HORIZONTE MÓVIL




V.1: agosto de 2016


Título original: Orizzonte mobile

© Daniele Del Giudice, 2009

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-16222-42-1

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El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

HORIZONTE MÓVIL

Daniele Del Giudice



Traducción de Elena Rodríguez

1

2

Base Amundsen-Scott, 90° 00’ sur y 139° 16’ oeste,

primera semana del verano austral de 2007.


En el hechizante halo verde que es la luz que aquí conforma la noche, pequeñas bandadas de pingüinos adelaida pasan rápidamente. Van en dirección opuesta al mar. Viajan hacia el sur con una prisa desesperada y las aletas natatorias levantadas; el pico sobresale hacia delante, patitas aquí y allá, se equilibran con la cola como un trípode. Su aspecto concentrado y preocupado se me antoja terriblemente cómico y parece decir «Llego tarde, llego tarde a una cita muy importante», como en el libro de Alicia, o simplemente «No podemos detenernos ahora, hay demasiadas cosas que hacer». Los he seguido con la mirada hasta que se han convertido en puntitos temblorosos en la superficie blanca. Después, sin motivo aparente, han trazado una amplia curva y, sin dejar de jadear, han vuelto hacia atrás. Los primeros en llegar aquí se han dejado caer sobre la barriga, deslizándose como si se lanzaran por un tobogán hasta detenerse. Han cerrado los ojos celestes y se han dormido. De la creación también forman parte estos seres cuya naturaleza es el estupor —la confianza en que el orden de las cosas nunca se verá alterado, un razonamiento perfectamente lógico porque es del todo abstracto— y una curiosidad nata. Están, por tanto, expuestos a los peores contratiempos. Fue una decisión oportuna del buen Dios instalarlos aquí abajo, en la Antártida, ya que en nuestra latitud se habrían hecho con el poder en nombre de las fuerzas del bien o de la hilaridad, o habrían sido exterminados. Pero ya sabía que los pingüinos eran animales cargados de preocupaciones.

Llegué con una expedición de biología marina de la que forma parte Jeremy Miller, un galés de Cardiff que trabaja con los gentú, los pingüinos más altos de los de talla pequeña. Los pingüinos gentú sopesan cada paso antes de dar un saltito de una piedra a otra. Examinan intensamente la siguiente piedra: si está pulida o es rugosa, si está seca o húmeda, si tiene musgo o no. Y cuando la aproximación se ha valorado al detalle, se recogen con una expresión final de «¡Qué será de mí!», abren las natatorias y realizan el salto, de pocos centímetros. Aterrizan ligeramente desequilibrados, sorprendidos por seguir en pie. Hace muchos años, en mi primer viaje a la Antártida, vine acompañando a otra expedición que trabajaba con los pingüinos adelaida, verdaderos acróbatas si los comparamos con estos: salían disparados del agua como un cohete, perfectamente erguidos, y aterrizaban en la banquisa un par de metros más arriba. No siempre lo conseguían, alguna vez chocaban contra la pared blanca y, tiesos, volvían a caer al agua, de cuya superficie asomaban de nuevo sin perder la compostura, y aleteaban y volvían a saltar y a caer y lo intentaban de nuevo, hasta que lo lograban.

Los pingüinos están por todas partes, no hace falta buscarlos. Jeremy y yo los vemos en los desplazamientos de una base a otra, mientras caminamos, cada uno sumido en sus preocupaciones: la meteorología, la dirección que hay que seguir. Una mañana apareció a lo lejos una colonia enorme de pingüinos y alguna de las aves estaba sola, apartada. Encontramos dos adultos y uno más pequeño en la orilla del mar. Se intercambiaron una serie de saludos y elogios hasta que los dos adultos se lanzaron al agua y desaparecieron. De entre todas las expresiones que los pingüinos son capaces de adoptar, la de desolación es irresistible, ya que es una desolación sin remedio. El animal pequeño, el polluelo que se había quedado solo, empezó a gritar mientras caminaba hacia la orilla, mirando en todas direcciones. Los pingüinos ven mejor en el agua, ya que poseen un segundo párpado transparente que desciende cuando lo necesitan, una especie de lentilla natural que los protege del agua salada y corrige su hipermetropía. Yo veía perfectamente a los padres, tiesos en la orilla unos cien metros más adelante, y trataba de señalar al polluelo la dirección correcta, pero él tropezaba con las piedras sin prestarme atención, con ese aire jadeante de llego tarde, llego tarde, hasta que se convenció de que sus padres se habían marchado mar adentro y lo habían dejado allí. Solo entonces se giró hacia el agua y, presa del desánimo y del disgusto, se tiró. Ahora ya sabía de qué se trataba. La escena familiar que había presenciado era un momento fundamental del crecimiento, cuando el pingüino joven se ve obligado a conseguir por su cuenta el kril y el plancton del mar con los que se nutre, que hasta entonces se le ofrecen como papilla regurgitada directamente desde el pico de los padres. Me di cuenta de que estaba antropomorfizando los pingüinos, cosa que me había prometido no hacer, y hablé de ello con Jeremy porque era mejor atenerse a las abundantes explicaciones sobre el comportamiento de los pingüinos de diversas especies que las expediciones de biólogos observaban y catalogaban. El problema de las historias de pingüinos es que se narran desde un único punto de vista, el humano. A su fantasía y curiosidad, inagotables, sobreponemos lo que nos pertenece a nosotros, cambiando así el sentido.

