La perfecta fugitiva

Rowyn Oliver

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Edición en Formato digital:

Octubre 2015

Título Original: La perfecta fugitiva

©Rowyn Oliver, 2015

©Editorial Romantic Ediciones, 2015

www.romantic–ediciones.com

Imagen de portada © Konrad Bak

Diseño de portada y maquetación: Olalla Pons

Corrección: Bartomeva Oliver Rubert

ISBN: 978–84–944349–9–0

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

ÍNDICE

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1

 

–No hay duda que acamparon aquí.

Gabriel McDonald se agazapó frente a lo que fue una pequeña hoguera. Ahora, a la luz del día, solo quedaban cenizas. Los brasas que antes habían estado encendidas eran solo trozos de carbón negro. Sin duda los hombres que ocuparon el improvisado campamento habían dejado arder los pequeños troncos hasta que se consumieron, sin apagarlos con agua o tierra.

Alec, el laird de los McAlister, paseaba por el linde del río, observando el paisaje convencido de encontrar una respuesta para aquel asunto que lo había traído hasta allí. Miró con detenimiento las aguas embravecidas que seguían su camino después del pronunciado salto que nacía en las escarpadas rocas. El caudal no era poco y chocaba con los grandes salientes de piedra, envolviéndolos con espuma blanca que brotaba ante su furia. El río, en ese lugar ancho y profundo, era una de las fronteras naturales que separaba el clan McAlister con los dos clanes vecinos: McDonald y McGregor. Y era precisamente ese el lugar que había sido testigo y escenario de tres violentas muertes.

El pequeño campamento se encontraba al lado de un recodo, donde el río se adentraba en la tierra, rodeándose de árboles y formando un pequeño claro despejado, cuyo elemento central era la hoguera que habían encontrado.

Alec miró a su hombre de confianza, Iain. Mientras se rascaba el fuerte mentón cubierto por una barba de dos días, Iain permanecía de pie al otro lado del claro, observando atentamente cualquier cosa que pudiera llamar su atención y les llevara a averiguar la identidad, o posible paradero, de los asesinos de aquellos ingleses.

Más allá de esos tres hombres, una docena de los mejores guerreros McDonald y McAlister observaban a sus lairds. Cada uno de esos hombres darían sin dudarlo la vida por sus líderes. Eran señores poderosos.

El nombre de Alec causaba temor y admiración. El joven laird demostraba arrojo en la batalla, pero tenía un carácter sombrío que incomodaba al propio rey de Escocia. Por su parte, Gabriel McDonald poseía, además de un gran sentido del humor, una inteligencia y astucia casi sobrenaturales. Y a la sobra de los dos lairds se encontraba el diablo de las Highlands: Iain. Él era un hombre a quien jamás se llegaría a conocer, y un hombre al que no se podía desafiar a la ligera.

–Nada. –Gabriel McDonald se apresuró a andar hasta el centro del claro.

Alec siguió sus pasos molesto consigo mismo por no encontrar una respuesta que había parecido en un principio tan sencilla.

Esa misma mañana Gabriel había aparecido en la fortaleza McAlister siendo portador de extrañas noticias: Se encontraron tres cadáveres en la frontera que delimitaba ambos clanes. Nadie pareció haber visto nada, ni oír rumores sobre forasteros en aquellas tierras altas.

Alec volvió a mirar de reojo a Iain y lo vio agazaparse cerca del fuego extinto, como había hecho antes Gabriel. El temible guerrero y su mejor rastreador estaba observando el terreno, las pisadas y los pequeños puntos de presión sobre la tierra, donde sin duda deberían haber permanecido los hombres durmiendo antes de ser asesinados.

–¿Algo extraño? –Pregunto el laird McDonald.

Iain asintió y Gabriel se agachó a su lado.

–Aquí durmió un hombre.

Alec frunció el entrecejo.

–¿Y qué hay de raro en ello?

Iain enarcó una espesa ceja rubia y ante el gesto Alec suspiró.

Como el silencio de un hombre podía exasperarle tanto era algo que Alec no podía comprender, sin embargo nada como las parcas palabras de Iain para impacientarle.

–Es extraño Alec, porque solo hay uno.

–¿Qué quieres decir?

–Que bien los tres ingleses fueron los atacantes o ni siquiera tuvieron tiempo de recostarse para descansar cuando se produjo el ataque. Me decanto por lo primero. –Señalo el extremo del claro que quedaba a su derecha– Todas las huellas se encuentran ahí. Vinieron del sur.

–Ingleses. –Murmuró Gabriel.

–Quizás perseguían a alguno de los nuestros, o de un clan más al norte. –Alec pensó en ello, mientras pronunciaba las palabras.

–Sólo uno de los cadáveres estaba cerca del fuego cuando lo encontraron –dijo Gabriel–. Los otros dos se encontraban a varios metros, hacia el interior de la arboleda.

–Fueron perseguidos. –Masculló Alec.

–O fueron a perseguir a alguien. –Acabó diciendo Iain captando la atención de todos.

–No es muy probable. –Alce se incorporó mirando al laird McDonald. –Lo más lógico es que alguno de nuestros hombres o de los clanes vecinos sorprendieran a los ingleses y los atacaran. Es un buen sitio para hacer una emboscada. –La voz profunda de Alec se elevó por sobre el rumor del agua.

