Cuba a la mano

 

Anatomía de un país

 

Sergio Guerra Vilaboy
Roberto González Arana



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PRESENTACIÓN

Este libro presenta una visión de conjunto sobre la historia de Cuba, su población, las relaciones internacionales, su economía, su cultura y educación, y muy diversos aspectos, para comprender mejor la importancia de la mayor de las Antillas en el contexto actual. Como antecedente, ya en 1940 se publicó en Cuba un libro en el que se mostraba de manera ilustrada la historia de este país.

Previamente, los historiadores Guerra Vilaboy y González Arana han realizado investigaciones conjuntas sobre diversos temas como las relaciones entre Colombia y Cuba (Colombia, 1989), la integración de América Latina (México, 2000) o las revoluciones latinoamericanas (México, 2006), fortaleciendo con ello la interacción entre la Universidad de La Habana y la Universidad del Norte. El formato en el cual fue diseñado pretende facilitar el acceso a un libro divulgativo, escrito para un muy diverso tipo de lector, no solamente del mundo académico.

Esta obra inicia la colección Gran Caribe, proyecto Editorial del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad del Norte el cual se propone difundir muy diversos aspectos de la realidad histórica, económica, social, política y cultural de los países que integran la Gran Cuenca del Caribe a través del acercamiento a la historia de los países que conforman esta región. A esta colección se unirán trabajos sobre la historia de América Latina.

Se trata de despertar el interés general por reconocer la riqueza y diversidad del Gran Caribe, región relativamente poco conocida por el público no académico. Y no es casual que hayamos comenzado con la mayor de las Antillas, país con el cual nos unen vínculos históricos muy sólidos.

A propósito de las relaciones internacionales, resulta de especial interés leer esta obra sobre Cuba para comprender mejor la evolución de los vínculos entre esta isla y América Latina, así como la historia de sus relaciones con los Estados Unidos, hoy en un momento histórico de profundos cambios, tanto para la geopolítica regional como para la vida económica y política de la isla.

 

Guerra Vilaboy, Sergio.

Cuba a la mano : anatomía de un país / Sergio Vilaboy Guerra, Roberto González Arana. — Barranquilla, Col. : Editorial Universidad del Norte ; Instituto de Altos Estudios Sociales y Culturales de América Latina y el Caribe, reimp., 2015.

334 p. : il., col. ; 17 cm.

Incluye referencias bibliográficas (p. 321-326)

ISBN 978-958-741-559-9 (impreso)

ISBN 978-958-741-560-5 (PDF)

ISBN 978-958-741-561-2 (ePub)

1. Cuba—Historia. 2. Cuba—Condiciones económicas. 3. Cuba—Condiciones sociales. 4.Cuba—Política y gobierno. I. Vilaboy Guerra, Sergio. II. González Arana, Roberto. III. Tít.

(972.91 G934 23 ed.) (CO-BrUNB)

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www.uninorte.edu.co

Km 5, vía a Puerto Colombia

A.A. 1569, Barranquilla (Colombia)

 

Colección Gran Caribe

© 2015, Universidad del Norte

Sergio Guerra Vilaboy, Roberto González Arana.

Coordinación editorial

Zoila Sotomayor O.

Diseño y diagramación

Álvaro Carrillo Barraza

Corrección de textos

Luz Ángela Uscátegui C.

Diseño de portada

Jorge Arenas

Versión ePub
Epígrafe Ltda.
http://www.epigrafe.com

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

© Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio reprográfico, fónico o informático, así como su transmisión por cualquier medio mecánico o electrónico, fotocopias, microfilm, offset, mimeográfico u otros sin autorización previa y escrita de los titulares del copyright. La violación de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

HISTORIA

Los indocubanos y la conquista española

Se supone que los primeros habitantes de Cuba llegaron de las regiones de Mississippi y Florida a través de una gran isla desaparecida, ubicada donde hoy están las Bahamas, hace unos diez mil años. Con posterioridad arribaron nuevos pobladores de origen arhuaco, procedentes de la América del Sur, proceso que estaba en pleno florecimiento cuando se inició la invasión europea al continente americano. Los aborígenes de esta procedencia dominaban la mayor parte del territorio cubano a la llegada de los conquistadores españoles, muchos de cuyos vocablos se usan todavía hoy para designar lugares, objetos y actividades.

Se considera que una pequeña parte de los primitivos habitantes de la isla, arrinconados en las zonas occidentales, eran simples recolectores, vivían en cavernas y desconocían la agricultura, aunque los restantes pobladores indígenas ya eran incipientes agricultores —cultivaban tabaco, maíz, malanga, boniato y yuca o mandioca— y alfareros, y residían en aldeas de pequeño tamaño ubicadas, por lo general, en zonas costeras o a orillas de los ríos. Los pueblos originarios que encontraron los invasores europeos en Cuba fueron denominados en forma tradicional como guanahatebeyes, ciboneyes y taínos, aunque estos nombres han variado en la medida que han avanzado las investigaciones arqueológicas.