Cabe la posibilidad de que también los pingüinos se vean impulsados a pingüinomorfizar a los humanos y, de hecho, sucedió algunas semanas más tarde, cuando en una travesía a pie, mientras acompañaba a una misión internacional de diez biólogos, nos encontramos con una caravana de emperadores, la especie más grande. Los pingüinos iban en fila; los humanos íbamos en fila. Dos comunidades igualmente en marcha, los pingüinos desde el interior hacia la costa para conseguir alimento; nosotros, desde la costa hacia el interior para alcanzar las regiones más frías habitadas por los emperadores. Ellos, nosotros, vivíamos la misma soledad en un océano de hielo y nieve, y compartíamos las mismas preocupaciones. Llegados a una distancia respetuosa, el jefe de los pingüinos emperador, un individuo voluminoso e importante de su especie, alargó el cuello hacia nosotros en una reverencia profunda y con el pico contra el pecho borboteó un largo discurso. Cuando acabó de hablar a su manera, desde esa postura de reverencia clavó los ojos en Jacques, el jefe de la misión, para ver si lo había comprendido. Ni Jacques, el etólogo más experto, ni nadie podría entender ese discurso. Entonces, el pingüino repitió el largo borboteo con la cabeza agachada, sin impacientarse. Los que sí perdían la paciencia eran los pingüinos que había tras él, que empezaban a sorprenderse de que su líder hubiera montado tal enredo. Otro de ellos avanzó y apartó a su predecesor. Con la misma reverencia y la misma mirada en alto, ofreció un nuevo discurso que resultó igual de incomprensible para nosotros.

Pero la gran pasión de los pingüinos eran los perros. Si los descubrían en una base antártica, iban a verlos, solo a ellos, y se olvidaban de los hombres. Hacían muchas reverencias y pronunciaban largos discursos, mientras los perros seguían ladrando y se erguían sobre las patas traseras. Al final, alguno acababa soltándose de la cadena y se producía una masacre. Los pingüinos observaban a sus compañeros muertos con estupor, y con la expresión de «No me importa lo que me vaya a pasar a mí» intentaban hablar de nuevo con los perros. Afortunadamente los hombres intervenían para salvarlos. Por lo demás, estas aves tienen una idea especial de la presencia y de la ausencia, tal y como constaté un día con un experimento involuntario. Mientras uno de ellos volvía al agua para dirigirse a su lugar en la colonia, me encontré en su trayectoria. Al principio me miró sorprendido, luego intentó atravesarme como si yo no existiera. Avanzaba, chocaba contra mis piernas, retrocedía. Poco después, empezó a golpearme con las aletas natatorias. Me entraban ganas de reír, pero los golpes eran rapidísimos y dolían. Como no me movía, dio una vuelta completa a la colonia; yo, a la vez, caminé para esperarlo en el lado opuesto. Cuando llegó y me vio allí mostró una expresión de absoluta incredulidad. Su razonamiento era irreprochable: había dado la vuelta entera, así que yo tendría que haber desaparecido, no podía estar ahí todavía. Una vuelta entera implica que las cosas cambien, si no, ¿de qué vale?

