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Primera edición: noviembre de 2016

 


Sombras de sospecha

Título original: Naked Edge

Copyright © 2010 by Pamela Clare

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2011


Sin salida

Título original: Breaking Point

Copyright © 2011 by Pamela Clare

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2012


Bajo la piel

Título original: Skin Deep

Marc & Julian Make a Beer Run

Copyright © 2012 by Pamela Clare

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2013


© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es


ISBN: 978-84-16331-99-4

BIC: FRD



Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

Pamela Clare

 

 

 

 SOMBRAS de SOSPECHA

 

Traducción de Mª José Losada

 

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Este libro está humildemente dedicado a las personas de la Diné Black Mesa por abrir sus hogaans a una periodista bilagáanaa perdida, ofrecerle su maíz, su pan y su estofado de cordero, y compartir sus problemas y oraciones con ella.

Llegué al poblado con intención de ayudaros, pero al final fuisteis vosotros los que me ayudasteis a mí. Ahéhee’.  

 

 

Prólogo

El coyote surgió de la nada. Cruzó a toda velocidad los cuatro carriles y se plantó justo delante del pickup de Katherine James con las orejas gachas, la cabeza inclinada y la cola erizada entre los cuartos traseros; luego desapareció a la derecha entre la hierba de la pradera. Kat levantó de golpe el pie del acelerador, pero ya era demasiado tarde. A noventa kilómetros por hora, ya había pasado de largo el lugar por el que el animal había abandonado la carretera.

«Cada vez que el Ma’ii se cruza en nuestro camino, debemos detenernos y mostrarle nuestro respeto. Si no lo hacemos, nuestras vidas podrían perder equilibrio y atraer la mala suerte.»

La voz de la abuela Alice resonó claramente en su cabeza, acompañada por la imagen de sus suaves y morenas manos manchadas de polen amarillo y tierra roja. Pero los caminos de tierra llenos de baches de K’ai’bii’tó en Dinetah —la Tierra de los Navajo— no estaban tan transitados como la infame autovía 93 de Colorado. Si se detenía ahora, la mala suerte se toparía con ella de inmediato, pero en forma de colisión múltiple de, por lo menos, diez coches.

«Reza por mí. Voy por la 93.»

Aquel eslogan de una popular etiqueta adhesiva inundó su mente cuando miró por el retrovisor y pisó el acelerador, limitándose a mascullar unas cuantas palabras en su lengua materna para mostrar su gratitud al coyote.

Pero la sensación de inquietud se había adueñado de ella a pesar del brillante cielo matutino y la profunda belleza verde de las boscosas colinas al pie de las montañas. Todavía la embargaba la desazón cuando abandonó la autovía y tomó la carretera CO-170 hacia el Oeste, en dirección al parque estatal Eldorado Canyon. Sólo cuando hubo aparcado el pickup e inspirado profundamente el aire de la montaña comenzó a disiparse su nerviosismo.

Dejó el móvil en la guantera, cogió la mochila del asiento del copiloto y se la puso a la espalda. A pesar de estar equipada con todo lo necesario para una caminata de media mañana, un forro polar, prismáticos, una bolsita de polen de maíz, agua y un paquete de uvas congeladas, no pesaba demasiado. Cerró el todoterreno y guardó las llaves en el bolsillo exterior de la mochila antes de tomar el camino de tierra que conducía al sendero.

El caliente sol veraniego brillaba en lo alto, y su sombra se alargaba en el camino ante ella. Los cerezos de Virginia bordeaban el camino con sus ramas cargadas de frutos rojos que servían de comida a los osos, hambrientos tras el largo invierno. Los colibríes zumbaban sobre los ponderosas cercanos, tan rápidos y diminutos que era casi imposible divisarlos. Las mariposas blancas revoloteaban sobre los charcos de barro que se habían formado la noche anterior como si el agua les hiciera señas para que bebieran.

El anciano Cuervo Rojo había tenido razón.

«Lo que necesitas, Kimímila —le había dicho llamándola por el apodo lakota que él mismo le había puesto—, es la oportunidad de estar a solas con el sol, el viento y el cielo».

No es que estuviera realmente sola. El camino estaba repleto de Subarus, Jeeps y 4x4s de todas clases; eran los vehículos de aquellos que se habían acercado al cañón para escalar los riscos por los que era conocido. La gente llegaba en coche, a cientos, para escalar las rocas como si fueran arañas de cuatro patas que colgaran de cuerdas en lugar de telarañas.

Pero los escaladores no la molestaban. Habiendo crecido en un hogaan de dos estancias con siete hermanos y tres hermanas, tía Louise, su madre y sus abuelos, hacía mucho tiempo que había aprendido a refugiarse en sus pensamientos cuando necesitaba privacidad. Además, no había ido allí para alejarse de la gente, sólo quería apartarse del hormigón y las luces de neón de la ciudad, respirar aire limpio y sentir la tierra bajo los pies.

Había dejado la reserva tres años antes y, aunque fue la mejor decisión que pudo tomar, también había sido la más difícil de su vida. No es que no le gustara vivir entre los navajos, o en la diné, la tribu; de hecho, hubo un tiempo en su vida en el que se prometió a sí misma que nunca haría lo que otros muchos jóvenes: crecer, ir a la universidad y marcharse a trabajar lejos de los padres y ancianos que les habían criado. No había podido mantener su promesa, pero no por no intentarlo.

Obtuvo el título de periodista en la Universidad de Nuevo México y luego regresó a la reserva para trabajar en el Navajo Times con la esperanza de usar sus habilidades para poder ser la voz de sus iguales. Al principio creyó haber encontrado su lugar en el mundo. Durante su primer año como reportera, publicó una historia sobre algunas familias cuyos miembros enfermaban tras ser trasladados por el gobierno desde sus hogares tradicionales a otros construidos en las cercanías de una mina radiactiva. Había ganado premios por su trabajo, pero la mayor recompensa fue la satisfacción que sintió al ayudar a las familias de la diné.

Entonces vivía en un remolque en Tségháhoodzáni —lugar que el resto del mundo conocía como Window Rock— durante la semana, regresando en coche a K’ai’bii’tó cada viernes por la noche, con el pickup lleno hasta los topes de agua y comida que compraba con el cheque de su paga. Su abuela la esperaba y le daba la bienvenida con un sabroso taco navajo antes de pedirle que se sentara y compartiera con ella las noticias del Centro de la Tierra, el nombre que le daban a la capital de la Nación Navaja. Sin embargo, su madre le había repetido hasta la saciedad que habría sido mucho más feliz si se hubiera mantenido alejada.