Cristóbal Colón y sus acompañantes se encontraron la isla de Cuba en su primera travesía al llamado Nuevo Mundo, después de tropezar con la diminuta isla Guanahaní (hoy Watling), situada en el archipiélago de las Bahamas, el 12 de octubre de 1492. Quince días después recorrieron un tramo de la costa norte de Cuba antes de seguir a la vecina isla de La Española por donde, en definitiva, comenzó la conquista y colonización española del continente americano. En un segundo viaje, Colón recorrió buena parte del litoral sur de la isla.

En particular, la dominación de Cuba por los europeos solo comenzó en 1510, encabezada por Diego Velázquez. Poco antes, Nicolás de Ovando, gobernador de Santo Domingo, había ordenado en 1508 la exploración del territorio vecino, empresa que fue acometida por Sebastián de Ocampo al año siguiente, quien demostró que Cuba, como la llamaban los aborígenes, era una isla, nombre que prevaleció sobre el de Juana o Fernandina con el que los españoles intentaron bautizarla.

Los capitanes Velázquez y Pánfilo de Narváez fueron los artífices de la conquista del territorio cubano para España y de someter sus poblaciones aborígenes, tras vencer la heroica resistencia organizada por el cacique Hatuey, proveniente de la vecina Quisqueya o Santo Domingo, quien fue capturado y poco después ejecutado en una hoguera. La figura de Hatuey se convertiría desde principios del siglo XIX, en el imaginario nacional, en símbolo de la resistencia contra el invasor extranjero, aunque también el cacique Guamá se distinguió en la lucha contra los conquistadores.

Como parte del proceso de asentamiento de los españoles en Cuba fueron fundadas las primeras villas, comenzando por Baracoa (hacia 1511), en el extremo oriental de la isla. Después siguieron Bayamo (1513), Trinidad, Sancti Spíritus y La Habana (1514) —ubicada en un inicio en la costa sur y trasladada a su sitio actual cinco años después— Santiago de Cuba —donde Velázquez, primer gobernador de Cuba, estableció su capital—, Remedios (1515) y Puerto Príncipe, hoy Camagüey, en 1516.

Hay que advertir, como ya se hizo en el caso de La Habana, que muchas de estas primeras villas cambiaron varias veces de sitio hasta encontrar su emplazamiento definitivo, donde se encuentran hoy. Durante los siglos siguientes se fundaron las villas de Holguín (1523), Batabanó (1559), Alquízar (1616), Pinar de Río (1669), Matanzas (1663) y Santa Clara (1689), por mencionar solo las más sobresalientes.

La llave del Nuevo Mundo

Tras el agotamiento de los pocos yacimientos aluviales de oro existentes en el territorio cubano, la actividad económica descansó, en los primeros tiempos coloniales, en la cría de ganado vacuno, porcino y caballar —que se reprodujeron en forma masiva en los bosques cubanos—, con vistas tanto al consumo local como a la exportación hacia las nuevas colonias continentales establecidas por España. Las tierras cubanas entregadas en mercedes a los primeros colonos dieron lugar a estancias, hatos —para el ganado mayor— y corrales, estos últimos destinados a la cría de cerdos.

A todo lo largo de los siglos XVI y XVII, y aun en la primera mitad del XVIII, se mantuvo la importancia de la ganadería extensiva, pues la exportación de cueros sustituyó a la minería aluvial como segundo ciclo económico de Cuba. En forma paralela se fueron desarrollando otras actividades económicas, en especial el cultivo del tabaco y la caña de azúcar, que trajeron aparejados ciertos cambios en la estructura de la propiedad de la tierra.

Pero el despegue económico de la mayor de las Antillas estuvo asociado a su posición geográfica, pues pronto La Habana se convirtió en el sitio ideal para la escala de las embarcaciones españolas. En la espaciosa y protegida bahía de Carenas se efectuaba el carenado —de ahí su nombre—, reparación y aprovisionamiento de las naves que pasaban el invierno en las Indias y regresaban agrupadas en flotas a Europa a comienzos del verano.

La Habana, además de su posición estratégica, era favorecida por las corrientes marinas y los ritmos cíclicos de los vientos del Atlántico, que impulsaban a las embarcaciones españolas en su viaje a la metrópoli. Eso explica que en poco tiempo Santo Domingo dejara de ser la escala más frecuentada de los navíos ibéricos en sus viajes al continente y entrara en rápida decadencia. La sustitución se confirmó definitivamente en 1561 al instaurarse el sistema de flotas: desde entonces la isla comenzó a ser conocida como “la llave del Nuevo Mundo” o “antemural de las Indias Occidentales”.

La singular importancia de La Habana la convirtió en una codiciada presa de corsarios, piratas y de las flotas de las potencias rivales de España. Por ello, las autoridades coloniales de la isla se preocuparon por su defensa, levantando las primeras fortificaciones del puerto habanero, formadas por plataformas, trincheras, caminos cubiertos, puestos de observación de madera y torretas. Estas últimas, situadas en las cercanías de las costas, estaban inspiradas en las torres medievales, aunque sus delgados y altos muros de mampostería eran poco resistentes a la artillería de la época.

La principal edificación militar era La Fortaleza, erguida en 1539 a la entrada del canal de la bahía. Esta rudimentaria construcción no pudo resistir el primer ataque del que fue objeto y fue fácilmente destruida por el corsario Jacques de Sores en 1555, quien después ocupó y destruyó la villa.

