Fortalecer
la profesión docente

Fortalecer
la profesión docente

Un desafío crucial

Francisco López Rupérez

NARCEA, S.A. DE EDICIONES
MADRID

ISBN libro papel: 978-84-277-2052-7
ISBN ePdf: 978-84-277-2053-4
ISBN ePub: 978-84-277-2254-5

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A mi nieto Adrián
y a todos los niños de su generación
que se merecen de los adultos
la herencia de un futuro mejor.

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

1. Qué educación para qué sociedad

Globalización, transformación social y gobernanza

Tres perspectivas de la educación

Un enfoque integrado

2. Un desafío crucial para la educación del siglo XXI

Por una buena definición de las prioridades

El caso de las políticas educativas. Algunas evidencias empíricas

Nivel de desarrollo y jerarquía de prioridades

Las competencias del profesorado del siglo XXI

3. Las políticas centradas en el profesorado en las agendas de los organismos internacionales

La OCDE toma la delantera

Los informes McKinsey: una apuesta por la educación

La Unión Europea asume los avances

La UNESCO se suma al movimiento

El Banco Mundial se centra en el apoyo a las políticas

La OEI entra en escena

4. Hacia un concepto moderno de profesión docente

Una aproximación jurídica

Una aproximación semántica

5. La docencia en España frente al referente de las profesiones robustas

Una concepción débil de la profesión docente

Frente al referente de las profesiones robustas

6. El acceso a la profesión docente y el potencial del “MIR educativo”

Características generales de un buen modelo de acceso a la profesión docente

El acceso a la profesión médica especializada mediante el sistema “MIR”

Un análisis crítico del Máster de Secundaria

El potencial del “MIR educativo”

7. El desarrollo profesional, factor clave del fortalecimiento de la profesión docente

La formación continua

Los incentivos

La evaluación

La promoción

El Plan de Carrera

El desarrollo profesional, factor clave del fortalecimiento de la profesión docente

8. Cómo preparar un futuro mejor para la profesión docente

Algunas recomendaciones generales

El papel de los actores principales

Agradecimientos

Los libros son la encrucijada de una multiplicidad de caminos del pensamiento, de influencias, de circunstancias y de experiencias. En lo que concierne a la presente obra, distintas personas han influido de formas diversas —en ocasiones sin ser conscientes de ello— para que viera finalmente la luz. Eugenio Nasarre percibió pronto —desde una óptica política— la importancia de incorporar las principales cuestiones relativas al profesorado al programa electoral con el que el Partido Popular compareció a las Elecciones generales de 2011. Juntos firmamos dos de los tres artículos aparecidos en la prensa profesional que han constituido el núcleo más próximo de inspiración de este libro.

Jesús Pueyo me invitó a dictar, en Mayo de 2013, la conferencia inaugural del XI Congreso Federal de la Federación de Sindicatos Independientes de la Enseñanza (FSIE) y a compartir con los congresistas algunas reflexiones sobre ”La preparación del futuro de la profesión docente”. Por su parte, José Luis García Llamas y Santiago Castillo Arredondo me pidieron que impartiera una de las conferencias plenarias del Congreso Internacional Euro-Iberoamericano, La formación del profesorado de educación secundaria. Reflexión, análisis y propuestas, organizado por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), que tuvo lugar en julio de ese mismo año. Ambas comparecencias me permitieron confirmar personalmente el interés y las expectativas que esta problemática suscita, en el momento presente, en los ambientes tanto profesionales como académicos de nuestro país.

Juan Luís Cordero me animó a retomar “la pluma” para reflexionar, de un modo sistemático y fundado, sobre las políticas públicas clave para la mejora de los resultados de nuestro sistema educativo. Su delicada reiteración resultó decisiva a la hora de asumir esa tarea en un momento en el que mis responsabilidades la hacían más difícil; y no sólo por la escasez de tiempo disponible, sino también por la dispersión de los procesos básicos de la gestión institucional que resulta incompatible con el tipo de concentración requerido por la elaboración intelectual. Montse, mi mujer, fue como siempre generosa y enormemente comprensiva con la apropiación por mi parte de un tiempo compartido que, en buena medida, le pertenecía. María Dolores Molina e Isabel García se prestaron con entusiasmo e inteligencia al debate y al análisis sobre diferentes cuestiones, relativas particularmente al profesorado funcionario. Ellas hicieron bueno para mí el heurístico consistente en “discutir el problema con otros”.