Eso era lo que había recibido siempre: el amor de su abuela y el odio de su madre. Aunque había esperado que acabara respetándola por el trabajo que realizaba en el periódico, nada había cambiado. No importaba en qué se convirtiera ni lo que pudiera lograr; su nacimiento le había provocado un daño imperdonable. La había concebido con un hombre que no estaba casado con ella, un hombre bilagáanaa.

Un hombre blanco.

Lo único que sabía de su padre era de qué color tenía la piel… y que había dejado embarazada a su madre antes de abandonarla a su suerte. No se había quedado el tiempo suficiente como para incluir su apellido en la partida de nacimiento.

—Cada vez que te miro le veo a él —había dicho su madre más veces de las que podía recordar—. Tus ojos verdes, tu pelo más claro, tu piel blanca, ¿por qué tuviste que nacer?

Sus ojos no eran verdes, sino avellana. Tenía el pelo castaño oscuro y la piel color caramelo, no crema. Pero no se podía negar que había sido concebida por un hombre diferente a sus hermanos; hecho que jamás le dejaban olvidar al llamarla «medioajo» en lugar de navajo, y metiéndose con ella por el tono de sus pupilas. Finalmente, harta del resentimiento de su madre y de la indiferencia de sus hermanos, cargó todas sus pertenencias en el coche y dejó atrás K’ai’bii’tó. Fue la única vez en su vida que vio lágrimas en los ojos de su abuela.

—No olvides tus orígenes —había dicho la anciana antes de envolverse en su manta y darse la vuelta, demasiado afectada para quedarse a ver cómo se marchaba.

Kat se había ido a Denver, donde logró entrar a trabajar en el equipo de investigación, el Equipo I, del Denver Independent como reportera especializada en medioambiente. Aunque echaba muchísimo de menos a su abuela y la belleza de los vastos espacios abiertos del desierto, le encantaba su trabajo y había logrado forjar una buena amistad con sus compañeros. Y si algunas veces le daba la impresión de que la ciudad la agobiaba, se sentía encerrada o sola, bueno, para algo estaban las montañas.

Kat tomó el sendero y dejó atrás el camino de tierra, agachándose bajo las ramas de los pinos para seguir su recorrido por la pronunciada ladera. De algún lugar en lo alto le llegó el chillido de un halcón de la pradera, seguido por el nervioso parloteo de una ardilla. Los halcones anidaban en esos acantilados lo mismo que las águilas reales. Ella había subido allí durante todo el verano para observar los nidos desde lejos, vigilando a los polluelos que crecían a salvo de los cazadores. Los nidos estaban ahora vacíos, pero seguía gustándole dar largas caminatas por la cima de la cordillera y observar el valle, al este, y los altos picos coronados de nieve, al oeste. La inmensidad del paisaje era la mejor manera de conseguir que sus problemas le parecieran insignificantes.

Caminó durante mucho rato, hasta perder la noción del tiempo, dejando que sus pensamientos flotaran entre los perfumes de la montaña, hasta que logró vaciar su mente, liberándola. Le ardían los músculos de las piernas, notaba el corazón acelerado y los pulmones a punto de estallar; el ritmo que seguían sus pasos, sus latidos y su aliento parecían unirse hasta entonar un cántico. Cuando por fin llegó a la parte superior de la cordillera, la sensación de desasosiego había desaparecido, reemplazada por otra de profunda satisfacción.

Se dirigió a su lugar favorito, un farallón en lo alto de la cadena montañosa. Allí, soltó la mochila y contempló la vista que se extendía a sus pies: la lejana ciudad al este, un mar de cumbres al sur, al oeste y al norte. Muy por debajo de ella, los coches y los camiones parecían juguetes en la carretera. Allí arriba sólo estaba el cielo.

Estaba abriendo la cremallera de la mochila para sacar la cantimplora cuando escuchó un crujido seguido de un ruido extraño, como de piedras chocando entre sí. Entonces, las rocas cedieron bajo sus pies… y comenzó a caer.

Gritó. Estiró los brazos, pero no encontró ningún lugar donde asirse. Un mundo gris se arremolinó a su alrededor. No había arriba ni abajo, sólo movimiento. Se golpeó contra algo y continuó cayendo, luego volvió a notar un golpe, un chasquido en los huesos y los pulmones se le quedaron sin aire.

«No quiero morir hoy».

Recordó al coyote, la imagen del animal surgiendo rápidamente ante su pickup pasó como un relámpago por su mente.

Y luego no hubo nada.

 

Gabriel Rossiter cerró la mano impregnada en magnesio en torno al pequeño asidero, luego cargó cuidadosamente su peso en la punta de los dedos, dejándose caer hacia la derecha. No notó que se desollaba la espinilla, que la gente le sacaba fotos desde abajo ni el sudor que le resbalaba por las sienes. Estaba totalmente concentrado en aquella roca, en aquel irascible y extraño accidente geológico conocido como el Naked Edge. Alargó la mano izquierda y se aferró a la piedra antes de soltar el otro brazo. Se descolgó alrededor del prominente borde, afilado como una navaja, sin cuerdas ni protección; sin otra cosa que doscientos metros de aire entre él y el suelo.

Algunas personas necesitaban heroína. Él prefería adrenalina.

Miró hacia arriba y se alzó poco a poco sobre el borde con la mirada clavada en la roca, pensando en silencio cuál sería su siguiente movimiento. Eso era lo que necesitaba: silencio, vacío, olvido. Necesitaba olvidar.

Alzó el pie derecho y… justo en ese momento, la escuchó gritar.

Vio que algunas rocas resbalaban por una ladera cercana y que una mujer caía con ellas. Sintió un repentino vértigo cuando la dejó de ver. En ese momento, una década de experiencia asumió el mando.

«Se te ha ido al carajo el día de descanso, tío».

Bordeó la arista e introdujo la mano en una grieta, y a partir de ese momento buscó con las manos los asideros más fáciles para poder poner los pies sobre suelo firme cuanto antes. Cuando lo consiguió, se alejó sin recoger el equipo que estaba usando.

