17.-SOFÍA

Al fin se despidieron de la ocupada Antonia y salieron en busca de un taxi que les dejó en la misma puerta de la calle Comtal. María sacó un juego de llaves de una carterita y subieron al fin al tercero primera. No olía a cerrado, pero sí a abandono. A pesar de la alta temperatura del exterior, el apartamento estaba frío y a María le pareció más triste que nunca. Mientras él se dedicaba a abrir persianas y ventanas, dejando que el griterío de los niños y del exterior se mezclaran en aquellas paredes siempre tan silenciosas, ella fue al salón comedor, donde se encontró con la palmera besando el suelo. Se sintió mal, le había fallado a su hija, que únicamente le había confiado una planta muda y sin piernas. Corrió a la cocina donde tomó la jarrita que había destinado a tal fin. Dudó que pudiera recuperarla y se dijo que siempre podría regalarle una cuando decidiera regresar de los Estados Unidos.

- Ni lo notará, no creo que se haya mirado esta pobre planta con tanta atención.

Roger entraba en ese momento y ladeó la cabeza para observar mejor el fruto de sus atenciones.

- ¿Sofía te confió su Kentia?

- ¿Cómo?

- La palmera.

- ¡Ah! Sí, me temo que sí.

- Pues no pareces haberle dedicado muchos paseos.

- Debe de haber sido el calor de estos últimos días.

- ¡Claro, claro!

Sufrió controlando a sus nietos para que no desordenaran, rompieran o ensuciaran. Mientras, Roger bajó a la calle a buscar una cena rápida para reaparecer con dos bolsas del McDonald’s. Los niños y su padre devoraron los bocadillos de hamburguesas con tomate, cebolla y chorros de ketchup y mostaza. Las patatas fritas fueron regadas también por varias bolsas de salsa y los pastelitos de chocolate desaparecieron dejando huellas a su paso. María se dedicó a mordisquear alguna patata y comió un pastelito. El resto iba a quedar en el plato y su hijo decidió aprovecharlo.

- No has cenado nada.

Ella se levantó con la idea de recoger cualquier resto de la cena antes de que se pudiera ensuciar nada.

- Evidentemente no conoces tampoco mis gustos culinarios.

- ¿Tampoco? - Preguntó contrariado, mientras Amelie y Hugo corrían hacia el balcón.

- Tampoco.

Estaba cansada y deseaba retirarse a dormir, pero los niños parecían muy agitados todavía – Los literarios no los has acertado esta mañana.

- No sabía que tuvieras gustos literarios.

- Eso es una falta de respeto.

- Perdona. – Rodeó la mesa y besó su frente, como lo haría un padre condescendiente – No quería ofenderte.

- Te pareces a tu padre más de lo que imaginas, salvando las distancias de las generaciones, evidentemente. Tu problema es que no te paras a pensar, como él. Si lo hubieras hecho solo un poquito, habrías adivinado que para una mujer de mi edad, una hamburguesa untada de salsas, no iba a ser un gran manjar.

Él bajó la cabeza mientras afirmaba.

- De acuerdo, tienes razón no lo pensé.

- Claro, eso decía.

- ¿Quieres que vaya a buscarte algo?

- No te preocupes, con un poco de leche condensada y galletas tendré suficiente. – Se alejó hacia la cocina, tiró todos los restos de papel en una bolsa de basura y volvió a sacar la cabeza – ¿No vas a ponerles a dormir?

Gritó con la esperanza de ser escuchada.

- Sí, claro, voy.

Durante tres cuartos de hora, el piso se llenó de negativas, llantos y quejas. Al fin, Roger trató de zanjar el tema con sendos cachetes al culo... Los gritos debieron oírse entonces desde la calle. María trató de ejercer de abuelita Paz, pero los nervios de su hijo, estaban en aquellos momentos algo encendidos y acabó recibiendo un rugido. Aceptando que no era tarea suya indicarle como debía educarles, dio media vuelta y salió al balcón, tratando de respirar y relajarse. En algún momento se hizo el silencio, pero ella siguió mirando hacia la calle, hacia el cielo, hacia las ventanas del frente. El móvil de su hijo sonó y le oyó hablar. María entró cuando sus piernas empezaron a quejarse, se sentó en el sillón de cuero y esperó. No se oía nada. Algún crujido, abrir y cerrar de puertas y cajones. Luego silencio, mucho rato y después, los pasos de su hijo, suaves, lentos.

“¿Qué está pensando?” Se dijo. Pero le salió otra pregunta.

- ¿Qué buscabas?

- Pañuelos.

- Habérmelo dicho, yo tengo en el bolso.

- Perdona por lo de antes.

- Estoy acostumbrada.

- ¿A qué?

- Nada hijo, no importa. ¿Te vas ya?

- Sí, están dormidos, no creo que te molesten.

- ¡Angelitos, van a molestar!

- A veces lo parece.

- A veces estoy cansada. Me hago mayor, ¿sabes? Algún día quizás lo comprendas.

- ¿Preferirías estar sola, sin hijos ni nietos?

María le miró a los ojos tratando de comprender el sentido de aquella pregunta. Era imposible. Se levantó, le dio un beso en la mejilla y empezó a caminar hacia la habitación de Sofía.

- Que torpes sois los jóvenes muchas veces, tantas carreras, tanto trabajo, tantos viajes y no sabéis nada del corazón.

Su susurro se perdió por el pasillo. Roger se quedó un rato mirando hacia la oscuridad que se la había tragado, luego tomó las llaves del piso y consultó la hora. Entonces recordó la llamada recibida momentos antes y sus nudillos picaron en la puerta cerrada.

- ¿Sí?

- ¿Puedo entrar?

- Claro hijo.

Ella estaba sentada en la cama, se había sacado los zapatos.

- Antes ha llamado el señor Moisés Durillo, el librero. – Ella le miró con curiosidad. – Dice que ha encontrado la biografía que le has encargado y que... – Roger se detuvo a mirarla - ¿Estás bien mamá?

- Sí hijo, sí. Dime, ¿qué más te ha dicho?

- Que te la guarda.

- Bien.

- Me voy.

- Hijo.

- ¿Sí?

- ¿Qué buscabas?

- ¿Cómo?

- Antes me has dicho que buscabas pañuelos. – El se agitó

nervioso - ¿Qué buscabas?