–Sí –Asintió Gabriel finalmente–Lo es si quienes los mataron salieron de detrás de aquellas rocas.

Señaló un peñasco que se elevaba entre el agua acabando en la hendidura del bosque.

–No me interesa quien haya dado muerte a esos ingleses –dijo Alec con cansancio–, lo que quiero saber es porque demonios estaban en nuestras tierras, y si todavía hay alguno que merodea por aquí.

Gabriel no necesitaba expresar su opinión sobre ello, porque ambos compartían la misma.

–Tranquilo –dijo Gabriel–, si hay un sassunach merodeando por aquí, estos tres cadáveres no serán los únicos que se tiendan sobre nuestra tierra.

Alec sonrió al ver la seriedad de su joven amigo. Gabriel McDonald había cambiado mucho. Ya no era el niño asustadizo que conociera en las tierras Kincaid. Gabriel ahora era el laird vecino, digno dirigente de los McDonald, pero no siempre había sido así. Tuvieron que ganarse su puesto, aunque consideraban que les pertenecía por derecho, y aprendieron muchas cosas para llegar a ser los hombres que eran y ser dignos de dirigir sus clanes.

Ambos habían perdido a sus padres demasiado pronto. Sin un hombre que lo pudiera educar debidamente en el arte de la guerra, la madre de Gabriel, envió a su hijo a la casa del laird Kincaid para convertirle en un hombre. Igual habían hecho con Alec, aunque él no había tenido la suerte de conocer a su madre. Pero de igual modo el viejo Fergus, el más honorable hombre del consejo y gran amigo de su padre, se había encargado bien él y de su clan. El mismo anciano se había preocupado de darle una educación, de enseñarle las letras y de alimentar sus fantasías con cuentos y leyendas celtas. No obstante, el arte de la guerra la dejó en manos de Lachlam Kincaid, quien no hubiese podido convertir en mejores hombres a aquellos dos muchachos solitarios.

En los años pasados en el castillo Kincaid habían construido una sólida amistad. Lachlam Kincaid se convirtió en su tutor y protector hasta que ambos muchachos, ya convertidos en hombres, abandonaron su lugar de aprendizaje para tomar el control de sus respectivos clanes.

A su regreso, Alec reconoció que Fergus había hecho un buen trabajo. El clan era próspero y producía ciertos excedentes que podían intercambiar con otros vecinos. Con su sabiduría, Fergus, había mantenido la relativa paz, aunque como auténticos hinglanders que eran, se sentían tentados a combatir en cualquier riña que aconteciera.

Cuando Gabriel había llegado esa mañana con la noticia de aquellos asesinatos, Alec ciertamente creía que era momento de volver a coger las armas, pero se equivocó, lejos de ser hombres McDonald o McGregor, los tres cuerpos encontrados en la frontera no eran más que ingleses que sin duda habían llegado demasiado lejos en su osadía de viajar al norte. Nadie sentía ninguna clase de afecto hacia los hombres del sur que querían aplastarles con su tiranía. Así pues, no habría lucha entre clanes, ni derramamiento de la sangre de escoceses.

–¿Qué estúpido sassunach se adentraría en las tierras del norte sin más protección que sus espadas?

La pregunta de Gabriel quedó en el aire.

Se hizo el silencio. Iain se convenció de que nada más podría sacarse de ese lugar. Había huellas de caballos, pero estos ya habían sido encontrados en una colina cercana, pastando y sin dueño. Si hubiese otros, no deberían ser muchos, puesto que su paso por las tierras McAlister no era evidente.

Gabriel pegó una palmada dispuesto a hacer algo provechoso con su tiempo.

–¡Vámonos!

Iain lo miró con aprobación. Media docena de guerreros McDonald subieron a sus monturas y Alec instó a otros tantos de sus hombres a que hicieran lo mismo.

Después de una hora Alec comprobó que no había señales de otro campamento. Todo se veía tan tranquilo como debería ser.

–Busquemos en el norte. –La voz del laird McAlister sonó fuerte y autoritaria como siempre, pero había un deje de exasperación por no haber encontrado lo que iba buscando.

Si algún sassunach había sobrevivido al misterioso ataque, Alec McAlister no había conseguido divisarlo en esos parajes.

–Si se dirigían al norte ya deben estar en las tierras Kincaid. –Dijo Gabriel sin atreverse a dar la orden de avisar a Lachlam.

–Le avisaremos. –Anunció Alec con resignación.

Gabriel sonrió. Al parecer a Alec tampoco le gustaba la idea de ver enfurecido a su antiguo tutor.

Salieron del frondoso bosque a paso liguero. Las lomas se extendían ante sus ojos, con verdes pastos y tierra rojiza codiciada por muchos, era sin duda la visión más preciada de las Haighlands. Más allá, las montañas rocosas altas y puntiagudas desafiaban a cualquier forastero a atravesarlas. Muy pocos se atrevería a correr el riesgo de despertar la ira de los clanes del norte y no obstante esos miserables habían perecido allí. ¿Por qué? Alec estaba seguro que eso iba a quitarle el sueño.

–No me gustan los ingleses y mucho menos la idea de que merodeen por aquí. A Lachlam tampoco le gustará. –Se aventuró a decir Alec momentos después–. Conociéndole deberíamos ser cuidadosos al avisarle.

Con exasperación, vio a su amigo dibujar una sonrisa en el rostro.