El éxito de este marino francés reveló el peligro que corrían las riquezas que eran transportadas a través de La Habana y la fragilidad de sus comunicaciones con España. Por esa razón, el nuevo gobernador de Cuba, Pedro Menéndez de Avilés, comenzó en 1558, con fondos procedentes del Virreinato de Nueva España, la construcción de la primera gran fortaleza que tuvo La Habana: el Castillo dela Real Fuerza. Ubicado a unos cien metros de la boca de la bahía y contiguo a la Plaza de Armas de la villa habanera, la gran obra se terminó en 1577.

La monarquía española comprendió que para poner fin a posibles depredaciones de corsarios y piratas, así como disuadir a las flotas enemigas, no bastaba con el Castillo de la Fuerza, por lo que era necesario implantar un sistema defensivo permanente más ambicioso. Las fortificaciones que se diseñaron no estaban destinadas a la protección de toda la isla, sino solo al puerto habanero y a las flotas que allí se cobijaban durante varios meses al año.

Las monumentales edificaciones militares ideadas para La Habana formaban parte de un vasto plan de fortificación que también incluía los puertos de Santo Domingo, Cartagena y Portobelo. Juan de Tejeda, un veterano de las guerras de Flandes, fue designado gobernador de Cuba en 1589 y encargado de esta tarea, con el asesoramiento del ingeniero militar italiano Juan Bautista Antonelli.

El proyecto defensivo del puerto de La Habana comenzó por ubicar en la boca del estrecho canal de acceso a la bahía, en la cima de un escarpado peñasco o morro, el Castillo de los Tres Reyes del Morro y, en la orilla opuesta, al Castillo de San Salvador de la Punta. Esto permitía que, de ser necesario, cruzaran sus fuegos sobre la entrada de la bahía. Ambas construcciones eran fortificaciones clásicas con baluartes, que superaron las deficiencias detectadas en la anterior fortaleza de la Real Fuerza.

La Punta, edificada en 1590, de trazado en forma de trapezoide, se levantó sobre un terreno rocoso, con dos niveles de altura y una plaza de armas central. Enfrente, en la propia boca del canal de la bahía, se irguió al mismo tiempo, sobre un promontorio, el imponente Castillo del Morro, adaptado en forma magistral por Antonelli a las peculiaridades del terreno rocoso. Estaba diseñado para que las tropas y la artillería se movieran con facilidad por su interior mediante rampas, escaleras, anchas explanadas y pasadizos dirigidos a los diferentes niveles de defensa donde se encontraban los baluartes, las cortinas, las plataformas y las casamatas.

Como consecuencia del apogeo de La Habana, convertida en una plaza fuerte de primer orden desde las postrimerías del siglo XVI, la villa devino en el centro de la economía de la isla, lo que explica que entre 1570 y 1622 el número de sus habitantes se multiplicara por veinte. También ello determinó cambios en su estructura política y administrativa, pues desde 1607 la capital cubana se situó en La Habana, donde de hecho estaba desde 1553, aunque el gobernador de Santiago de Cuba conservó la jurisdicción de toda la región oriental y cierta autonomía, lo que fue una fuente posterior de conflictos. En ese contexto se inscriben las ordenanzas municipales, promulgadas por el oidor Alonso de Cáceres en 1574, que regulaban múltiples aspectos de la vida económica y social de la isla.

A esta altura, la agricultura comercial había hecho ciertos progresos, en particular en el cultivo del tabaco y el azúcar, aunque también respecto a la producción de alimentos para abastecer a las villas y, muy en especial, a la voraz ciudad de La Habana. Desfavorecidas en relación con la capital, las poblaciones del interior de la isla sobrevivieron gracias al comercio ilegal o de “rescate” que se efectuaba con corsarios, bucaneros y piratas ingleses, franceses y holandeses, y que las autoridades coloniales combatieron sin resultados; este fue el caso de Melchor Suárez de Poago, representante del gobernador Pedro Valdés, quien trató de poner coto al contrabando en Bayamo, a principios del siglo XVII.

Los corsarios de las naciones enemigas de España hostilizaron con frecuencia a Cuba, como los famosos Francis Drake y Henry Morgan. Uno menos conocido, Gilberto Girón, atacó Bayamo, que era entonces la ciudad más importante después de La Habana, y tomó prisionero al obispo Juan de las Cabezas Altamirano, que fue rescatado por los pobladores de la zona. Estos hechos fueron narrados por Silvestre de Balboa en un texto poético conocido como Espejo de paciencia, considerada como la primera obra literaria cubana.

Despegue de la plantación azucarera

Cambios importantes ocurrieron en Cuba a consecuencia de las reformas borbónicas. Entre las medidas dispuestas por España deben mencionarse la supresión del sistema de flotas (1748), el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz, la apertura de puertos al comercio y una amplia reforma administrativa, que incluyó la aparición de la Secretaría de Indias (1718) —que fue reemplazando al anticuado Consejo de Indias— y el establecimiento de la Intendencia (1764). A este listado puede sumarse la supresión de la facultad de mercedar tierras para los cabildos y la autorización, dada en 1740, a la Real Compañía de Comercio de La Habana, formada con capitales insulares, gaditanos y de la propia corona, para operar en la isla.