- Pañuelos.

- No me mientas. Tu madre no es tonta.

- Mamá, tengo prisa – Dijo mirando el reloj - ¿Qué tontería es esa?

- Tienes pañuelos en tu bolsillo y en el bolsito de Amelie. – Le miraba de frente, buscando la transparencia en los ojos de su hijo, pero él la rehuía y cada vez mostraba un nerviosismo más evidente. – Tu hermana mantiene un orden escrupuloso en sus armarios y cajones, no has dejado ni uno por revisar. ¿Has encontrado lo que querías?

- Estoy un poco constipado y la noche quizás sea larga.

- No le habrás cogido nada a tu hermana, ¿no?

Roger dudó, se llevó la mano al bolsillo, volvió a retirarla sin nada entre los dedos. Al fin dio media vuelta.

- Me parece inaudito que mi propia madre me esté acusando de robo. Pregúntale a Sofía por sus secretos, yo no tengo. Efectivamente fue una larga noche. María no logró sacarle la verdad a su hijo y le vio partir con aire ofendido. Ella miró hacia los armarios y se decidió a volver a colocar las cosas por su estricto orden.

- Lo notará. - Susurró.

Pero siguió inmersa en su tarea hasta que sonó el timbre y quedó unos instantes petrificada pensando quien podría llamar a aquellas horas en el apartamento de su hija.

Antonia sonreía desde el otro lado de la mirilla.

- ¿Te aburrías?

Entró con la satisfacción pintada en el rostro, una baraja de cartas en una mano y una bandeja de pastelillos en la otra. Un segundo de cruce de miradas fue suficiente para que comprendiera que algo ocurría.

- ¿Habéis discutido?

- ¿Qué más sabes de los secretos de mi hija?

Antonia se dejó caer en el sofá y la miró sin comprender.

- Ya hablamos de eso, ¿no?

- Pero hay algo más, ¿verdad?

- Yo venía a animarte la noche.

- Ya, y ¿ese secreto no lo haría?

- Yo no sé nada.

- Sí lo sabes, puedo leerlo en tu cara.

- ¿Qué ha ocurrido?

- Roger ha estado buscando algo, no me ha querido decir el que, me ha dicho que él no tiene secretos, que le preguntara a Sofía.

- ¿Por qué no lo haces? - Dijo sacando un cigarro.

- No fumes, a Sofía no le gusta.

- Sofía fuma y bebe y va con hombres, no es una niña. María bajó la mirada avergonzada.

- ¿Por qué te escandalizas? Ya lo sabes.

- ¿Y que parte desconozco?

Las pupilas le quedaron clavadas en el extremo del cigarro que humeaba y se sonrojaba ante las hondas aspiraciones de su hermana.

- ¿Por qué no hablas con tu hija?

- Porque no me sirve de nada..., de nada. – La voz de María temblaba, anunciando una honda emoción – No me entiendo con mis hijos, no me explican más que lo que les interesa y me apartan del resto.-Antonia se debatía ante las dos posibilidades, hablar o callar. ¿Qué debía hacer? - ¿Tú también vas a hacerlo? Hasta mis hijos me tratan como si fuera una niña a la que se le ordena y se la aparta... – Se la veía tan abatida, que su hermana apartó de ella la mirada – Algo deberá cambiar... Susurró al final.

Antonia se agitaba, aspiraba y exhalaba humo, se rascaba el entrecejo, trataba de hallar la manera más benigna de actuar.

- Yo no te aparto de mis cosas, hace tiempo que intento compartirlas todas contigo.

- Ya lo veo.

- Mis cosas querida. La vida de Sofía es de ella.

- Ya. – La voz de María ya no era un susurro tembloroso. Ahora estaba enfadada, ofendida, dolida y casi gritaba, en un tono duro – Pero es mi hija y parece ser que soy la única que no conoce nada de su vida. – De repente una idea terrible relampagueó en sus ojos - ¿Está enferma?

El llanto derribó todas las objeciones de Antonia, corrió a abrazarla y a decirle al fin lo que había jurado callar.

- Tu hija está sana querida. – Lo pensó aun un segundo y se lanzó al fin. Nada tenía que perder, su sobrina hacía tiempo que no le hablaba –

Tiene un hijo.

Ya estaba dicho, no había vuelta atrás. María tenía los párpados muy abiertos y la miraba en silencio.

- ¡Un hijo!

El silencio aulló en sus oídos. El tic tac del reloj parecía una bomba de relojería, seguía el paso de sus corazones, extrañamente lento. En la calle unos bocinazos rompieron el embrujo. Los gritos de unos gamberros. Nuevamente el silencio, el tic tac, el corazón. María sentía el pulso en la sien. Miró sus manos, temblaban y las entrelazó para acallar la socavada actividad nerviosa. Al frente su hermana la miraba, pero ella se había concentrado en sus uñas, debía cuidarlas más, se veían limpias y cortas, pero... Un hijo, nieto... Cuando, ¿cuándo había tenido un bebé su hija? No se veían mucho, pero esconder un embarazo requería meses de ausencia... Ausencia... América.

- Debe de tener unos diez, quizás once años. ¿Cómo habéis podido escondérmelo durante tanto tiempo?

Antonia se sentía muy incómoda, temía haber hecho mal, ya no había vuelta atrás, pero no estaba segura de haber actuado de la mejor manera. Su sobrina era madre biológica de un bebé gestado para hacerle un favor a un amigo. Todo se había desarrollado de una forma natural, si eso se podía decir de semejante historia, no había habido ningún laboratorio por medio. Ella había prestado su cuerpo, el anhelante padre lo había usado para sus importantes fines y luego ella había cuidado la mercancía hasta el alumbramiento. Fueron tres a ver la luz, el bebé, que llegó de pies, para acabar de convencer a la parturienta de que jamás debería haberse prestado a semejante trato. El padre de la criatura también había creído ver el sol tras aquella carita sucia y amoratada. Sofía había gritado como una posesa, había maldecido y no había querido ver a la criatura, que temblaba en los brazos de su lloroso padre. Ella también había visto la luz, se había sentido liberada al sentir su vientre vacío y le pidió a su amigo que la dejara sola con los médicos, para que todo acabara cuanto antes y poder así descansar. Esa había sido toda su relación con la criatura. Cuando se sintió con fuerzas lo preparó todo y regresó a España, le aterrorizaba la idea de las visitas de su amigo con aquel ser menudito. Su amigo le había ofrecido un álbum de fotos que ella había rehusado, quería olvidarlo... Y así fue durante ocho años.