A fuerza de observarlos he llegado a la conclusión de que el secreto de los pingüinos reside en que son a la vez impecables y torpes. Estos animales dotados de gracia y autoironía, virtud que atribuimos a las especies más evolucionadas, son, en realidad, grandes inconclusos. No han logrado convertirse en peces, dado que el agua no es su elemento definitivo; y aunque son aves, ya no vuelan, y como bípedos son lentos e inquietos. Se quedaron atascados en esta ambigüedad en eras muy antiguas y desde entonces ya no han cambiado más. Pero en el hielo, en el viento rugidor, con los pingüinos acabas perdiendo la cabeza. Sobre todo en invierno, en las noches perennes, noche de noche y noche de día, oscuridad total, esa oscuridad constante que desquicia la mente, destruye el sueño y en la que es inútil mirar el reloj porque siempre es la hora de la oscuridad.

Y en una de aquellas noches que no es noche en la colonia del cabo Crozier, a -60 °C, en plena oscuridad polar, cinco o seis fuimos a ver la empolladura de los pingüinos emperador. Curiosamente, son los machos los que llevan a cabo la empolladura, no las hembras. Para coger los huevos había que levantar de lado a los animales, que intentaban retenerlos deslizándose por el hielo con los pies juntos. Había tormenta y no se veía casi nada. Jeremy apartó a un pingüino, alargó la mano y notó una cosa ovalada y fría. Era un huevo, sí, pero de hielo. Perfectamente modelado. El pingüino había perdido su huevo, se avergonzaba, así que se fabricó uno de mentira. Jeremy y el pingüino se miraron, el humano estaba devastado, el animal parecía mortificado, tal vez porque lo habían descubierto en su vehemente invención o porque sabía que su teatrillo saldría a la luz.

Fue entonces, en aquel día-noche, cuando Jeremy, con el huevo de hielo en la mano, rompió a llorar, empezó a gritar, se puso a correr, y cuanto más corría, más se desnudaba. Se quitó el gorro, se sacó la chaqueta térmica, se deshizo incluso de la camisa de lana y de todo lo demás, llorando y tropezando con las sastrugis, las dunas de hielo que forma el viento. Lo perseguimos, lo encontramos en el suelo casi desnudo. Le levanté la cabeza, lo tapé con mi chaqueta, le grité en el viento «¿Estás loco, quieres morir?» y Jeremy respondió «Si muero aquí ni siquiera Dios se dará cuenta». Intenté tranquilizarlo, alguien conectó la radio y pidió ayuda. El helicóptero llegó pronto: habíamos señalado nuestra posición con antorchas incandescentes.

Durante los días que siguieron Jeremy se recuperó rápidamente. Hay que decir que ayudó a su recuperación haber conocido a una investigadora física italiana, Teresa Montaruli, que formaba parte del grupo de estudio de la astronomía de neutrinos y del Proyecto Nemo. Teresa pasaba trabajaba en la Universidad de Bari y en la de Madison, en Wisconsin, y nos habló de los nuevos horizontes de observación. Están construyendo enormes infraestructuras para revelar otros mensajeros del universo, los neutrinos, partículas neutras y muy elusivas porque solo responden ante la «fuerza débil», una de las fuerzas fundamentales de la materia. Y esas partículas, los neutrinos, tienen carga nula y masa nula o casi nula, al contrario que los fotones, que interactúan con la materia electromagnéticamente. Los neutrinos no son absorbidos por la materia y tampoco se produce deflexión contra los campos magnéticos, y es por eso que tienen información sobre las fuentes que los generan. Aparte de los neutrinos emitidos por el sol y de un puñado generados por una supernova, nunca se han observado neutrinos del cosmos. Pero los neutrinos tienen sus propios telescopios, «telescopios de neutrinos», así es como se llaman los instrumentos que se necesitan para identificarlos. No pude evitarlo: «¡Neutrinos y pingüinos!».

Teresa es amable y la noche siguiente, durante la cena en el restaurante de la base, en el punto más bajo del planeta y en el hielo más envolvente, intentó traducirlo todo para explicárnoslo en otros términos, o más bien en conceptos, pero no fue fácil. Con paciencia nos contó que si las fuentes aceleraran no solo los electrones, sino también los protones, la producción de los neutrinos junto a los fotones estaría garantizada; y que los neutrinos podrían producirse también gracias a la aniquilación de la materia oscura que la fuerza de gravedad acumula en el centro del Sol o de la Tierra, o en el centro de la galaxia. Teresa dibujaba los neutrinos con sus preciosas manos casi como si estuvieran allí presentes. Jeremy escuchaba y yo también. Las medidas planetarias me hacían pensar en Robert Sheckley* y en los límites entre el género y la literatura tradicional. Esta materia oscura, continuó Teresa, estaría formada por nuevas partículas, «partículas masivas que interactúan débilmente» o wimp, previstas por modelos elaborados para extender la teoría que hoy empleamos para describir la materia. Y comportaría la unificación de todas las fuerzas: recordó la «supersimetría» y las teorías extradimensionales, que contemplan otras dimensiones aparte de las tres espaciales y la temporal.