Una expresión del avance socioeconómico cubano fue la aparición de nuevas instituciones, como el Tribunal del Protomedicato (1709), encargado de autorizar el ejercicio de médicos y boticarios, la introducción de la imprenta en 1723, la fundación de los primeros colegios y, sobre todo, la creación de la Real y Pontificia Universidad de La Habana, en 1728. La Habana, que ya concentraba la mitad de la población de la isla —unos cien mil habitantes— se había convertido, en el siglo XVIII, en la principal ciudad del Caribe y Centroamérica.

Las reformas borbónicas llegaron acompañadas de un aumento de los monopolios, tributos e impuestos, como el aborrecido estanco del tabaco, que impuso precios ruinosos a la producción de los cosecheros cubanos, conocidos como “vegueros”. Con el objetivo de controlar la creciente producción tabacalera de la mayor de las Antillas se había fundado en La Habana una factoría, con extensiones en Santiago de Cuba, Trinidad y Bayamo, las principales villas en cuyas cercanías existían vegas de tabaco. En particular, el oneroso estanco fue la causa de las primeras expresiones de protesta de la población criolla registradas en la isla.

El descontento contra el injusto pago que recibían los vegueros por el tabaco se manifestó en Santiago de Cuba y en la región central (Arimao) —donde los campesinos se negaron a llevar las hojas del tabaco a Trinidad—, aunque fueron las protestas ocurridas en La Habana las que devinieron en un movimiento de franca rebeldía. En 1717 cientos de cosecheros de la capital cubana, armados con machetes y fusiles de las milicias, se concentraron en señal de protesta en Guanabacoa, Santiago de las Vegas y Bejucal, así como a orillas del río Almendares.

El clímax se alcanzó en agosto de ese año, cuando los propios vegueros, al grito de “¡viva Felipe V y abajo el mal gobierno!”, se apoderaron de La Habana durante tres días y obligaron al capitán general Vicente Raja, junto con los funcionarios reales comisionados para la implantación del estanco, a marcharse a España en los mismos galeones que esperaban por el tabaco. En 1723 el violento movimiento de protesta volvió a desencadenarse, ahora por las demoras en el pago del tabaco por las autoridades coloniales. En esta ocasión, la mayoría de los indignados cosecheros acordaron no vender ni sembrar más tabaco.

Esta vez las autoridades coloniales reaccionaron con una sangrienta represión, aprovechando la división del movimiento veguero entre un grupo conciliador y otro intransigente. En estas condiciones, el nuevo gobernador español, Gregorio Guazo, que había llegado con abundantes refuerzos militares de la metrópoli, atacó a los cosecheros, dejando un saldo de varios muertos y heridos, así como una docena de prisioneros. Por orden expresa de la máxima autoridad colonial, estos últimos fueron ejecutados y sus cadáveres colgados, como escarmiento, a la vista pública. El estanco tuvo que ser suprimido por varios años.

También en el siglo XVIII se intensificaron las guerras coloniales que impactaron a Cuba, destacándose entre ellas la llamada guerra de la Oreja de Jenkins (1739-1742), en cuyo contexto se produjo la ocupación inglesa de Guantánamo y los intentos de apoderarse de Santiago de Cuba en 1741. Sin embargo, el acontecimiento de mayor envergadura ocurrió durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), ocasión en que veinte mil soldados británicos se lanzaron sobre La Habana y, tras cruenta lucha, tomaron la loma de La Cabaña y la fortaleza de El Morro, lo que determinó la capitulación española. En la tenaz resistencia ofrecida a los invasores sobresalieron las milicias locales al mando del regidor criollo José Antonio Gómez, quien perdió la vida.

Casi un año duró la ocupación inglesa de La Habana y sus alrededores. La dominación británica en esta región occidental propició un inusitado florecimiento económico y comercial gracias a la momentánea eliminación de estancos, monopolios y otras restricciones, incluida la libre introducción de esclavos y la apertura del comercio, en particular, con las trece colonias inglesas de Norteamérica. En julio de 1763, en virtud del Tratado de París, La Habana volvió a la soberanía española, aunque ya Cuba no volvería a ser la misma de antes.

Una de las consecuencias inmediatas de la ocupación inglesa de La Habana fue la modernización del ineficaz sistema defensivo del puerto, valiéndose del situado novohispano. Además de la reconstrucción de las fortalezas de El Morro y La Punta, fueron erigidos los castillos de El Príncipe (1779), Santo Domingo de Atares (1767) y la descomunal edificación de San Carlos de la Cabaña.

En particular, la fortaleza de La Cabaña fue levantada entre 1763 y 1774, en la parte este del canal de entrada y a muy poca distancia del Morro, con más de 700 metros de largo, que la convirtieron en uno de los más formidables recintos militares de América. Contaba con un complejo engranaje interno formado por fosos con cortaduras, poternas, escaleras y rampas, que permitían moverse con agilidad por su interior. Además, disponía para las tropas de amplios cuarteles abovedados de piedra y sillar y de dos espaciosas plazas de armas.