- Me enteré hace cosa de dos.

- ¿Cómo fue?

- La Conchi.

María dibujó una triste sonrisa que tembló al desdibujarse.

- Vaya con su discreción.

Antonia negó con rapidez.

- Ella lo sabía desde hacía varias semanas, cuando ocurrió lo de Arturo...

- ¿Arturo? - Interrumpió María.

- El acompañante.

- Claro... – Tenía la voz pastosa, le costaba arrancarla de su lengua de trapo – Claro, claro, había olvidado su nombre.

- Pues cuando ocurrió lo de Arturo le salió lo otro.

- Explícame lo otro.

Antonia buscó el respaldo del sofá, su espalda empezaba a resentirse de tanta tensión.

- Un día el cartero llamó a la puerta, llevaba un envío especial, debía firmar para que pudiera entregarlo. Recogió el sobre amarillo con el resto de la correspondencia y fue a dejarlo sobre el escritorio, pero le cayeron las cartas y al recogerlas vio que la solapa del certificado estaba abierta...

- ¡Qué casualidad!

- Yo no estaba presente, solo puedo decirte lo que ella me explicó.

- La Conchi.

- Sí, la Conchi. – Suspiró para retomar fuerzas – Eran fotos, las fotos de un niño que sonreía en brazos de su padre, o que posaba frente a una casa, o en un parque, habían varias y... – Dudó aun un segundo – Una carta.

- Y la discreta asistenta la leyó por error.

- Pudo más la curiosidad.

Antonia hizo una nueva pausa, parecía desear ganar tiempo para encontrar una salida a la situación. María no deseaba permanecer un segundo más en la ignorancia.

- ¿De quién era la carta?

Su hermana dio una última calada al pitillo. Lenta y profunda, luego lo apagó sobre un platillo que había usado de cenicero y decidió tomar carrerilla.

- Era de Oscar Santos, desde México. Le decía que le enviaba las fotos de su hijo, que estaba sano y feliz, que corría de la mañana a la noche y se aplicaba en la escuela. Él no, él estaba muy enfermo y era muy desdichado porque sufría por el futuro del niño. SIDA. – Respiró hondo –

Hacía años que lo sufría y seguía tratamientos, bajones y subidas. Se sentía sin fuerzas para seguir luchando por el niño.

- Su nombre, dime su nombre. - Interrumpió María.

- José Santos, ese es su nombre. No puedo mostrarte su cara, ni decirte como es, no lo sé. La Conchi me dijo que era guapo, que los ojos le brillaban como dos luceros, las mejillas algo delgadas, pero tenía muy buen color y era muy moreno. El compañero sentimental del padre se había largado con otro, cansado de hacer de enfermero. Le decía a Sofía que no tenía a nadie más a quien pedirle ayuda. Podía dejar al niño con sus abuelos, pero la vida que llevaban en México no era fácil, prefería darle la oportunidad a ella, que al fin y al cabo era la madre, de mejorar el futuro del niño. Había dos teléfonos y dos direcciones, una en su país de origen y la otra en New York. Esperaba sus noticias.

- Por eso Sofía se ha ido, ¿ha muerto el padre del niño?

María hablaba con voz suave, muy despacio, tratando de contener la emoción, la rabia y toda la agitación nerviosa que había explotado en su interior.

- No lo sé, ya no sé nada más. Cuando La Conchi coincidió con Arturo y vino a explicármelo todo, ya habían pasado unos meses desde la llegada del sobre. Sofía no me había explicado nada, a pesar de que por aquel tiempo manteníamos una excelente relación, pero es evidente que no confiaba en mi. Cuando le pregunté por su hijo, su rostro se contrajo, se enfadó muchísimo y me hizo jurar que no te explicaría nada. – Bajó el rostro avergonzada – Le pedí que me dejara ver las fotos, que me dijera al menos si el pequeño estaba bien y si ella le iba a ayudar. – Buscó con manos agitadas un nuevo cigarro y lo encendió aspirando como si en ello le fuera la vida. María esperaba. Ya no tenía prisa. Aquella noche lo sabría todo. – No me enseñó las fotos, pero me dijo que el niño estaba bien, muy sano y ella también, se había hecho las pruebas y no tenía los anticuerpos. Me emocioné ante esa noticia y traté de abrazarla, pero ella permaneció rígida, los brazos colgando, la espalda recta. Me retiré y busqué su mirada. Entonces Sofía me dijo que no iba a quedarse con el niño, que no tenía nada que hacer con él y que sería un desgraciado en un país desconocido, con una madre que no le quería, sin su padre, familia y amigos. Pero que enviaría mensualmente dinero para su manutención y que a partir de ahí Oscar podía disponer según la conveniencia del niño. Un internado era muy caro, así es que suponía que lo llevaría con sus abuelos a México, donde pasaban largas temporadas y el niño ya tenía su circulo de amistades. Le dije que no era justo que te mantuviera al margen de todo eso, pero ella aseguró que sería más cruel hablarte de un nieto que nunca conocerías. Creo que tenía razón. Le prometí que guardaría silencio y luego me echó de su casa. Ahí acabó nuestra relación. – María permanecía callada, la vista paseaba por la fría estancia, luego quedó clavada en su calzado, de señora respetable, de cierta edad, sandalias cómodas para caminar. ¿Adónde la llevaban sus pasos? – Creo que tu hija tenía razón en una cosa, no ha sido una buena idea hablarte del niño ya que no vas ha conocerle.

- Nadie debería decidir por otros lo que es mejor o peor. ¿No crees?

