Portada: Cuentos populares portugueses. Edición de José Viale Moutinho
Portadilla: Cuentos populares portugueses. Edición de José Viale Moutinho

 

Edición en formato digital: diciembre de 2016

 

Colección dirigida por Michi Strausfeld

En cubierta: ilustración de © iStock.com/Ilbusca

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© De la edición, José Viale Moutinho

© De la traducción y el prólogo, María Tecla Portela Carreiro

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16964-59-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo MARÍA TECLA PORTELA CARREIRO

 

Érase una vez...
por JOSÉ VIALE MOUTINHO

 

El cuento de la araña

El cuento de Cara de Palo

El cuento del gallego y el pozo

El cuento de la zorra y el barquero

El cuento de san Pedro y la herradura

El cuento del Rey-escucha

El cuento de la ristra de mentiras

El cuento de la zorra y la cigüeña

El cuento de la gaita mágica

El cuento del príncipe real

El cuento de la carochinha

El cuento del tesoro del ciego

El cuento de la palabra de rey

El cuento de Juan Soldado

El cuento de la piel del oso

El cuento del ratón del molino y el ratón silvestre

El cuento del conejo blanco

El cuento del invitado a la fuerza

El cuento del posadero deshonesto

El cuento del jugador de palo

El cuento de las nueces de la viejecita

El cuento del cazador mentiroso

El cuento de la adivinanza del rey

El cuento de la mujer golosa

El cuento del zapatero pobre

El cuento de las adivinanzas del labrador

El cuento del pato y las gallinejas

El cuento del comilón de castañas

El cuento de los dos leñadores

El cuento de la venta de la vaca

El cuento del «Quien no te conozca que te compre»

El cuento del aprendiz de hechicero

El cuento de los dos mentirosos

El cuento del ruiseñor presumido de Monte Bueno

El cuento del verdadero misterio

El cuento de la petición a Nuestra Señora

El cuento del cura comilón

El cuento del príncipe cerdito

El cuento del hada sorda

El cuento del hombre que paseaba de noche

El cuento del misterio de la casa

El cuento del «Así lo dicen»

El cuento de lo que dice la gente

El cuento de la vieja hechizada

El cuento de las monas

El cuento del cachorro negro

El cuento de la rapidez

El cuento de la nueva orden del gobierno

El cuento del bobo

El cuento del molinero

El cuento del sabor de los sabores

El cuento del cerdo robado

El cuento del fraile bernardo

El cuento del marido noctívago

El cuento de la herencia paterna

El cuento de la madrastra

El cuento de la mucha locura

El cuento de la reina envidiosa

El cuento de la Torre de Babilonia

El cuento de la vieja y los lobos

El cuento de la mujer cobra

El cuento de la vieja «más que lista»