–Siempre te empeñas en demostrar que no eres el cachorro que fuiste en casa de Kincaid.

–Este cachorro te daba unas buenas palizas.

Gabriel borró la sonrisa de su cara y enarcó una ceja.

–Lo habrás soñado.

Ambos se miraron enfurruñados, pero Gabriel juraría que en la mirada del otro bailaba una sonrisa.

–Buscaremos hasta el anochecer. Me gustaría tener zanjado el asunto esta noche, sea como sea. Si no encontramos otro rastro, supondremos que esos hombres vinieron por su cuenta en un ataque de locura.

Hizo trotar a su caballo y Gabriel le siguió.

–Independientemente de encontrar algún rastro o no, avisaremos a Lachlam.

–Me parece sensato. –Por primera vez en años, y sin que sirviera de precedente, Gabriel le dio la razón–. Aunque todos sabemos cómo se las gasta Lachlam si se le molesta por pequeñeces.

Hasta Iain asintió. De sobra era conocido el mal humor de Kincaid con todos aquellos que no fueran su esposa.

Siguieron adelante. Aunque el frío aguijoneaba la piel de Alec, el invierno en las Highlands había llegado a su fin. La infructuosa búsqueda continuó hasta el atardecer. El aire frío era cortante y húmedo por el agua que el viento arrastraba del mar. Al subir la colina, el valle que quedaba a sus pies estaba tan desierto de ingleses, como todo el terreno que dejaba a sus espaldas. Alec entrecerró los ojos. No sucedía lo mismo con la próxima loma.

–¡Allí! –señaló ansioso Gabriel.

Alec miró a la minúscula figura subida sobre un grandioso caballo de guerra.

–Un jinete. –Susurró mientras entrecerraba los ojos para verlo mejor.

Vieron el cuerpo tambaleándose a lomos del semental blanco. Como si estuviera esperando que lo divisaran, en ese instante, la figura cayó como un peso muerto a los pies del caballo.

El animal detuvo su paso y, como si quisiera reanimar su dueño, agachó su cabeza para acariciar su hombro con el morro. El pequeño bulto negro no hizo ademán de levantarse, todo y el ímpetu que el caballo ponía empujándole con el hocico.

La reacción de Alec fue espolear a su montura hasta llegar a la cumbre. Gabriel y los demás se relajaron después de cerciorarse que la llanura, detrás de aquella loma, estaba desierta. Siguieron al laird McAlister permaneciendo atentos a posibles peligros que pudieran surgir de los alrededores.

Alec desmontó y con dos grandes zancadas cubrió la distancia que lo separaba del pequeño bulto que permanecía casi inmóvil y gimoteánte.

Ciertamente estaba preparado para encontrarse con un soldado inglés, pero no con lo que tenía ante sus ojos: Un cuerpo semidesnudo, cubierto por una tosca túnica de lana negra, yacía prácticamente inerte sobre la hierba. Lo vio estremecerse por el frío mientras intentaba abrazarse a sí mismo. No se horrorizó por la visión a la sangre, sino porque bajo la capucha no se encontraba un soldado inglés, sino el rostro pálido de una mujer enmarcado por una cabellera oscura como la noche. Un rostro que en otras circunstancias, sin duda, había sido hermoso. Ahora estaba cubierto de suciedad y sangre seca. Alec apretó los puños ante la visión.

–Dios mío –murmuró Gabriel a su espalda cuando se paró junto a Alec y vio lo que había encontrado.

Los soldados no desmontaron, pues sus lairds no habían dado la orden, permanecieron atentos como si esperaran que en cualquier momento aparecieran aquellos que habían golpeado a la mujer.

Iain frunció el ceño y sintió como un estallido de rabia le subía por la garganta al ver el maltrecho cuerpo de la dama. No obstante consiguió controlarse. Alec vengaría aquello, si es que alguien no lo había hecho ya.

Alec McAlister deslizó sus toscas manos por la espalda de la mujer. Ella gimió, quizás horrorizada al pensar que sus agresores habían vuelto.

Con sumo cuidado, Alec le dio la vuelta para encararla hacia él. La sangre reseca, que había emanado de un corte en la frente, se adhería a la piel de su rostro esparciéndose por la mejilla y el cuello. El ojo izquierdo estaba morado y el derecho hinchado hasta hacerle imposible parpadear. Intentó incorporarla levemente contra su cuerpo y la capa oscura se abrió revelando las vestimentas poco convencionales de la mujer. Iba enfundada en unos pantalones de cuero negro, unas botas suaves del mismo material y una camisa larga. Ésta le llegaba hasta la mitad de los muslos, deshilachada en los bajos y desgarrada en el hombro izquierdo, dejaba ver la pálida piel de su brazo y parte del pecho.

Alec la abrazó contra sí. Se le agrandaron los ojos, había cortes repartidos a lo largo de su delgado cuerpo. Apretando aún más los dientes a causa de la rabia, la cubrió con toda la delicadeza que un guerrero como él era capaz de demostrar.

La mujer gimió de nuevo entre los brazos del highlander a causa del dolor.

–¿Está viva? –Preguntó Gabriel.

Alec asintió mientras la alzaba en brazos.

Podía sentir el fuerte latido de su corazón. A pesar de su estado, sobreviviría.

