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JUZO

 

 

 

 

Juan Esteve

 

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© Juan Esteve

© Juzo

 

Twitter: @juanestevejuzo

Web: www.juanmanuelesteve.es

 

Portada por Laura Vento García / Twitter: @96Vento /
Instagram: Lavega96

Contraportada por Álvaro Martínez Martí /
Contacto: varitootirav@gmail.com

 

ISBN papel: 978-84-686-8032-3

ISBN digital: 978-84-686-8066-8

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

 

 

 

 

Para TODA mi familia,
para Estela, y para Roberto.

Ella

 

 

Era hermosa, pero poco a poco la olvido. Hago el esfuerzo por recordar, día tras día, esa larga melena negra que veía desplegarse por mi almohada al despertar, esos pozos de agua cristalina con los que me miraba y esa boca susurrante, capaz de fusionarse con el silencio hasta que la oyes sin oírla.

El día en que murió me había llevado un té con limón a la cama. Pasé la noche tosiendo y ella dijo que me vendría bien.

Cada uno se acuerda de sus estupideces. ¿Verdad?

Luego empiezo a dudar. No consigo saber si era un té con limón o un té con miel.

Y ya no sé si es un recuerdo, o el recuerdo de un recuerdo, aquello que vaga por mi mente.

Solo puedo recordar con nitidez sus últimas palabras, que resuenan por los rincones más recónditos de mi cráneo.

«De acuerdo, ahora te los traigo.»

Sed

 

 

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho nueve y diez —contó Juzo las baldosas mientras arrastraba por el suelo una sierra enorme—. ¿Ya has tenido suficiente?

—Por favor… ¡Máteme ya! —suplicó Daniel con la vista fija en sus ojos cerrados.

—No… no voy a dejarte elegir… —susurró acercándose al rostro de su víctima—. Voy a dejar que te mueras de hambre aquí mismo. Dicen que el hambre es peor que la sed, así que dejaré un par de botellas de agua y me iré, luego mi compañero soltará las esposas desde el salón de mandos para que puedas cogerlas y ambos nos iremos a casa. Nos vemos en unos días.

Se echó el arma al hombro y fue a por las botellas.

Juzo

 

 

Conocí a Juzo en la universidad, era el único alumno ciego de todo el edificio. Según él, nada más olerme ya sabía quién era y lo que llegaríamos a hacer juntos.

Estuvimos tres años sin comunicarnos, hasta que Juzo logró localizar a Constanza, ese sádico hijo de puta que lo había dejado ciego. Fue entonces cuando me llamó. Nunca he visto lo que hace a esos psicópatas, pero ninguno sale vivo de la sala blanca.

Yo financié todo, la compra del edificio, los «utensilios» y el sistema de seguridad. Nadie sabe lo que hacemos, pero si lo supiera más de uno lo agradecería.

Así es, Painless SA se dedica, aparte de a vender productos farmacéuticos, a deshacerse de toda escoria habitante de este mundo: pedófilos, asesinos en serie, violadores, directores o actores de snuff

Madre

 

 

—Dime, Pedro, el nombre de alguna chica que hayas matado, cómo lo hiciste y dónde tiraste el cadáver, o te despellejaré —ordenó mi compañero.

—Marta Ramírez… —contestó titubeante—. La violé y la maté con una vara de hierro, luego tiré su cadáver al río…

Juzo sacó su móvil, en el que yo había introducido desde la cabina el fijo de aquella chica.

—¿Hola? ¿Hablo con la madre de Marta? —preguntó. Recibió una respuesta afirmativa que retumbó triste en los altavoces de la sala—. Verá, señora, a fin de que sufra lo menos posible seré breve —anunció antes de que pudiera oírse el llanto de la mujer—. Cálmese. Mi nombre es Julián, pero me llaman Juzo. Tengo delante de mí, atado a una silla y a falta de la mitad de sus dientes, al hombre que violó y asesinó a su hija con una barra de hierro. —La mujer rompió en llantos por lo que él cambió su tono de voz a uno más suave—. Un hombre como él me quitó mis ojos, y ahora, aún ciego, puedo manejar a la perfección la catana que empuño con mi mano derecha. Usted elige, señora. Si no le agrada la idea tengo muchísimos más elementos de tortura preparados para este tipo de gente que le enumeraré con mucho gusto.

—¿Puedo… hablar con él? —preguntó la madre.

—Claro —respondió Juzo con una sonrisa de oreja a oreja, se retiró el teléfono y lo puso en el oído de aquel psicópata—. Ahí lo tiene.

No tenía ningún interés en oír lo que esa mujer tenía que decirle, ya había escuchado sus llantos y no necesitaba más, así que apagué los altavoces y las cámaras.

Media hora después Juzo apareció por la cabina con un montón de aparatos en las manos que tiró en el fregadero.

—Dile a Néstor que pase a limpiar. —Acto seguido lanzó su móvil contra la pared—. Bien jugado, abre champán.

