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Señales

Director de la colección: Javier Fórcola

Diseño de cubierta: Silvano Gozzer

Diseño de maqueta: Susana Pulido

Corrección: Gabriela Torregrosa

Producción: Teresa Alba

Detalle de cubierta:
Estatua de Pío Baroja, Madrid. Federico Collaut-Vera.

© Francisco Fuster García, 2014

© Del prólogo, Justo Serna y Anaclet Pons, 2014

© Fórcola Ediciones, 2014

c/ Querol, 4 – 28033 Madrid

www.forcolaediciones.com

Depósito legal: M-13465-2014

ISBN: 978-84-15174-97-4

ISBN(ePub): 978-84-16247-32-5

ISBN(Mobi): 978-84-16247-33-2

EUROPA, FIN-DE-SIÈCLE

Europa en 1900.

entre lo viejo y lo nuevo: una crisis de valores

Decía Antonio Gramsci en uno de sus escritos que una crisis siempre se produce cuando «lo viejo muere sin que pueda nacer lo nuevo», y que durante este interregno de transición que toda crisis conlleva «ocurren los más diversos fenómenos morbosos». Eso es justamente lo que sucede en Europa durante el fin-de-siècle: que muere una forma de entender el mundo y que, sin embargo, no termina de nacer nada nuevo, no acaba de cuajar algo sólido ni se impone un credo de valores que logren desbancar y sustituir esos otros principios, ya desechados.

En la obra de varios pensadores que escriben a finales del siglo xix o en las primeras décadas del siglo xx, encontramos esta sensación de escepticismo ante lo que deparará el futuro. Todos se refieren al período finisecular como a una auténtica crisis de la modernidad y nos advierten de que la sociedad europea se encuentra perdida y desorientada. Como sintetizó Gramsci en su definición de crisis, se abre un largo y penoso lapso de tiempo en el que esos nuevos valores que deben sustituir a los antiguos no terminan de tomar forma. Uno de los primeros en darse cuenta de esta situación de «interinidad» de la moral europea es Friedrich Nietzsche, quien lo expresaba magistralmente ya en 1878, en este pasaje de Humano, demasiado humano:

Consolación de un progreso desesperado. Nuestro tiempo da la impresión de una situación interina; danse todavía parcialmente las antiguas concepciones del mundo, las antiguas culturas; las nuevas no son todavía seguras ni habituales, y carecen por tanto de cohesión y consecuencia. Parece como si todo se hiciera caótico, lo antiguo se perdiera, lo nuevo no valiera para nada y se fuese debilitando. Pero lo mismo le pasa al soldado que aprende a marchar: durante algún tiempo está más inseguro y torpe que nunca, pues los músculos son movidos tan pronto según el antiguo sistema como según el nuevo, y ninguno de los dos afirma todavía resueltamente la victoria. Vacilamos, pero es necesario que no nos angustiemos por ello y menos que renunciemos a lo recién logrado. Además, no podemos volver a lo antiguo, hemos quemado las naves; sólo resta ser valientes, resulte lo que resulte.

Como dice el autor de Zaratustra, aunque lo nuevo sea todavía provisional e inseguro, queda la sensación de que la vuelta atrás no es posible, pues los viejos paradigmas ya no son adecuados. Esta misma imagen es la que se desprende de la lectura de las páginas con las que concluía Émile Durkheim su primera gran aportación a la sociología europea, La división del trabajo social (1893). Tras analizar la evolución de la sociedad finisecular y explicar el cambio que ha supuesto el tránsito de la «sociedad mecánica» a la «sociedad orgánica», llega a la conclusión de que la Europa de fin de siglo atraviesa una profunda crisis e insiste en esta imposibilidad de resucitar las antiguas tradiciones. Para este sociólogo francés, lo fundamental es que desaparezca el estado de anomia en el individuo y se traben nuevos lazos de solidaridad; en definitiva, que se forje una nueva moral:

Se ha dicho, con razón, que la moral —y por tal debe entenderse, no sólo las doctrinas, sino las costumbres— atraviesa una crisis formidable. Todo lo expuesto puede ayudarnos a comprender la naturaleza y las causas de este estado enfermizo. Cambios profundos se han producido, y en muy poco tiempo, en la estructura de nuestras sociedades; se han libertado del tipo segmentario con una rapidez y en proporciones de que no hay otro ejemplo en la historia. Por consiguiente, la moral que corresponde a ese tipo social ha retrocedido, pero sin que el otro se desenvolviera lo bastante rápido para ocupar el terreno que la primera dejaba vacío en nuestras conciencias. Nuestra fe se ha quebrantado; la tradición ha perdido parte de su imperio; el juicio individual se ha emancipado del juicio colectivo. Mas, por otra parte, las funciones que se han disociado en el transcurso de la tormenta no han tenido tiempo de ajustarse las unas a las otras; la nueva vida que se ha desenvuelto como de golpe no ha podido organizarse por completo, y, sobre todo, no se ha organizado en forma que satisfaga la necesidad de justicia, que se ha despertado más ardiente en nuestros corazones. Siendo así, el remedio al mal no es buscar que resuciten tradiciones y prácticas que, no respondiendo ya a las condiciones presentes del estado social, no podrían vivir más que una vida artificial y aparente. Lo que se necesita es hacer que cese esa anomia, es encontrar los medios de hacer que concurran armónicamente esos órganos que todavía se dedican a movimientos discordantes, introducir en sus relaciones más justicia, atenuando cada vez más desigualdades externas que constituyen la fuente del mal. Nuestro malestar no es, pues, como a veces parece creerse, de orden intelectual; tiene causas más profundas. No sufrimos porque no sepamos sobre qué noción teórica apoyar la moral que hasta aquí practicábamos, sino porque, en algunas de sus partes, esta moral se halla irremediablemente quebrantada, y la que necesitamos está tan sólo en vías de formación. Nuestra ansiedad no viene de que la crítica de los sabios haya arruinado la explicación tradicional que nos daban de nuestros deberes, y, por consiguiente, no es un nuevo sistema filosófico el que podrá jamás disiparla, sino de que, de algunos de esos deberes, no estando ya basados en la realidad de las cosas, resulta un aflojamiento que no podrá terminar sino a medida que una nueva disciplina se establezca y consolide. En una palabra, nuestro primer deber actualmente es hacernos una moral.

Tres décadas más tarde, Ortega y Gasset publicaba El tema de nuestro tiempo (1923) y coincidía con estos pensadores en señalar la deriva de los viejos ideales, así como la incapacidad de los nuevos para asentarse. El Occidente europeo, concluía Ortega, vive en una total desorientación y sin un sistema al que atenerse:

Imagínese un momento de transición durante el cual las grandes metas que ayer daban una clara arquitectura a nuestro paisaje han perdido su brillo, su poder atractivo, su autoridad sobre nosotros, sin que todavía hayan alcanzado completa evidencia y vigor suficientes las que van a sustituirlas. En tal sazón parece el paisaje desarticularse, vacilar, estremecerse en torno al sujeto; los pasos de éste serían también vacilantes, puesto que oscilan y se borran los puntos cardinales y las rutas mismas se esquivan ondulantes, como huyendo de la planta.

Ésta es la situación en que hoy se halla la existencia europea. El sistema de valores que disciplinaba su actividad treinta años hace ha perdido evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo. El hombre de Occidente padece una radical desorientación, porque no sabe hacia qué estrellas vivir.

Son años en los que surgen nuevas relaciones del individuo con la sociedad y en los que se produce una especie de desproporción o desfase entre el avance de la ciencia y el conjunto de la cultura europea, por un lado, y el progreso cultural y material del hombre, por el otro. El siglo xx nace con la sensación inevitable de que el indiscutible progreso tecnológico y científico de la sociedad europea no ha significado un aumento en el bienestar y la felicidad del individuo moderno.

el malestar de la modernidad

Los historiadores de la crisis finisecular suelen citar la obra del físico húngaro Max Nordau como ejemplo de esa corriente de pesimismo que se apodera del pensamiento europeo durante el cambio de siglo. En efecto, si algo queda claro al leer a quienes vivieron en primera persona la crisis, es que la sociedad atraviesa una fase de descomposición de los viejos ideales en la que proliferan voces que denuncian el desasosiego espiritual que parece haberse enseñoreado del individuo. En Las mentiras convencionales de nuestra civilización (1883), la primera de sus obras más conocidas, Nordau daba un repaso general al estado de la civilización europea y observaba que, en todos los países y en todas las sociedades, los síntomas que imperan son la sensación de decadencia y el convencimiento de que nadie puede escapar a esta «enfermedad general de la época»:

La oposición entre los gobiernos y los pueblos, la cólera de unos partidos políticos contra los otros, la fermentación en las diferentes clases sociales, todo esto no es más que una forma de la enfermedad general de la época. Esta enfermedad es la misma en todos los países aunque en cada uno lleve un nombre distinto; se llama unas veces nihilismo, otras fenianismo, socialismo, antisemitismo o irredenta. Una fase mucho más grave de esta dolencia se manifiesta en el profundo descontento y la melancolía que independientemente de los lazos nacionales o de otros, sin relación a las fronteras políticas y a la situación social, llenan el alma de todo hombre que está al nivel de la civilización contemporánea. Es la nota característica de nuestro tiempo, como la alegría sencilla de la existencia es la de la antigüedad clásica, y la devoción la de los primeros siglos de la edad media.

En otro conocido ensayo titulado Degeneración (1892-1893), una especie de crítica social a mitad de camino entre la medicina y la psicología, este mismo autor nos ofrecía su particular definición del «fin de siglo» y reconocía que, a pesar de lo absurda que pudiera parecer la etiqueta, detrás de ella se escondía una realidad innegable que impregnaba todo el ambiente:

Mas por estúpida que pueda ser la frase «fin de siglo», el estado de espíritu que está destinada a definir existe de hecho en los grupos directores; la disposición de alma actual es extrañamente confusa, hecha a la vez de agitación febril y de alegría desesperada que se resigna; la sensación dominante es la de un hundimiento, la de una extinción.

Pero, como ya he dicho, el pensador que mejor y más pronto reflexionó sobre el malestar y la desazón del hombre moderno fue, sin duda alguna, Friedrich Nietzsche. En la obra que ya he citado, escrita —como todas las suyas— con ese estilo nervioso y sincopado tan característico, el intempestivo filósofo alemán se quejaba con amargura y desencanto de la falta de voluntad del hombre finisecular y del clima de tristeza y pesadumbre que se respiraba en Europa:

El desasosiego moderno. Hacia el oeste aumenta cada vez más la agitación moderna, de modo que a los americanos los habitantes de Europa se les aparecen en conjunto como seres amantes del sosiego y sibaritas, cuando sin embargo entrecruzan su vuelo como abejas o avispas. A tal punto llega esta agitación, que la cultura superior ya no puede rendir sus frutos; es como si las estaciones se sucediesen demasiado deprisa. Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie.

Cual médico en su consulta, Nietzsche se atrevía con un diagnóstico que para él resultaba evidente: Europa era un territorio enfermo. Dondequiera que se mirara, los síntomas del paciente eran siempre los mismos; una dolencia común que él definía como «parálisis de la voluntad»:

Parálisis de la voluntad. ¿Dónde no se padece hoy esta enfermedad? Y a veces la encontramos revestida de cierta elegancia, adornada con verdadera seducción. Para esta enfermedad hay los atavíos más hermosos y engañadores; por ejemplo, la mayor parte de lo que se exhibe con el nombre de «objetividad», de «espíritu científico», l’art pour l’art [el arte por el arte], de «conocimiento puro y desinteresado»; todo esto no es más que parálisis de la voluntad y escepticismo disfrazado. Afirmo que éste es mi diagnóstico de la enfermedad europea3.

Esta impresión de desasosiego va acompañada de otra consecuencia —o causa, según se mire— de esta crisis cultural del fin de siglo: el escepticismo, el cuestionamiento de todo lo que antes parecía probado y aceptado. Son décadas de interinidad en las que la incertidumbre se apodera de todo aquello que, aun siendo sólido —por usar la metáfora marxista—, parecía desvanecerse en el aire. Una imagen se repite en esta literatura finisecular: la de la sociedad europea como un cuerpo enfermo. Lo hemos visto en Nietzsche y lo vemos varias décadas más tarde en la monumental obra de Oswald Spengler, quintaesencia de esta reflexión sobre la decadencia:

El que siente sus miembros es porque está enfermo. Construir una religión ametafísica y rebelarse contra los cultos y los dogmas; oponer un derecho natural a los derechos históricos; «inventar» estilos artísticos por no poder ya soportar y dominar el estilo; concebir el Estado como «orden social» que puede cambiarse, que debe cambiarse —y junto a El contrato social, de Rousseau, hay producciones de idéntico sentido en la época de Aristóteles—, todo esto demuestra que algo se ha deshecho para siempre.