El cuento de los feijões fradinhos

El cuento de las hermanas tartamudas

El cuento de los casados

El cuento de fray Juan Sin-Cuidados

El cuento de Juan Grillo

El cuento del caldo de piedra

El cuento de la mantita de seda

El cuento del que se hizo el muerto

El cuento del grano de maíz

El cuento del guardador de puercos

El cuento de lo más claro del mundo

El cuento de Manuel Vaz

El cuento del pájaro Chica-Amorica

El cuento del rey y el conde

El cuento del zurrón

El cuento de los gibosos

El cuento de los diez enanitos de la Tía Verde Agua

El cuento de los dos compadres

El cuento de los frailes predicadores

El cuento de los tres perros

El cuento del cuerno olvidado

El cuento de una mujer seria

El cuento de los ojos y los hocicos

El cuento de la mujer y los tres frailes

El cuento de la vieja asomada a la ventana

El cuento del hombre lobo

El cuento de la viuda del que se hizo el muerto

El cuento de los amores reñidos

El cuento del siempre no

El cuento de la mujer que quería cegar a su marido

El cuento de los siete mimbres

El cuento de las manchas de la luna

El cuento de los higos del avaro

El cuento de los huevos y las castañas

El cuento de don Cayo

El cuento del canto del cuco

El cuento de la casa de Gonzalo

El cuento del cantero de hornos

El cuento del príncipe con orejas de burro

El cuento de las tres manzanitas de oro

El cuento de la raposa y la cotorra

El cuento de la mujer que estaba harta

El cuento de una apuesta

El cuento del tío Norteiro y del saco de oro

El cuento del hombre de la espada de veinte quintales

El cuento del que comía dos

El cuento de la pobre generosa

El cuento de las tres cidras

El cuento de la estaca mágica

El cuento de lo cierto y de lo incierto

El cuento de la calabaza y la bellota

El cuento del compadre Diablo

El cuento del gigante

El cuento del rey de los maestros

Prólogo
Esto que os cuento...

Los cuentos populares son, por antonomasia, los de tradición oral, los que corren de boca en boca y de generación en generación, desde tiempo inmemorial... o sea, «años sin cuento».

Su expresión, por lo tanto, y como no podía dejar de ser, es la expresión del pueblo: sus términos, sus giros, sus decires, sus locuciones, tópicos o lugares comunes... que —obviamente— se va adaptando a la época y al lugar. Quiero pensar que recopilar y fijar los cuentos populares, poniéndolos «negro sobre blanco» y dándoles una forma estática e inamovible es necesario —cruelmente necesario—, pero no deja de ser un auténtico atentado a su verdadera esencia, que es la de seguir circulando y adaptándose al habla y a las vivencias del que los cuenta, que es hijo de su cultura tradicional pero está adoptado por su tiempo y circunstancias.

Estos cuentos son cuentos populares portugueses. Uno nacía y moría en Portugal oyendo contar estas historias de reyes y príncipes, labradores, correcaminos, frailes, animales y objetos con voz, viejas perversas y niñas buenas, hechizos, encantamientos, supersticiones y almas en pena, de la Chica-Amorica y sus hijos varios o del valiente João Soldado... Aunque no es raro encontrarnos las mismas historias no solo en países de lengua romance sino también en la tradición anglosajona, en países del Este y —quizá ahí se encuentre uno de sus puntos clave, o eso nos dicen— en la tradición oriental. Muchos de ellos —no es raro— tienen raíces comunes y se van repitiendo en diferentes países con similares personajes o —más todavía— con un contenido similar o moraleja. Un ejemplo entre tantos puede ser «El sabor de los sabores», que se llama en Rumanía Sarea-n bucate («La sal en la comida»), con idéntico trasfondo.

Estos cuentos están, pues, cuajados en la riquísima expresividad popular de su lengua, y en ello no poco tienen que ver los muchos saberes de su —en este caso— recopilador, especialista en adivinanzas y conocedor, como pocos, de ese extraordinario mundo que es la cultura tradicional portuguesa, cultura, que —para suerte de todos— se mantiene viva, defendiéndose, como gato panza arriba, de los duros zarpazos de la globalización.

Resalto que, entre los portugueses —incluidos los de más alto nivel cultural—, citar al pueblo, con sus propios decires y expresiones, es tan culto y refinado como citar a un clásico. Se puede citar a Homero, a Camões y a Heidegger, para acabar con un: e —como diz o povo— ... exactamente, «y... —como dice el pueblo—...», es decir, un clásico que corre por nuestras venas, que suele ser sentencia casi siempre sin recurso... Porque el pueblo tiene su propia sabiduría que, como O Velho do Restelo en «Os Lusíadas», es um saber só de experiências feito. Poco se puede añadir si así lo dice el propio Camões. Un saber hecho de experiencias, transmitidas oralmente —pero no solo— y que uno asimila e incorpora a sus conocimientos como un punto más de erudición. Entrañable, conmovedor y de una incontestable sabiduría por parte de este pueblo que, abierto a todos los mundos, nunca deja de nutrirse de sus propias raíces. La verdadera cultura, que no necesariamente coincide con la tan pretendida erudición.