Emiliano Martínez leyó el original y me animó vivamente a publicarlo. Ana de Miguel lo acogió con una amable y generosa receptividad y, finalmente, Narcea Ediciones ha asumido el proyecto con dedicación; y, con el profesionalismo que le caracteriza, se ha implicado de diferentes maneras en el logro de una edición cuidada. Con todos ellos tengo contraída una deuda de sincera gratitud que quiero desde aquí reconocer.

FRANCISCO LÓPEZ RUPÉREZ
MADRID, MAYO DE 2014

Introducción

Las transformaciones aceleradas, que tanto la globalización como el desarrollo de la sociedad del conocimiento y de la información están produciendo sobre el contexto en el que operan los países desarrollados, han afectado a las expectativas individuales, sociales, económicas y políticas con respecto al funcionamiento y a los resultados de sus sistemas educativos.

En nuestro país, nunca como ahora se había creado un consenso tan amplio en la opinión pública nacional sobre el papel de la educación y la formación, particularmente entre los sectores más informados de la sociedad española; sectores que miran la educación desde fuera de ella, y que, por su posición intelectual, institucional o profesional, crean opinión, tienen responsabilidades en la gestión del presente y vislumbran con preocupación la preparación del futuro colectivo. Nunca como ahora se había invocado, con pareja claridad, la mejora de la calidad de los resultados de la educación como factor decisivo para el desarrollo económico y la cohesión social. Y nunca como ahora se había dirigido la mirada hacia nuestro sistema para situar sus reformas —a partir de las evidencias que proporcionan los abundantes análisis comparativos internacionales— entre las llamadas reformas estructurales necesarias para el cambio de modelo productivo y para la sostenibilidad, en el medio y largo plazo, de nuestro estado de bienestar.

Por otra parte, recientes análisis sobre la evolución, a lo largo de la última década, de indicadores de resultados de diferente naturaleza, referidos al sistema educativo español, parecen apuntar a la generación de una respuesta colectiva alineada con los desafíos de ese nuevo contexto social y económico. Los datos que aporta el Informe 2013, del Consejo Escolar del Estado, sobre el estado de nuestro sistema educativo facilitan suficientes evidencias en ese sentido.

Así, cuando se considera la distribución de los porcentajes de empleados en España, en función de su nivel de formación, y se analiza su evolución con el tiempo a lo largo de la primera década del presente siglo se advierte lo siguiente:

Una tendencia decreciente, a lo largo de la década, del porcentaje de los empleados con estudios básicos (ESO o inferior).

Una tendencia creciente del porcentaje de los empleados con estudios superiores.

La convergencia de ambas líneas de evolución en el punto correspondiente al año 2010, y una proyección para la siguiente década según la cual cada vez el porcentaje de empleados con estudios básicos seguirá disminuyendo y el de empleados con estudios superiores seguirá aumentando a lo largo de ese periodo.

La comparación de estas tendencias con las correspondientes a la Unión Europea indica que, en lo esencial, son las mismas sólo que España muestra un retraso, al menos, de seis años con respecto al comportamiento del conjunto de la Unión.

Según las previsiones de la Comisión Europea, en el horizonte 2020, únicamente un dieciséis por ciento de los empleos de la Unión podrán ser ocupados por personas con bajo nivel de formación1. Se trata ésta de una concreción cuantitativa de algo que pesa en el ambiente de las sociedades desarrolladas, que se refleja frecuentemente en sus opiniones públicas y que marca, de un modo relativamente impreciso pero cierto, los desafíos del futuro en cuanto a la relación genérica entre formación y empleo.

Un fenómeno de sumo interés a este respecto es el que concierne a la distribución de la población adulta joven (entre 25 y 34 años) por niveles de formación y a su evolución con el tiempo. En España el patrón de distribución de ese grupo de población por nivel educativo (básico, medio y superior) adopta una forma de V, con valores porcentuales altos en los extremos y bajos en el centro, lo que refleja una acusada dualización de la correspondiente población; es decir, señala la existencia de una auténtica brecha en materia de nivel formativo. Además, ello contrasta con el esquema correspondiente al conjunto de la Unión Europea a veintiocho que presenta una forma de V invertida, con el porcentaje máximo correspondiendo a los niveles intermedios de formación —bachillerato y formación profesional de grado medio, básicamente—, y revela un comportamiento atípico de España en relación con los países desarrollados, e incluso con otros de inferior nivel de desarrollo.