Antonia se levantó y salió al balcón. La noche ofrecía un nuevo paisaje, no habían peatones por la calle, su griterío se había apagado, en su lugar, los camiones del servicio de limpieza atizaban los contenedores. El cielo estaba negro, no ofrecía estrellas el techo de la ciudad, era la contaminación de la luz y la polución que respiraban sus pulmones cada minuto, lo que velaba el hermoso paisaje celestial. Luceros. Los ojos de José Santos eran como dos luceros. Eso le había dicho La Conchi. Ella no pudo verlos, María tampoco, quizás Roger los había encontrado en su registro. Y si era así, ¿qué debían hacer con aquellas fotos, sería bueno para María ponerle rostro a su nieto ausente? Permanecieron el resto de la noche en silencio, esperaban a Roger, que llegó de madrugada, con una borrachera descomunal y que quedó tendido en el sofá de piel. Antonia trató de evitarlo, pero María fue más rápida, más decidida y tenía la autoridad que otorga el título de madre y de abuela de su parte. Antonia se hizo a un lado y vio como su hermana revisaba los bolsillos de su sobrino. Un sobre amarillo manoseado y doblado, salió de la parte trasera del pantalón. María miró al cielo un segundo, el sobre fuertemente apresado entre sus manos. Luego bajó la vista y sacó las fotos que fue mirando una a una. Antonia debió morderse los labios y atar su mano. Aquel momento y aquellas fotos no le pertenecían a ella, a pesar de la curiosidad mordiente. La ternura entremezclada con una profunda tristeza se dibujó en el bondadoso rostro de la abuela y el brillo de las lágrimas fue evidente antes de que diera media vuelta y se refugiara en la habitación de su hija. Antonia se quedó al cuidado de Amelie y Hugo que miraron contrariados a su padre, dormido como un bendito, roncando y hablando cosas incomprensibles de tanto en tanto. Les preparó desayuno, les explicó cuentos y les cantó alguna canción. Al fin, rendida, encendió la tele y les dejó bajo su poder hipnótico. Eran las doce del mediodía, no se oía ningún ruido al fondo del pasillo. Caminó lentamente, temía irrumpir en la intimidad de su hermana, pero como siempre, prefería errar por actuar. Vivir es equivocarse. Sus nudillos picaron sobre la madera, no recibió respuesta. Giró el pomo y abrió lentamente. María dormía abrazada al sobre amarillo y a las fotografías. Pensó que debía dar media vuelta y dejarla descansar, lo necesitaba, pero la curiosidad seguía mordiendo y ella dormía. Sólo tenía que tomar una, muy suavemente y tras ver el rostro del pequeño, volver a dejarla en su lugar. Tenía también derecho a verlo... Se acercó con tanta lentitud que creyó que no lograría alcanzar el lecho, estiró los dedos y rozó la esquina de una de las fotografías. María dio un respingo y abrió los párpados. Se miraron en silencio.

- No me gusta que entren a hurtadillas mientras duermo.

- Lo siento. Solo quería saber si estabas bien.

- Querías ver las fotos, ¿no?

Y se las tendió para que las observara con detenimiento.

- Es muy guapo.

María no contestó. Cogió el teléfono y marcó un largo número memorizado. Su hermana esperaba a su lado, en silencio, sabía a quien llamaba y calculó que no era el mejor momento, las horas circulaban con considerable retraso en los Estados Unidos, Sofía debía dormir. No lo dijo, le tocaba callar. Aquello era demasiado importante, demasiado gordo el secreto por todos compartido. Al fin el teléfono fue descolgado. No era Sofía, no estaba, había ido unos días a México, en dos días estaría de vuelta. María colgó, guardó las fotos en el sobre y se dirigió al comedor, donde Amelie y Hugo se peleaban por dos canales distintos. Les dejó hacer, se acercó a Roger y le sacudió el hombro. Él emitió unos gruñidos, pero ella insistió hasta que al fin su hijo abrió un ojo enrojecido y la miró entre sueños.

- ¿Qué ocurre? - Su voz pastosa, de resaca, arrastró las palabras entre susurros roncos.

- Ven, tenemos que hablar.

Tardó en reaccionar, primero abrió el otro ojo, luego los restregó con fuerza, tratando de centrar las imágenes. La confirmación de que era su madre la que le esperaba pacientemente le hizo acelerar la reacción. Se palpó con nerviosismo los bolsillos del pantalón y comprendió. Entonces enderezó la espalda y al fin alzó las posaderas. Le pesaban los pies, la cabeza, anduvo con paso vacilante. Su madre delante, él detrás. No estaba en condiciones de sumergirse en un tema de tal calibre, pero era evidente que no tenía opción. Antonia, una vez más se quedó al cuidado de los niños, que habían logrado una tregua y reían ante un caracol bizco que apenas podía con su casita.

La puerta de Sofía se cerró y madre e hijo se miraron.

- Siéntate por favor.

Roger se sentó, porque se sentía agotado, le dolía la cabeza y tenía fuertes ardores que le subían de la boca del estómago.

- No debías haberme registrado.

Ella asintió.

- Es cierto, no es correcto, pero tampoco lo es engañarme para que te trajera al apartamento de tu hermana para registrar sus cosas. Ella me dejó responsable.-Suspiró - No, no hemos actuado correctamente.

- Lo siento.

- Yo también. – Aseguró con tristeza – No me siento muy bien tras comprobar el grado de confianza que me tienen mis hijos.

- Yo cumplía órdenes.

- ¡Ya! Al parecer no hacemos otra cosa, ¿no?

- Sofía me pidió que recuperara el sobre, temía que pudieras descubrirlo.

- Debo decir que has sido muy hábil, ¿no te dijo dónde podías encontrarlas? – Él no contestó. Se sentía culpable y además tenía la certeza de que su madre habría permanecido mejor sin conocer esa parte familiar. – En fin, ¿qué tenías que hacer con las fotografías?

- Enviárselas.

- Bien, ya lo haré yo.

- No creo que... - Empezó a protestar.

Pero su madre ya había tenido suficiente.

- Necesito que me des su teléfono en México.

- ¿Para qué lo quieres?

- Quiero hablar con mi hija, ¿te sorprende?

- No sé si es lo más adecuado.

- No me hables de lo más adecuado por favor, a mi no, llevo toda la vida haciéndolo – Alzó los hombros cansinamente – Y para lo que me ha servido...

- Mamá por favor, déjalo así.

Roger se había acercado a su madre y acariciaba sus mejillas en un último intento de conquistarla. Ella le cogió las manos y se las besó con cariño.

- Estoy muy cansada hijo, dame el teléfono y acabemos con esto de una vez.

Esta vez hubo suerte, el timbre telefónico sonó tres veces antes de ser descolgado. Era Sofía y su voz no era la de una persona dormida. Sintió un calambrazo en la espalda, buscó el apoyo de una silla y trató de serenar los latidos del corazón.