¡Ah! Pero he aquí que José Viale Moutinho, que recoge los cuentos, como antaño, «al amor de la lumbre», contados por «abuelas» y «tías» —no siempre en el sentido estricto de la palabra sino en el más amplio e incluyente—, les añade la pincelada culta de la recopilación. No deja de ser un hombre de vastos conocimientos, brillante trayectoria y ya cuajada obra literaria.

Y eso es lo que presentamos en este volumen: cuentos de siempre, recopilados en un ambiente portugués, procedentes de su mundo rural y escritos por una pluma de reconocido prestigio y amplio bagaje cultural del que —y a ello volvemos— la cultura popular forma parte por su propio derecho.

Hay cuentos que se sitúan en algún pueblo o ciudad o en alguna región concreta. Pueden desarrollarse o pertenecer a la tradición oral de Coimbra, Mafra, Ponte de Lima, Porto Moniz... o, más ampliamente, a una región (Minho, Algarve, Beira Alta, Madeira...), por lo que pueden ser más locales, pero, en general, son cuentos que forman parte de eso que los sociólogos llaman «el imaginario colectivo» de Portugal como un todo y —si nos aprietan— como ya hemos visto, de la vida en cualquier rincón de nuestro mundo... «nuestro», aquí en un sentido muy concreto.

Es curioso cómo algunos de estos cuentos pasan de un casi surrealismo a una especie de realismo mágico o a algo que no sabríamos muy bien cómo encuadrar... Algunos se nos antojan largos, quizás para acompañar las noches de invierno, y engarzan episodios muy diferentes, como inconexos, sin más nexo que el propio relato... Los hay que se cortan bruscamente, como dejando al atento receptor al borde de un abismo; otros se quedan en el aire, como obligando a pensar. Quizá por eso, porque, amén de entretener, muchos de ellos se dirigen precisamente a hacer pensar. Los protagonistas son tan variados como la vida misma y —también como la vida misma— están bastante lejos de los tópicos. Hay reinas buenas y reinas malas, princesas bellísimas y princesas tan feas que les da vergüenza presentarse en público; hay labradores y comerciantes honrados y sinvergüenzas; hay cantidad de hijos tontos a los que sus madres quieren casar a toda costa —eso, podemos decir, con cierta ironía, que no deja de ser un tópico—; muchachotes fuertes y criaturas enclenques, hallazgos mágicos y encuentros desastrosos... Amén de los mandatarios (reyes, ministros, generales...), hay curas, frailes, jueces (puntos de referencia locales de moralidad o, en su caso, inmoralidad) hay sastres, labradores, pastores, barqueros, panaderos, carpinteros, feriantes, gentes de la mar y, curiosamente, un gran número de zapateros. También molineros, aunque menos que en otros lugares. Y hay padres, hijos, abuelos, hermanos, cónyuges... e infinidad de compadres (por lo menos así les llaman —y se llaman entre sí—, porque cuesta creer que pueda una raposa amadrinar a un cigoñino, pero ambas, zorra y cigüeña, se tratan —tan ceremoniosa como hipócritamente— por «comadres» y con un refinamiento que roza el protocolo).

Hay historias de «cuando Dios andaba por el mundo», en las que Jesús o san Pedro son un personaje más sometido a las argucias del relato (algunas muy poco ortodoxas, dicho sea de paso), aunque estos cuentos (contrariamente a otras recopilaciones populares) no se ceban especialmente con el clero. No podían dejar de hacerlo, pero no con el encarnizamiento de otras latitudes. Dios siempre es infinitamente misericordioso —aquí también precisamente porque es infinitamente justo— y sí, los demonios, los grandes, los pequeños, con sus propios nombres, siempre quieren arrebatar almas para sus infiernos, pero, entre el pueblo portugués, difícilmente salen victoriosos. Como también los hombres lobo o las almas en pena, recurrentes en el imaginario popular, siempre rescatados por criaturas valerosas —a veces ingenuas— que suelen recibir un premio, además del premio que ya supone rescatar un alma o recobrar a un ser humano, quebrando hechizos y encantamientos.