Se abrió paso con dificultad en el paredón este, pero la roca estaba seca y logró bajar con bastante rapidez. Conocía el terreno como la palma de su mano. Y era casi como si lo fuera. Hacía escalada en roca allí desde que cumplió los dieciséis y era ranger de los Parques de Montaña de Boulder desde los veinticuatro, hacía ya ocho años. Se había pasado cada minuto libre de su vida adulta en esas montañas. Había participado en numerosos rescates durante ese tiempo, y visto demasiados cadáveres.

«Y eso es lo que te encontrarás hoy, Rossiter, un cadáver.»

No permitió que el pensamiento le desanimara. Si hubiera ocurrido un milagro y ella hubiera logrado sobrevivir, necesitaría ayuda.

Corrió a lo largo de la base del pronunciado borde de la roca, sacó el móvil del bolsillo y marcó el 911 a la vez que sus pies golpeaban la tierra.

—Sesenta-cuarenta-cinco, fuera de servicio.

—Adelante, sesenta-cuarenta-cinco.

—Deslizamiento de rocas en el parque estatal de Eldorado Canyon, aproximadamente a un kilómetro al norte de Redgarden Wall. Acabo de ver caer a una mujer. Estoy en camino, pero no llevo el equipo adecuado. Llamaré de nuevo cuando la encuentre.

—Recibido, sesenta-cuarenta-cinco…

Era lo único que necesitaba oír.

Colgó la llamada y comenzó a correr hacia los árboles.

 

A Gabe le llevó casi diez minutos llegar al lugar donde se habían precipitado las rocas. Jadeando, y con el corazón desbocado por el esfuerzo, comenzó a buscar a la mujer entre las piedras; había peñascos redondeados tan grandes como un contenedor de basura, otros más pequeños y ramas de árboles llenas de polvo. Encontró un solitario pendiente de turquesa y una mochila que debían de pertenecer a la joven. Pero a ella no la vio.

Sólo quedaba una posibilidad.

Tenía que estar muerta y enterrada, aplastada debajo de esas piedras.

—¡Joder! ¡Maldita sea! —Sacó el móvil y volvió a marcar el 911—. Sesenta-cuarenta-cinco en el lugar del siniestro.

—Sesenta-cuarenta-cinco, ¿puede repetir? Se entrecorta la comunicación.

—Estoy en el lugar. No veo señal de la víctima, pero no es posible que se alejara por sus medios. Lo más probable es que esté sepultada. Debe de haber, al menos, una tonelada de rocas. Vamos a necesitar…

«Un gemido».

Anonadado, se interrumpió bruscamente.

Otro gemido… Era un sonido femenino, de dolor.

—¡Está viva! ¿Pueden triangular mi posición? —Gabe esperó que la señal de su móvil fuera lo suficientemente intensa como para ser detectada por GPS.

La respuesta fue un exabrupto estático antes de que se cortara la comunicación.

«Putos móviles».

Se guardó el teléfono, se puso la mochila al hombro y corrió cuesta arriba entre los árboles hacia el origen del sonido.

Ella gimió otra vez.

Gabe reajustó la dirección de sus pasos y aceleró.

Entonces la vio.

Tenía los pantalones rotos y manchados de lodo, y gateaba —o lo intentaba— arrastrando la pierna derecha, que posiblemente estaba rota. Avanzaba lentamente, gimiendo cada vez que tiraba de la extremidad herida sobre la húmeda tierra del bosque. En ese momento se dejó caer sobre el estómago, llorando. Pero antes de que pudiera llegar hasta ella, o gritarle que iba a ayudarla, vio que la chica volvía a levantarse y se arrastraba unos centímetros más emitiendo un largo gemido con los dientes apretados.

Gabe se dio cuenta de que se dirigía al sendero. Estaba tratando de llegar a algún lugar donde encontrar ayuda. Por fortuna para ella, ya no era necesario.

Se acercó.

—Soy Gabe Rossiter, ranger de los Parques de Montaña de Boulder.

Ella le miró con una exclamación de sorpresa, girándose para sentarse, pero el movimiento la hizo gemir de dolor. Se dejó caer sobre la espalda, respirando con fuerza.

—Tranquila, yo la ayudaré. —Se aproximó—. Quédese quieta, me ocuparé de todo.

Lo primero en lo que se fijó fue en sus ojos, de un inusual tono verde avellana, con los que le observó fijamente cuando se arrodilló a su lado. La agonía que estaba sufriendo era palpable en cada rasgo de su hermoso rostro. Tenía una mancha de barro en la magullada mejilla y agujas de pino en el pelo oscuro. El otro pendiente de turquesa colgaba en la oreja izquierda. La joven aparentaba unos veinticinco años, no parecía medir más de uno sesenta y cinco y era de huesos menudos; todo un hándicap cuando se trataba de fracturas. Tenía profundos arañazos en los brazos y en las manos, pero no mostraba heridas abiertas.

—Las rocas… se desprendieron —dijo ella con un leve acento.

«¿Nativo americano?»

—La he visto caer. La lluvia de la última noche ha debido de erosionar el suelo. —Sin poder evitarlo, la miró otra vez directamente a los ojos, notando con sorpresa que las pupilas no estaban dilatadas—. ¿Cómo se llama?

—Katherine James.

—¿Cuántos años tiene, Katherine?

—Veintiséis.

—¿Sabe qué día es hoy?

Ella dudó y unas gotas de sudor le perlaron la frente.

—Es domingo. Veintiséis de agosto.

«Está en estado de shock pero es consciente de todo. Posiblemente tenga la pierna rota. Además de los arañazos y las magulladuras».

—He llamado pidiendo ayuda. —Mantuvo la voz pausada—. Mientras llega me ocuparé de usted. ¿Podría decirme dónde le duele?

—En todas partes.

—Ya me imagino. —Rebuscó en la mochila de la joven. No había llevado botiquín de primeros auxilios, pero sí un forro polar. Se lo puso encima—. Soy paramédico y ranger del parque. Si le parece bien, voy a examinarla para evaluar sus heridas.

Ella le miró con suspicacia mientras tiritaba. Bajó la vista al pecho desnudo, a las marcas de tiza, al magnesio que impregnaba sus manos y a los pies de gato que calzaba.