- Hola hija, soy yo.

- ¿Ocurre algo? – María trató de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta y carraspeó - ¿Mamá, estás bien?

Aspiró profundamente. Cerró los ojos y dejó escapar un hilillo de voz tembloroso.

- He visto las fotos.

Un silencio de hielo y distancia lo llenó todo. María sentía los latidos de su corazón, el pulso en la sien y el mundo balanceándose ante sus ojos. Sofía respirada, aspiraba y expulsaba un humo que su madre imaginó gris. Oyó unas voces de fondo y al fin su hija, de nuevo su hija.

- ¿Has registrado mis cosas?

- Yo nunca he actuado como lo hacía tu padre. – Dijo recordando los registros en las mochilas adolescentes. – Tu hermano las había cogido, según tus instrucciones.

- ¿Y cómo llegaron a tus manos?

- Se las cogí del bolsillo tras conocer la historia.

- No hay ninguna por historia.

- No sigas por ahí Sofía, he visto las fotos y sé que son de tu hijo y de tu amigo homosexual que quería ser padre.–María se detuvo un instante para tomar aire. – ¿Qué vas a hacer?

- Veo que tía Antonia ha faltado a su promesa. Me lo había jurado.

- Ella no tiene la culpa de nada, se ha visto entre la espada y la pared. ¿Por qué soy la única en desconocer que mi hija es madre?

- Porque esa es una gran mentira, yo no soy madre, soy una mujer adulta, soltera e independiente que se gana la vida con un buen trabajo y me va bien así, esa es mi vida y mi historia, lo otro... – Aspiró una nueva bocanada – Oscar soñaba con ser padre, yo estaba a su lado, necesitaba dinero, le quería y decidí ayudarle, fui buena con él y le di lo que más quería en este mundo.

María creyó comprender.

- ¿Lo que más quería?

- Oscar ha muerto, ayer lo enterramos, hoy estamos celebrando unos funerales especiales. Me quedaré dos días más con su familia y luego regresaré a New York.

- Lo siento. - Susurró.

- Yo también.

Le tembló la voz y se hizo un nuevo silencio, más humano, el del dolor por una pérdida importante.

- ¿Qué vas a hacer ahora?

- Volver a New York, ya te lo he dicho.

- ¿Y el niño?

- Se queda con sus abuelos.

- ¿Y tú?

- ¿Yo qué?

- ¿Qué piensas hacer con el niño?

- Nada mamá, ese niño no es mío ni tuyo, olvídalo.

- Tú lo engendraste, es tuyo.

- No, con eso no es suficiente. Hay hombres que donan en bancos de semen y no por eso son padres. Esto no se diferencia mucho, pero los medios no han sido tan técnicos. – Sofía empezaba a enfadarse, debía estar muy cansada después de la pérdida de su amigo, aquella comunicación era lo último que habría deseado. – Yo no soy madre porque no lo siento así y José no es mi hijo porque él tampoco lo siente así...

- Eso es una tontería, el roce hace el cariño, ¿sabe que eres su madre?

- ¡No! – Fue casi una orden – Ni lo va ha saber, soy su benefactora. No temas mamá, no voy a lavarme las manos, me encargaré de que nada le falte ahora que Oscar no está junto a él.

- ¿Con eso tendrás la conciencia tranquila?

- No sabes de qué estás hablando.

- Si lo sé, soy madre de tres hijos, sé de lo que hablo.

- ¿Y eso te ha hecho muy feliz?

María no comprendió.

- No se trata de ser feliz las veinticuatro horas del día, eso no existe. En la vida hay buenos y malos momentos, esfuerzos y recompensas...

- ¿Y has tenido muchas recompensas con nosotros?

- Gratificaciones.

- ¿Cuándo?

- Cuando... Os vi crecer sanos y fuertes, acabaste tu carrera, tus hermanos se casaron...

- Y Roger se ha separado y Manel aguanta a esa pija de papel couché y yo... ¿Qué voy ha decir de mi misma? Soy todo un tesoro, ¿verdad mamá?

- Eres una mujer inteligente, hermosa e independiente...

- E incapaz de amar con los cinco sentidos, soy una mujer solitaria, adicta al trabajo, que siente amenazada su independencia como consecuencia de una buena acción...

- ¿Una buena acción? ¿Eso es para ti tu hijo?

- ¡No es mi hijo, es el hijo de mi amigo, fui generosa con él y él ha sido feliz mientras ha podido disfrutarlo, ahora lo harán los abuelos y punto, fin de la conversación! - Gritó.

María apartó el auricular, lo miró sin ver y volvió a acercárselo. Sofía seguía al otro lado.

- ¿Y su abuela materna?

- ¡No tiene!

- ¿Y yo qué soy?

- ¡Nada!

El silencio de hielo y distancia volvió a formarse entre ellas, duró unos segundos, el necesario para que María pudiera recuperar el aliento.

- ¿Nada? - Apenas un soplo de voz.

- Mamá, no dramatices, me has entendido perfectamente. ¿Acaso vas a ocuparte del niño? ¿Quiéres que le desarraigue, le separe de su familia, de sus amigos, le arranque sus costumbres para traértelo a Martorell y encerrarlo en ese piso con vistas a la pared? – Un nuevo bullicio sonó de fondo y entonces las voces se alejaron. Sofía apagó el cigarro y encendió otro. La primera calada honda, era la mejor – Mamá, escucha, José es un niño feliz, no siente por mí más que una gran gratitud porque sabe que fui amiga de su papá y que por él voy a ayudarle, está pasando por un mal momento, pero aquí, con los suyos lo superará pronto. Yo no puedo ser quien no soy, no quiero esa responsabilidad, no sabría que hacer con ella y no sabría como educarle, acompañarle, hacerle feliz. Soy fría, calculadora y tengo problemas con las raíces que atan. Tú lo sabes. – María no hablaba, ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando por lo que ya sabía inútil. Quizás su hija tenía razón. Mejor pensar con aquella frialdad, en determinados momentos daba mejores resultados. Ella no sabía hacerlo. Siempre el corazón por delante. Corazón roto. – ¿Lo entiendes mamá? – Trató de decirle que sí, pero el teléfono no ofrecía imágenes. – No podemos hacerle eso a un niño feliz. No voy a meterle en mi vida para destrozar la suya. Es así de simple. 