Como parte de estas transformaciones militares, promovidas por las autoridades coloniales, se reorganizaron las milicias de pardos y negros, formadas por criollos y población libre, que fueron beneficiadas con fueros, inmunidades y exenciones tributarias. La élite criolla fue la responsable de uniformar, equipar y entrenar las fuerzas puestas bajo su mando. El nuevo sistema defensivo significó la creación de regimientos de blancos y batallones de pardos y morenos, diseminados por toda la isla.

Para su funcionamiento, se redactó un minucioso reglamento (1763-1764) basado en las experiencias obtenidas en La Habana durante la lucha contra los ingleses. Las milicias cubanas jugarían un importante papel en 1781, en el propio territorio norteamericano, durante la nueva guerra contra Inglaterra, que estalló durante la contienda independentista de las trece colonias inglesas, pues España respaldó a los colonos rebeldes y permitió, desde 1776, su comercio con la isla.

Todos estos acontecimientos contribuyeron a enrumbar a la isla en forma definitiva hacia la economía de plantación, favorecida por las ventajas de su ubicación geográfica (en el paso obligado de las principales rutas mercantiles, del comercio triangular y muy cerca de las fuentes africanas de esclavos). Cuba se fue especializando desde entonces en la producción a gran escala para el mercado externo de azúcar —en menor medida, café y tabaco—, lo que vino acompañado de una mayor capitalización y la desaparición de las viejas formas de tenencia de la tierra (hatos, corrales, etc.).

El extraordinario desarrollo de la economía de exportación tuvo su centro en el occidente de Cuba, donde se fomentaron numerosas plantaciones azucareras en torno a los puertos de La Habana y Matanzas. El despegue de la economía de plantación, como en el resto del Caribe, se basaba en la intensa explotación de los esclavos africanos, cuya libre trata había sido decretada por Carlos IV en 1789.

De esta manera, si hasta 1762 se calcula la entrada de unos sesenta mil esclavos en la isla, en los treinta años siguientes ingresó casi la misma cantidad, mientras se triplicaba la producción azucarera. Así pudo conformarse, en el occidente de Cuba, la mayor concentración de esclavos de toda Hispanoamérica a principios del XIX.

En 1790 el valor de las exportaciones por el puerto de La Habana superaba los diez millones de pesos, diez veces más que veinte años atrás. El comercio de Cuba, que en 1770 requería apenas cinco o seis barcos, dependía de doscientos en 1778. Según un informe consular, en 1785 arribaron al puerto de Cádiz 51 mercantes procedentes de Cuba, mientras solo 25 llegaban de México, 20 de Venezuela, 17 del Río de la Plata, 5 de Nueva Granada, 5 del Perú, 3 de Centroamérica y 1 de Puerto Rico.

A este auge económico y comercial también contribuyó la acumulación de capitales en manos de la élite criolla, que estableció sólidas relaciones con el Gobierno español, y la labor de algunas figuras como Francisco de Arango y Parreño, cuyo Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla (1792) se convirtió en un verdadero programa para el desarrollo de la economía de plantación. A esos años corresponde también una mayor diferenciación social, cada vez más visible en la ciudad de La Habana. Casi al mismo tiempo se fundaban la Real Sociedad Económica de Amigos del País y el Papel Periódico de La Habana (1791), pionero de la prensa escrita en la isla, y poco después se organizaba el Real Consulado de Agricultura y Comercio (1795).

A consolidar la expansión de las plantaciones de caña de azúcar en Cuba contribuyó en forma directa la revolución haitiana de 1791. La salida de Saint Domingue de los mercados internacionales elevó en forma considerable los precios y alentó la economía de la isla, que en poco tiempo ocupó el tercer lugar como productor mundial del dulce. La propia coyuntura estimuló otros rubros agrícolas como el café y el tabaco, este último, replegado poco a poco a ciertas zonas de Pinar del Río.

Solo entre 1792 y 1827 se fundaron más de dos mil cafetales, muchos de ellos en la región oriental, fomentados por colonos franceses escapados del violento levantamiento de esclavos en la vecina Saint Domingue. Ese auge económico sin precedentes se fundamentó, como se ha dicho, en el extraordinario aumento de la fuerza de trabajo esclava, que pasó de ochenta y cuatro mil personas en 1792 a doscientos veinticinco mil en 1817.

Independentismo, reformismo y anexionismo

La Habana fue también la primera ciudad de toda Hispanoamérica donde se pretendió crear una junta de gobierno autónoma, en el contexto del inicio de la rebelión española contra los ocupantes franceses en 1808. Pero el movimiento fracasó muy en ciernes, ante la resistencia de las autoridades tradicionales —confirmadas en forma oportuna por la recién creada Junta Central metropolitana— y el elemento peninsular.

En la capital de Cuba, el 17 de julio de 1808, un grupo de acaudalados criollos —entre los cuales descollaba el síndico del consulado habanero Francisco de Arango y Parreño— intentó convencer al capitán general, el marqués de Someruelos, de la conveniencia de convocar una junta general. El proyecto, que implicaba el aumento de la influencia de la élite habanera sobre el gobierno colonial, fue abandonado por la manifiesta hostilidad de la Intendencia de la Real Hacienda, la Superintendencia de Tabacos y la Comandancia de la Marina, con el apoyo de los comerciantes y altos funcionarios españoles. Así fracasó lo que estuvo a punto de ser la primera junta hispanoamericana.