A veces entre ciencia exacta y phantasia puede producirse una colisión, pero el físico no debe abandonar la severidad de su disciplina. Teresa se contuvo un poco, pero después prosiguió: «Para el descubrimiento de los neutrinos es necesario dotar de instrumentos adecuados espacios muy grandes, y contrastar de este modo la baja probabilidad de interacción con la materia que es típica de las wimp. Por eso es imposible instalar telescopios de neutrinos en galerías bajo las montañas. La investigación de los fenómenos raros exige la pantalla de grandes estratos. Miles de metros bajo el mar o bien bajo el hielo polar.

»En los próximos años la comunidad científica europea debería construir un revelador con dimensiones de un kilómetro cúbico, y pronto se instalará un prototipo anclado en el fondo del mar con torres de detección de hasta un kilómetro de altura en Italia, frente a Capo Passero, por las buenas características del agua y del mar. Esperamos grandes cosas de los observadores de neutrinos en el Mediterráneo, porque al contrario que los del polo Sur, tendrán la oportunidad de observar el centro de nuestra galaxia. Aquí en la Antártida han empezado a construir el detector de neutrinos IceCube sumergiendo sensores en el hielo, en pozos verticales, con un taladro en forma de cono que rocía agua caliente. Los datos obtenidos ayudarán a comprender los rayos cósmicos. En lo más profundo de los hielos se trabaja por las galaxias y por las supernovas. Es como contemplar las estrellas en un pozo».

Nos encontramos en la base McMurdo, llamada así en honor al teniente americano que cartografió la zona en 1841, pero yo prefiero llamarla con otro nombre, base Amundsen-Scott. Estos dos exploradores fueron los primeros en llegar aquí en la carrera hacia el polo Sur geográfico, que ganó Amundsen y resultó en una dolorosa tragedia para Scott y su expedición. Lo cierto es que no sabría repetir literalmente las palabras de Teresa y a veces es imposible traducir el vocabulario de la física, pues no siempre tenemos verbos para explicarla. Y si tengo que ser sincero, mientras hablaba me distraje pensando en mi primer viaje a la Antártida. Ha pasado bastante tiempo, pero lo recuerdo perfectamente. En aquella ocasión no llegué desde Nueva Zelanda, que habría sido más fácil, sino desde Chile, desde Santiago.

Embarqué en un gran Jumbo hacia las nueve de la noche, y alrededor de medianoche me quedé dormido, pasé la noche y el sueño con interrupciones continuas y sufrí debido a la postura y a la sensación de ser transportado. Cuando desperté en el avión todavía estaba oscuro y en silencio. Intenté asearme como pude y, entonces, descubrí que tenía los pies hinchados. Después encendieron las luces, y algunos recién nacidos empezaron a quejarse lentamente. Es curioso que los bebés sobrelleven bien los viajes largos en avión: aparte de un llanto desesperado poco después de embarcar, durante la noche habían dormido muy bien. Por las ventanas asomaba un hilo tenue de azul que apenas se distinguía del negro de las nubes, y al amanecer descendimos a Río de Janeiro. En la amplia trayectoria de aproximación reconocí la bahía, la ciudad y el Pan de Azúcar. Después estuvimos parados casi una hora en el aeropuerto sin poder salir. Por la gran cristalera se veían las pistas, las colinas y la ciudad en una imagen alargada y estrecha, coloreada por las tonalidades contrastadas y netas del alba y de las primeras horas de la mañana. Eran las seis, hora de Río.