El propio Nietzsche volverá una y otra vez sobre el tema. Sin ir más lejos, en esa crítica feroz a la moral cristiana que es El Anticristo (1888), hablará de la corrupción del hombre provocada por una total ausencia de «voluntad de poder» que no puede tener otra consecuencia que el ocaso: «Yo afirmo que a todos los valores supremos de la humanidad les falta esta voluntad —que los valores hoy dominantes, conducidos bajo los nombres más santos, son valores de ocaso, valores nihilistas». Y es que, al contrario de lo que a veces se suele decir, el nihilismo nietzscheano no parte de la negación de todo por la simple negación. En un pasaje de sus escritos póstumos, el pensador germano da una definición —que recuerda en mucho a ese concepto gramsciano de la crisis— de lo que significa para él este nihilismo:

El nihilismo representa un estado intermedio patológico (es patológica la enorme generalización, la conclusión de que no hay ningún sentido en absoluto): ya sea que las fuerzas productivas no son aún suficientemente fuertes, ya sea que la décadence aún vacila y no ha inventado todavía sus remedios.

[…] La fuerza del espíritu puede estar cansada, agotada, de manera tal que las metas y los valores existentes hasta el momento son inadecuados y no encuentran ya crédito —de manera tal que se disuelve la síntesis de valores y metas (sobre la que descansa toda cultura fuerte), de manera tal que los diferentes valores se hacen la guerra: descomposición.

Como vemos, Nietzsche también considera que los inicios de la modernidad están marcados por este tránsito entre unos valores agotados y otros que todavía no se asientan con la fuerza necesaria; es, como sintetiza el filósofo en una expresión feliz, una disputa entre valores que «se hacen la guerra».

Esta incertidumbre se alargará durante varias décadas de forma que, según Juan Pablo Fusi, en los primeros treinta años del nuevo siglo, «la vida se le había hecho al hombre —a medida, además, que había avanzado en su conocimiento— más problemática. Progresivamente carente de explicaciones trascendentes, esa vida se le aparecía como su única y radical realidad». Ante estas circunstancias, parece no haber consuelo posible. Una vez más, recurro a El Anticristo y a Nietzsche, pues él mejor que nadie describe este pesimismo del intelectual europeo frente a ese individuo «enfermo de modernidad»:

Nosotros [los hiperbóreos] hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino; hemos encontrado la salida de miles de años de laberinto. ¿Quién más la encontraría? – ¿Acaso el hombre moderno? «No sé quién soy ni qué hacer, soy todo lo que no sabe quién es ni qué hacer». – Éste es el suspiro del hombre moderno… De esta modernidad estamos enfermos – de esa paz pusilánime, de ese cobarde compromiso, de toda esa virtuosa suciedad propia del sí y del no modernos.

La prueba de que la crisis se alarga en Europa durante varias décadas es que, bastantes años después de que lo hiciera Nietzsche, Ortega y Gasset también detecta esta indolencia de la sociedad europea. En el prólogo que escribe en 1922 para la segunda edición de España invertebrada (1921), llegaba a una triste conclusión: Europa ha perdido toda capacidad de reacción para cambiar la situación presente y, además, ha perdido la confianza en su propio futuro. A diferencia de lo sucedido después de otras épocas de depresión, la crisis de fin de siglo dejó en el filósofo español la sensación de que, ya desde antes de la Primera Guerra Mundial, el continente se encontraba agotado, sin ninguna ilusión en el porvenir:

A mi juicio, el síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana. Si las grandes naciones no se restablecen, es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición. Y esto, adviértase bien, no ha pasado nunca en Europa. Sobre las crisis más violentas o más tristes ha palpitado siempre la lumbre alentadora de una ilusión, la imagen esquemática de una existencia más deseable. Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas, placeres saben a rancio. ¿Qué es lo que, en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea. No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. Por eso faltan al anciano, y en su hueco vienen a alojarse las reminiscencias.

Europa padece una extenuación en su facultad de desear que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas?