Cristina Tironi Maté nació en Barcelona, pero enseguida la familia se traslada a Gelida, donde reside todavía en compañía de su marido y sus dos hijas. Al nacimiento de la primera, dejó su trabajo en el departamento de contabilidad de una pequeña empresa. Posteriormente, trató de conciliar el mundo laboral con la familia y trabajó como teleoperadora en una empresa de vinos y cavas y en los últimos años, como monitora de clubs de lectura para niños y jóvenes. Siendo la creación literaria una constante en su vida, es autora de varias novelas, relatos y cuentos que reposan pacientes esperando su oportunidad.

Entra en contacto con la Editorial Bubok y lanza al fin su primera novela: Cuando suba la marea.

Cuando suba la marea

Cristina Tironi Maté


Titulo Original: La marea borrará nuestras huellas

Textos de: Cristina Tironi Maté – 2005

Revisado 2010

Edición no abreviada

Portada de: Cristina Tironi Maté

Registro Gral.Propiedad Intelectual Nº B-4211-05

ISBN: 978-84-9981-498-8

DL: M-9570-2011

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok Publishing


A mis padres, que siempre están.

A mi compañero y mis hijas.


Nota de la autora:

Los libros necesitan ser leídos para poder respirar. Por eso la señora María Serna, a sus sesenta y cinco años de edad, ha decidido al fin dejar de guardar silencio. A través de las páginas de esta novela, respira la familia y los amigos de María: Sus hijos Manel, Roger y Sofía; Su hermana Antonia; Rosita la planchadora, Angustias y Filomena; Paco el frutero; los anfitriones de Cal Niuet, Eusebio Tabernero, Petra Prieto y Antoñito Sierra; el Sr. Moisés Durillo, propietario de una librería de Barcelona... Son personajes que han sido desempolvados del fondo de un cajón y sonríen agradecidos porque al fin, alguien más conocerá su historia.

Ellos y por supuesto, yo, les damos las gracias.


1.-EL FUNERAL

Estaba muerto y ella debería respirar liberada, pero se sentía culpable, porque alguna vez, el pensamiento de matarle se había colado en su mente.

- Infarto.-Le habían dicho en el hospital.

Ahora estaba triste y cansada, era ya demasiado tarde, tarde para todo.

Fijó los ojos en la lámpara que pendía sobre la cama. El globo de cristal tenía una grieta que se había hecho el mismo día que Agustín lo colgó. Nunca había sido muy hábil con el bricolaje e incluso la instalación de una lámpara, representaba para él un terrible esfuerzo. El cristal también estaba tarado, el anciano de la tienda le engañó en el último momento, Agustín era un hombre muy despistado y su atención debía estar en cualquier otro producto o cliente... más bien clienta, que María se hacía la tonta para no discutir, pero no lo era y a Agustín las faldas ajenas le volvían la cabeza del revés. Al final la lámpara no quedó mal del todo, habría desentonado en una habitación moderna y bonita, pero no en aquella, de sinuosas paredes, ventanas desencajadas y muebles discretamente apedazados, comprados en una feria de ocasión. El colchón sí que era nuevo, con eso no dio el brazo a torcer, no quería dormir sobre los sueños de otros, tampoco sobre pesadillas que no le pertenecían, que para eso ya tendría ella las suyas. Así se lo había explicado siempre su madre y así fue a lo largo de su vida. Pequeña, sin ruidos, sin grandes acontecimientos, tan solo silencios, minutos de tranquilidad delante del serial de la tele, relax en compañía de una amiga con la taza de humeante tisana entre las manos, un beso en la mejilla regalo de la pequeña Sofía, una sonrisa de Manel, un abrazo de Roger... Sus tres hijos. Pequeños instantes, los más valiosos.

Tenía los ojos irritados de tanto llorar la pasada noche, cuando sus huesos se confundieron con el colchón que habían estrenado la noche de bodas..., la de Agustín y María, a pesar de que él la había hecho a su manera, deprisa y sin contemplaciones... Corría el mes de Marzo de 1954 y como si fuera ayer, recordaba la voz seca del que ya era su marido, “Es normal que te duela”, le dijo. Ella le había mirado con los ojos inundados y ante su imagen borrosa murmuró con labios temblorosos por la intensidad de las emociones, que sí, que suponía que así tenía que ser si él lo decía, pero que quizás podía haber ido con un poco más de cuidado... En realidad esto último no lo dijo, porque María era “una mica bleda”, como se empeñaba en decir su hermana y únicamente sabía decir que sí o callar. Aquella noche, paseó la punta de la lengua por el labio superior para beber la gotita de sangre que su propio mordisco había hecho brotar. Él no dijo nada en defensa propia, nunca decía nada que pudiera darle la razón al contrario, especialmente a su mujer. Le dio un beso en la frente, como haría un padre condescendiente con su hija. Luego señaló su pubis, convenientemente velado por el largo camisón de blanco algodón y románticas puntas que ella se había apresurado a bajar y le sugirió que fuera a lavarse. Un segundo más tarde, los ronquidos llenaban la estancia. Con el paso de los años, seguía mirando el flamante colchón con cierto rencor, como si le hubiese traicionado. No había valido la pena gastar tanto dinero en aquel nido repleto de agujeros, ya que desde la primera noche estaba dispuesto a dejar escapar por ellos sus inocentes ilusiones. Mejor habría sido comprar una buena radio que no emitiera frituras, la gran compañera de su vida...

No conseguía imaginar su futuro, no podía pensar en lo que sería de su vida a partir de aquel momento sin Agustín a su lado, con los hijos tan ocupados, rodeada de tantas y tantas cosas que le hablaban de una larga vida de mujer casada, ama de casa, mujer de cabeza baja y corazón fuerte. “Quizás no todas las mujeres son tan tontas como yo lo he sido –

pensaba - Las jóvenes de ahora saben lo que quieren y lo que no quieren. No se arrugan delante de unos pantalones, por muy bien que le caigan a su percha”.