No puse en hora el reloj, no sabía muy bien qué hacer con las cuatro horas de diferencia, la posición del sol imponía su ritmo al día y el reloj dictaba otro distinto. Si lo retrasaba, tenía la sensación de anular esas cuatro horas; las había vivido pero el mero gesto de retroceder las agujas del reloj las hacía desaparecer, cuatro horas se suprimían de mi vida como si no las hubiera vivido nunca. ¿Y qué horas había que suprimir? ¿Las de la salida desde Frankfurt cuando el comandante comunicó por el altavoz la ruta del viaje e indicó la previsión del tiempo, la temperatura y la hora de llegada a Río? Es como si hubiera dicho que podíamos ajustar el reloj al salir, pues de todos modos nos dormiríamos, pasaría una noche y cuando nos despertáramos ya no sería la misma hora. Podría eliminar los momentos más desagradables de aquella noche, yo qué sé, como cuando aquel niño sentado unas filas más adelante se había puesto a llorar de forma histérica. O las horas del sueño, más fáciles de restar a la fluencia de la vida. Podía eliminarlas en bloque, un estoc de cuatro horas seguidas con todo el dolor que contienen, o elegir algunas sueltas hasta que sumaran cuatro. Un piloto de aerolínea debe sufrir muchas de estas anulaciones de tiempo, pero también debe añadir horas, cuando vuela hacia el este, añade tiempo que no ha vivido nunca. Al final, ¿será más viejo? ¿Será más joven?

Al salir de Río, me supo mal no ir sentado junto a la ventanilla y tener la cámara de fotos sin batería. El avión navegó sobre la bahía y la playa, señalada por el asistente de vuelo como si fuera un guía turístico: «¡Ahí está Copacabana!». Al ver aquella playa y los rascacielos sentí por primera vez la sensación de estar de viaje, de estar en un país donde es verano y la gente está de vacaciones. El comandante inclinó con delicadeza el avión hacia la derecha y luego hacia la izquierda, para que los pasajeros de ambos lados pudieran disfrutar de las vistas. Entonces, al pensar que me estaba perdiendo algo importante, me levanté y fui más allá de la cortina, a la zona que hay frente a las puertas centrales, quería mirar afuera a través de aquel ojo de buey, convencido de que estaría libre. Pero estaba ocupado, en el suelo había cuatro azafatas rubias en cuclillas, pegadas a la ventanilla. Fue extraño, pensé que ya estarían acostumbradas. Allí sí me habría gustado tener la cámara de fotos cargada.

Era mi primera vez sobre los Andes. Los sobrevolamos a última hora de la mañana y a través de la ventanilla del avión los vi poco nevados, llenos de sol, áridos y de color marrón rojizo. La espera del equipaje fue larga. Al salir, un señor típicamente suramericano, en concreto chileno, sostenía una pequeña pizarra con mi nombre. Su tez era olivácea, llevaba gafas oscuras, bigote canoso, camisa blanca y corbata, era de estatura baja y tenía un poco de barriga. Lo acompañaba un genovés que vivía en Santiago desde hacía cuarenta y dos años, el señor Lagostena, a quien a su vez acompañaba el chófer de un coche americano, uno de esos vehículos antiguos pero bien mantenidos y que se usaban sobre todo de alquiler, para sacarles el máximo partido. Dejamos el aeropuerto, el sol, el paisaje, el color de la pampa, la autopista sin arcenes limpios, como si el viento lo impidiera empujando los rastrojos.

3

Santiago de Chile, 33° 26’ sur y 70° 38’ oeste;

Punta Arenas, 53° 10’ sur y 70° 56’ oeste,

penúltima semana del verano austral, 1990.



Me acompañaron al Hotel Carrera, en la plaza de la Moneda. Recordaba las imágenes que había visto en la televisión italiana, cuando fue bombardeada por cazas Hawker Hunter de fabricación inglesa con insignias de aviones chilenos. Después se descubrió que los pilotos eran estadounidenses. En aquella plaza, en el edificio de la Moneda, murió Salvador Allende, obligado a rendirse y a suicidarse. Fue el 11 de septiembre de 1973.

El señor Lagostena, un poco sudoroso, fue muy amable con las explicaciones, consciente de que a fin de cuentas, cada una es una pequeña «voz». Bebimos pisco, la bebida nacional, muy buena, y luego me acompañó a dar un paseo por las calles más bonitas de la ciudad. Si hubiera podido verlas yo solo, quién sabe cuántas veces las habría visto. Sin saberlo y sin que Lagostena me hubiera informado de ello, llegué en los días de la transmisión del mando, el momento en que Pinochet «restablecía la democracia», si es que se puede hablar de democracia con el responsable de un golpe sangriento. Durante aquellos días volvieron a Santiago los exiliados que durante casi veinte años habían vivido lejos, en países muy distintos.