Bueno, vale, seguro que parecía una especie de friki medio desnudo.

—Estoy fuera de servicio. Estaba escalando una roca cercana y la vi caer. Déjeme ayudarla.

Ella pareció sopesar sus opciones antes de asentir con la cabeza, deteniéndose bruscamente al notar un fuerte dolor.

«Debe de tener las costillas rotas. Posiblemente tenga también una hemorragia interna».

Gabe le puso la mano en el hombro intentando consolarla.

—Voy a palparla por encima de la ropa y me dice dónde le duele, ¿de acuerdo?

—D-de acuerdo.

Él se puso en pie, la rodeó hasta colocarse al otro lado y comenzar la inspección, deslizando las manos por los vaqueros a lo largo del muslo derecho.

—¿Le duele aquí?

—No.

Gracias a Dios no se trataba del fémur. Había visto a más de una persona desangrarse por un corte en la arteria femoral antes de que llegara ayuda.

Deslizó las manos por la rodilla y la escuchó contener el aliento cuando llegó a una protuberancia en la espinilla.

—Tiene la tibia rota.

«No parece una fractura complicada, pero sí dolorosa».

El tobillo derecho también estaba hinchado y dolorido, pero no podía precisar si estaba fracturado o se trataba sólo de un esguince.

Pero, dejando a un lado los huesos rotos, lo que más le preocupaba en esos momentos era el hecho de que ella comenzaba a perder el conocimiento, sumiéndose lentamente en la inconsciencia; las largas pestañas arrojaban sombras sobre las mejillas y tenía los ojos cerrados. En ocasiones, la joven mascullaba algo en una lengua que él no comprendía y, en un momento dado, preguntó algo sobre un coyote. Pondría la mano en el fuego a que tenía una conmoción cerebral. Con una caída así no era demasiado difícil que se hubiera dado un golpe en la cabeza.

—Despiértese, Katherine. Quédese conmigo.

 

«Quédese conmigo».

Kat pensó que el tiempo estaba jugándole una mala pasada. Él acababa de decir esas palabras un segundo antes y a ella le parecía que hacía horas. Se forzó a abrir los ojos y lo vio observándola con una mirada de preocupación mientras deslizaba las manos suavemente sobre ella. Parecía tener una intuición mágica para dar con los lugares en los que estaba magullada: la pierna derecha y el tobillo, las costillas del costado izquierdo, el profundo corte en el brazo izquierdo…

Incluso sumida en aquella neblina, advirtió que se trataba de un hombre atractivo, fuerte y alto, con los ojos azul oscuro. La cuadrada mandíbula estaba cubierta por la sombra de una barba incipiente y tenía gotitas de sudor en las sienes. El pelo, espeso y oscuro, se le rizaba a la altura de la nuca. Tenía los dedos callosos y cubiertos de magnesio, y protectores en los nudillos y en las espinillas. Sólo llevaba puestos unos pantalones cortos y unos zapatos extraños. Aunque ella había visto a muchos hombres sin camisa, pocos habían hecho gala de la perfección que mostraba aquél. Era delgado y musculoso de pies a cabeza, como si un artista le hubiera esculpido en mármol antes de insuflarle vida.

Era extraño que se estuviera fijando en algo tan superficial en ese momento.

Le pasó suavemente los callosos dedos por las clavículas, los hombros y el pelo.

—¿Ha perdido el conocimiento mientras caía?

Ella intentó pensar. Había escuchado crujir las rocas antes de sentir que el suelo cedía bajo sus pies, luego notó que se caía, y entonces…

Lo siguiente que recordaba era ver el cielo, tener la pierna derecha enganchada sobre una roca y todo el cuerpo dolorido.

—Creo que… es posible.

Tras haber realizado aparentemente todas las comprobaciones, él se sentó sobre los talones y la miró.

—Es usted una mujer asombrosa, Katherine James. No conozco a muchas personas, ya sean hombres o mujeres, capaces de hacer lo que usted ha hecho. Ha gateado la anchura de un campo de fútbol arrastrando la pierna rota.

Pero no había sido valiente. Estaba aterrorizada. En cuanto recobró la consciencia se dio cuenta de que nadie sabía dónde estaba y que, a menos que pudiera abrirse paso hasta el sendero, donde los excursionistas pudieran verla, moriría en aquel lugar. Había sido el miedo lo que la había hecho mover las manos y las rodillas, lo que la había impulsado cada insoportable centímetro presa de un inmenso dolor.

Sin previo aviso, la golpeó el peso de lo que acababa de ocurrirle. Las lágrimas le hicieron arder los ojos y se le derramaron por las sienes, mientras su cuerpo se veía agitado por incontrolables sollozos.

«Kat, casi te mueres.»

El ranger la tomó de la mano y se la sostuvo con sus cálidos dedos.

—Se pondrá bien. Sé que le duele, pero la ayuda llegará enseguida.

Ella le miró.

—Me ha salvado la vida.

Él negó con la cabeza.

—Se las habría arreglado sin mí. Habría conseguido llegar hasta el sendero. No le hubiera resultado fácil, pero lo habría hecho.

Ella no estaba tan segura.

 

Después de eso, perdió el sentido del tiempo.

El ranger le decía una y otra vez que no se durmiera, le acariciaba la mejilla y le aseguraba que todo iba a salir bien. Luego la gente se apiñó a su alrededor. Le pusieron una mascarilla de oxígeno sobre la boca y notó un pinchazo en el brazo. Una manta caliente.

Hubo un momento en que sintió un dolor horrible, cuando le entablillaron la pierna, y se oyó gritar. El ranger le apretó la mano con ternura y ella escuchó su voz, intensa y tranquilizadora. ¿Por qué no recordaba su nombre?

—Casi ha terminado, Katherine. Dentro de veinte minutos estará en Denver y en el hospital se ocuparán de usted.

¿La acompañaría? Por una parte esperaba que así fuera.

Realmente no le conocía, pero a pesar de eso confiaba en él.

—¿Se ha caído desde allí? —Escuchó que decía una voz masculina—. ¡Joder! ¿Cómo es posible que siga con vida?

—No puedo creerme que lograra llegar hasta aquí con la pierna rota —dijo una mujer—. Me estremezco sólo de pensarlo.