Sábado, 25 de Julio de 1998

Selena, es diferente, no creo que sea mala mi nuera, supongo que protege su corazón con la distancia y eso la hace parecer fría. No puedo creer que no quiera a mi Manel, a mi pequeña y frágil Juliette, con aquel nombre tan francés que le puso porque le debía parecer muy chic, como todo lo que ella hace. Mi hija Sofía es diferente, mujer fuerte, inteligente, que ha sacado un buen partido de los estudios que su padre y yo le hemos dado, pero que al mismo tiempo han servido para alejarla de nosotros, tan incultos, tan de la calle que la ha visto nacer, que la avergonzamos a pesar de que ella lo niega una y mil veces. Qué puede hacer una abogada en un piso de sesenta metros cuadrados, sin vistas en las ventanas, sin ascensor para alzarla a su nivel, sin calefacción para calentarse durante las noches de duro trabajo... Nunca nos arrepentimos de darle estudios, es la más inteligente de los tres hermanos y habría sido un crimen no aprovecharlo, pero... demasiados humos, quizás demasiadas alabanzas... Roger es el más listo, no el más inteligente, porque las fórmulas y las letras se escapan de su inquieta cabeza, pero tiene la sabiduría de las gentes de las montañas. Siempre supo lo que deseaba y lo ha logrado. María dudaba, era lo que su hijo le explicaba en las cartas llegadas de Francia, tan cerca, tan lejos... Trabajaba con antigüedades al otro lado de los Pirineos con bastante fortuna, según escribía con floridos detalles, no para hacerse millonario, pero sí para vivir holgadamente con Celine y sus hijos, Amelie y Hugo. Celine trabajaba en una boutique de alta costura y su imagen lo delata, siempre tan a la última que invariablemente, después de sus visitas a España, Selena tenía nuevos ataques de impulsivas compras en las boutiques de moda de Barcelona, provocando números rojos en las cuentas familiares... Manel era el que, para su desgracia, más se parecía a su madre. Demasiado bueno, demasiado conformista, ciego de amor por su pareja como para plantarle cara y dejar las cosas en su sitio... Manel, el hijo mayor que parece el pequeño. Roger, el mediano que se ha hecho a si mismo. Sofía, la pequeña, la niña tantas veces deseada, la cuarta, no la tercera, porque antes María sufrió un traumático aborto, un niño menudo, arrugado y amoratado que había nacido ya sin aliento, demasiado agotado de luchar contra su propia debilidad. Sofía se vio favorecida por la desgracia, la “nineta dels ulls” de su padre, la princesita soñada, la mimada de todos y para todo...

Oyó pasos. Sus ojos se descolgaron del techo para buscar la puerta que se abrió tímidamente con una ranura por la que se coló la luz. Puerta gruesa, no por la calidad de la madera, sino por las capas y capas de pintura que la habían engordado con el paso de los años. También estaba torcida, como las paredes y no cerraba del todo, dejaba pasar el aire, las voces y los ruidos, por suaves que fuesen...

- Juliette.

Susurró y la ranura por la que se colaba la luz creció para dejarle ver la silueta de su nieta, hija de su padre, buena, dulce, tímida... hija de su madre, niña de pies a cabeza, ojos inmensos verde esmeralda, labios carnosos, cuerpo espigado pero algún día lleno de formas, como gusta a los hombres, como a Manel le había atraído el de Selena, tan hermosa por fuera como su pequeña Juliette.

- Juliette, entra.

Repitió un poco más alto. La puerta se abrió del todo y la niña llegó a los pies de su cama dibujando saltitos en el aire. “Tantos lazos – pensaba María – tantos volantes. ¿Cómo podrá jugar?” Selena quería ser encantadora, seductora, elegante... Selena deseaba que su mundo fuera todo así, como un decorado a punto para hacer la foto y todo lo adornaba como si de una fiesta se tratara.

- Juliette, deja a tu abuela que descanse.

Miró la silueta de su nuera recortada en el marco de la puerta y le rogó que le dejara a la niña un rato. Selena quedó unos segundos mirándola, agitó los cabellos recientemente teñidos de caoba cobrizo que hacía resaltar sus ojos gatunos e hizo una mueca con sus labios. Luego, como si acabara de tomar la decisión más difícil del día, le concedió a su suegra el favor de tan grata compañía mientras aprovechaba la tarde para hacer algunos encargos. Al menos una bolsa descansaría más tarde a su lado mientras hilase, con cara de agotamiento, el discurso de los penosos encargos que había debido llevar a cabo.

- Gracias.

Murmuró y mientras la pequeña Juliette se acercaba a la cabecera de la cama, Selena se deslizó suavemente por el pasillo hasta alcanzar la puerta de salida. María la imaginó respirando hondo en la estrecha calle, alzando el rostro en busca de la luz, del cielo azul, del aire. Miró a su nieta y decidió olvidar que pertenecía a aquella oscura habitación de deformes paredes y ambiente claustrofóbico para centrarse en su pequeña acompañante.

Juliette sonrió y la luz de su rostro liquidó cualquier resto de oscuridad.

Tan sólo hacía un día que le habían enterrado. El funeral había sido silencioso, lento y repleto de rostros extraños salpicando el manto de los familiares, unos queridos, otros no. Agustín había sido una persona difícil de definir. Su carácter repleto de picos y valles se repartía entre dos territorios, el privado más privado y el público. Frases frías, pasos lentos, miradas duras, intolerancia, machismo y desconsideración en el nido matrimonial, beneplácito concedido a la esposa excesivamente buena, apocada por una educación marcadamente religiosa, machista y servil, esposa sumisa, lista para bajar la cabeza y silenciar las quejas y el descontento. Lista para jurarse una y otra vez que en el fondo no era tan malo, que no le levantaba la mano, que no le faltaba el pan, la ropa o un techo bajo el que cobijarse. En el exterior, carácter abierto, carcajada suelta, partidas de cartas y dominó sobre las mesas del café, mano tendida para el amigo o el vecino. Los hijos quedaban a medio camino entre los dos polos. Besos y autoridad, generosa semanada y control de salidas y entradas, taxista de turno y examen de las pertenencias de bolsos, mochilas y armarios. Al final de toda una vida, sólo ella había conocido al verdadero Agustín Dalmau, el que no se escondía bajo una apariencia amable y generosa, al Agustín de carne y hueso, más de hueso que de carne. Sus hijos guardaban un profundo respeto por el padre perdido, habían aprendido a sortear sus malos días, aprovechando los buenos momentos, los instantes de sonrisas y generosidad. Tras las respectivas huidas a sus propias vidas, María se había sentido tan vacía, tan perdida entre aquellas cuatro paredes, que había llegado a cuestionar las razones de su existencia, al final de sus meditaciones, no podía hallar más que tres, tres poderosas razones con nombre propio y vida propia, Manel, Roger, Sofía... Entonces suspiraba con resignación y sonreía frente a su fotografía, la que habían hecho el verano pasado, los tres hermanos juntos en la orilla del mar.