No le cabía duda de que aquello estaba relacionado con los ingleses, ¿pero cómo? Quizás quienes hubiesen matado a los tres forasteros, también la perseguían a ella.

–Puede que consiguiera escapar… –Susurró Alec, más para sí que para sus hombres.

–¿Crees que venía con los ingleses?

Alec no contestó. Cuando se repusiera lo averiguaría.

Sin perder tiempo agarró el tartán que lucía sobre su montura y la cubrió con los colores McAlister.

Cuando Alec miró el lugar donde había descansado su cuerpo, la hierba se había teñido de rojo, dejando patente que aún tenía heridas abiertas.

–Vamos –dijo sin querer dar explicaciones.

Nadie se atrevió a protestar cuando ordenó regresar a la fortaleza. Podía notar la ira de Iain a su lado y la rabia de Gabriel mientras oteaban el horizonte, rezando encontrar a algún sassunach a quien despedazar.

Alec sintió como se apoderaba de él una furia incontrolable al fijarse en el maltrecho cuerpo de la dama que llevaba en sus brazos. Había cortes profundos en su piel, sin duda hechos por la hoja afilada de un cuchillo.

Mientras avanzaban, sintió alivio entremezclado con asombro pues notó que su pecho se elevaba en una respiración débil. La envolvió aún más para protegerla, maldiciéndose con cada suspiro de protesta que se escapaba de entre los labios de la mujer. Intentando que se sintiera cómoda la sostuvo lo mejor que pudo. La hizo cambiar de postura, colocándola sobre sus muslos bajo la mirada atenta de los que le rodeaban.

Gabriel lo observó como si no supiera cuál era su lugar. Pero Iain espoleó su caballo para ponerse junto a Alec.

–Anunciaré nuestra llegada –dijo Iain mirando a la moribunda mujer.

–Aprieta el paso si quieres que sobreviva, Alec. –El laird McAlister asintió a su amigo Gabriel.

Ambos se precipitaron colina abajo rumbo a la fortaleza.

El laird asintió.

La mujer volvió a gimotear y a proferir palabras ininteligibles, pero Alec decidió aumentar el ritmo. Sería mejor llegar cuanto antes a casa. Estrujó parte del tartán en una mano y con una presión firme tapó la herida del su pecho. No era muy dado a la oración pero en ese momento oró para que esa desconocida que lo conmovía tanto pudiera ver la luz de otro día.

Avanzando a buen ritmo, sintió la piel caliente de ella bajo su palma. El tartán se humedeció con sangre y él apretó los dientes frustrado. La pequeña cabeza cayó contra su hombro y a los lamentos del viento se añadieron los de ella.

Al centrar de nuevo su atención en la carrera, vio como Iain le sacaba cierta ventaja, mientras Gabriel le seguía de cerca a pocas cabezas de distancia.

Flanqueada la última loma, se alzó ante ellos la fortaleza de los McAlister y su pecho se hinchó a causa de un profundo alivio. No sabía porque le importaba tanto aquella mujer, quizás porque la habían atacado salvajemente y eso era algo que Alec McAlister no podía consentir. Lachlam lo había educado para proteger a su gente, y servir a su rey, pero también para defender a los más débiles, como aquella muchacha con el cabello negro como ala de cuervo.

Un nuevo vistazo a la fortaleza y ésta ya se alzó imponente sobre él.

Sujetándola con suavidad a modo de no lastimarla, Alec desmontó nada más entrar en el patio de armas. El pequeño cuerpo soltó un quejido de protesta pero él solo la miró al sentir sus temblorosas manos posarse en sus hombros.

La hermosa joven intentó hablar, y los latidos de su corazón se aceleraron sin que él supiera muy bien por qué. Frunció el ceño al darse cuenta que los ojos de la mujer no estaban puestos en él. Era su tartán lo que estaba observando con tanto detenimiento. Pasó unos dedos temblorosos por las coloridas hebras de un rojo sangre y un verde oscuro como la noche, finalmente escuchó su lamento, esta vez claro aunque profundo.

–Kincaid.

No supo que logró que su corazón se detuviera por un instante, si la súplica o los profundos ojos de la joven mirándolo con anhelo.


2

 

No saber reaccionar en las ocasiones que lo requerían, no era un defecto de Alec McAlister. No obstante, en aquel momento, no sabía ni que decir, ni que pensar sobre el hecho de que aquella mujer pronunciara el nombre de uno de los clanes más temidos de Escocia: el de Lachlam Kincaid.

Sus oscuros ojos se mantuvieron fijos en aquel rostro que se había relajado después de que la muchacha se desmayara. No fue consciente que había estado perdido en aquellos ojos de un azul intenso, hasta que estos se cerraron.

Exhausta, su protegida, no fue capaz de permanecer consciente. ¿Protegida? Sin expresar sus pensamientos en voz alta cerró los ojos y apretó los dientes, esperando no ver su desconcierto, tanto por la misteriosa mujer, como por los sentimientos que le provocaba.

El joven laird McAlister tragó saliva y respiró hondo. Intentó despejar su mente y sintió como el calor se expandía por su cuerpo. La rabia lo había invadido instantes atrás, dificultando que su desbocado corazón se calmara, y ahora volvía a amenazar de nuevo su serenidad.

¡Por Dios! Quién se hubiera atrevido a causarle daño moriría por su propia mano.