Los animales son fantásticos y auténticamente de fábula: burros, gallinas, cigüeñas, zorras en número incontable, ratones, arañas o cucarachas... Todos tienen voz, personalidad —como lo exige el género—, imaginación y una increíble capacidad de decisión que acaba por convertirlos en puntos de referencia de todo un mundo: otra vez el imaginario... Veamos «Os Contos da Carochinha», sin ir más lejos. Pero también las cosas, los objetos, lo inanimado, en fin, pertenecen al mundo de la fábula: hay sombreros, gaitas y sillas, trípodes, vigas, puertas... de un mundo mágico y desassombrado —valiente, osado, intrépido, sincero...—, y que se nos antoja auténtico y veraz pese a la fabulación. Se supone, aunque sea mucho suponer, que los cuentos populares cuentan una historia con una intención moralizante. Y más suponer todavía es pensar que siempre ganan «los buenos». En no raras ocasiones nos encontramos con que, muy lejos de lo moralmente aceptable —sin anacronismos, claro—, triunfa la picardía. Y lo procaz, que induce inevitablemente a la risa...

Todos estos personajes, sentimientos y situaciones se entrecruzan en este manojo de cuentos populares, pero si hay un rasgo —virtud o defecto, dependiendo de quién mira o sufre las consecuencias— es la astucia. La astucia, la sagacidad, la listeza... se imponen incluso a la bondad, a la generosidad y a la mansedumbre. Porque hasta estas reconocidas virtudes se valen muchas veces de la sagacidad para actuar en plenitud. Por eso la zorra es animal predilecto de los cuentos populares como también lo es, con frecuencia, de las fábulas en verso.

Pero he aquí que la perspicacia con harta frecuencia utiliza el lenguaje como arma predilecta. Los retruécanos, los dobles sentidos —y las dobles interpretaciones— hacen muchas veces ganar al más hábil, sin más ardid que las palabras... Porque de la palabra, con más o menos habilidad y con más o menos suerte, se valen todos... ¿Cómo no recordar las flautas hechas de caña, con su voz acusadora e irrebatible?

Sí, en realidad, «Érase una vez...». Y viene tan a cuento que no me resisto a ello, con este manojo de deliciosos cuentos portugueses recopilados por José Viale Moutinho.

Finalmente quisiera dar las gracias desde aquí, en primer lugar, a José Viale Moutinho, atento, una vez más, y con la mayor cordialidad y simpatía, a todo tipo de preguntas y cuestiones. Con gente así se puede trabajar.

Y también a mis actuales jefes, Davi Pinto y Leonardo Wester, que aceptaron el cuento y me permitieron resguardarme del tórrido verano de Madrid.

A mis actuales compañeros de trabajo, Luis Miguel, Manoela, Tjibbe, Hildebrando, Belén y Lívia, que oían todos los días mis cuentos, mis quejas, mis hallazgos y mi preocupación.

A José Damián, amigo de tiempo inmemorial, que —una y mil veces más— revisó los textos definitivos, hizo sus siempre magníficas sugerencias y suplió las inevitables lagunas. Enumerar la infinidad de agradecimientos que le debo sería —cómo no— el cuento de nunca acabar.

A todos mis amigos portugueses, pero, esta vez, muy especialmente, a Maria Francisca y Pedro Souza Cardoso, que me invitaron a su boda de cuento de hadas, precisamente en plena traducción, y a cuyos nietos espera esta tía entretener contando cuentos en un portugués que —para entonces— les parecerá —aún más— arcaico. A lo mejor acaba por gustarles la Filología casi tanto como a mí.

Sin vosotros, nada de esto sería posible, porque, al fin y al cabo, como diríamos volviendo a las raíces, Eche o conto...

 

MARÍA TECLA PORTELA CARREIRO

Madrid, septiembre 2016

CCUENTOS POPULARES
PORTUGUESES

 

A Lídia Jorge,

sobre las voces de nuestro pueblo

 

Literatura popular es «la que circula entre el pueblo,
la que el pueblo entiende y la que le gusta».