—Así que estabas escalando el Naked Edge cuando la viste caer. ¡Santo Dios! Estás loco, Rossiter. Un día de éstos será a ti a quien rescatemos; claro que no quedará mucho que recoger.

En ese momento, ella ya iba en una camilla dando botes hacia el helicóptero. El ranger caminaba a su lado; su voz era su ancla.

—Manténgase despierta, Katherine.

Sólo después de que el helicóptero despegara se dio cuenta de que él había desaparecido.

Y ni siquiera le había dado las gracias.

 

1

 

Tres meses después

Gabriel Rossiter se bajó los pantalones lo justo para liberar su miembro, luego obligó a la mujer a inclinarse sobre el respaldo del sofá y le levantó la falda por encima de las caderas. Frotó suavemente el redondo trasero y, espoleado por los impacientes gemidos femeninos, se puso un preservativo con rapidez, la sujetó por las caderas y la forzó a separar más las piernas. Entonces la penetró hasta el fondo, de golpe.

«¡Oh, Dios, sí!»

Aquello era muy bueno, condenadamente bueno. Dejó la mente en blanco y comenzó a embestir, permitiéndose sentir sólo el placer que palpitaba en su erección, conteniéndose el tiempo suficiente como para que la mujer gimiera de éxtasis. Entonces se dejó llevar y el orgasmo le atravesó como un relámpago. Durante unos benditos segundos, se olvidó hasta de sí mismo.

Pero aquel olvido no duró demasiado. Nunca lo hacía.

—Oh, Dios, Gabe… eres el mejor.

Se dio un momento para recuperar el aliento mientras sentía palpitar todavía los músculos internos de la mujer en torno a su miembro. El almizclado olor a sexo inundaba sus fosas nasales cuando se retiró lentamente. Atravesó la habitación hasta el cuarto de baño para deshacerse del preservativo. Se limpió con papel higiénico y estaba lavándose las manos cuando oyó los pasos de la mujer. Le sorprendió encontrársela bloqueando la salida del cuarto de baño, sin otra cosa encima que unos tacones de aguja y una sonrisa.

Samantha Price tenía el mejor cuerpo que el dinero podía comprar. Desde las tetas realzadas por la cirugía, a la depilación brasileña o las uñas de los pies pintadas de rojo. La vio pasarse la mano por el pelo teñido con la mirada clavada en su pecho.

—¿Por qué no te quedas? Podríamos repetir la experiencia… las veces que quieras. Incluso dejaré que me ates.

Gabe supuso que debería tomárselo como un cumplido. Dudaba de que Samantha, una de las abogadas criminalistas más cotizadas de Boulder, invitara a muchos hombres a dominarla. En otra vida él habría estado dispuesto a complacerla, pero ahora sólo se sintió molesto.

—Las cosas no son así, Samantha. Ya lo sabes.

Ella ladeó la cabeza, intentando seducirlo.

—Las cosas pueden cambiar. Hace seis meses que estamos juntos.

—¿Juntos? —Cerró el grifo y se secó las manos—. Un polvo rápido de vez en cuando no significa que estemos juntos.

Se subió la cremallera de los pantalones, se abrochó el cinturón y la apartó para pasar. Sabía que eso acabaría ocurriendo. Siempre era igual: un intercambio de placer físico que se arruinaba porque una de las partes comenzaba a albergar falsas ilusiones. El sexo no era más que una reacción química, una inyección de hormonas que nublaba el cerebro. ¿Por qué la gente se empeñaba en convertirlo en algo más?

«Tú también creíste en el amor, Rossiter».

Sí, y había aprendido la lección de la manera más dura.

—No tiene por qué tratarse sólo de sexo. Ya sé que fue lo que dije al principio, pero…

—Olvídalo, Samantha. —Recogió la camiseta del suelo, donde ella la había dejado caer, y se la pasó por la cabeza. Luego se puso la camisa y se la abrochó para meterla en la cinturilla de los pantalones—. No funcionaría.

—¿Por qué estás tan seguro? —Ella recuperó la chaqueta de su uniforme de invierno y rozó con el dedo la placa que llevaba prendida en la pechera antes de comenzar a rebuscar en los bolsillos con un agobiante despliegue de curiosidad femenina.

—Porque estoy seguro.

Samantha sacó algo de un bolsillo y lo miró.

—¿Qué es esto?

Era el pendiente de turquesa de Katherine James.

Se había olvidado de dárselo antes de que el helicóptero despegara. Su intención había sido conseguir su dirección y enviárselo por correo, pero luego no lo había hecho. No podía explicarse por qué lo tenía todavía ni cómo había ido a parar al bolsillo de la chaqueta del uniforme… Ni por qué seguía allí. Aunque, por supuesto, no pensaba darle ningún tipo de explicación a Samantha.

—¿Es de tu próximo polvo?

No se molestó en responderle.

—Jamás acordamos sernos fieles, Samantha… Ya lo sabes.

Ella le tiró la chaqueta al pecho con el pendiente todavía entre los dedos.

—Eres un capullo, ¿lo sabías?

—¿Has disfrutado de lo que acabamos de hacer? —Le tendió la mano para que se lo devolviera.

—Sí. —Lo dejó caer sobre la palma—. Sabes que sí.

—Entonces, ¿qué más quieres de mí? —Se lo guardó en el bolsillo trasero.

—Más. Sólo algo más.

¡Joder! ¿Estaba a punto de llorar?

—Lo siento, Sam, pero no tengo nada más que ofrecer. —Se dio la vuelta y salió de la sala en dirección a la puerta de entrada.

—Sé lo que le ocurrió a tu novia —le dijo desde atrás con un hilo de voz—. Sé lo que pasó de verdad.

Gabe vaciló un instante, pero no se volvió. Abrió la puerta y salió a la noche sabiendo que jamás volvería allí.

Una fría ráfaga de viento le dio en la cara llevándose el olor del perfume de Samantha y los rescoldos de la pasión, que se apagaron definitivamente cuando le inundó una repentina oleada de ira. Respiró hondo llenando los pulmones de aire mientras caminaba por la acera hasta el pickup del trabajo. Intentó expulsar de su mente a Samantha y sus últimas palabras, ignorando el aguijonazo de su conciencia.