Sin embargo, un análisis de tendencias revela que ese esquema anómalo de nuestro país se ha estado atenuando a lo largo de la primera década del siglo XXI y la proyección para la segunda década anuncia la acentuación de esa tendencia2; todo ello en coherencia con los cambios de la demanda de competencias para el empleo —en función del nivel de cualificación— ocurridos en la primera década del presente siglo.

Otro de los fenómenos observados es la aceleración en el número de titulados en la educación secundaria postobligatoria que arranca con claridad en el curso 2008-2009 y se intensifica en los dos siguientes de un modo que está mucho más acentuado en el caso de la Formación Profesional que en el del Bachillerato.

Pero, quizás, el fenómeno que, por su carácter en buena medida sintético de los anteriores, refleje de una forma más evidente la adaptación de la respuesta de la población joven a los cambios del contexto —y sus limitaciones— sea la evolución que está experimentando el abandono educativo temprano cuyas altas tasas, situadas durante décadas muy por encima de las correspondientes a la Unión Europea, están remitiendo de un modo franco. Ello coincide en el tiempo con el desarrollo de la crisis económica.

No obstante lo anterior, los datos disponibles3 indican que esa respuesta correctora no es homogénea, y que es el grupo de población de mayor edad —dentro del intervalo 18-24 años de definición de dicho indicador—, junto con el de los no ocupados y sin título de ESO, el más resistente a la reducción del abandono prematuro de la educación y la formación. En definitiva, cuanto más se alejan los jóvenes del sistema reglado, menor es la probabilidad de volver a él. La pérdida de los hábitos de estudio, los obstáculos que comporta la falta de una titulación básica, la desconfianza en sus propias posibilidades y los problemas para atribuir significado a la prosecución de la formación y para movilizar los esfuerzos correspondientes les dificultan el aprovechamiento de las “segundas oportunidades” que el sistema les ofrece.

Resulta escasamente acorde con las evidencias disponibles atribuir toda esta respuesta adaptativa del sistema educativo español a los efectos de unas políticas públicas orientadas explícitamente a tal fin. Ello es particularmente notorio en la corrección del abandono educativo temprano. La persistente reducción del “coste de oportunidad”4, derivada de un incremento brutal del desempleo juvenil que se ha cebado con los sectores de menor nivel formativo, es el factor que parece explicar mejor la corrección de esta patología del sistema de educación y formación español, patología que nos ha acompañado durante décadas y que está en trance de remitir.

Cuando se consideran los anteriores datos en su conjunto, parece como si una “mano invisible” estuviera operando sobre nuestro sistema educativo y corrigiendo, al menos en parte, sus desequilibrios en materia de resultados. Tomamos aquí prestada la metáfora de Adam Smith, en el sentido de que esa corrección de tendencias no es la respuesta colectiva a una acción planificada. Más bien se trata de la integración de una multiplicidad de acciones individuales que constituyen, en lo esencial, una respuesta personal de adaptación a un cambio de contexto. Es posible afirmar, en una aproximación superficial al fenómeno, que la crisis económica ha desempeñado con eficacia el papel de ministro de educación.

Desde un análisis más detallado, apoyado en la consideración de las tendencias de varios indicadores, cabría postular un mecanismo complejo de esa “mano invisible”, a saber, el procesamiento por parte de los jóvenes y de sus entornos familiares de los inputs procedentes de esa nube de influencias que es característica de la sociedad de la información. Esta circunstancia advierte a la población, de forma reiterada y por múltiples vías, sobre la vinculación creciente entre empleo y nivel de formación y señala, por tanto, el camino más seguro de preparar el futuro individual y colectivo en ese nuevo contexto global.

Llegados a este punto, algunos podrán adoptar una posición próxima a la de los fisiócratas del laisser faire, despreocuparse del grado de acierto de las políticas públicas y concluir que los problemas del sistema educativo, transcurrido un tiempo suficiente, al final terminan por arreglarse solos.

Sin ignorar como un hecho objetivo la emergencia, en entornos socialmente desarrollados, de esa suerte de “orden espontáneo” —que tiene su fundamento en las respuestas individuales inducidas por la influencia del contexto y su procesamiento inteligente—, lo cierto es que las políticas públicas eficaces en materia de educación y formación siguen siendo imprescindibles en una sociedad que, junto con la libertad, esté comprometida con los valores de la justicia y la equidad. Y ello por dos tipos básicos de razones, uno relativo al tiempo y otro a la cultura.