La conspiración frustrada dos años después en La Habana, el 4 de de octubre de 1810, dirigida por el rico criollo Román de la Luz, fue un movimiento parecido, pues se sabe que los complotados ofrecieron el Gobierno al propio marqués de Someruelos para desconocer al sucesor nombrado. Sin embargo, fuera de estos dos conatos, Cuba se mantuvo tranquila al estallar la lucha por la independencia en las restantes colonias hispanoamericanas, aunque no puede dejar de mencionarse tampoco la conspiración igualitarista de mulatos, negros y esclavos, que abortó en 1812, y cuyos principales líderes, entre ellos José Antonio Aponte, fueron ejecutados.

Las causas de la persistente fidelidad de Cuba a España tuvieron mucho que ver con la relación que se fue tejiendo entre los plantadores y grandes propietarios de la isla con la monarquía española. Esta alianza, que se esbozaba desde fines del siglo XVIII y se selló después de 1814, tras el restablecimiento del régimen absolutista por Fernando VII, se basó en la urgente necesidad de recursos económicos de la corona, que Cuba proporcionaba en forma abundante, como ninguna otra colonia, gracias a sus crecientes exportaciones de azúcar al mercado norteamericano (y que recaudaban solícitos funcionarios públicos criollos), en un momento en que, en la práctica, habían desaparecido los ingresos procedentes de los demás territorios, declarados en franca rebeldía.

Este apoyo se sustentaba en la libertad de comercio —que España permitía a Cuba desde 1792— y en el mantenimiento de la trata. El promedio de entrada de esclavos en la isla, entre 1789 y 1820, fue de más de siete mil por año, uno de los más altos en todo el periodo de la trata, aunque en 1817 llegaron a ingresar más de treinta y dos mil africanos.

Además, el primer periodo liberal en España desalentó a los ricos plantadores habaneros, pues no estuvo acompañado de las ansiadas libertades autonómicas. En cambio, permitió el debate en las Cortes —en las que no se consideraban representados de manera apropiada— de una legislación antiesclavista (1811), respaldada por varios delegados liberales españoles.

La sola discusión de esta propuesta en Cádiz alarmó a los plantadores y traficantes de esclavos, que llegaron incluso a valorar por primera vez la posibilidad de la anexión a Estados Unidos. Algunos de los miembros de la élite propietaria de Cuba hicieron saber al representante del Gobierno norteamericano, William Shaler, recién llegado a La Habana en calidad de cónsul (1810), que de aprobarse semejante ley en las Cortes, los criollos estarían dispuestos a pedir la incorporación de la isla a Estados Unidos.

Por otro lado, el establecimiento de la libertad de imprenta, puesta en vigor por las Cortes el 11 de noviembre de 1810, posibilitó que la aristocracia habanera fuera objeto de frecuentes ataques en varios de los nuevos periódicos que ahora circulaban por la capital cubana. Las críticas eran promovidas por los comerciantes monopolistas y por los propietarios españoles, resentidos por las concesiones hechas por España a los ricos plantadores criollos del occidente de la isla. Por eso la élite de las regiones occidentales, satisfecha con las garantías obtenidas de la corona para la expansión de la economía azucarera, se sintió aliviada con el restablecimiento del absolutismo que puso fin a los denuestos que recibía de la prensa liberal española de la isla, a las agresivas manifestaciones públicas en su contra y a cualquier amenaza a sus intereses.

Las contradicciones de la aristocracia criolla con los residentes peninsulares en la isla, apenas insinuadas antes de 1814, se agudizaron después de la sublevación de Riego en España, en enero de 1820. Durante el trienio liberal (1820-1823), La Habana fue escenario de violentos enfrentamientos entre los liberales españoles, seguidores del clérigo castellano Tomás Gutiérrez de Piñeres, y prominentes miembros de la élite cubana occidental, encabezada por un rico esclavista, el conde de O’Reilly.

Los o’reillynos o yuquinos—como también eran conocidos—, que contaban con el respaldo de pequeños propietarios y artesanos criollos blancos, se habían beneficiado con las disposiciones económicas y comerciales aprobadas por Fernando VII para Cuba tras el restablecimiento del absolutismo. Nos referimos a la abolición del estanco (1817), la libertad de comercio (1818) y la propiedad de las tierras mercedadas (1819).

En particular, esta última medida permitió a los ricos plantadores apropiarse de las fincas en usufructo de vegueros y campesinos pobres, muchos de ellos de origen canario. A esas ventajas se sumaron, después, la supresión del arancel restrictivo de 1821, la adopción de uno especial al año siguiente, la creación de un puerto libre en La Habana y garantías para el mantenimiento de la trata y la esclavitud.