A las cinco y media, después de haberme deshecho de Lagostena, me encontré por fin con Roderigo de Castro, al que había buscado en Italia en vano. Me invitó a cenar y me pasó a recoger al Hotel Carrera. Roderigo había vivido quince años en Italia, prácticamente exiliado, y había vuelto a su país hacía unos meses, con su mujer chilena y su hija de cuatro años, Xaviera. Acogían a un señor bastante mayor, a pesar de sus tejanos y la camisa de rayas, muy paciente y comedido, y una atractiva mujer de unos cuarenta años, ambos de Milán. Partían al día siguiente en un viaje de cinco días por los fiordos de la Patagonia en su pequeño cúter.

Cuando ya estábamos sentados a la mesa, llegó otro comensal. Iba vestido con ropa de lino blanco y debajo llevaba una camiseta negra, con zapatos de tonos blancos y negros, cabello abundante y canoso, a pesar de que aparentaba ser muy joven, de ojos azules nerviosos y dulces. Se llamaba Ramón Barcelona. Al principio me pareció un dandi, pero en realidad era otro exiliado. Había vivido diez años en París, había trabajado en la CEE y después, Roderigo me dijo que era licenciado en Economía y que trabajaría en el nuevo gobierno chileno. Después de la cena llegó alguien más que había tenido problemas con el régimen de Pinochet, había estado un año en la cárcel, un chico rollizo, con barba cuidada, que sonreía y estaba de buen humor.

Ramón me contó cómo había ido la historia del «estadio». Estuvo allí durante un mes, la gente cambiaba continuamente y la distribución en las gradas dependía de lo peligrosa que se considerara a una persona. Los más peligrosos tenían asientos en tribuna, los menos peligrosos en las curvas. Ramón estaba convencido de que los generales, al principio, no tenían ni idea de lo que tenían que hacer. Él era un marxista reconocido, candidato en dos ocasiones a representante nacional de las juventudes universitarias comunistas. Un mes después, por la mañana, dijo, «me llamaron y me obligaron a salir del estadio sin ni siquiera haberme interrogado; hubo otros que no tenían nada que ver y acabaron entre rejas durante mucho tiempo». Aquel 11 de septiembre, mientras Allende moría por la mañana en la Moneda, por la tarde empezaron las persecuciones y los arrestos masivos en el estadio. Detuvieron a cualquier persona que consideraran relacionada con el gobierno de Unidad Popular y los llevaron a centros de detención repartidos por todo el país. Muchos sufrieron torturas o fueron asesinados. La Cruz Roja estimó cerca de siete mil detenidos en los diez primeros días. Entre las víctimas estuvo Víctor Lidio Jara Martínez, cantautor, músico y director de teatro.

Casi veinte años después, los exiliados y los supervivientes se reunieron de noche en aquel mismo estadio iluminado y en el marcador no se mostraban los goles de un partido, sino los nombres de los muertos y desaparecidos. Aquellos que habían esquivado la masacre sostenían una bandera chilena gigantesca, tan larga casi como el campo. El golpe de Pinochet visto desde Santiago y desde Chile era muy diferente a como lo habíamos seguido en la televisión italiana. Nosotros ignorábamos que en la Casa Blanca, el presidente Nixon y su consejero de seguridad Kissinger habían decidido que en Chile se derramara mucha sangre.

«La CIA», me contó Roderigo, «fue la responsable de la preparación del golpe de Estado militar, gracias a sus servicios de inteligencia, y no frenó los planes de revuelta que se le presentaron, sino que, de hecho, los instigó y apoyó. En 1973 el general Pinochet y sus tropas derrocaron el gobierno de Allende con el beneplácito de los servicios estadounidenses. Ya en 1970 el presidente Nixon había afirmado que los americanos nunca aceptarían un gobierno con Allende y destinó diez millones de dólares para que la CIA luchara contra Salvador Allende y desestabilizara su gobierno». La muerte del presidente Allende tuvo ecos en Italia. Enrico Berlinguer, secretario del Partido Comunista italiano, aplicó una nueva política llamada «compromiso histórico», que pretendía proteger la democracia italiana de los peligros de involución autoritaria que habían culminado en el golpe chileno.

El día siguiente amaneció soleado y fue un domingo tranquilo. Me desperté feliz por estar en Santiago, sereno, contento porque Roderigo y su mujer me habían invitado a desayunar. Paseé por las calles del centro, compré El Mercurio