Sin saber aún por qué, Alec se prometió en silencio protegerla y llevar a su atacante a un sufrimiento extremo, si es que este no había perecido.

Ella gimió de nuevo y se maldijo por no poder ser más delicado mientras avanzaba a grandes pasos por la fortaleza en busca de ayuda.

Soltó un gruñido de protesta al darse cuenta de que camino tomaban sus pensamientos. Sin duda un guerrero como él no había sido criado para consolar mujeres, pero quizás si para vengarlas.

Alzó la cabeza desconcertado. Unos gritos ahogados llegaron a sus oídos, captando su atención de inmediato.

–¿Señor? ¿Qué ha pasado?

–¿Está muerta?

Alec ignoró a varias mujeres que lo miraban sintiéndose con derecho de pedirle alguna explicación. Lo hizo mientras avanzaba por el ancho pasillo que llevaba a las dependencias del piso superior. Estaban horrorizadas, no por ver a su laird cargar a una mujer con la delicadeza con que lo hacía, sin duda algo totalmente inaudito, sino porque el estado de la joven era deplorable.

–¡Jesús! ¿Señor, qué nos trae? –Preguntó otra mujer que se cruzó con él por la escalera que daba al nivel superior.

Las criadas del castillo, tan ariscas en apariencia, se ofrecieron en tropel para cuidar a la pobre muchacha.

–Id a buscar paños y agua –dijo una de ellas. Las otras dos se apresuraron a obedecer.

La habitación donde entró Alec estaba limpia y bien dispuesta, pues era la suya, la del laird.

–Encended la chimenea –les ordenó a las dos muchachas que estaban justo a su espalda.

–Sí, mi señor.

Instantes después, tal como Alec había pedido, se encendió la chimenea para calentar la estancia. Una nueva manta con los colores del clan cubrió la cama mientras la muchacha era depositada sobre ella.

–Debemos limpiarle las heridas.

Alec no dijo nada, sólo gruñó dando su consentimiento y apartándose a regañadientes.

–¡Dios mío!

Alec se volvió al escuchar la voz característica de Yuri. Su abuela se acercó deprisa a la cama y echo un vistazo al cuerpo ensangrentado de la joven.

–Buen Dios, Alec ¿qué ha pasado? Iain ha dicho que me necesitabas, pero… –miró a la muchacha–, más bien lo que necesita es un sacerdote.

Alec la miró con reproche.

–Te necesita a ti y a tus manos sanadoras.

Su tono fue seco y la anciana se dio cuenta de que para su nieto era importante que la recién llegada sobreviviera. Mirándolo de arriba abajo la mujer se quedó muda por un momento. Un hecho que no solía acontecer con demasiada frecuencia.

–Está bien –dijo sin dejar de estar sorprendida–, haré lo que pueda.

Se encogió de hombros antes de inclinarse nuevamente sobre la recién llegada.

Vamos a ver qué podemos hacer por esta criatura.

Alec se apartó de la cama, pero no demasiado. No podía apartar la mirada de la muchacha, de su sufrimiento, de las pequeñas arrugas que se formaban en la comisura de sus ojos cuando gemía de dolor.

Vio a Yuri disponer de sus pequeños frascos y preparar diligentemente unos remedios de hierbas que le hizo tomar de inmediato.

–Esto es para el dolor. –Le dijo a la joven, que a pesar de lo que Alec había supuesto, no estaba del todo inconsciente.

Llevaron agua hirviendo para limpiarle las heridas una vez se templara, y también agua fría para darle de beber de nuevo.

–Bueno –dijo Yuri al ver que Alec no se apartaba de los pies de la cama–. Lárgate.

El laird frunció el ceño, reticente a obedecer. Yuri enarcó una ceja mientras lo miraba con fijeza.

–No voy a desnudarla ante tus ojos, hijo, por muy laird que seas. Esta pobre muchacha necesita intimidad y yo un poco de tranquilidad para poder cuidarla.

Alec soltó un gruñido y se apresuró a marcharse de allí.

¡No quería mirar por Dios! Solo asegurarse de que ella estuviera bien. Estaba tan absorto mirando que sus pulmones se llenaran de aire, que no se había dado cuenta de que toda su atención estaba puesta en los pechos de la mujer y que se acto podía ser malinterpretado.

–Sálvala. –Le dijo Alec antes de salir.

La anciana asintió con una sonrisa triste en los labios. Era sin duda una orden.

Yuri se lavó las manos con el agua caliente y remojó algunos paños en otra palangana de agua limpia. Se quitó un cano mechón de la frente y se concentró en su labor. Sus manos arrugadas se posaron sobre la frente de la muchacha y sus ojos claros la miraron con compasión.

–Vaya muchacha –le habló Yuri con voz dulce–, espero ciertamente que te salves.

Había notado cierto interés en su nieto, le delataba la inquietud de su voz y el tono imperativo con el que le había hablado. Jamás había notado ese interés por ninguna otra muchacha, aunque jamás había traído a una en ese estado. Suspiró audiblemente mientras dos de sus doncellas preparaban más ungüentos y paños limpios para cuidar de sus heridas.

–Sí, muchacha –le sonrió sin timidez–, te salvarás. Yo me encargaré de ello.