Los piñeristas, por su parte, eran casi todos españoles de capas medias y bajas, bodegueros, vendedores ambulantes, artesanos e inmigrantes pobres —llamados, en forma despectiva, “uñas sucias”—. Contaban con el apoyo de una parte del ejército y de las recién creadas milicias nacionales, nutridas de peninsulares, que defendían el programa liberal de la revolución de Riego. En sus filas también ocupaban un sitio los monopolistas españoles, perjudicados por la apertura comercial. Todos acusaban a la élite criolla de valerse de sus cargos públicos, títulos nobiliarios e influencias —como la del poderoso intendente de Hacienda Alejandro Ramírez, verdadero “segundo poder” en la isla—, para afectar los intereses de España en Cuba.

Esas eran las verdaderas causas de la fidelidad a la metrópoli de la aristocracia de La Habana y Matanzas, preocupada por la buena marcha de la economía de plantación, cuyo desarrollo podía quedar interrumpido con una masiva sublevación de esclavos o el estallido de un movimiento independentista. Las élites criollas de las localidades centrales y orientales de la colonia —marginadas de los extraordinarios beneficios de las exportaciones azucareras—, así como una parte de la población autóctona de la propia capital cubana, se inclinaban cada vez más a la emancipación.

Durante el trienio liberal español (1820-1823), jóvenes criollos de diferentes partes de la isla vertebraron las primeras organizaciones dirigidas a conseguir la independencia. La más extendida fue, sin duda, la conspiración separatista conocida como Soles y Rayos de Bolívar, que se proponía organizar una rebelión armada en 1823 para establecer la república, con el nombre indígena de Cubanacán. En las provincias del interior, y muy en particular en las ricas regiones de Puerto Príncipe (Camagüey) y Trinidad, los conspiradores contaban con la simpatía de hacendados y propietarios criollos, y algunos de ellos fueron arrestados por las autoridades coloniales al descubrir los planes de los Soles y Rayos de Bolívar.

Por otro lado, la discriminación en la elección de los delegados de las Cortes, los propios debates frustrados en Cádiz y las escasas conquistas estampadas en la constitución gaditana convencieron a muchos criollos, sobre todo a partir del fracaso del trienio liberal (1820-1823), de que ni siquiera la victoria final del liberalismo daría la plena igualdad a los territorios americanos. La falta de voluntad de los representantes españoles —cegados por sus estrechos intereses metropolitanos— para dar respuesta favorable a las modestas peticiones de los diputados americanos, unida a la posterior reimplantación del absolutismo con la disolución de las Cortes (de mayo a octubre de 1823) y al desarrollo exitoso de la guerra emancipadora en la América hispana, terminaron por desilusionar a muchos diputados criollos, como ocurrió con el prestigioso presbítero cubano Félix Varela, que había depositado sus esperanzas reformistas en las Cortes españolas.

Obligado a refugiarse en Estados Unidos desde diciembre de 1823 —tras las persecuciones desatadas contra los liberales después del restablecimiento del absolutismo— y desengañado de la metrópoli, que se negó a aceptar sus propuestas autonómicas para Cuba, el reconocimiento de la independencia de los países hispanoamericanos y su plan de abolición de la esclavitud, el sacerdote habanero se convirtió en independentista. Con objetivos proselitistas, Varela publicó en Estados Unidos el periódico El Habanero, que circuló en Cuba de forma clandestina.

La confluencia de intereses entre la élite criolla habanera y el poder colonial en Cuba se fortaleció todavía más durante el Gobierno del capitán general Francisco Dionisio Vives, iniciado en mayo de 1823, quien había cultivado sus relaciones con los plantadores y comerciantes cubanos durante los diez años que había representado a España en Estados Unidos. Esta alianza, hilvanada con la hábil utilización de personas influyentes en la corte de Madrid por parte de la aristocracia cubana, fue garantizada con las constantes remesas a Fernando VII, agobiado por las penurias económicas y financieras. La colaboración de la élite del occidente de la isla con las autoridades españolas llegó al extremo tras abortar, a fines de 1823, la conspiración de Soles y Rayos de Bolívar y de exigir castigos draconianos para los implicados.

La postura contrarrevolucionaria de la élite criolla habanera estaba en consonancia con la labor del nuevo intendente de Hacienda del Gobierno colonial en la isla, el criollo Claudio Martínez de Pinillos, que sería premiado con el título de conde de Villanueva. Pinillos dirigía personalmente todas las actividades del espionaje español contra los independentistas refugiados en el exterior y trataba de torpedear sus planes de enviar expediciones revolucionarias a Cuba, con apoyo de México y Colombia. Incluso llegó al extremo de preparar el asesinato de Félix Varela, ya exiliado en Estados Unidos.

Las concesiones a los plantadores y traficantes de esclavos fueron factores decisivos en la supervivencia del poder colonial en Cuba, junto al reforzamiento militar hispano dirigido, primero, a recuperar sus posesiones americanas, y luego, a establecer el territorio de la isla como principal refugio de las tropas y familias realistas que se retiraban en masa del resto del continente. Entre 1821 y 1823 llegaron a Santiago de Cuba numerosos soldados españoles, lo que aumentó de manera desmesurada la presencia militar de España en la mayor de las Antillas.