 

M. VIEGAS GUERREIRO

Érase una vez...

Así es como yo escuché que empezaban muchas de estas historias al amor de la lumbre, palabras iluminadas por las llamas. Mi abuela sabía echarle los condimentos que nos llevaban al miedo y a la ternura, a las lágrimas y al entusiasmo. Recuerdo la gran chimenea de casa de mis abuelos paternos en Almendra, en la región demarcada del Douro —el Duero en Portugal—, en donde se hace el vino de Oporto. Mi abuelo también escuchaba, pero no se le arrancaba una palabra, aunque sí bailaba en su rostro una expresión irónica, que me ayudaba a ser un oyente tan atento como crítico. En aquel tiempo, ¡qué me importaba a mí la definición enciclopédica de cuento popular! Lo que me gustaba era escuchar un cuento y, a las primeras de cambio, recontarlo añadiéndole «un punto» —algo— de mi cosecha, ¡a la que tenía —y todos tenemos— derecho! Y es que un cuento popular nunca está definitivamente terminado, necesita siempre alguna que otra mano de color, de imaginación, de alucinación, de lo que, en fin, se nos pase por la cabeza mientras seamos contadores... ¡y, naturalmente, oyentes!

Estos cuentos que entrego al lector —¡ya me gustaría que pudiese ser de otra forma, amigos míos!— no eran, en principio, de los que se destinaban a ser escritos, eso es cierto. Escribirlos es un forzado registro episódico. ¡Ay de quien vuelva a escribirlos «talcualmente»! ¡Caerá en el pecado de la falta de imaginación! Estos cuentos son para ser contados de boca a orejas. Hoy en día, con la falta de abuelos sabedores de carne y hueso, por lo menos estos libros ejercen de abuelitos... ¡de papel impreso! Ha desaparecido incluso la imagen de la viejecita simpática, con el pelo blanco y sus agujas de calceta. ¡Hoy, la imagen arquetípica de la abuela es otra muy distinta, y nada tiene que ver con la contadora de las historias de los príncipes-sapos o de las reinas malas, de las hechiceras, de animales que hablan o de niños perdidos en el bosque! ¿Quién se atreve a narrar las andanzas de un hombre lobo si el centro de la estancia lo ocupa un televisor apagado? ¿O de los encantos de una mora en su palacio subterráneo si vives en el piso 14 de una gran ciudad?

El cuento popular ahora pertenece irremediablemente al campo de la Literatura Popular. No era, para nada, literatura, porque corría oralmente, pero tiempo hubo en el que, por una cuestión de supervivencia, tuvo que tomar la senda de la escritura. El gran etnólogo portugués M. Viegas Guerreiro escribió que Literatura Popular es «la que corre entre el pueblo, la que el pueblo entiende y la que le gusta». Parece un poco distorsionado, como sugerí, que llamemos literatura a una expresión que es más para ser oída que para ser leída, pero aquí parece contar el principio de la usucapión... Porque los románticos, seguramente recelosos de la desaparición de estos tesoros de la cultura popular, y sin alternativa a la vista, los fijaron y publicaron en libros. Y después también los positivistas. La llamada «noche eléctrica» les dio la razón inmediata en los grandes centros de población, quizá por su alejamiento —y no solo físico— del mundo rural. Además de los cuentos, hay adivinanzas —en el cuento «À lareira», en el libro Os Meus Amores, de Trindade Coelho (1861-1908), encontramos una narrativa ejemplar de una velada familiar con adivinanzas—, también proverbios, romances, teatro popular —la película Acto da Primavera, de Manoel de Oliveira, es otro excelente ejemplo—, fórmulas supersticiosas, etc., con registros en libros antológicos para adultos y para niños, de muy buena lectura.