Empezó a despojar a la joven de sus ropas, rasgando su blusa que ya de por sí estaba hecha girones. Los pantalones fueron cortados y su cuerpo lavado a conciencia para limpiar los cortes profundos y rasguños que formaban un mapa de dolor por sobre su blanca piel. Limpia de sangre seca, Yuri se puso a coser la profunda herida del pecho.

–Sin el polvo del camino adherido a tu piel te sentirás mucho mejor. Y si la fiebre no te lleva en los próximos días… quien sabe que hermoso destino puede depararte en esta casa, mi niña.

 

 

Gabriel McDonald aguardó a que Alec se desocupara.

Estaba claro por la expresión fiera de Alec McAlister que la visión de aquella muchacha le había conmovido. Y a quien no, se dijo. Cualquiera que tuviera un poco de sangre en las venas sentiría ganas de despedazar a esos bastardos que habían sido capaces de hacer algo semejante.

–¿Y bien? –Preguntó Gabriel cuando vio a Alec entrar a grandes zancadas en el solitario salón.

El laird no le contestó de inmediato. Sumido como estaba en sus pensamientos, tomó asiento en la gran mesa central, la única que quedaba montada durante el día y esperó a que les trajeran vino mientras se inquietaba por la muchacha. Los pocos hombres McDonald que había en el salón tomaron asiento en el otro extremo, dejando intimidad a sus señores para que hablaran. Solo Iain se quedó con ellos. Tomó asiento frente a Gabriel y mantuvo su expresión imperturbable de siempre.

–Se pondrá bien. –Dijo Alec finalmente.

–¿Tú crees?

Alec no quiso responder a la última pregunta de Gabriel, pero formuló otra:

–¿Crees que los hombres que le hicieron esto son los mismos que encontramos muertos?

Gabriel frunció el ceño, no esperaba un tono tan solemne.

–No había pensado en ello. Quizás esos hombres la escoltaran, o quizás la persiguieran. No lo sabremos hasta que ella nos lo diga.

Iain los miró con expresión sombría, pero se volvió precipitadamente cuando un anciano con una larga túnica negra entró en el salón gritando el nombre de Alec y captando la atención de todos.

–¡Alec! Me han informado de que habéis encontrado algo –dijo el sabio anciano.

La larga barba blanca parecía relucir mientras se la acariciaba nerviosamente.

Caminó hasta quedarse parado junto a ellos. Entrecerró los ojos formando arrugas alrededor de estos y en su frente, empequeñeciendo así unos claros ojos azules.

–Más bien hemos encontrado a alguien –confirmó Gabriel mientras ponía cara de circunstancias.

El anciano miembro del consejo, Fergus, tomó asiento junto a Iain sin ser invitado y esperó pacientemente a que alguno de los presentes se explicara. Antes de que eso ocurriera dos mujeres llenaron sus copas de vino y se marcharon por donde habían venido, dejando las jarras sobre la mesa.

–Como sabrás, encontramos a tres ingleses en la frontera. Ya en tierras McAlister… –dijo Gabriel viendo que Alec no reaccionaba–, más al este, hemos encontrado a una mujer.

–Una mujer –asintió–¿Y quién es?

Fergus pronunció las palabras como si no acabara de entender. Que el laird había llegado a casa con una mujer moribunda entre sus brazos se había esparcido por toda la fortaleza McAlister, ahora el misterio radicaba en que nadie sabía su identidad, y no erraría si pensara que ninguno de aquella mesa tampoco lo sabía.

–No lo sabemos. –Le contestó Gabriel encogiéndose de hombros.

–¿Está moribunda?

–Se recuperará –dijo Alec como si aquello fuera una orden y esperara que se cumpliera.

Gabriel asintió aunque no estaba muy seguro que se hiciera su voluntad esta vez.

Fergus esperó que prosiguiera y Gabriel lo hizo.

–Suponemos que la mujer fue atacada por aquellos que mataron a los ingleses, o bien por los propios ingleses que pudieron haber sobrevivido. Lo ignoramos. –Volvió a encogerse de hombros.

–Vaya –asintió Fergus sorprendido mientras se acariciaba la espesa barba blanca– ¿No le habéis preguntado...?

–Dudo que pueda hablar. Se lo preguntareis mañana si sobrevive a esta noche. –Dijo Gabriel.

Alec dio un manotazo en la mesa que captó la atención de todos.

–¡Sobrevivirá! –Espetó con fuego en los ojos–Y mientras lo hace quiero que patrulléis nuestras tierras, si hay ingleses quiero que sean traídos ante mí.

Los hombres que se encontraban en el otro extremo del salón asintieron y se acercaron al laird que dio instrucciones precisas para que se pusieran en marcha dos patrullas. Gabriel y los demás siguieron sentados a la mesa, viendo partir a la docena de hombres a quien el laird le había encomendado una misión.

–Sí hay ingleses en nuestras tierras, los encontraremos. –Esta vez fue Gabriel quien estaba dispuesto a asegurar a todos que así sería–. En cuanto a la mujer, sus heridas son graves, pero con los cuidados de Yuri…

–Tan mal está, ¿eh? –Por la actitud de su laird, el anciano no quiso insistir en cuales eran las posibilidades de que la mujer viera un nuevo día– ¿Y no podemos hacer nada por ella?

–Sí que podemos. –Alce perdió su mirada en las llamas de la chimenea del salón.

–¿El qué?

–Avisar a Kincaid.