3 Nietzsche, Friedrich, «Más allá del bien y del mal» [1886], en Obras completas (OC), vol. II, Madrid, Gredos, 2009, § 208, p. 493. Estudio introductorio de Germán Cano, traducción de Carlos Vergara. [A partir de este momento, y salvo que se indique algo distinto, cuando cite a Nietzsche lo haré siguiendo esta edición de las Obras completas (OC) en dos volúmenes publicados en 2009 dentro de la colección Biblioteca de grandes pensadores de la Editorial Gredos].

el progreso y sus descontentos

En Las grandes urbes y la vida del espíritu (1903), el sociólogo Georg Simmel emplea su conocida finura analítica para describir el cambio que supone para el hombre moderno la vida en las grandes ciudades que nacen en Europa a principios del siglo xx. Desde el punto de vista de la relación del individuo con la sociedad de su época, considera Simmel que aquello que distingue la modernidad es la lucha constante del sujeto por intentar librarse del dominio que la sociedad ejerce sobre su autonomía, a través de la imposición velada de una cultura y una tradición, de una determinada herencia histórica de la que le resulta imposible sustraerse:

Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de lo históricamente heredado, de la cultura externa y de la técnica de la vida (la última transformación alcanzada de la lucha con la naturaleza, que el hombre primitivo tuvo que sostener por su existencia corporal). Ya se trate de la llamada del siglo xviii a la liberación de todas las ligazones históricamente surgidas en el Estado y en la religión, en la moral y en la economía, para que se desarrolle sin trabas la originariamente naturaleza buena que es la misma en todos los hombres; ya de la exigencia del siglo xix de juntar a la mera libertad la peculiaridad conforme a la división del trabajo del hombre y su realización que hace al individuo particular incomparable y lo más indispensable posible, pero que por esto mismo lo hace depender tanto más estrechamente de la complementación por todos los demás; [...] ya vea el socialismo, precisamente en la contención de toda competencia, la condición para el pleno desarrollo de los individuos; en todo esto actúa el mismo motivo fundamental: la resistencia del individuo a ser nivelado y consumido en un mecanismo técnico-social.

Una de la reacciones del individuo moderno frente a este progreso material de la sociedad europea que amenaza con consumirlo, con asimilarlo como una pieza más de ese engranaje omnipotente que es la civilización occidental, consistirá en adoptar una actitud de descreimiento y escepticismo —cuando no directamente de rechazo y oposición— ante las bondades de este desarrollo indefinido. En el caso de Nietzsche, y por seguir con el autor que he tomado como guía en este paseo por el paisaje intelectual de la Europa de fin de siglo, la duda se convierte con el tiempo en sospecha y, en ocasiones, en una reacción vehemente que él mismo no duda en liderar. En cierto modo, el discurso nietzscheano sobre la enfermedad europea ya es una muestra de la cuarentena a la que el filósofo somete esta idea del avance material basado en la ciencia y la técnica. Como nos explicaba en Humano, demasiado humano, la existencia de espíritus reaccionarios no sólo no es perjudicial para el progreso, sino que, al contrario, sirve para probar —en línea, una vez más, con la idea gramsciana— que si esos nuevos valores de la modernidad no terminan de imponerse claramente es porque hay algo en ellos que los hace débiles, inconsistentes:

La reacción como progreso. Aparecen de vez en cuando espíritus rudos, violentos y arrebatadores, pero no obstante atrasados, que una vez más conjuran una fase pasada de la humanidad: sirven de prueba de que las nuevas orientaciones contra las que operan no son aún lo bastante fuertes, de que les falta algo: si no, harían mejor oposición a esos conjuradores.

Pero, al margen de esta incertidumbre, el innegable avance científico-técnico de la civilización europea a lo largo del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx tiene otras implicaciones. Desde finales del siglo xix son varios los pensadores que, reflexionando acerca de la crisis, se preguntan sobre la repercusión directa que este progreso material de la sociedad tiene en cada uno de los individuos que la forman. De las opiniones de algunos de ellos se desprende que, si algo caracteriza la cultura occidental durante estos primeros años del siglo, es la terrible desproporción que existe entre su alto nivel de desarrollo en todos los aspectos (ciencia, técnica, arte, literatura) y el escaso nivel cultural medio de un individuo que ve como esos avances no tienen una traducción directa en el aumento de su sensación de bienestar, de su felicidad personal.

