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www.uninorte.edu.co

Km 5 vía a Puerto Colombia. A.A. 1569

Barranquilla (Colombia)
 

© Universidad de Norte, 2012
Orlando Araújo Fontalvo
 

ISBN 978-958-741-217-8 (impreso)

ISBN 978-958-741-232-1 (PDF)

ISBN 978-958-741-233-8 (ePub)


 

Coordinación editorial
Zoila Sotomayor O.
 

Diseño y diagramación
Munir Kharfan de los Reyes
 

Diseño de portada
Angélica Albarracín
 

Corrección de textos
María Guerrero
 

Epub x Publidisa

 


Para Martha, estas páginas, la brisa del alba
y el lamento insomne de los gallos.

.
A Pedro Pablo Serna,
José Amar Amar,
Sandra Álvarez y Zoila Sotomayor,
por el apoyo para sacar adelante
este proyecto editorial.

 

Y a Ramón Illán Bacca,
dilecto maestro, amigo y facilitador
de libros inconseguibles.

El autor

ORLANDO ARAÚJO FONTALVO

Candidato a Doctor en Literatura, Universidad de Antioquia (Colombia). Magíster en Literatura Hispanoamericana, Seminario Andrés Bello, Instituto Caro y Cuervo (Colombia). Licenciado en Lenguas Modernas, Universidad del Atlántico (Colombia). Profesor investigador de tiempo completo de la División de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad del Norte. (Colombia). Coordinador del Grupo Análisis en Filosofía y Literatura, ANFIL (Colciencias). Fue catedrático en la Universidad Nacional de Colombia y profesor asistente de Novela Hispanoamericana en el Seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo. Numerosos artículos de su autoría han sido publicados en revistas especializadas. Es autor del libro Gabriel García Márquez: el Caribe y los espejismos de la modernidad (Editorial Universidad del Norte, 2010). Ha participado como ponente en congresos nacionales e internacionales de literatura.

Introducción
Los avatares del centauro

Las páginas que siguen están desprovistas de vanidad, si ello es acaso posible. Pretenden apenas compendiar el discurrir azaroso del volumen que el lector tiene en sus manos. Poner en evidencia la forma zigzagueante en que, a través de los años, cada parte se abrió paso hasta producir esta ligera apariencia de unidad. Tal vez, simplemente, así tenía que ser. El más antiguo de estos ensayos, por ejemplo, fue escrito a finales de 1999, en los albores del fin del mundo. El más reciente, a mediados de 2010. Sin que hubiera sido nunca un propósito, cubren una década de lecturas y de búsquedas. Algunos fueron concebidos en las callejuelas de la vieja Bogotá; otros, en algún café de Medellín, o en mitad de una caminata por la rivera del Sinú. Uno de ellos lo inicié en Niterói, que significa agua escondida, y lo terminé en un pequeño estudio a orillas del Guadalquivir. Son asedios, es verdad, que nunca pretendieron ser reunidos en un mismo volumen. Sin embargo, los vincula a todos la pasión, el rigor y la pulcritud que corresponde al centauro de los géneros.

El primer ensayo, “Las contingencias del valor en la dinámica de los discursos institucionales. El caso de Germán Espinosa”, procura responder a la pregunta tantas veces formulada (y tal vez nunca respondida) respecto de por qué los colombianos nos demoramos tanto en reconocer el valor de una obra como la de Germán Espinosa. En julio de 2010, una versión resumida de este texto fue leída en el marco de las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana llevadas a cabo en la Universidad Federal Fluminense (Río de Janeiro, Brasil). “La memoria excéntrica en El entenado, de Juan José Saer”, nuestro segundo texto, es una sucinta aproximación a la poética histórica de este formidable escritor argentino, a cuya obra me acerqué gracias a Julio Premat, catedrático en la Université de Paris III-Sorbonne Nouvelle. Con el tercer texto, “Alfredo Bryce Echenique, un mundo para el plagio”, le dediqué hace muchos años una sonora carcajada a quien fuera uno de los más renombrados escritores de América Latina. “Los Buen- día: la mitificación de la nostalgia”, el ensayo más antiguo, el de los ecos excesivos, fue publicado en la primera entrega de La casa de Asterión. Curiosamente, esta pieza sólo vino a encontrar su lugar definitivo en el presente volumen y no en mi libro anterior sobre García Márquez.

El quinto ensayo, “Gallera, de Alejandro Álvarez: el pico y la espuela en las letras del Caribe”, se publicó en Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamérica y fue presentado en la Universidad de Antioquia en el Congreso Nacional de Lingüística, Literatura y Semiótica. El ensayo analiza el contexto de producción de uno de los mejores cuentos costumbristas del Caribe colombiano. Sin ser exhaustivo, da cuenta del paso de “los gladiadores emplumados” por los diferentes campos de producción cultural del continente. En la misma revista apareció también el ensayo “Alberto Duque López: incesto, hedonismo y gerontofobia en Retrato de una señora rubia durante el sitio de Toledo”, texto que se aproxima a la madurez narrativa del desaparecido escritor barranquillero.

