negra desnudez de virgen cafre
Enseña engalanada de fulgores
De estrellas, que acribillan como heridas
Su enorme cuerpo tenebroso. Rompe
El seno de una nube y aparece
Crisálida de plata, sobre el bosque,
La media Luna, como blanca uña,
Apuñaleando un seno; y en la torre
Donde brilla un científico astrolabio,
Con su mano hierática, está un monje
Moliendo junto al fuego la divina
Pirita azul en su almirez de bronce.
Surgida de los velos aparece
(ensueño astral) mi pálida consorte,
Temblando en su emoción como un sollozo,
Rosada por el ansia de los goces
Como divina brasa de incensario.
Y los besos estallan como golpes,
Y el rocío que baña sus cabellos
Moja mi beso adolescente y torpe;
Y gimiendo de amor bajo las torvas
Virilidades de mi barba, sobre
Las violetas que la ungen, exprimiendo
Su sangre azul en sus cabellos nobles,
Palidece de amor como una grande
Azucena desnuda ante la noche.
¡Ah! muerde con tus dientes luminosos,
Muerde en el corazón las prohibidas
Manzanas del Edén; dame tus pechos,
Cálices del ritual de nuestra misa
De amor; dame tus uñas, dagas de oro,
Para sufrir tu posesión maldita;
El agua de sus lágrimas culpables;
Tu beso en cuyo fondo hay una espina.
Mira la desnudez de las estrellas;
La noble desnudez de las bravías
Panteras de Nepal, la carne pura
De los recién nacidos; tu divina
Desnudez que da luz como una lámpara
De ópalo, y cuyas vírgenes primicias
Disputaré al gusano que te busca,
Para morderte con su helada encía
El panal perfumado de tu lengua,
Tu boca, con frescuras de piscina.
Que mis brazos rodeen tu cintura
Como dos llamas pálidas, unidas
Alrededor de una ánfora de plata
En el incendio de una iglesia antigua.
Que debajo mis párpados vigilen
La sombra de tus sueños mis pupilas
Cual dos fieras leonas de basalto
En los portales de una sala egipcia.
Quiero que ciña una corona de oro
Tu corazón, y que en tu frente lilia
Caigan mis besos como muchas rosas,
Y que brille tu frente de Sibila
En la gloria cirial de los altares,
Como una hostia de sagrada harina;
Y que triunfes, desnuda como una hostia,
En la pascua ideal de mis delicias.
¡Entrégate! La noche bajo su amplia
Cabellera flotante nos cobija.
Yo pulsaré tu cuerpo, y en la noche
Tu cuerpo pecador será una lira.
1 Las montañas del oro, 1897, pág. 27. (N. del E.)
LOS CELOS DEL SACERDOTE2
Obsta con densa máscara de seda
El cruel carmín de tu inviolada boca,
Y la gran noche azul de tus pupilas,
Y el cielo de tu fuente luminosa.
Destrenza tus cabellos como un duelo
Sobre tu nuca artística, ¡oh Theóclea!
(tus largas trenzas
Peinadas por los besos de mi boca).
Y reviste la túnica de luto,
Que cuando en torno de tus flancos flota,
Parece que la noche se desprende
De tus hombros. Yo quiero, con la loca
Ansiedad de mis celos exclusivos,
Solo para mis manos, esa heroica
Desnudez de tu seno, que aparece
Como el orto de un astro; y esa gloria
De tu garganta que triunfal emerge,
Como una copa
De acero, que los técnicos cinceles
Labraron; y esa curva vencedora
De tu ebúrnea cadera que realza
La orquestal armonía de tus formas
Bajo la gran caricia de la seda.
Cuando cruces (fantasmas, luz, estrofa),
Por las ruinas que pueblan mi cerebro,
Como la triste Luna que corona
La trunca arquitectura de las nubes;
Yo quiero verte envuelta por la sombra
De la máscara negra y tus cabellos,
Y la fúnebre seda de tus ropas,
Como la estatua Libertad que velan
Cuando la patria está en peligro. Sola
En mi templo de amor, dame tus brazos,
Que anegarán mi cuerpo cual dos ondas,
En turbulenta confluencia unidas,
Y el beso que en los sabios sacrilegios
Me dejas en los labios como hostia,
Y el albor de tu seno en que culmina,
Bajo una tibia irrealidad de blondas,
El orgullo ducal de un palpitante
Pezón de rosa;
Y la gracia triunfal de tu cintura,
Como una ánfora llena de magnolias,
Y el hermético lirio de tu sexo,
Lirio lleno de sangre y de congojas.
Y que solo tus manos se destaquen
En la noche de seda de tus ropas,
Cuando estés en mis brazos victimarios
(¡Deseado crucifijo de las bodas!)
Y que solo tus manos sean vistas
Por extrañas pupilas, cual dos tórtolas
Que se aman blancamente, consagradas
Por los besos exhaustos de mi boca...
Y que gocen los hombres del delito
De tus manos desnudas: ¡oh Theóclea!
2 Las montañas del oro, 1897, pág. 33. (N. del E.)