Uno de los primeros en detectar esta cara menos favorable del progreso es Durkheim, quien en La división del trabajo social ofrece una teoría —sobre la que volveré con mayor profundidad en otro capítulo— en la que establece una relación entre el grado de desarrollo de una sociedad y el número de suicidios que en ella se cuentan. Según este sociólogo, no se puede imputar a la división del trabajo y al progreso toda la responsabilidad sobre el aumento de los suicidios en la Europa finisecular, pero el hecho de que exista una concomitancia entre ambas circunstancias sí prueba que «el progreso no aumenta mucho nuestra felicidad, ya que ésta decrece, y en proporciones muy graves, desde el momento mismo en que la división del trabajo se desenvuelve con una energía y una rapidez jamás conocidas». El auge de la civilización, matiza Durkheim, no comporta un aumento de la felicidad para el hombre moderno, sino más bien un resarcimiento o compensación del perjuicio que la propia civilización le causa por el deterioro que provoca a su sistema nervioso, desacostumbrado a esa rapidez vertiginosa de la modernidad:

[…] los beneficios que bajo ese título proporciona no constituyen un enriquecimiento positivo, un aumento de nuestro capital de felicidad, sino que se limitan a reparar las pérdidas causadas por ella misma. Precisamente porque esa superactividad de la vida general fatiga y afina nuestro sistema nervioso, es por lo que siente la necesidad de reparaciones proporcionadas a sus desgastes, es decir, satisfacciones más variadas y más complejas.

Años más tarde, este mismo autor retomará el tema en El suicidio (1897), un original e innovador ensayo en el que vuelve a relacionar el aumento de suicidios con el desarrollo imparable de la sociedad industrial en el fin de siglo. Durkheim niega que la tesis, según la cual a mayor progreso de la civilización, mayor número de suicidios, sea una ley en abstracto que se cumpla siempre; sin embargo, afirma que, en el caso concreto del progreso científico de la Europa finisecular, es posible que el aumento de suicidios tenga relación con el tipo de progreso que se logra durante estas décadas finales del siglo xix y con las condiciones en las que éste se da:

Hay, pues, lugar a creer que esta agravación es debida no a la naturaleza intrínseca del progreso, sino a las condiciones particulares en que se efectúa en nuestros días, y nada nos asegura que ellas sean normales.

Porque no hay que dejarse deslumbrar por el brillante desarrollo de las ciencias, de las artes y de la industria, de que somos testigos; es cierto que se lleva a cabo, en medio de una efervescencia enfermiza, de cuyas dolorosas resultas cada uno de nosotros se resiente. Es muy posible, y hasta verosímil, que el movimiento ascensorial de los suicidios tenga por origen un estado patológico que acompañe a posteriori a la marcha de la civilización, pero sin ser condición necesaria.

Siguiendo un orden cronológico, otro autor que también reparó en esta relación desigual entre el avance cultural y el incremento del bienestar del individuo moderno fue Gustave Le Bon, quien en su Psicología de las masas (1895) defiende que no se puede responsabilizar a la ciencia moderna de la «anarquía de los espíritus» que cunde en el fin de siglo. La ciencia, afirma Le Bon, «nos ha prometido la verdad o, al menos, el conocimiento de las relaciones accesibles a nuestra inteligencia; no nos ha prometido jamás ni la paz, ni la felicidad».

De todos los pensadores que terciaron con su opinión en este debate, quizá fue Georg Simmel quien mejor explicó la existencia de esta desproporción entre lo que él llama «espíritu objetivo», en referencia al conjunto de la cultura humana, y «espíritu subjetivo», en alusión al desarrollo intelectual de cada individuo. El problema básico radicaba, según Simmel, en el hecho de que el enorme adelanto de la técnica moderna se había objetivado de tal forma que la cultura se había independizado del hombre común, que apenas entendía el funcionamiento de todos los artefactos con los que convivía en su vida cotidiana. Así lo explica en Filosofía del dinero (1900):

Si se compara la época contemporánea con la de hace cien años, se puede decir —con ciertas excepciones— que las cosas que llenan y rodean objetivamente nuestra vida: aparatos, medios de circulación, productos de la ciencia, de la técnica y el arte, están increíblemente cultivados, pero la cultura de los individuos, al menos en las clases superiores, no está igualmente avanzada e, incluso en muchos casos, hasta se encuentra en retroceso. […] En este sentido, hay que recordar que la máquina ha enriquecido su espíritu más que el trabajador. ¿Cuántos trabajadores, incluidos los que hay en la gran industria, pueden hoy comprender la máquina con la que trabajan, es decir, comprender el espíritu invertido en la máquina?