El séptimo ensayo, “Efraim Medina Reyes y la nueva novela del Caribe colombiano”, es en realidad una conferencia que escribí para un congreso al que nunca asistí. Luego, el manuscrito fue leído en la Universidad de Córdoba y publicado por la Revista de Estudios Literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Espéculo publicó asimismo el ensayo “Ursúa, ficción e historia en una nueva crónica de Indias”, sobre la primera entrega de la trilogía de William Ospina. El análisis de la espléndida novela del poeta tolimense, había sido ya leído en la Universidad Popular del Cesar, a escasos metros del pedregoso Guatapurí. Finalmente, el volumen se cierra con el ensayo, “Germán Espinosa, entre el cosmopolitismo y la fa- bulación de la historia”, escrito para un seminario doctoral en Medellín, leído en Brasil y luego publicado en una revista chilena.

Así pues, Nostalgia y mito: ensayos de crítica literaria no es el clásico volumen académico, pleno de teoría, unidad y aplicación. Es más bien, según creo, una obra que procura reflejar la heterogeneidad y la riqueza de aquello que, a falta de mejor término, hemos decidido llamar literatura.

 

Orlando Araújo Fontalvo
 

Campus de la Universidad del Norte
Barranquilla, marzo de 2012

LAS CONTINGENCIAS
 DEL VALOR EN LA DINÁMICA
 
DE LOS DISCURSOS INSTITUCIONALES
EL CASO DE GERMÁN ESPINOSA

Todo valor es radicalmente contingente, en el sentido de que no es ni un atributo fijo, ni una cualidad inherente, ni una propiedad objetiva de las cosas, sino más bien un efecto de múltiples variables, en continuo cambio y en continua interacción.

Barbara Hermstein Smith

Una de las polémicas más encendidas de los últimos tiempos en lo que a los estudios literarios se refiere tiene que ver con los procesos que acompañan y, en buena medida, determinan la valoración estética y la canonización de una obra literaria. La noción de valor, emanada del campo económico, enfrenta no poca resistencia cuando se la transfiere a los ámbitos de producción del arte. El argumento que con mayor frecuencia se esgrime tiene que ver con que, supuestamente, los enfoques de valor que maneja la teoría económica pierden su eficacia cuando con alguno de ellos se pretende analizar el valor de una obra literaria. Se olvida, en este sentido, que el valor de la literatura depende también de la dinámica de una economía personal que involucra intereses, necesidades y predisposiciones en relación con un contexto histórico en continua fluctuación, en continuo cambio.

Aunque resulta cierto que el valor de una novela, una colección de cuentos o un poemario no depende —o no debería depender— del tiempo empleado por el autor en su escritura, ni de los avatares de la oferta y de la demanda, es irrefutable que las instituciones con autoridad evaluadora no han escatimado esfuerzos por ocultar los nexos entre la estética y el valor de uso de la literatura. Sin embargo, como afirma Barbara Herrnstein Smith (1988), no hay ninguna razón para suponer que el valor de las obras de arte sea ajeno a la instrumenta- lidad pragmática. Por el contrario, la mayoría de las veces el valor estético de una obra está indisolublemente ligado a su utilidad y a la función que ciertos sectores le han asignado al interior de una determinada comunidad de intérpretes.

En este caso, uno de los conflictos centrales tiene que ver con lo que podría llamarse las contingencias del valor estético y los mecanismos de canonización de una obra literaria. En Colombia, ese debate no debe reducirse a la palmaria imposibilidad de definir un valor estético transhistórico, esto es, permanente, sino que en su lugar debe procurar explicar por qué determinadas obras y autores han perdurado como auténticos monumentos de la cultura colombiana, mientras que otros, en cambio, están muy lejos siquiera de ser considerados o apreciados como poseedores de algún recóndito valor. No hay la menor duda: el campo literario, en tanto espacio de pugnas estéticas e ideológicas, es un ámbito propicio para analizar en profundidad esta compleja problemática. Los intereses políticos y económicos, las distintas visiones de país que han ido elaborando las élites dirigentes, la participación de la iglesia en la educación y en la construcción del canon literario son diferentes aristas de un mismo problema que, hasta el momento, no ha sido suficientemente estudiado. Por ello, casi siempre se evade la discusión del porqué determinados autores han gozado del favor tradicional de la crítica y de los lectores, mientras que otros, sin que medie consideración alguna de orden estético, simplemente han sido relegados al olvido o a la censura.