En cuanto al tiempo, y como se ha podido comprobar en el caso del abandono educativo temprano español, el inicio de la corrección “espontánea” del fenómeno se ha dilatado, al menos, un par de décadas. Durante ellas, ni se ha apostado por un diagnóstico fiable de sus causas, ni se ha acertado en las políticas orientadas a su disminución, cuando ya a principios de siglo informes internacionales comparados estaban apuntando a problemas de falta de flexibilidad y de ausencia de incentivos suficientes del propio sistema reglado español5. Esos problemas deberían haber sido resueltos, por una parte, eliminando los obstáculos innecesarios y diversificando adecuadamente las vías de éxito con el fin de facilitar los flujos de alumnos hacia la educación secundaria superior (bachillerato y formación profesional de grado medio); y, por otra, desplazando los incentivos del exterior al interior del sistema educativo6. Ha tenido que ser ese cambio radical de contexto, materializado en una brutal crisis económica, lo que haya situado a la educación española en la senda de la corrección de una anomalía histórica en la comparación internacional7.

Mientras tanto, la actuación de la “mano invisible” no ha podido evitar que miles y miles de jóvenes hayan padecido —con elevados costes sociales y económicos— los efectos de la ausencia de políticas efectivas; y esos ideales de justicia y equidad, propios de una sociedad avanzada, se han visto seriamente comprometidos.

Por otro lado, el nivel sociocultural de los alumnos y de sus entornos constituye un condicionante cierto del grado de eficacia de esos mecanismos espontáneos. El procesamiento de la información sobre las consecuencias, en el plano personal, de los cambios globales y sobre la importancia de la formación en una economía basada en el conocimiento, así como la calidad de las correspondientes respuestas, dependen de un modo sustantivo —no en términos individuales pero sí en términos estadísticos—del nivel formativo del sujeto y de su familia. Así, las familias que dispongan de un mayor nivel de información promoverán, con mayor probabilidad, respuestas más rápidas y mejor alineadas con los cambios contextuales y con los desafíos del futuro, y las trasladarán a su descendencia.

Además, estos dos tipos de razones interactúan. El tiempo requerido por los mecanismos espontáneos es, a la postre, una cuestión de eficacia de la “mano invisible”, dado que, en este ámbito, a mayor tiempo necesario para el logro de objetivos social y económicamente deseables, menor eficacia relativa. Pero, a igualdad del resto de los factores, ese grado de eficacia será tanto mayor cuanto mayor sea el nivel sociocultural de la población.

Por tales motivos, en una sociedad real como la española, acusadamente dual en cuanto al nivel formativo de su población joven, el papel de las políticas públicas en el ámbito educativo resulta crucial a condición, claro está, de que sean efectivas. Sin perjuicio de los positivos efectos asociados a la llamada “mano invisible”, las políticas educativas eficaces se convierten así en un instrumento privilegiado para lograr sociedades más prósperas, más justas y más cohesionadas; en definitiva, más avanzadas.

Desde este punto de vista, los poderes públicos, sus responsables políticos, los actores principales de la educación, y la sociedad en general han de contribuir, cada cual desde su posición, a adoptar, apoyar y consolidar los enfoques más adecuados que nos permitan acertar —si es posible a la primera— en la concepción y en la implementación de las políticas educativas.

Para ello, las ocurrencias y las soluciones arbitristas ofrecen pocas garantías de acierto y, pueden presentar, a la postre, un nivel de eficacia muy inferior a la de los mecanismos de la “mano invisible”. Por su parte, los procedimientos de “ensayo y error” disponen, cuando menos, de la garantía que ofrece la evaluación de las actuaciones en orden a corregir a tiempo los errores y aprender de la experiencia. Pero cuanto mayor sea la carga de conocimiento y de racionalidad que asista a las instancias de decisión en la definición de las políticas públicas en materia educativa, mayor será su probabilidad de acierto y mayor la eficacia de su alineamiento con los objetivos sociales que las justifican.