Al final del funeral, estaban todos agotados, pero se reunieron, según la costumbre, bajo el techo familiar. Roger y Celine, partían aquella misma tarde, habían dejado a los niños con sus abuelos maternos y no podían quedarse ni una sola noche. María se había sentido profundamente decepcionada, pero lejos de pedirles que se quedarán con ella, sonrió comprensiva.

- Dadles un beso muy fuerte y abrazarles como lo haría yo. –

Celine escuchaba en silencio, tomando nota de tan importante encargo –

Decirles que les quiero mucho, que tengo muchísimas ganas de verles. Roger abrazó a su madre como el hijo afectuoso y cálido que había sido de niño. Lo hizo porque se iba de su lado sin haber tenido ocasión de intercambiar apenas unas palabras y se sentía culpable. Su lejanía no le impedía comprender que estaba siendo un poco egoísta, había muerto su padre, pero él tenía su propia familia junto a él, esposa e hijos para llenar los días y las largas noches. Su madre había perdido al compañero de su vida... Allí quedaba en un piso desolado, las manos vacías, el corazón hueco, la memoria repleta de mil imágenes, el convencimiento de que la vida ya no podía ofrecerle grandes cosas, no había un futuro por el que luchar, un marido al que servir, unos hijos a los que cuidar, educar y hacer crecer. María miraba a su nieta Juliette, al menos estaría a su lado para verla crecer, ya que no podía ver a los tres. Creía firmemente que a partir de entonces simplemente existiría para ayudar a los hijos en lo que necesitaran, lo demás quedaba en la penumbra, ganchillo frente a la tele, ganchillo junto a la radio, una ollita en el fuego y la nevera, tan pequeña durante toda una vida, de repente enorme, desproporcionada, vacía y fría como ella se sentía en aquellos duros momentos. Roger la abrazó con fuerza porque sabía todo eso y comprendía, a pesar de que lo hacía con las llaves del coche en la mano, que debía quedarse junto a su madre, que Celine podía irse sola con los niños y él podía quedarse tres días, dos, quizás tan solo uno, pero quedarse junto a ella en aquella dura experiencia.

Les acompañó hasta la puerta y cuando besó sus mejillas, no pudo evitar que sus labios temblasen, como si aquella fuera una despedida definitiva, como si en aquella terrible tarde debiera despedirse de todos sus seres queridos. Roger paseó la mano por su mejilla y le aseguró que la llamaría.

- Estaré esperando.

Murmuró, pensando que no era necesaria aquella promesa, no podía imaginar ni por un momento que al menos durante las primeras semanas, no iban a estar en contacto.

- Si necesitas cualquier cosa...

- No te preocupes, tus hermanos están más cerca.

Sofía se fue a la media hora, tenía un importante juicio que preparar y no disponía de mucho tiempo para hacerlo. Le apuntó un número de teléfono en un papelito que rasgó de una carísima agenda de piel. Su madre la observó sorprendida.

- Llámame si necesitas cualquier cosa por favor.

Miró aquellos números inclinados sin acabar de comprender. Tenía el teléfono de su apartamento, el del móvil y también el del despacho.

- No te preocupes, concéntrate en tu caso, yo estaré bien. María, como tantas madres, poseía un don y no siempre necesitaba que sus hijos le expresaran sus inquietudes. Aquel día estaba especialmente receptiva, los ojos de Sofía brillaban de una forma diferente y comprendió que sí que tenía trabajo, pero que la urgencia la creaba ella al necesitar sumergirse entre leyes para aliviar su dolor y que un buen compañero al lado sería mayor consuelo que el ambiente que se respiraba en el oscuro piso. No la iba a llamar, Sofía era independiente, un ser libre que se ofrecía por obligación pero le molestaban las interrupciones. La pequeña princesa mimada estaba realmente afectada por la muerte de su padre y en su dolor era incapaz de comprender donde quedaba su madre. Desierto en la piel, glaciar en el corazón, infierno en la mente. Sofía necesitaba todas sus energías para concentrarse en si misma, siempre había sido así. Se sentía hundida y el trabajo era su mejor antídoto para el dolor, se sentía sola y la pasión llenaría el vacío. Manel también se fue, Selena estaba terriblemente agotada por los nervios y aquel ambiente no era el más adecuado para una niña sensible como Juliette. Él le pidió a su mujer que se retirara sola, deseaba hacerle un poco de compañía a su madre, esperar a que el resto de los asistentes se retiraran, ayudarle a recoger y esperar a que la fatiga pudiera con el dolor. Pero Selena le abrazó misteriosamente, como ella solía hacer cuando deseaba salirse con la suya, habló entre susurros en su oído y luego recostó la cabeza sobre su hombro, los ojos cerrados, el ceño fruncido. La niña miraba a su madre con seriedad, pero permanecía junto a su abuela, cogida a sus piernas enfundadas en negras medias, a pesar de estar viviendo un tórrido verano. Deslizó la mano por la angelical cabeza y habló muy segura de sus palabras, para no dar opción a réplica y no agotarse más en una absurda discusión que de antemano tenía perdida.

- Selena parece realmente cansada Manel, ve con ellas. Yo estaré bien.

No quedó a merced de sus fantasmas, su hermana Antonia sentenció que se quedaba y ella asintió. No deseaba estar sola aquella primera noche y sus hijos no estaban allí como hubiera deseado. Se dejó caer en el butacón orejero en el que Agustín se sentaba para ver la televisión, leer alguna revista o simplemente fumar sus pitillos o puros. Era cómodo, mucho más que la silla de anea en la que María hacía ganchillo frente a la ventana, para aprovechar la escasa luz. Paseó la palma de sus manos por el gastado terciopelo y pensó que necesitaba con urgencia una buena funda.

- La haré de ganchillo. - Murmuró sin darse cuenta.