Por ello, para vislumbrar los móviles que determinaron en Colombia el reconocimiento, la valoración y, de un tiempo a esta parte, la canonización del escritor cartagenero Germán Espinosa, es preciso despejar primero algunos interrogantes. Para empezar, cabe preguntar, por ejemplo: ¿cuáles han sido los fundamentos que se han esgrimido en el país acerca del valor literario?, ¿cuáles son los presupuestos que se esconden detrás de los juicios de valor?, ¿cuál ha sido la relación entre el concepto de valor estético y la misma noción en otros campos como la economía y la política?, o, para preguntarlo de otra forma, ¿cuál ha sido la dinámica de los campos discursivos institucionales que ha dominado en Colombia a lo largo de su historia y que ha hecho posible la valoración y revaluación de determinados escritores y la devaluación de otros?

En este sentido, el complejo proceso de formación del canon literario colombiano supone, a todas luces, una dinámica que rebasa la esfera de lo puramente estético, y si bien su esclarecimiento resulta de la mayor importancia para los estudios literarios del país, no debe pensarse, como afirma John Guillory, que el problema histórico de la exclusión, de la margina- ción de determinados sectores de la sociedad y de la perversa distribución del capital cultural se va a resolver de la noche a la mañana con una política imaginaria de la representación, esto es, incluyendo o excluyendo nombres de las antologías o de las listas oficiales de lecturas. En realidad:

Muy poca oportunidad de regocijarse al ser “representados” en el canon han tenido aquellos a los que nunca se les ha enseñado, o se les ha enseñado inadecuadamente, la práctica de la lectura. Tal representación no se dirige a, o compensa, las condiciones socioeconómicas de su existencia mientras que la escuela siga distribuyendo inadecuadamente el capital cultural (2001: 249).

La cuestión del valor

Para una criatura con capacidad de respuesta, existir es evaluar.

B. H. Smith

Frank Kermode (2002) afirma que la cuestión del valor, que en el pasado desveló a los filósofos, ahora se halla en el centro de las preocupaciones de la crítica literaria. Sin embargo, agrega el crítico británico, “en el estado actual del debate sería imprudente intentar una definición de valor literario. Hacerlo entrañaría la osada afirmación de haber establecido antes el problema mucho más general del valor” (633). No puede dejar de reconocer, eso sí, lo que llama el punto de vista moderno que ha dominado los procesos de valoración de las obras literarias y que apunta hacia el mérito de las obras, concentrándose en la descripción y el análisis de las mismas. Esta posición parte del supuesto según el cual determinadas obras son más valiosas que otras. De este modo, se afirma cierto esencialismo en la literatura, un valor intrínseco, objetivo, desinteresado, que precisa ser descrito. En otras palabras, “el valor de un libro está en algún lugar del libro, esperando que alguien, o preferentemente una sucesión de personas, lo descubra” (634).

Una segunda concepción de la cuestión del valor, que a falta de mejor término Kermode llama posmoderna, lo encarna Barbara Herrnstein Smith —a quien se ha venido citando— para quien la naturaleza del valor es radicalmente contingente. No se debe pensar en el valor como una esencia intemporal y fija, como un atributo inherente a una obra de arte en particular o a cualquier objeto en general. Por el contrario, todo valor, sostiene la autora, es el resultado de múltiples y a menudo contradictorias variables. El valor literario es, así, el fruto de una dinámica compleja que involucra diversas esferas como la política, la economía, la ideología, la estética, entre otras, puestas en perspectiva por un evaluador que en no pocas ocasiones manipula e impone una determinada valoración. Con todo, el valor contingente dista mucho de ser subjetivo, relativo o arbitrario, toda vez que tiene una existencia objetiva en una específica comunidad interpretativa en donde la arbitrariedad frecuentemente da paso a una evidente motivación. Dicho de otro modo, entre más fuerte sea una contingencia, menos contingente resultará a los ojos de la comunidad. Como cuando en ciertos círculos se afirma que una determinada novela es superior a otra y no están para nada claros los motivos, pero se da por sentado que sí lo están.

