(…) [Estos relatos] Representan un conjunto que interroga en lo más profundo a esos personajes que parecen habitar un silencio eterno. Abraham tiene la capacidad de dialogar con ellos en silencio, incluso forzarlos a hacerlo, aunque sea mediante un lejano eco, posiblemente porque el propio autor también habite en su particular silencio.

Temas como el paso del tiempo, la muerte, el amor y desamor, la literatura o la eterna fragilidad de la memoria trascienden los personajes y las palabras. Una continua interrogación de la condición humana y su sentido, salpicado, siempre, con notas de un humor corrosivo, hacen que este volumen de narraciones cobre una fuerza dada por las vísceras. El autor planea en cada relato y huye de él.

K. Nielssen

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Esferas

Abraham Pérez

www.edicionesoblicuas.com

Esferas

© 2017, Abraham Pérez

© 2017, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16967-20-9

ISBN edición papel: 978-84-16967-19-3

Primera edición: enero de 2017

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

Prólogo. Una obsesión por el silencio

Narraciones

Fin de la Historia

El escritor

La caída

Ítaca persigue a Ulises

Muñecas rusas

Cuerdas rotas

Septiembre

Fotografías en gris y verde

Apéndice

El último paso

El autor

A mi madre, mi padre, mi hermana y mis abuelos,

por todo y el ser.

A Ángeles,

por ser así y el amor.

A José Manuel,

por las conversaciones y la amistad.

Nota:

Las narraciones que figuran en este volumen son producto de la imaginación. Cualquier coincidencia con personajes reales es mera casualidad, pura ficción.

El autor.

Efectivamente, no tengo imaginación.

José Antonio Garriga Vela

Soy tan sólo «un observador».

Julián Rodríguez

Prólogo. Una obsesión por el silencio

La primera vez que vi a Abraham fue en Copenhague, en un verano de hace años. Estaba sentado y con las gafas de sol puestas en la terraza de una cafetería y la conversación que tuve con él fue escueta. El motivo fue trivial, me acerqué a pedirle fuego y empezamos a hablar. Tanto él como yo nos limitábamos a emitir cortas frases, hasta el momento en que cité a un autor, no recuerdo cuál, pero que le hizo reír. El caso es que entablamos amistad y cuando tuvo preparado este conjunto de narraciones cerradas (ahora con el tan acertado título de Esferas), me dijo que lo leyese y que le hiciese un prólogo. Acto seguido me dijo que, como no le conocía nadie, lo mejor sería que escribiese: «Nada que decir. Si les apetece, lean». Una broma seria. El caso es que escribir estas líneas me ha costado bastante. Y no por los relatos, escritos con voces distintas, sino por la imposibilidad de decir algo acerca de ellos. Representan un conjunto que interroga en lo más profundo a esos personajes que parecen habitar un silencio eterno. Abraham tiene la capacidad de dialogar con ellos en silencio, incluso forzarlos a hacerlo, aunque sea mediante un lejano eco, posiblemente porque el propio autor también habite en su particular silencio.

Temas como el paso del tiempo, la muerte, el amor y desamor, la literatura o la eterna fragilidad de la memoria trascienden los personajes y las palabras. Una continua interrogación de la condición humana y su sentido, salpicado, siempre, con notas de un humor corrosivo, hacen que este volumen de narraciones cobre una fuerza dada por las vísceras. El autor planea en cada relato y huye de él. Un juego de espejos que se hace para cuestionar y que sirve para reflejarse a sí mismo hasta la distorsión. Siempre y nunca es Abraham.

La Stimmungen de la mayoría de los relatos se presenta como el clima que recubre y da más consistencia a cada narración. Frases pausadas y oraciones desenfrenadas. En algún caso, incluso, la desfiguración del personaje o de la propia historia sirve como pretexto para indagar en el lenguaje y desfigurar la propia escritura y el sentido de ella misma. No se fíen del personaje ni de su sombra; ni del lenguaje ni del silencio. Historias sencillas que no son lo que parecen.

En cuanto a sus influencias, como se puede apreciar claramente, son variadas y excesivas, aunque este volumen parezca un claro homenaje a algún escritor. Y a algún director. Una obsesión representada en el caminar por los bordes y los límites de la ficción, mezclando géneros y lenguajes.

Además, el libro se cierra con un microrrelato cuyo interés no está simplemente en la historia que nos cuenta y en su estado de ánimo, sino en la propia construcción que hace con el lenguaje. Otra de las obsesiones de este autor hasta hoy desconocido y que, en mi tierra, Dinamarca, seguro que sería publicado sin dudar un instante.

Así que pónganse el abrigo y lean porque Esferas supone un prometedor debut literario que, espero y deseo, dará que hablar.

K. Nielssen

Narraciones

Fin de la Historia

They departed, the gods, on the day of the strange tide.