Cuatro rasgos fundamentales caracterizan el nivel de racionalidad de las políticas educativas como instrumentos de mejora:

Las buenas políticas han de estar basadas en evidencias

Este rasgo de definición ha atraído poderosamente la atención de organismos internacionales como la UNESCO, la OCDE o la Comisión Europea y se ha traducido en la orientación de sus programas, de sus proyectos y de sus estrategias, a través de los cuales pretenden influir sobre la concepción de las políticas educativas de los países miembros. El programa PISA de la OCDE, en sus diferentes ediciones, o los sucesivos informes de la Comisión sobre el seguimiento hacia los objetivos de logro de la Estrategia de Lisboa, primero, y de la Estrategia Europa 2020, a continuación, constituyen algunos ejemplos de ese interés internacional.

Pero también los gobiernos de los países más desarrollados están poniendo en marcha iniciativas orientadas a suministrar evidencias sobre las que apoyar la definición e implementación de las políticas y de las prácticas educativas. Tal es el caso, por ejemplo, del Ministerio de Educación de Nueva Zelanda que está desarrollando un programa orientado a recopilar las mejores evidencias. Bajo las siglas BES (Iterative Best Evidence Synthesis), el Programa del gobierno neozelandés se propone proporcionar “cuerpos de evidencia basados en la investigación que permitan explicar qué es lo que funciona y por qué, a fin de mejorar los valiosos resultados de la educación y lograr una mayor diferencia a favor de la formación de todos nuestros niños y jóvenes”8.

Una de las características que ha acompañado durante el último cuarto de siglo al sistema educativo español es que, básicamente, ha vivido de espaldas a las evidencias. Probablemente, la prevalencia de los compromisos políticos y la fuerza de la impronta ideológica de las leyes educativas se hayan aliado con nuestra escasa tradición intelectual de corte empirista para dar lugar a un modelo de sistema educativo que ha puesto toda su atención en la definición de los procedimientos y en su fundamentación doctrinal, a través de una voluminosa producción normativa, y se ha olvidado de los resultados. Justamente, ha sido la influencia creciente sobre la opinión pública española de las sucesivas ediciones de PISA y de los informes de seguimiento anuales de la Estrategia de Lisboa lo que ha obligado a las instancias políticas de decisión a prestar atención a los resultados; estimuladas, desde luego, por un contexto social y económico que es cada vez más sensible al grado de acierto de las políticas educativas, y menos tolerante con sus errores.

Basar las políticas en evidencias significa, pues, adoptar un enfoque de carácter empírico-racional que tome en consideración el conocimiento suficientemente contrastado y disponible en el ámbito internacional, y que esté atento a la evaluación de los resultados escolares y a su evolución. Pero, además, supone que, junto con la definición de las políticas, se establecen procedimientos para evaluar su impacto sobre la realidad educativa que se pretende mejorar.

Entendida en un sentido muy general, la evaluación del impacto de una política educativa consiste en la determinación de los cambios, efectos o resultados producidos en el sistema educativo -o en una porción del mismo- como consecuencia de la aplicación de la correspondiente política, incluyéndose tanto los positivos como los negativos, los directos como los indirectos, los buscados como los imprevistos.

La evaluación del impacto de las políticas públicas:

Contribuye a la comprensión de los fenómenos en juego, pues permite relacionar la intervención y sus características con los efectos que aquélla produce sobre la realidad social.

Ayuda a la toma de decisiones y hace inteligentes las políticas, ya que posibilita la corrección fundada de los errores.

Incrementa la eficacia de las actuaciones y permite un uso eficiente de los recursos.

Facilita el establecimiento de mecanismos de trasparencia y de responsabilidad, al identificar sin ambigüedad los efectos de las acciones emprendidas.

Quizás por ello la Unión Europea haya incluido, como uno de los elementos de su “Estrategia revisada para un desarrollo sostenible”9, la evaluación del impacto de las políticas, a modo de instrumento básico para mejorar sus procesos de elaboración. Una manera de incorporar esa práctica modernizadora a nuestros hábitos administrativos consistiría en hacerla prescriptiva para todas aquellas normas que comportaran la introducción en el sistema de algún cambio o innovación sustantivos, en especial para aquéllas que conllevan un empleo notable de recursos públicos.