Sin embargo, quedan avisados los lectores para cuando se encuentren más adelante «El cuento de la carochinha». Quizá se sorprendan con algo que les parecerá de una modernidad, de un nonsense, digno de la labranza no del pueblo en sí, ni siquiera de un Grimm, ¡sino de un sospechosísimo Eugène Ionesco! Y no es un caso aislado.

Otro punto irrebatible es que los cuentos populares no se destinan específicamente a los niños, sino a todo el mundo. ¡Al igual que las tablas de clasificación por edades, los más «picantes» se contaban cuando el sueño ya vencía a los más jóvenes de los asistentes! (Y como parte integrante de esta platea, confieso desde ya que, a veces, conociendo bien a los contadores, antes de que se retirasen sin haberle dado el aire de su gracia, nosotros, los niños, fingíamos el sueño y nos amodorrábamos en el arquibanco o en almohadones, para que la lengua se les desatase en las picardías que nos parecían... ¡impropias para nuestra edad!).

En su esencia, el cuento popular se reduce a una narración corta con un fondo humano de universalidad, que se transmite de unos a otros pueblos, constituyendo este fondo lo que podríamos llamar «su esqueleto»; pero, por otro lado, se nos revela asimismo influido, en muy diversos aspectos, según los casos, por lo que podríamos llamar «color local», que no es más que lo que se ha recogido en las diferentes variantes o versiones de cada narrativa.

Es curioso que en la literatura erudita encontremos algunas glosas interesantes de cuentos populares. El mayor derroche de este tipo en Portugal se halla seguramente en el romance As Aventuras de João Sem Medo, de José Gomes Ferreira (1900-1985), pero también las tenemos en Trindade Coelho, António Sérgio, Herculano, Jaime Cortesão y Papiniano Carlos, por no ir más lejos. Obviamente, y lo lamentamos, de lo contado a lo leído desaparece la mímica del contador y surgen las frías letras...

Pues eso, ¡ahí están las reinas malas que acaban castigadas, brujas y hechiceros tenebrosos, chiquillos ladinos que se enriquecen con artimañas, tontorrones que se casan con princesas, feas que se vuelven guapas, príncipes-lagartos que se convierten en esbeltos mozos, caballos, hombres lobo que son liberados del Hado, hormigas y bueyes que hablan, trucos y mentiras al servicio de muchachos listos, diablos simpáticos y demonios infernales, figuras de la Santísima Trinidad recorriendo tierras portuguesas, castigos sobrenaturales y otras andanzas del destino mágico! Con estos ingredientes, los pueblos desarrollan su imaginación y divierten a sus comunidades alimentando sus sueños... ¡y sus pesadillas!

Aunque ¡no se ilusionen con los nacionalismos de estas tradiciones! En 1859, Theodor Benfey, en un estudio sobre el Panchatantra, demostró que buena parte de los cuentos populares europeos tenían origen común en la India y en Persia, traídos por caminos que Baruch Spinoza indica como conocidos y desconocidos. Y ya he podido aprender que nuestro Frei João Sem Cuidados, como ejemplo que no se nos escape, corre en Ucrania protagonizado por un soldado que tampoco tenía cuidado alguno ¡y pasó por semejantes... cuidados!

Nada más digo ya, para no quebrar vuestro (y nuestro) encantamiento.

Y si empezamos por la apertura internacional «Érase una vez...», terminemos, pues, con la fórmula «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Se acabó la historia!», más o menos la versión portuguesa del «Colorín, colorado, este cuento se ha acabado».

 

JOSÉ VIALE MOUTINHO

Porto, 31 de enero de 2016

El cuento de la araña

Érase una vez un chiquillo que no quería hacer nada. Su padre y su madre querían que aprendiese un oficio, por lo que no le quedó otro remedio y aprendió el oficio de zapatero.

Tan pronto como murió el padre, el muchacho no quiso trabajar más. Entonces su madre se enfadó mucho con él y lo echó de casa.

El chico le dijo a su madre que volvería pasado un año, muy rico, y que se casaría con la primera mujer que encontrase.

Después se llevó una caja con dos herramientas de zapatero y se marchó, seguramente en busca de fortuna.