Si el criterio de valor es que la literatura debe contribuir a la producción de una conciencia histórica nacional, entonces las obras más valiosas serán justamente aquellas que mejor reflejen la esencia de lo que podría llamarse “el alma nacional". En contraposición, las obras dignas de convertirse en alimento para el olvido serán todas aquellas que no consigan encarnar el auténtico espíritu de la patria, que lo desdibujen o que pretendan apartarse de la norma preestablecida. En cualquiera de los casos, el silogismo se construye a partir de una premisa en extremo falaz, cuyo propósito es servir de fachada a intereses diversos y criterios que en absoluto tienen que ver con el orbe de la estética. Jan Mukarosvky, en 1936, había ya adherido a una definición teleológica del valor como “la capacidad de una cosa para servir a la consecución de un objetivo dado” (Jandová, 2000: 146). De donde se desprende enseguida la cuestión respecto de quién determina en últimas dicho objetivo y su consecuente orientación. El problema, de inmediato, se instala en una nueva esfera que supera los límites del objeto mismo y lo sitúa en el plano de la subjetividad. Una subjetividad que, sea dicho de paso, no es individual sino colectiva, transindividual. Desde distintas disciplinas, entre estas la filosofía y la teoría de la argumentación, se ha puesto en evidencia de manera contundente la conexión entre los procesos de valoración y los mecanismos de la persuasión, lo cual tiene que ver con lograr que la gente actúe de determinada manera.

En el caso de la literatura colombiana, para empezar a entrar en materia, los partidos políticos y la iglesia —para sólo citar estas dos instituciones con poder de evaluación— se arrogaron por mucho tiempo la facultad para definir los criterios a partir de los cuales era preciso discernir el valor de las obras literarias. Como bien lo ha demostrado David Jiménez (1992), a la crítica literaria colombiana le ha costado un ojo de la cara emanciparse de la iglesia, del imperio de la gramática y de los partidos políticos.

El deslinde entre el campo de la política y el de la crítica literaria fue difícil. La primera impuso sobre la segunda no sólo ciertos fines a menudo impertinentes sino también ciertas peculiaridades estilísticas, derivadas unas veces de las exigencias del panfleto, la propaganda y la polémica, otras de la elocuencia retórica orientada a la agitación partidista. La emancipación de la crítica con respecto a la religión y a la moral tampoco estuvo desligada de su emancipación política, pues en la historia de Colombia lo uno venía con lo otro. Dividir a los críticos literarios en conservadores y liberales era lo mismo que dividirlos en católicos y librepensadores. La crítica fue una actividad de militantes que casi nada tuvo que ver con valoraciones puramente artísticas (11-12).

Baldomero Sanín Cano fue, hacia finales del siglo xix, uno de los primeros y también más enérgicos en plantear el debate sobre la autonomía del campo literario frente a las instituciones del poder: la iglesia, el gobierno, los partidos. La reacción en su contra no se hizo esperar. “Miguel Antonio Caro vio en él al más peligroso de los enemigos de la ortodoxia, desertor de todo aquello que cimentaba la verdad, para el humanista conservador: la religión católica, el patriotismo, la tradición hispánica y clásica” (14). Y todo parece indicar que, hasta bien avanzado el siglo XX, en ese pulso histórico le fue mejor a Caro que a Sanín Cano, pues en la pervivencia de un canon literario conservador subsiste aún el influjo de cierta ideología tradicionalista que se las ha arreglado para incidir si bien ya no propiamente en la crítica, sí, por lo menos, en otras importantes instituciones del sistema literario colombiano. El alegato de García Márquez, “La literatura colombiana: un fraude a la nación” (1962), sólo vino a resarcirse parcialmente con la consolidación de una nueva crítica, de corte académico, más libre y más preparada, surgida de los departamentos de literatura de ciertas universidades colombianas y extranjeras.

Se ha escrito varias veces —decía en su momento García Márquez— la historia de la literatura colombiana. Se han intentado numerosos ensayos críticos de autores nacionales, vivos y muertos, y en todo tiempo. Pero en la generalidad de los casos esa labor ha estado interferida por intereses extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política, y casi siempre distorsionada por un equivocado orgullo patriótico. De otra parte, la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura ha hecho de la moral religiosa un factor de tergiversación estética (7).

Algunos de los críticos literarios más influyentes de la primera mitad del siglo XX en Colombia provienen efectivamente de la Iglesia o están por completo persuadidos de la moral católica. Nombres como los del sacerdote jesuita Félix Restrepo, el sacerdote salesiano José Joaquín Ortega Torres y el pedagogo y escritor Luis María Mora, son apenas una muestra del control que ejercía el clero sobre el campo literario. Si a esto agregamos que desde el Concordato de 1887 el gobierno había cedido a la Santa Sede el control de la educación del país —bien conocida es ahora la importancia de la escuela en la construcción del canon literario— se puede entonces dimensionar la injerencia eclesiástica en la institución literaria nacional. En este sentido, es célebre el encontronazo del padre Félix Restrepo con García Márquez y la censura impuesta por la Academia Colombiana de la Lengua a la primera edición de La mala hora a raíz de ciertos “brochazos obscenos” atribuidos por el sacerdote evaluador al lenguaje procaz del novelista costeño.

Novelistasy buenos,