¿Por qué demonios iba a sentirse culpable? Samantha era adulta. Sabía en lo que se metía cuando se enrolló con él. Había sido muy claro cuando le dijo que no estaba interesado en mantener una relación, y ella le respondió que sólo buscaba sexo del bueno. ¿Debería sentirse mal sólo porque ella hubiera cambiado de idea?

Bueno, de todas maneras, jamás le habían gustado las tetas de silicona.

Se sentó tras el volante, reguló la altura del cinturón de seguridad para que no se le incrustase en la clavícula e introdujo la llave en el contacto. El reloj digital del salpicadero marcaba las 8:45, una hora más que apropiada para dirigirse al rocódromo donde entrenaba antes de que cerrara. Acababa de incorporarse a Baseline Road cuando comenzó a pitar el localizador. Lo sacó de la funda y leyó el mensaje en la pantalla.

«Incendio en Mesa Butte. Oficiales de guardia, por favor, acudan. El Departamento de Policía pide apoyo.»

Giró el volante para realizar una maniobra en «U» y aceleró en dirección a Mesa Butte.

 

Kat miró con incredulidad la puerta de la sauna ceremonial1 cuando ésta se abrió de repente, pero al instante la cegó la potente luz de una linterna.

—¡Policía! —gritó una voz masculina—. ¡Todos fuera!

Anonadada, se protegió los ojos y miró al anciano Cuervo Rojo, que estaba sentado a su izquierda, cerca de la puerta. El hombre parecía muy tranquilo, cuando interrumpió bruscamente la letanía ritual que pronunciaba, con la cara arrugada y el pecho desnudo perlados por gruesas gotas de sudor. El amuleto de huesos de águila que sostenía en la mano guardó silencio.

—¡Vamos! ¡Muévanse! ¡Fuera!

Cuervo Rojo se inclinó hacia la puerta y se dirigió al policía.

—Está interrumpiendo el inipi, es una ceremonia sagrada…

El oficial de la policía irrumpió en el interior y cogió al anciano por los brazos.

—Venga, viejo. ¡Fuera!

Cuervo Rojo sólo llevaba puestos unos pantalones cortos de deporte y una toalla para preservar la modestia, pero eso no impidió que le arrastraran contra su voluntad.

—¡No! —gritó Kat. La docena de mujeres que había acudido a Mesa Butte para orar la imitó.

«¡No puede estar ocurriendo!»

Oh, pero estaba pasando.

Una vez que Cuervo Rojo fue obligado a salir, el mismo policía entró y sujetó a Glenna, una anciana oglala lakota de Denver que padecía cáncer de ovarios. Con los ojos abiertos de horror, Glenna gimió algunas incoherencias en su lengua materna cuando, al ser arrastrada hacia el umbral, le arrancaron la toalla de los hombros y la dejaron expuesta al frío con una falda y una camiseta húmedas.

—¡¡Hiyá!! ¡¡Hiyá!! —«¡No! ¡No!»

Entonces el policía volvió a entrar dirigiendo el haz de la linterna de nuevo al interior.

—¿Los demás saldrán por su propio pie o tendremos que arrastrarlos uno a uno?

Pauline, una joven cheyenne que estaba al lado de la puerta, la miró con los ojos llenos de pánico.

—¿Qué debo hacer?

Kat se tragó el miedo.

—Saldré yo primero y tú me sigues.

Gateó alrededor del fuego hacia la puerta, sintiendo como si estuviera atrapada en una especie de pesadilla. Cuando llegó a la salida, pronunció las palabras lakota que habría dicho al final de la ceremonia si ésta no se hubiera visto interrumpida.

Mitakuye Oyasin. —«Todas las relaciones».

—¡Venga, rápido! ¡Dese prisa! —gritó el oficial.

Ella alzó la cabeza mientras seguía gateando, pero al instante sintió que un puño le agarraba el pelo, cerca del nacimiento. El policía la obligó a ponerse en pie bruscamente, con un fuerte tirón, haciendo que la toalla que la cubría cayera al barro. Intentó recuperar el equilibrio, pero cargó de golpe todo el peso sobre la pierna derecha, todavía débil porque hacía apenas unos días que le habían quitado la escayola. Trastabilló; al caer hacia delante intentó sujetarse a la mano que le apresaba el pelo, impidiendo de paso que se lo arrancara de cuajo.

—¿Qué estás haciendo? —Una voz familiar. Pasos cercanos—. ¡Suéltala! ¡No puedes tratar a la gente de esa manera!

—Sobrevivirá. —El policía la soltó.

Con el cuero cabelludo todavía dolorido, Kat cayó a cuatro patas sobre el frío barro. Tenía el corazón acelerado y los ojos llenos de lágrimas de furia; la impotencia le nublaba la vista. Incapaz de contener los estremecimientos alzó la mirada… y sintió que se quedaba sin aire.

Allí mismo, dirigiéndose hacia ella a grandes zancadas, estaba Gabriel Rossiter, el ranger de Parques de Montaña que le había salvado la vida. En esta ocasión llevaba el uniforme del cuerpo: una chaqueta verde oscura con una placa identificativa en la pechera, un arma en la cadera y botas de montaña. Por la manera en que caminaba era evidente que estaba muy enfadado.

—Me parece que ya están haciendo lo que les pediste, ¿por qué no retrocedes un poco y les das algo de tiempo? —Se acuclilló ante ella con media cara iluminada por la dorada luz del fuego y la otra media en sombras—. ¿Cómo está su pierna? ¿Es capaz de sostenerse en pie?

Kat asintió con la cabeza, confundida de verle allí y horrorizada sólo de pensar que el hombre que le había salvado la vida, el hombre en el que había pensado cada día de los últimos tres meses, aquél que recordaba en todas sus oraciones, podía formar parte de aquella… Aquella profanación.

—¿La conoces? —preguntó el policía de cara alargada, recién afeitada, y aspecto militar—. Será mejor que la saques de aquí antes de que la arresten.

El ranger no le respondió.

—La ayudaré a levantarse.

Le asió los brazos con manos firmes y la sostuvo hasta que recuperó el equilibrio. Sus miradas se encontraron y, durante un momento, lo único que pudo hacer fue quedarse quieta contemplándole. Era más alto de lo que recordaba; ella sólo le llegaba al hombro. Y estaba muy enfadado.

Él recogió la toalla que había caído en el lodo y se la tendió.