Caminó muchas leguas entre espesuras y matorrales, hasta que vio una losa y se sentó encima, sacó un pan de la caja y empezó a comer.

Entonces, de debajo de la losa salió una gran araña y el chiquillo, en cuanto la vio, le dijo:

—Anda, ven, que vas a ser mi mujer.

La araña se metió en la caja, pero él hizo un agujero en el pan que llevaba y le dijo que se metiese dentro.

El muchacho siguió andando, andando, andando hasta que, a lo lejos, divisó una casa vieja.

Entró, puso la caja en el suelo y la araña salió y comenzó a subir por la pared. Fue hasta el techo y empezó a hacer una tela.

El chico se volvió y le dijo:

—Así me gusta: me gustan las mujeres trabajadoras.

La araña no le contestó nada.

El chico se fue a buscar trabajo a una aldea cercana. Como allí no había zapatero, les encantó y le hicieron encargos.

El muchacho, como vio que iba teniendo fortuna, se buscó una criada para servir a su señora, y se la llevó para la casa vieja, en donde estaba la araña. También llevó un hornillo y alguna loza para hacer la cena.

La criada estaba muy sorprendida y la araña le dijo que abriese una puerta que allí había y fuese al gallinero a matar una gallina, y que en un armario encontraría todo lo necesario para prepararla.

Cuando el chico regresó, vio la casa barrida y una cena con todo lo mejor.

Se volvió a la araña y le dijo:

—¡Buena elección la mía con mi mujer!

La araña empezó a tejer.

Después de un año, el muchacho ya era muy rico y no tenía que trabajar en su oficio, porque siempre le aparecía todo lo que necesitaba.

Dijo entonces que quería ir a su pueblo, que había quedado en visitar a su madre pasado ese tiempo.

Mandó aparejar dos caballos y le dijo a la criada:

—Tú vas a simular que eres mi mujer, pues voy a decirle a mi madre que estoy casado.

La criada lo aceptó, montó a caballo y fue con él.

La araña bajó del techo, fue al gallinero y no vio más que un gallo. Se montó en él y fue detrás de los dos que iban a caballo.

Cuando llegaron al matorral en el que estaba la losa, se pararon los cabalgadores y miraron al suelo.

El gallo empezó a decir:

 

Ki kiri kí.

¡Ki, kiri, keina!

Él es el rey.

Yo soy la reina.

 

Entonces se abrió la losa y surgió un magnífico palacio.

La araña se convirtió en una hermosa princesa, se casó con el chico, que se convirtió en rey y ella en reina.

Después mandó que viniese la madre del zapatero y la criada se quedó como aya.

 

El cuento de Cara de Palo

Había una vez un rey y una reina que tenían una hija que era muy muy buena, pero también muy muy fea. A sus padres les daba vergüenza llevarla a los bailes y a la pobre princesa le resultaba humillante presentarse en público.

Cierto día, el rey y su familia recibieron una invitación para asistir a un baile ofrecido por el rey del reino vecino para celebrar el cumpleaños de su hijo, el príncipe. No aceptar la invitación habría sido una grave desconsideración y por eso el rey y su familia se sintieron obligados a ir al baile.

Cuando el rey y la reina presentaron a su hija, no hubo nadie que no se mordiese los labios para reprimir una carcajada. Los adornos y los vestidos de gala no hacían sino realzar la fealdad de la pobre princesa, mostrándola todavía más horrenda.

El príncipe que cumplía años era un hermoso muchacho. Las princesas invitadas al baile se esforzaban por ser amables para captar una sonrisa del príncipe. Nuestra pobre princesa, sin embargo, a pesar de la mucha simpatía que sentía por el príncipe, ni siquiera osó mirarlo a los ojos.

Todos bailaron toda la noche, salvo la princesa fea, que no bailó más que con su padre y una sola vez. Se despidieron los invitados poco antes de que saliera el sol, y la princesa decidió, en lo más hondo de su alma, que nunca volvería a ningún baile.