Adicionalmente, la élite criolla de La Habana y Matanzas, en plena expansión económica y comercial, estaba consciente de la necesidad de preservar un fuerte aparato estatal para garantizar la tranquilidad de las dotaciones de esclavos, que ya en esta época constituían un tercio del medio millón de habitantes de Cuba. A ello debe agregarse la abierta oposición de Estados Unidos, que aspiraba a heredar de España el dominio de la isla; esto explica que Cuba y Puerto Rico fueran los únicos territorios hispanoamericanos que no alcanzaron su emancipación en las primeras décadas del siglo XIX.

En esas especiales condiciones pudo seguir creciendo de manera ininterrumpida la producción azucarera cubana, que a mediados del siglo XIX alcanzó grandes proporciones; en su mayor parte, estaba destinada al mercado norteamericano. El desarrollo de la economía exportadora siguió en ascenso no solo gracias a una mayor tecnificación de las fábricas de azúcar, sino también por el temprano desarrollo de una red de infraestructura —el tramo inaugural comenzó a funcionar en 1837 y fue el primero de toda América Latina— que fue enlazando los centros productivos con los puertos.

Por otra parte, el desmedido aumento de la población esclava y su inhumana explotación en las plantaciones trajo aparejados numerosas rebeliones de los trabajadores negros, incluyendo el crecimiento de los cimarrones. De ello fue exponente la despiadada represión desatada por las autoridades coloniales en 1843 en la llamada conspiración de La Escalera, denominada así por uno de los terribles métodos de tortura usados con los detenidos. Las brutales represalias dejaron un saldo de miles de prisioneros y centenares de muertos, entre ellos el destacado poeta mulato Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido).

El fracaso de los proyectos independentistas de la década del veinte condujo a la formación, entre la élite criolla, de diferentes grupos políticos que en su mayoría eran partidarios de efectuar ciertos cambios en el sistema colonial vigente, mediante reformas que igualaran a la isla con una provincia española; estas expectativas se vieron frustradas con la exclusión de Cuba del sistema político implantado en España en 1837. Entre los principales exponentes de estas ideas reformistas del orden colonial estuvieron los intelectuales liberales José Antonio Saco, discípulo de Félix Varela, y Domingo del Monte, así como el destacado educador José de la Luz y Caballero.

Los proyectos reformistas no cumplieron las expectativas, lo que unido a la necesidad de preservar la esclavitud —la persecución inglesa de la trata obligó a España a ilegalizarla— alentó la idea de unir la isla a Estados Unidos. Los anexionistas estuvieron encabezados por los más acaudalados propietarios criollos del occidente de la isla, como Miguel Aldama y su cuñado José Luis Alfonso quienes, reunidos en el llamado Club de La Habana, pensaban que la incorporación a Estados Unidos era la mejor garantía para sus intereses, pues les permitiría prolongar la esclavitud y mantener el mercado norteamericano.

Las manifestaciones más estructuradas de los planes anexionistas fueron los tres intentos expedicionarios (1850-1852) de Narciso López, venezolano radicado en Cuba—inspirados por la reciente experiencia de Texas, cuya bandera incluso fue copiada— que perdió la vida a manos de las autoridades coloniales en el último de ellos. El resultado de la Guerra de Secesión en Estados Unidos, terminada en 1865, hizo perder peso a esta alternativa, cuya fuerza descansaba en el respaldo de los derrotados esclavistas sureños.

El fin de los sueños anexionistas dio un nuevo aire a la corriente reformista, de lo que fue expresión el periódico El Siglo, publicado en La Habana desde 1862, así como las ilusiones acariciadas con la presencia de cubanos en la Junta de Información convocada por España en 1865, donde lograron elegir 12 de los 16 representantes que correspondían a la isla. La terminación, dos años después, de los trabajos de este foro sin ningún compromiso metropolitano, unido a las medidas represivas adoptadas por el nuevo capitán general Francisco Lersundi —que prohibió las reuniones políticas e implantó nuevos tributos—, clausuró el círculo reformista, que quedó sin asidero. Simultáneamente, una crisis económica abría una profunda depresión en la economía de la mayor de las Antillas.

Guerras de independencia (1868-1898)

En esas condiciones estalló, el 10 de octubre de 1868, la guerra por la independencia de Cuba, que tuvo por eje la preterida región oriental de la isla. Entre los múltiples factores que estimularon el comienzo de la llamada Guerra de los Diez Años (1868-1878) estuvo la caída de los precios del azúcar —que provocó las crisis económicas mundiales de 1857 y 1866—, que llegó a la isla acompañada de la elevación de las tasas de interés y la supresión casi total de los créditos a los plantadores. A estos elementos depresores se sumó la política extorsiva de la administración colonial, que había implantado nuevos impuestos, entre ellos, el Real Decreto de 1867.

Los efectos se hicieron sentir con mayor crudeza en la parte este de la isla —que no era el centro de la economía de plantación esclavista—, en las provincias occidentales de La Habana y Matanzas, lo que explica que la región oriental fuera el vértice de la conspiración y del movimiento revolucionario. Bajo la dirección de hacendados cubanos de esa zona, encabezados por Carlos Manuel de Céspedes, y del Camagüey, donde destacaba Ignacio Agramonte, se desarrolló la guerra de independencia que pronto se institucionalizó en Guáimaro (abril de 1869), donde se constituyó la primera asamblea nacional.