Según Simmel, además de por este desequilibrio entre el avance de la cultura objetiva y el retroceso de la cultura subjetiva, la modernidad también se caracteriza —y en esto coincide con el resto de autores— por el hecho de que este progreso no repercute necesariamente en la felicidad del hombre y por la circunstancia de que, paradójicamente, el individuo se siente necesitado de cultura precisamente porque la que existe, la objetiva, no la siente como suya. Las necesidades culturales del hombre moderno, dice Simmel en El futuro de nuestra cultura (1909), tienen su origen en la «discrepancia entre la sustancia cultural objetiva en aprehensibilidades y espiritualidades, por un lado, y la cultura de los sujetos, por otro, sujetos que se sienten extraños frente a aquélla, dominados por ella, incapaces del mismo ritmo de progreso». Desde su punto de vista, y vuelvo al texto de Filosofía del dinero, este proceso de objetivación de los contenidos culturales se debe, sin ninguna duda, a la división del trabajo y a la especialización:

Tal es, pues, el ámbito en el cual la división del trabajo y la especialización, tanto en el sentido de las personas como de las cosas, dan lugar al gran proceso de objetivación de la cultura contemporánea. Con todas estas manifestaciones se compone el cuadro de conjunto en el que el contenido cultural, cada vez más clara y conscientemente, se convierte en espíritu objetivo, no solamente respecto a aquellos que lo reciben, sino, también, respecto a quienes lo producen. En la medida en que avanza esta objetivación, resulta más comprensible aquella manifestación curiosa de la que partimos: que la elevación cultural de los individuos puede mantenerse muy a la zaga de la de las cosas, tanto las objetivas como las funcionales o las espirituales.

Unas décadas más tarde, varios autores seguirán denunciando esta asimetría entre las respectivas evoluciones de la cultura moderna y del individuo europeo. En La rebelión de la masas (1929), Ortega y Gasset retoma el tema y llega a la misma conclusión que había alcanzado Simmel, aunque lo exprese con una prosa más diáfana e incluso con algún toque de ironía:

Significa que el hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera se ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles.

La responsabilidad de esta diferencia tiene una explicación concreta. Una parte de culpa la atribuye Ortega al flagrante desinterés que el europeo de principios del siglo xx —el «hombre-masa»— siente por la ciencia; para el filósofo madrileño, este individuo moderno se aprovecha de los beneficios del progreso, pero lo hace de forma totalmente ingrata y «sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la civilización». A esto se añade el hecho, no desdeñado en el análisis orteguiano, del avance de una civilización cuya complejidad —como ya había dejado ver Simmel— supera con creces la capacidad de comprensión del hombre medio, impotente ante una evolución cultural cuyo ritmo es incapaz de seguir. Según Ortega, este desequilibrio entre la complejidad de los problemas y la limitación de los individuos que forman la sociedad europea de principios del siglo xx es «la más elemental tragedia de la civilización» y constituye un hecho sin precedentes en la historia; «todas las civilizaciones —sentencia el filósofo— han fenecido por la insuficiencia de sus principios. La europea amenaza sucumbir por lo contrario».

Un año después de la aparición del ensayo orteguiano sobre las masas, Sigmund Freud publica El malestar en la cultura (1930), donde analiza el significado que para el hombre ha supuesto la modernidad y su crisis. Coincidiendo con lo dicho por los autores a los que ya he citado, Freud percibe que el avance científico y tecnológico que ha experimentado Europa genera el desencanto en un individuo que ha visto que, a pesar de este progreso, su felicidad no ha aumentado en proporción:

A esto se suma un factor de desengaño. En el curso de las últimas generaciones, los seres humanos han hecho extraordinarios progresos en las ciencias naturales y su aplicación técnica, consolidando su gobierno sobre la naturaleza en una medida antes inimaginable. Los detalles de estos progresos son notorios; huelga pasarles revista. Los hombres están orgullosos de estos logros, y tienen derecho a ello. Pero creen haber notado que esta recién conquistada disposición sobre el espacio y el tiempo, este sometimiento de las fuerzas naturales, no promueve el cumplimiento de una milenaria añoranza, la de elevar la medida de satisfacción placentera que esperan de la vida; sienten que no los han hecho más felices.