John Banville

Sí, lo sé; no hace falta que me lo repitas otra vez. Ya, me callé, en aquel momento me callé. Pero ahora permíteme que te diga una última cosa: el silencio no rompe cristales, pero destroza a uno mismo. Sé que es necesario entender, aunque llegue tarde. Después del camino, sí, ya sabes, a la orilla del mar, embravecido, donde podría haber caído… pero no sucedió. Y al fondo, un horizonte difuso y después otra vez el mar, de color verde, oscuro, cada vez más oscuro. Espera, esmeralda, sí, esmeralda me gusta más. El mar de color esmeralda. Sí, ahora me interesa la belleza de las palabras, aunque estén vacías y tú no entiendas nada de lo que digo. ¿Sabes? Me dan ganas de romper el espejo: ahí, donde apareces. Ya sabes por qué… También a mí me cuesta respirar, como el día…, allí…, ya sabes…, bien sabes… Estábamos allí los dos, tú y yo, o yo y tú, ya no sé cuál es el orden; quizás ni tan siquiera haya algo así. El «orden»: palabra sospechosa. Pero no nos descentremos. Recuerda cuando estábamos allí, los dos, tú y yo, o yo y tú. Sí, no hiciste nada. Las olas golpeaban las rocas. No hiciste nada. Ya, tampoco yo…, ¿qué querías que hiciese? ¡Eh! ¡Di! Ni tú ni yo ni nadie. ¿Cómo? Pues claro que había alguien más allí. Una persona, entre dos casetas en la playa, vestida de blanco y cubriéndose la cabeza con una capucha… blanca también. Llovía. Creo que era una mujer. Me vio, estoy seguro de que me vio, allí parado, donde la arena pasa a ser un montón de piedras. Aunque gritase y la llamase, estaba seguro de que ella no vendría. ¿Qué podría hacer más? Nada, sólo se podía hacer lo que hice, y tú lo sabes, quedarse quieto era lo único que se podía hacer. Así fue. En la playa solamente estaba ella y por la carretera no pasaba nadie. ¡Sí, sí, miré! ¡Miré! Pero tampoco podía hacer nada más, ya te dije, tampoco podía respirar bien. Quiero decir: correctamente, de forma más o menos continuada, sin sobresaltos. ¿Acaso aquello también era culpa mía? Quizás la mujer de la capucha lo sabía y no vino. Tenía los ojos verdes, lo sé bien, era pelirroja… Es todo lo que sé. Quizás era una mujer enviada por Dios o una abandonada por Satán. No, no hice tratos con él. Con Satán, quiero decir; Dios ya ni me escucha. Sabes que siguió lloviendo, con mucha fuerza, y yo estaba empapado, ¡absolutamente empapado te estoy diciendo! No me hagas gritar, ya no tengo ganas. Sólo grito cuando estoy frente a ti, en esta habitación. ¿Que mire lo que hay en ella? Si lo hago dejaré de verte y de saber que estás ahí. Si miro durante un instante hacia un lado, o cierro los ojos, desapareces y eso puede ser algo irremediable, tanto para ti como para mí. Sobre todo para mí. No insistas, no voy a mirar hacia ningún lado. Te puedo decir lo que hay aquí dentro, entre estas cuatro paredes sin tener que mirar nada. No voy a entrar en tu juego, no; lo hice una vez y mira cómo estamos: yo aquí y tú…, tú ahí, inmóvil, semidesnudo y moviéndote cuando yo lo hago. Y aún, por encima de todo, mueves los labios para hacerme la burla. Me voy a callar para que hables, para que digas lo que tengas que decir de una vez y así acabemos para siempre con todo esto. ¡Venga! ¡Habla! ¡Habla! Las cosas ya las conoces. ¿Que quieres algún dato más de aquel día? Sí. Ahora no te acuerdas, ¿no? Pues yo sí me acuerdo; estaba aquí, en la habitación, como hoy, y salí de la habitación, cerré la puerta. Al salir al pasillo su puerta estaba abierta. Tenía música puesta, pero no supe distinguir qué era. No la conocía. Me asomé y estaba ella. La vi de espaldas: se movía, estaba bailando; la observé durante un rato, tratando de que no me viese. La música paró y durante un momento se mantuvo de frente hacia la ventana, viendo llover, mirando hacia el mar, verdoso como sus ojos… La luz de la tarde, tenue, hacía un juego de sombras y claros. Durante aquel tiempo yo estuve en silencio. La casa estaba en silencio, también. Segundos después u horas, no sé, después de mirarla, la llamé: no me escuchaba o parecía no escucharme. Subí el tono de la voz; me sobresalté con el volumen… No, en aquel momento ya no había música, la casa estaba en silencio. Ella siguió sin escucharme. Insistí un par de veces más, pero fue inútil. No me atreví a entrar en la habitación. Me cubrí la cara con las manos. No podía ver nada. Me sentí desfallecer, que me caía al suelo, que un sudor frío recorría mi pómulo izquierdo. Casi no tenía fuerzas, pero no me llegué a caer, me quedé de rodillas, y cuando saqué las manos de delante de los ojos, allí estaba ella, delante de mí, de pie. No dije nada: ella me miraba, de una forma extraña, como si el frío de la tarde se apoderase de ella; pero en todo caso, si era así, ella parecía no sentirlo. Un tirante de su vestido blanco le caía por un hombro. Se acercó y me dijo algo. No entendí, pero volvió a hablar y esta vez me pareció entenderle «Hoy es un buen día». Me sentí desfallecer de nuevo, y la vista se me nubló, no sé exactamente cuánto tiempo pude estar así. Cuando volví a abrir los ojos ella ya no estaba en la habitación. Me puse de pie, bajé las escaleras y salí a la calle. Llovía, como había ocurrido durante los días anteriores. No había nadie fuera, ni tampoco circulaba ningún coche por la carretera de delante. Seguí caminando: podía ver el mar. Y sólo al fondo, se podía ver una pequeña barca, aunque no sé si tenía a nadie. Atravesé el montón de piedras. Miré a la derecha y no había nadie, luego a la izquierda y por allí me pareció que alguien se escondía detrás de una de las dos casetas que hay. Fui a mirar, pensando que era ella quien estaba allí. Me apresuré. Al llegar, ya no había nadie. Volví a mirar de nuevo hacia los lados, pero seguía todo igual, sin nadie. Miré de nuevo al mar y las olas cada vez eran más grandes. El bote resistía. Dejó de llover pero el viento se hizo más intenso. Decidí bajar a la playa para caminar por la arena; durante bastante tiempo hasta que me senté. Dos gaviotas volaban sobre mí. A pesar del viento y de lo mojado que estaba, me quedé dormido sobre la arena. Tuve un sueño extraño. Aparecía ella, caminando a través de un campo que no tenía final. Yo la llamaba, lo hice un par de veces, luego me callé. Un instante después pude ver que giraba la cabeza para mirarme, pero después de un momento, siguió su camino. En ese instante, en mi cabeza, estaba lo que ella me había dicho antes de que saliese de la casa. Yo estaba inmóvil. Y luego me desperté. Ahora, al recordar el sueño, ya empiezo a entender el sentido de sus palabras. Al despertarme vi a una gaviota caminando por la arena cerca de mí. Miré al mar y la barca ya no estaba. Me giré hacia la casa y vi a una persona. No supe quién era, pero, en todo caso, no era ella. Parecía ser un hombre, pero no estaba del todo seguro. Me levanté de la arena y me fui a casa. Ya empezaba a anochecer. Una vez dentro fui hacia su habitación. Allí estaba un hombre: era joven. Estaba sentado en una silla, medio caído y de cara a la mesa que tiene en la habitación. Cuando estaba en la puerta me miró. Le pregunté quién era y qué quería. No respondió. Luego, le pregunté dónde estaba ella. Tampoco dijo nada, pero me indicó que fuese hacia la ventana. Ya era de noche. Me asomé y vi un coche parado en la calle con los faros encendidos que hacían más nítida la lluvia en el cristal. El coche estuvo allí durante varios minutos; después se marchó. Me volví hacia él y le pregunté si era ella, y esta vez sí que me respondió: me dijo que no, que ella había salido, pero que no sabía a dónde había ido. No, no le pregunté qué hacía él allí.