—Lo siento, Katherine, pero tenemos orden de apagar el fuego y sacar a todo el mundo del interior.

—¿Por qué? —El gélido viento de noviembre se enredó en su pelo húmedo y traspasó la ropa mojada, haciéndola estremecer.

—No sé exactamente por qué. —La miró de arriba abajo—. Pero al parecer, encender fuego viola ciertos artículos de la Ley de Parques Naturales que las autoridades han decidido recordar oportunamente.

«¿Artículos de la Ley de Parques Naturales?»

Kat comenzó a decirle que las leyes federales protegían la libertad religiosa de los indios para el uso de las tierras, pero el policía había vuelto a inclinarse ante la entrada de la sauna ceremonial.

—Parece que ahí dentro sólo hay squaws —dijo en tono despectivo, desplazando el haz de luz de la linterna por las mujeres que había en el interior—. ¿Estamos en la noche de las salvajes guerreras indias? O es eso o el viejo tiene un buen harén. ¡Venga! ¡Moveos!

Dentro de la cabaña, Pauline sollozó.

—¡No! ¡Déjeme a mí! ¡Usted le da miedo! —Indignada por los ofensivos comentarios del policía y sus bruscas maneras, Kat se movió hacia él, pero el ranger la atrapó con un brazo férreo alrededor de la cintura y la pegó contra su cuerpo; el contacto la sobresaltó.

—Así sólo conseguirá que la arresten —le dijo en voz baja, calentándole la piel con el aliento—. Déjeme a mí. Vaya a su coche y entre en calor.

Pero en ese momento a Kat no le importaba pasar frío y no pensaba dejar a su suerte a las demás mujeres. Tiritando, se cubrió los hombros con la toalla mojada y manchada de lodo y observó cómo el ranger se inclinaba para hablar con el policía.

No podía oír lo que decía pero, al poco rato, el policía se puso en pie y le lanzó una mirada airada.

—Genial. Hazlo a tu manera, Rossiter, pero bajo tu responsabilidad.

Entonces, el oficial se alejó de la sauna ceremonial y dejó sitio al ranger, evidentemente furioso por su intervención.

Éste se puso en cuclillas ante la puerta de la cabaña con las manos en los bolsillos.

—Todo va bien. Nadie le hará daño. Venga, salga.

Kat reconoció el tono tranquilizador en su voz y, a pesar de la cólera, sabía que no mentía. Se acercó a la puerta y se dirigió a su amiga.

—Está bien, Pauline. No tengas miedo. Este hombre no te hará daño.

Observó que Pauline sacaba la cabeza y retrocedió para que salieran todas las demás mujeres, mientras buscaba a Cuervo Rojo y a Glenna con la mirada. Entonces vio el despliegue que se había formado a su alrededor.

Había una docena de coches patrulla aparcados en la carretera de acceso, con las luces intermitentes encendidas. Vio también tres camiones de bomberos. Además, había dos oficiales con pastores alemanes sujetos por las correas.

¿La policía? ¿Los bomberos? ¿Unidades del K-9?

¿Todo eso para poner fin a un inipi?

«Sólo falta la caballería.»

Respirando hondo para controlar la furia, divisó a Cuervo Rojo y a Glenna cerca de las luces, hablando con un oficial uniformado. Podría haberse acercado a ellos e intentar ayudarles, pero en ese momento Pauline se aproximó, tiritando y llorando, con una toalla empapada alrededor de los hombros, mientras el resto de las mujeres salía una a una con expresión de miedo.

—Venga. —Buscó al ranger con la mirada antes de darse la vuelta con un brazo sobre los hombros de Pauline—. Vamos a vestirnos.

 

Gabe observó a Katherine. Estaba empapada y caminaba sobre la nieve, descalza y cojeando. Seguía a las demás mujeres hasta el otro lado de una manta que había sido tendida entre dos árboles. Rezumaba indignación por los cuatro costados.

Cuando llegó y se encontró con tres camiones de bomberos y la mayoría de las fuerzas policiales de la ciudad aparcadas en la carretera de acceso a Mesa Butte, había esperado descubrir por lo menos con un botellón salvaje o quizá un incendio provocado. Pero la realidad le mostró un poco amenazador inipi; el mismo tipo de ceremonia que se había desarrollado allí cada sábado por la noche desde mucho antes de que él fuera ranger.

Había recorrido el lugar en busca del oficial encargado de aquel despropósito para intentar minimizar los daños y se tropezó con el sargento Frank Daniels, un policía que nunca le había caído demasiado bien, arrastrando fuera de la sauna ceremonial a una mujer por el pelo. En un primer momento se enfadó tanto como para montar una escena; luego la reconoció.

Katherine había caído de bruces en el suelo, rozando el barro con la larga melena y los colgantes. Sólo ver la sorpresa y el miedo en sus ojos, en su hermoso rostro, hizo que quisiera dar un buen puñetazo a Daniels, ponerle las pelotas de corbata, colgarle por los pelos y ver qué le parecía.

Se volvió hacia el oficial.

—¿Por qué no me explicas qué demonios estás haciendo?

El muy cabrón encogió los hombros, como si no lograra entender por qué estaba tan furioso con él.

—Tuvimos un chivatazo anónimo de que alguien había encendido aquí una hoguera y…

—¡Eso ya lo sé! —Gabe miró hacia la manta tendida, asegurándose de que ningún policía celoso de su labor se atreviera a invadir el refugio de las mujeres mientras se cambiaban de ropa—. Lo que quiero saber es por qué un simple fuego ilegal merece semejante despliegue. No se trata de camellos, Daniels. Es gente desarmada. Habéis aterrorizado a esas mujeres.

—Yo sólo obedezco órdenes. Y éstas son desocupar el sudadero ése, o como coño se llame ese sitio. —Daniels señaló con el dedo la sauna ceremonial—. Si se resisten, esto pasará a otro nivel.

—No me pareció que nadie se resistiera, y menos la mujer a la que casi arrancas la cabellera. —Gabe se cernió sobre él sin disimular ya la cólera, casi pegando su nariz a la del oficial—. Esta tierra está bajo la jurisdicción de Parques de Montaña. Deja de hacerte el Rambo. Y ahora, dime ¿quién es el responsable de este atropello?