Todos los presentes clavaron sus ojos en él, pero la mente de Alec estaba lejos de ese salón mientras bebía un nuevo trago.


3

 

Sintió que caía en el mundo de la inconsciencia.

Roslyn se dejó arrastrar por el cansancio y el sueño. Sus fuerzas se habían agotado hacía tiempo pero aun así quería saber que ocurría. ¿Amigos o enemigos? Se preguntó cuándo unas manos suaves le acariciaron la frente y le murmuraban palabras que ella no acababa de entender.

En un momento había sentido el frío aliento de la muerte a su lado. El viento gélido había soplado sobre las lomas acariciando su piel, dejándola insensible. Luego el dolor, la desesperación de saber que no lo conseguiría. Pero al otro instante su cuerpo flotaba. No sentía nada, excepto... la calidez de unos ojos oscuros que la miraban con preocupación.

El ángel del infierno que había ido en su busca, parecía preocupado.

Con el ceño fruncido y los labios apretados sintió las manos del ángel vengador sobre su pecho. Incapaz de protestar ni apartarse dejó de preocuparle si quería abrirle la herida del pecho para sacar su corazón y llevársela al infierno donde le habían asegurado que acabaría. Lo que estaba claro es que se la llevaba, quizás a su destino, que a pesar de todo, parecía lejano.

Respiró, gimió y al mismo tiempo se dio cuenta de que su ángel le estaba apretando la herida abierta. La estaba salvando.

Su ángel salvador. Jamás se había imaginado que un ángel pudiera tener una mirada llena de fuego, pero así era. Bajo la fiereza de sus ojos se sintió custodiada, en paz. Pero pensó que el dolor volvería de nuevo y así fue, pero esta vez lo hizo acompañado de la calidez que desprendía un suave tartán. Una tela con unos colores que no pudo distinguir.

No eran los de Kincaid y quiso decírselo.

–Kincaid.

Había pronunciado el nombre del clan con los que tenían poderosos lazos y estaba casi convencida de que él la había escuchado.

Su ángel la abrazó, apretándola contra su pecho y dándole aquel calor que tanto había ansiado cuando el viento del norte había soplado cortante como cristales contra su carne.

Gimió. El frío que había lacerado su piel con miles de picadas de aguja desapareció, pero el escozor de las heridas provocadas por el salvaje puñal se despertó.

Él la abrazó y la elevó, quizás al cielo, quizás... ¿ya estaba muerta? Era posible. ¿Estaba en el infierno? ¡Hacía mucho calor! Ya no sentía frío helado que se había divertido aguijoneando su cuerpo, ahora tenía calor, un calor insoportable como si las puertas del infierno se hubieran abierto para ella.

"Vas a quemarte en el infierno, bruja".

–No, no. –Protestó febril intentando huir de las llamas.

Se esforzó por liberarse de aquellas manos que la sujetaban, sentía las garras clavarse en su pecho, en su frene y en el costado. No quería que la tocaran. No quería que la quemaran. Ella no era una bruja.

–No, no. No somos brujas. ¡No!

Eran ellos los perversos, los malvados. Roslyn siempre había sido gentil y buena, y sus hermanas... ellas más que ningunas otras.

Una mano acarició su frente y con ella llegó el frescor de un paño húmedo y unas palabras dulces que ella no supo descifrar. Las garras habían desaparecido, aunque el calor abrasador seguía allí, pero ya no tenía miedo al infierno. Alguien intentaba refrescarla, una anciana con una voz misericordiosa que la arrulló.

Sonrió aliviada y acto seguido pensó en su ángel. La anciana había desaparecido y ahí estaba él de nuevo, con sus ojos negros y su cabellera brillante. ¿Por qué fruncía el ceño? Debería sonreír, quizás cantar. ¿No hacían eso los ángeles? No, se dijo. Su ángel no haría eso. Su ángel la salvaría y para ello no hacía falta que cantara, solo que la abrazara de nuevo y la llevara a tierras Kincaid.

Sí, seguro. De hecho quizás ya había llegado. ¿A caso su ángel no era un highlander? ¿No lo había visto como guerrero temible y de ceño fruncido? Quizás ya estaba en casa. Alguien tan parecido al laird Kincaid sólo podría encontrarse en las tierras del norte.

–Kincaid. –Suspiró mientras la inconciencia le vino al asalto.

Una mano tocó su rostro. No con un golpe como temió en un principio, sino con una caricia.

–Ya viene. Descansa. –Se dejó arropar por aquella voz mientras el rostro de una anciana y la del temible guerrero la acompañaban hacia la inconsciencia.

–Estás a salvo. –Le dijo el ángel mientras su cálida mano apretaba la de ella.

Y Roslyn lo creyó.


4

 

Roslyn abrió los ojos al tercer día.

Se horrorizó al no saber dónde se encontraba. Los latidos de su corazón se aceleraron, le dolía todo el cuerpo y su boca estaba seca. Alguien le tendió una copa con agua fresca. Bebió con avidez, pero eso no la calmó. Poco importaba el dolor de sus heridas, lo más importante era sentirse libre, estar a salvo, y ella no lo estaba.

Me han atrapado”, fue lo primero en que pensó cuando sus ojos se abrieron y la fiebre le bajó lo suficiente como para darse cuenta que no estaba viviendo una pesadilla. Suspiró y sus pensamientos se fueron hilvanando uno tras otro. Sonrió al darse cuenta que podía hacerlo con claridad.