Las buenas políticas educativas han de apoyarse en una definición bien fundada de las prioridades

Aun cuando los criterios de oportunidad forman parte habitual de la acción política, la ordenación de las actuaciones no debería ignorar, como criterio primordial, la mayor incidencia posible de éstas sobre la mejora de la calidad educativa, medida por sus resultados. El acertar en la definición de las prioridades —y en su jerarquía— sobre la que centrar las políticas públicas constituye un factor de éxito esencial. Al aplicar lo anterior a la definición de las políticas educativas, se trata de no dispersar los esfuerzos en mil y una medidas cuya influencia es pequeña, o incluso insignificante, sino de identificar aquellos factores cuyo impacto sobre la mejora de los resultados escolares es máximo, y de concentrar sobre ellos la mayor parte de los esfuerzos políticos y económicos de las reformas.

Como parece evidente, una buena definición de las prioridades, desde el punto de vista de la mejora educativa, ha de apoyarse, en la mayor medida posible, en una base de conocimiento disponible suficientemente contrastado, a fin de disponer de un soporte racional fundamental que asista a las instancias de decisión en esa tarea decisiva de asignación de los recursos y ordenación de las actuaciones.

Las buenas políticas educativas han de concebirse de acuerdo con un enfoque sistémico

En educación, las políticas eficaces suelen agruparse en racimos cuyos elementos están interrelacionados, de modo que pueden reforzar recíprocamente sus efectos mediante una suerte de bucles causales. Esta visión integrada o sistémica de las políticas no sólo incrementa su eficacia sino que acorta los tiempos necesarios para que los resultados se manifiesten.

Como he señalado en otro lugar10, la adopción de enfoques sistémicos en la elaboración de políticas educativas requiere una comprensión global de las diferentes actuaciones que interesan al objetivo que se pretende conseguir, así como de sus relaciones mutuas. No obstante, y como ha subrayado con acierto J.C. Tedesco, reconocer el carácter sistémico de la educación y, por tanto, de sus políticas y de sus estrategias de mejora, no significa que sea necesario, o conveniente, modificar todo al mismo tiempo. “Significa, en cambio, que en determinado momento es preciso hacerse cargo de las consecuencias de la modificación de un elemento específico sobre el resto de los factores”11.

Las políticas orientadas a mejorar los sistemas educativos han de ser “masivas”

Los anteriores rasgos de una definición racional de las políticas aluden directa o indirectamente a la eficacia, e incluso a la eficiencia, de las actuaciones; pero, además de eficaces, las buenas políticas han de alcanzar a amplias capas de la población escolar. De lo contrario, difícilmente se lograrán avances sustantivos que se vean reflejados, en un intervalo de tiempo razonable, en la mejora de los correspondientes indicadores internacionales.

La selección de políticas “masivas” es un criterio de prioridad que debería ser tomado en consideración, particularmente en aquellos sistemas educativos que arrastran déficits permanentes.

Las políticas basadas en el profesorado, si están bien orientadas, se beneficiarán de esos cuatro rasgos característicos de las políticas públicas racionales y efectivas. Así, se dispone en la actualidad de suficiente evidencia empírica, que se apoya en investigaciones académicas y en informes internacionales, como para asegurar que las políticas dirigidas a mejorar la calidad del profesorado inciden de un modo muy notable sobre la mejora de la calidad del rendimiento de los alumnos y del éxito escolar. Se trata, después de todo, de la constatación a nivel estadístico de un conocimiento directo que el análisis de casos y las experiencias asociadas a los buenos profesores —según el testimonio de sus propios alumnos— habían anticipado profusamente hace ya bastante tiempo.

Sirvan, a modo de ejemplo, dos referencias del máximo interés sobre el impacto decisivo de sendos maestros excelentes en la vida de sus alumnos.

Judith R. Harris12 se refiere al caso de la señorita A, investigado y descrito en la prestigiosa revista Harvard Educational Review13 por uno de los alumnos —E. Pedersen- de esta maestra singular.

«Se trataba —describe Harris— de una maestra de primer curso en la escuela a la que fue Pedersen en los años cuarenta; una escuela vieja entre las viejas, construida como una fortaleza y con las ventanas protegidas con barras de hierro. Una escuela de los barrios pobres del centro de una ciudad, rodeada por bloques de pisos y a la que asistían los hijos de los pobres y los inmigrantes: dos tercios blancos y un tercio negros. Una escuela de la que sólo salía una minoría para la universidad y en la que la mayoría no acababa el bachillerato. Una escuela, finalmente, en la que las luchas y los problemas de conducta estaban a la orden del día y eran castigados con azotes (...). Pedersen descubrió que la señorita A había tenido un extraordinario efecto sobre sus alumnos (...)».