Bajé rápidamente las escaleras, tenía que salir a la calle. Quise buscarla, pero no se veía nada por la oscuridad, tan sólo se escuchaba el mar. Subí a mi cuarto. Cuando pasé por delante de su habitación, él aún seguía allí, sentado. Le dije que se marchase. Le grité. No hizo caso, siguió tranquilamente allí sentado, sin hacer nada. Yo estaba agotado y me fui a mi habitación, sin comer nada. La cama estaba llena de ropa y ni me acerqué para sacarla y poder dormir en ella. Desistí, me tumbé en el suelo y me quedé dormido. No recuerdo haber soñado con nada. Al día siguiente, cuando me desperté, escuché música que ella había puesto el día anterior. Salí rápido de la habitación para buscarla. Sí, allí estaba otra vez. Me vio y me habló: «Ayer estaba equivocada, el día es hoy, si se puede hablar de días». Me quedé sorprendido a pesar de la luz del día, de la noche y del sueño de la playa, a mí me parecía todo el mismo día, en esto coincidía con sus últimas palabras. Parecía que el tiempo no había variado, que se había disuelto. Le pregunté qué significaban sus palabras, qué iba a hacer y por qué era el día correcto. Me miró y me dijo que ella no había hablado de corrección; luego se calló y fue hacia la ventana. Me acerqué: estaba a su lado. Sin dirigirse a mí señaló el mar. Llovía, quizás con algo menos de intensidad que durante la noche. «El mar está hermoso» le dije con intención de que me explicase algo más. Ella me corrigió: «El mar es hermoso» y se quedó en silencio. Los dos nos quedamos en silencio. En otro tiempo, en un momento así, la habría acariciado; pero en ese preciso instante ya no tenía sentido; ya no había nada que hacer.