Él era un joven albino bastante delgado que, en su infancia, lucía unos hermosos ojos rojos. Mataron a sus padres el mismo día que se los arrancaron. Ahora portaba una media melena blanca que acentuaba con una gabardina negra y unas botas de trabajo.

Había pasado los últimos diez años entrenándose para matar. Nunca quise analizar su comportamiento, tenía un pasado muy duro, por eso yo intentaba saber lo menos posible.

Ojos

 

 

—¿Diga?

—Soy Juzo, he encontrado a Constanza.

Mis piernas se paralizaron, pero pronto recorrió mi cuerpo un escalofrío que más que intimidarme me sirvió como un chute de energía.

—Bien. ¿Dónde estás?

—En su casa, este es su número, rastréalo y encuéntrame. Trae cloroformo y unas pinzas.

Antes de que pudiese llamar al timbre él ya me había abierto. Constanza no estaba en casa y él ya había desplegado, en la encimera de la cocina, un arsenal de instrumentos de tortura, pero lo que él quería era unas pinzas.

Cuando el hombre entró por la puerta me lancé hacia él con el cloroformo, quedando éste dormido en menos de diez segundos. Jamás olvidaré su rostro al despertar atado a una silla y con la sonrisa de Juzo mirándolo fijamente.

—Tú… —Esa fue mi parte favorita puesto que empezó a temblar cual flan.

—¿Quieres verlo? —me preguntó con las pinzas en la mano.

—Sí, la ocasión lo merece.

Pero en cuanto puso el instrumento en el dedo gordo del pie de Constanza comencé a vomitar como una manguera.

—Yo lo limpio luego, no te preocupes. Ve al salón y cierra la puerta.

Pude oír, durante tres horas, los gritos desgarradores de aquel psicópata, y a Juzo decir cosas como «Probemos con el cuchillo de mantequilla» o «¿Dónde tienes las cucharas?» y yo bien sabía que no estaba preparando una tarta.

Dos horas después de que los gritos cesaran Juzo apareció en el salón con la cara tapada por sus manos llenas de tierra.

—¡Sorpresa! —destapó su rostro y abrió los ojos.

Llevaba puestos los de Constanza.

Sarcófago

 

 

La puerta trasera de la sala blanca se abrió cegando a Javier, que ya llevaba dos horas despierto en la sala negra. Avanzó asustado, vestido con una musculosa blanca y unos calzoncillos azules a rayas, y se sobresaltó al ver a Juzo apoyado en la pared con una gigantesca sierra al hombro.

—¿Quién eres? —titubeó el hombre.

—Me llamo Juzo, y tú Javier. Cuéntame, ¿qué te gusta? —le preguntó sin mover la mirada del sarcófago que yo previamente había situado en medio de la sala.

—¿Cómo?

—Que qué es lo que te gusta: el fútbol, la televisión, matar niños… yo qué sé.

Aquel psicópata quedó paralizado. Intentó abrir la puerta por la que había entrado sin conseguir ningún resultado. Fue entonces cuando vio que Juzo no le seguía con la mirada, por lo que tomó al ciego como una presa fácil. Pero, al lanzarse a por él, éste hizo un movimiento rápido y le cortó el brazo de un golpe.

—Qué pena… yo solo quería charlar… Métete en el sarcófago —ordenó mientras su presa se retorcía de dolor en el suelo—. ¿Me has oído?

Se acercó y lo pateó en las costillas desplazándolo un par de metros.

—¿Qué… eres? —preguntó Javier agonizando antes de que Juzo le clavase sus garras metálicas en el cuello para meterlo en el sarcófago.

Esa fue la única vez que le vi matar a alguien, cuando cerró poco a poco aquel aparato. Pude oír los gritos desgarradores mientras los pinchos atravesaban su cuerpo.

—Es el sonido de la justicia… —murmuré para mis adentros.

Cuando los gritos cesaron y vi que Juzo planeaba abrir el sarcófago cambié de cámara para que este me impidiese ver el desastre que quedaba de Javier Peñafiel.

—Por favor… —le escuché suplicar.

Lo único que pude ver fue a mi compañero mover la sierra a una velocidad vertiginosa mientras chorros de sangre salpicaban cada rincón de la sala y él reía a carcajadas.

Desconecté la cámara y el micrófono y abrí el champán.

—Quiero a Alcala —entró Juzo con el traje y la sierra chorreando. Dejaba tras de sí un reguero de sangre.

Jhonny Alcala era uno de los asesinos en serie más conocidos de la época por haber matado a más de doscientas mujeres, pero más que nada por su aparición en un programa de citas de televisión. Hizo en él un pequeña broma cuando la pretendiente le preguntó «Si fueras una comida, ¿cuál serías?» y este respondió «Un plátano, pélame».

Cuando me lo pidió, Alcala se hallaba cumpliendo trece cadenas perpetuas en una prisión estadounidense, pero no era la primera vez que sacábamos a alguien de la cárcel para matarlo. Me costó diecisiete millones de dólares entre un soborno y otro, pero realmente era para una buena causa.