 

Gabe realizó una llamada a su supervisor, el Jefe de rangers Webb, y después se pasó los siguientes diez minutos intentando minimizar los daños. Le indicó al Jefe de policía Barker que los indios siempre habían utilizado Mesa Butte para sus ceremonias y que los responsables de Parques de Montaña lo sabían. Que no, que Parques de Montaña nunca exigió que los chamanes pidieran permiso para utilizar saunas ceremoniales, porque su uso constituía una tradición nativa y sus ceremonias religiosas se realizaban en plena naturaleza. Sí, en ocasiones las hogueras provocaban llamadas de ciudadanos preocupados que no sabían lo que estaba ocurriendo, pero nunca habían llegado a presentar una denuncia formal. No, nunca había habido problemas de basuras ni atentados contra la propiedad privada porque los participantes dejaban el terreno limpio.

Entonces, el Jefe Barker sacó la Ley de Parques Naturales del condado y leyó.

—Aquí dice claramente que «no se deben encender fuegos en los espacios públicos sin el permiso pertinente». O los chicos de Parques de Montaña os encargáis de que se cumpla la ley, o…

Pero no llegó a escuchar nada más porque vio que Katherine salía de detrás de la manta.

—Discúlpeme.

Ahora iba bien abrigada con una cazadora vaquera forrada de borreguillo, botas de montaña y vaqueros. Llevaba varias toallas enrolladas bajo el brazo y el pelo retirado de la cara. Se dirigía, acompañada de las demás mujeres, a los vehículos aparcados junto a la carretera.

La siguió.

—Katherine.

Ella le ignoró y puso la mano en el tirador de la puerta de su pickup.

—Katherine, lo siento. No debería haber ocurrido.

Ella le miró por encima del hombro y abrió la puerta del coche bruscamente.

—No, en efecto.

—Alguien ha debido de presentar una queja. Por alguna razón desconocida, la denuncia se dirigió a la policía en lugar de a Parques de Montaña. Si hubiera llegado a nosotros primero esto no habría pasado. Estas tierras están bajo la jurisdicción de los rangers, así que espero que todo se aclare el lunes por la mañana.

Kat lanzó la toalla al asiento y se giró hacia él. Una mancha de barro en su mejilla hizo que a Gabe le hormiguearan los dedos por el deseo de limpiarla.

—Mientras se ocupa de redactar el informe quiero que piense en esto: esta noche era una ceremonia especial para una de esas mujeres. Estábamos allí para orar por ella con el fin de que sea capaz de enfrentarse al tratamiento para el cáncer de ovarios que le ha sido diagnosticado. Los policías y sus perros interrumpieron nuestras oraciones. ¿Cómo se sentiría usted si estuviera en una iglesia rezando por un amigo enfermo y le sacaran de allí arrastrándole del pelo?

—Me cabrearía, y con razón. —No le dijo que no había pisado una iglesia desde que cursaba primaria—. Lo siento. Pero en realidad no fue cosa mía, yo no soy su enemigo.

—Entonces, ¿por qué está aquí? —Se cruzó de brazos y le miró.

—Estoy de guardia —«vaya suerte la mía»— y recibí un aviso. No sabía lo que ocurría hasta que llegué. Para entonces era demasiado tarde como para hacer otra cosa que minimizar los daños. Trataré de averiguar qué ha ocurrido y le prometo que haré todo lo que esté en mi mano para impedir que vuelva a suceder.

Ella pareció considerar sus palabras y la expresión de furia se suavizó.

—Gracias por ocuparse de ese policía.

—Lamento que le hiciera daño. Voy a presentar una queja, y usted también debería hacerlo.

—Lo haré. —Kat se dio la vuelta, pero pareció vacilar—. Gracias de nuevo por haberme salvado la vida.

A su alrededor los coches se movían marcha atrás para dar media vuelta, y las ruedas hacían crujir la grava que cubría el camino nevado.

—No, ya se lo dije en su día: se salvó usted sola. —En ese momento recordó algo—. Tengo algo que le pertenece.

Metió la mano en el bolsillo y sacó el pendiente. Se lo tendió.

Por un momento, ella clavó la mirada en la joya como si no supiera lo que era. Luego entrecerró los ojos y lo cogió.

—Gracias.

—Cene conmigo.

«¿Qué coño…? ¿Te has vuelto loco, Rossiter?»

Al parecer, sí. La había invitado a salir. ¿Cuándo fue la última vez que le pidió a una mujer que cenara con él? Sin embargo, allí estaba, conteniendo el aliento, esperando la respuesta como si se tratara de algo muy importante.

—Lo siento. No… puedo. —La vio mirar hacia las luces traseras de los vehículos que se perdían en la carretera—. Tengo que irme. Vamos a reunirnos en casa de Cuervo Rojo para terminar las oraciones y hablar de lo ocurrido.

—¿Qué le parece entonces un almuerzo? Algo informal.

Ella se subió al pickup y se sentó tras el volante. Aquel vehículo parecía demasiado grande para ella. Durante un momento no dijo nada mientras consideraba la idea. Desde luego, no era la reacción que él estaba acostumbrado a despertar en las mujeres.

«Eres un creído, Rossiter».

Ella le miró por fin.

—Bueno, pero sólo si está dispuesto a compartir conmigo todo lo que haya averiguado hasta entonces sobre lo ocurrido.

Teniendo en cuenta que lo que él pretendía era una cita informal, aquella respuesta fue casi una bofetada en la cara aunque no se tratara de un rechazo categórico. Pero eso no impidió que aprovechara la oportunidad al vuelo.

—De acuerdo. Trato hecho. Quedamos en el South Side Café el lunes al mediodía.

—El lunes al mediodía. —Katherine cerró la puerta y encendió el motor.

Mientras la veía marcharse, se preguntó qué demonios le ocurría.

 


1  En inglés «Sweat Lodge». Es una construcción de armazón de madera cubierta de pieles que en la cultura y religión nativa americana se utiliza para realizar un ritual sagrado que recibe el nombre de inipi. (N. de la t.)

2

 

Kat pasó casi todo el domingo en casa de Cuervo Rojo, ayudando a las mujeres que trajinaban en la cocina mientras los hombres discutían cómo enfrentarse a aquella violación de sus derechos y, de paso, asegurarse de que no volvía a ocurrir nada semejante. Pauline se dedicó a tomarle el pelo con el ranger, le llamaba el Ranger