Una última opinión que me interesa rescatar en este debate es la del psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers, que en 1931 publica su obra Ambiente espiritual de nuestro tiempo, donde dedica un apartado a esta paradoja del progreso. En líneas generales, Jaspers coincide con lo dicho por estos autores y añade una nueva perspectiva. A su juicio, la desproporción entre ambas trayectorias es tal que llega un momento en que el individuo ya duda hasta de la utilidad de la ciencia y del sentido que puede tener progresar en conocimientos que solamente son valorados por su aplicación práctica. Para este autor, la ciencia europea de las primeras décadas del siglo xx no está en crisis; quien está en crisis es el individuo, ese «hombre-masa» que ha provocado un «aplebeyamiento de la ciencia»:

La crisis de las ciencias no se sitúa, pues, en los límites de su capacidad, sino en la conciencia de su sentido. Con el derrumbamiento de una totalidad se ha planteado sobre la inmensidad de lo cognoscible la cuestión de si vale la pena conocerlo. Allí donde el saber, sin la totalidad de un ideario, es verdadero, se le estima, en todo caso, según su utilidad técnica. Se sumerge en la infinitud de lo que, en realidad, a nadie le importa.

[…] La inminente evolución de las ciencias no hace, pues, suficientemente comprensible la crisis sino el hombre a quien atañe la situación científica. No es la ciencia por sí, sino él mismo dentro de ella quien se encuentra en crisis. La causa históricosociológica [sic] de esta crisis se sitúa en la existencia de masas. El hecho de la transformación de la libre investigación individual en la explotación de la ciencia trae por consecuencia que cualquiera se crea capaz de colaborar en ella con sólo tener inteligencia y ser aplicado. Surge un aplebeyamiento de la ciencia.

Como expresa el pensador germano en una frase que resume bastante bien este debate sobre la reacción a los efectos contraproducentes del progreso y sobre la desproporción entre el avance de la cultura europea de principios del siglo xx y el desarrollo intelectual del individuo moderno, «la ciencia avanza allende el límite de lo que puede abarcar un hombre; antes de haber asimilado la tradición, ha de morir».

Tradicionalmente se ha pensado que, siendo la del fin de siglo una crisis cultural o de hegemonía, su efecto solamente podía ser percibido por las clases altas de la sociedad europea y, sobre todo, por aquellas elites intelectuales que crean esa cultura hegemónica y que, debido a la formación que poseen en relación a la masa social no alfabetizada, podían acusar más este empobrecimiento de valores. Según esta concepción elitista, la inmensa mayoría de la población de Europa no percibió ningún período de crisis porque su ínfimo nivel cultural ni siquiera le permitía distinguir unos valores de otros, de forma que los cambios producidos en las altas esferas de la intelectualidad no afectaban en modo alguno a su estilo de vida. Siguiendo este mismo razonamiento, algunos autores han defendido que la crisis fue sobre todo un fenómeno urbano, puesto que es precisamente en las grandes ciudades europeas que surgen en el cambio de siglo donde se concentraba esta intelectualidad que sería, a la vez, causante y víctima de este malestar de la modernidad.

Sin embargo, esta visión algo dicotómica ha sido matizada por varios autores, que han afirmado que, de una forma u otra, las clases populares y trabajadoras de la sociedad europea también sienten durante estas décadas de transición esa pérdida de valores y ese ambiente de escepticismo y anarquía moral. Como explica José-Carlos Mainer en Modernidad y nacionalismo, el fin de siglo es «el primer cambio de siglo que se percibió entre premoniciones de catástrofes, añoranzas del pasado e incertidumbres, que incluso calaron en medios populares». Si es acertada esta última postura, como así lo creo, lo cierto es que la crisis de valores afectó a la sociedad europea en su conjunto, al margen de que el distinto grado de ilustración de cada grupo social lo hiciera más sensible a ella. Lo que me interesa en este ensayo es tratar de averiguar si esta crisis fue sentida por Baroja y, si fue así, analizar cómo plasmó el escritor vasco su visión personal en El árbol de la ciencia.

La primera cuestión tiene una respuesta clara: Baroja tuvo una percepción nítida y temprana en el tiempo del ambiente de decadencia y degradación moral que afectó a la Europa finisecular y, dentro de ella, a España. Averiguar cómo esta vivencia personal toma forma en una novela es, de hecho, el objetivo principal de este ensayo.

LA PRIMERA EDICIÓN DE
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA (1911)

Alberto Durero, Melencolia I, 1514.