–Ya no tiene fiebre –dijo alguien a su lado.

Y en verdad, el calor que abrasó anteriormente su cuerpo, había desaparecido.

Roslyn intentó incorporarse, pero no pudo. Estaba demasiado débil, por eso cuando una mano se puso sobre su pecho y la empujó de nuevo, contra el suave colchón de aquella cama desconocida, ella cayó como un peso muerto.

–Cálmate, querida –Roslyn se sobresaltó al escuchar una voz femenina hablándole en gaélico–, pronto tus heridas sanarán.

Abrió los ojos, aunque fue una ardua tarea hacerlo, pues uno de ellos estaba todavía hinchado. Observó todo lo que tenía a su alrededor y a las personas que estaban con ella en la habitación, pero se negó a hablar.

Después de la primera impresión, cogió aire intentando relajarse. Si le hablaba en gaélico no podía estar entre ingleses, ¿no? Intentó usar la lógica y la razón, y se esforzó por recuperar el último momento vivido. Sonrió y casi se le saltan las lágrimas. Lo había conseguido, estaba en un lugar seguro. Estaba en Escocia.

Su ángel era un highlander, se acordaba perfectamente de él, de sus ojos, su rostro, su tacto...

Su ángel… intentó sonreír y lo único que logró fue echarse a llorar por el alivio.

–Shhh, calma muchacha –dijo la anciana a quien miró pero se negó a hablarle–, estás a salvo.

Lo estaba ¿verdad? Ella asintió haciendo acopio de sus renovadas fuerzas.

A salvo, por fin.

–Kincaid. –Murmuró sin apenas proponérselo.

Pero la anciana pareció hacer oídos sordos a aquella súplica con nombre de poderoso clan.

Mientras sus ojos hinchados se inundaban de lágrimas, recordó: Un higlander de ojos negros… su ángel oscuro. Él la llevaría junto a Lachlam Kincaid.

–Mi ángel.

Yuri esbozó una enigmática sonrisa.

–¿Hablas de tu ángel Kincaid? ¿O quizás de otro ángel?

Yuri no esperó a que la joven respondiera, ella sabía perfectamente de quien estaba hablando y no era del poderoso Lachlam. Ignorándola de momento, Yuri miró a la joven doncella que tenía a su lado.

–No tiene fiebre –dijo la anciana. La muchacha se encogió de hombros.

–Quizás haya perdido la cabeza.

–No muchacha, creo que su ángel es de carne y hueso.

Roslyn no las escuchó, pero estaba totalmente cuerda. Lo único que le pasaba a su cabeza era que le daba vueltas y más vueltas. Le fallaban las fuerzas, sólo la voz que había hablado en gaélico la devolvió al presente.

–¿Mi niña? –Volvió a llamarla con dulzura–. ¿Más agua?

Sintió como una mano le levantaba la cabeza de nuevo y enseguida sus labios fueron mojados con agua fresca. Bebió hasta que no pudo más y tosió cuando su garganta se cerró.

Volvió a abrir los ojos de nuevo y esta vez enfocó la vista. Se relajó completamente cuando una elegante anciana se inclinó sobre ella para observarla con atención. Llevaba el pelo blanco estaba recogido en un sencillo moño, cubierto por un fino pañuelo del mismo color que sus canas.

–Has dormido otro día entero, si no comes te irás apagando.

¿Otro día?

La mujer vestía un bonito vestido gris, y su sonrisa era tan dulce que le entraron ganas de llorar. Le puso una mano en la frente para tomarle la temperatura.

–Mmmm no tienes fiebre. Creo que lo peor ya ha pasado.

Antes de que pudiera obligarla a comer, de sus labios resecos salió un nombre temido y respetado.

–Kincaid. –Le dijo a la muchacha.

Yuri suspiró, como si eso fuera respuesta suficiente.

–Vamos a ver qué podemos hacer con eso. –La anciana suspiró y salió rumbo al salón. Hacía cuatro días que habían mandado a llamar a Kincaid, pero el señor no se encontraba en su fortaleza. Había ido a visitar los clanes del este con su esposa. Entonces Alec prefirió esperar a su regreso.

Yuri pensó en la muchacha, había recordado el color, la hinchazón del labio había desapareció por completo y su ojo, aunque morado volvía a parecer humano.

–¡Alec! –llamó la anciana al bajar las escaleras que daban al salón, consciente de que si no estaba fuera entrenando con sus hombres, a esas horas de la mañana, estaría allí. Y así era, ocupaba la cabecera de la mesa y se ocupaba de los asuntos del clan más urgentes después del entrenamiento matutino.

Fergus, el anciano consejero miró a su hermana Yuri con asombro. Como siempre llevaba una larga túnica gris hasta los pies.

De pronto pareció que Yuri había rejuvenecido veinte años por la agilidad con que bajaba los peldaños.

–¿Qué ocurre? –Preguntó Fergus levantándose de la mesa.

–¡Es la dama! –Le respondió a su hermano con una sonrisa–. Está consciente y sin fiebre y… de nuevo pregunta por Kincaid.

En el imperturbable rostro de Alec se levantó una ceja. Pero no le extrañaba en absoluto, era lo único que había dicho durante las largas noches en que él velaba sus sueños.