Enfermó la reina y, antes de morir, ya en sus últimos momentos, llamó a su hija a su lado y le dijo:

—Guarda esta varita mágica y, cuando necesites alguna cosa, úsala.

Después llamó a su marido y le dijo en presencia de su hija:

—Si un día decides volver a casarte, antes intenta poner este pañuelo en la cabeza de tu novia, y cásate con ella solo si el pañuelo le queda bien.

El rey recibió el pañuelo de manos de la reina y prometió bajo juramento casarse solamente con la persona a la que le sentase bien.

Se murió la reina y meses después intentó el rey buscarse una esposa, pero, a pesar de las muchas que escogía, a ninguna le quedaba bien el pañuelo. Entonces empezó a ponerse triste. Le preguntó su hija por el motivo de su tristeza y el rey le contestó:

—No encuentro una princesa a la que le quede bien el pañuelo. Voy a dejar de pensar en una esposa —acabó el rey, angustiado—. Así que guarda el pañuelo, que no va a servirme para nada.

La hija aceptó el pañuelo, se lo puso en la cabeza y se convirtió inmediatamente en una bellísima joven: era una auténtica preciosidad. El rey se dio cuenta del cambio y le dijo a su hija:

—¡Te casarás conmigo!

No osó la princesa rechazar la propuesta de su padre, pero contestó que se casaría si le compraba tres regalos: un vestido de seda del color del mar y de todos los peces para ponérselo el día de la boda por la mañana; otro del color de la tierra y de todas las flores para ponérselo el día de la boda al mediodía; y un tercero del color del cielo, el sol, la luna y las estrellas para ir a la iglesia a casarse.

El rey prometió comprarle los tres vestidos y decidió viajar al extranjero en busca de esas sedas que no existían en su reino.

Pasado un tiempo, el rey regresó con los tres vestidos, y todos ellos eran un auténtico primor. Le gustaron mucho a la princesa y el rey empezó entonces a ocuparse de los preparativos de la boda.

Sin que el rey lo supiese, la princesa mandó llamar a un artista de la carpintería y le preguntó si podía hacer, en poco tiempo, una muñeca de madera en la que cupiese ella con sus vestidos y más ropa. La muñeca tenía que adaptarse perfectamente a su cuerpo, de forma que pareciese un traje completo.

El ebanista se comprometió a ejecutar la obra, y también a guardar el secreto bajo pena de muerte.

El artista presentó la muñeca hecha y pulida. La madera estaba tan bien preparada que la muñeca se adaptaba perfectamente al cuerpo de la princesa, acompañándola en todos sus movimientos, como si la materia prima gozase de gran elasticidad. La princesa gratificó al artista por su trabajo, se metió dentro de la muñeca y huyó del palacio, dirigiéndose al palacio del rey vecino, en donde se ofreció como criada. Naturalmente, la cara de la princesa estaba cubierta por la cara de palo.

—¿Quieres servir? —le preguntó la reina.

La criada le contestó neciamente.

—¡Pobrecita! Es tonta. Mándenla a la huerta, allí hay una casita en la que puede cuidar de las gallinas.

Y así fue. Cara de Palo, nombre que las criadas le pusieron, se instaló en la casita que había en la huerta del palacio.

Algún tiempo después empezó a hablarse de una gran fiesta en una ermita cercana, fiesta en la que el príncipe era juez.

Toda la hidalguía se preparaba, y los criados del rey no paraban de hablar de la fiesta. Cara de Palo se acercó a la reina y le pidió permiso para ir a ver la fiesta.

—Vete, por supuesto —contestó, riéndose—. Y puedes ir todos los días si te apetece.

La fiesta duró tres días. El primer día, salió Cara de Palo y fue al campo a ponerse a la sombra de un árbol.

A la hora prevista, sacó la varita mágica y dijo:

—Varita mágica, por el poder que Dios te dio, preséntame aquí una carroza que pueda trasladarme con mi vestido del color del mar y de todos los peces.