El amor era su destino

Sophia Ruston

 

 

 

 

A mis compañeras de clase que fueron mis primeras lectoras, sin vosotras no habría acabado este libro y habría continuando existiendo sólo en mi imaginación, gracias por animarme a seguir escribiendo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en digital: Marzo 2016

Título Original: El amor era su destino

©Sophia Ruston, 2016

©Editorial Romantic Ediciones, 2016

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada © Inara Prusakova, David Morrison

Diseño de portada y maquetación, Olalla Pons.

ISBN: 978-84-944875-9-0

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los

titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

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ÍNDICE

PRÓLOGO

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

EPÍLOGO


PRÓLOGO

Eton, Inglaterra, 1803.

 

—¡Pelea! ¡Pelea!

Los niños se aglomeraban en el patio de la escuela alrededor de cuatro muchachos enfrascados en una pelea desigual. Tres chicos, entre catorce y dieciséis años, golpeaban a otro de trece. Éste se retorcía, al ser apresado por dos de ellos, mientras el tercero lo golpeaba con saña en el vientre. Después de varios intentos se libró de sus agarres y le dio una patada al que lo golpeaba, tumbándolo en el suelo y aferrándose a sus partes nobles. El muchacho se volvió hacia los otros dos con los puños en alto, ignorando el corte que tenía en el labio, el dolor que sentía en el pecho y la sangre que le brotaba de la nariz. Sus ojos grises refulgían de ira. El marqués de Glenmore estaba realmente enfadado.

—¡No permitiré que me volváis a hablar así, estúpidos cobardes!

Los dos muchachos mayores se acercaron a él, riéndose a carcajadas.

—¡Te crees el único con título aquí, engreído marqués! Supongo que el orgullo es lo único que te queda. Tu madre no pudo sobrevivir cuando te trajo al mundo y murió al darte a luz; tu madrastra, la zorra de Kinstong, os abandonó por su amante y tu padre es incapaz de estar contigo más de cinco minutos.

El marqués se abalanzó sobre su oponente, gritando de rabia y tirándolo al suelo. El otro iba a golpearlo por la espalda mientras éste estaba ocupado con su compañero, pero algo se lo impidió.

—Vamos, amigos, ¿no creéis que ya os habéis divertido lo suficiente?

Un muchacho rubio, con apariencia angelical, se había colado entre la multitud para agarrar a aquel matón del brazo.

—¿Y quién nos va a parar? ¿Tú? No me hagas reír. Con esa cara de querubín no asustarías ni a un ratón.

—Cierto, el pobre no podría pararos, pero el director quizá sí, y viene hacia aquí —advirtió otro muchacho que se había parado al lado del rubio.

Pronto la multitud se disolvió, alejándose de ellos, para no meterse en problemas.

—El hijo del borracho tiene razón, es mejor que nos vayamos —dijo el chico al que el marqués le había dado la patada, y se levantó a duras penas.

—Esto no quedará así, marquesito —se libró del marqués, para luego salir corriendo en pos de sus compañeros.

El muchacho rubio sacó un impecable pañuelo blanco de su bolsillo y se lo ofreció al marqués, que continuaba en el suelo.

—Límpiate, estás horrible.

El marqués gruñó e, ignorando el pañuelo y la mano que el otro le tendía para que se levantara, se incorporó él solo.

—No necesito vuestra ayuda.

—Claro que no, grandullón, sólo hay que ver cómo te han dejado —respondió el que le había ofrecido la mano, caminando junto a él. El marqués se acercó, tambaleante, hacia un banco y se desplomó sobre él—. Mírate, estás hecho polvo.

—Que compartamos habitación y vayamos a la misma clase no nos convierte en amigos. Dejadme en paz. Y tú, deja de llamarme así.

—¿Has visto cómo nos lo agradece, angelito?

—¿Y tú te quejas de que te llame grandullón? Mike, eres como un grano en el culo.

—Gracias, ésa es mi única intención en la vida. Mis motes son del todo inofensivos, al contrario que los de aquellos imbéciles.

—¿No sería mejor que nos llamaras por nuestros nombres y ya está?

—Alexander y Charles son nombres sumamente aburridos.

—¿Y Michael no?

—Mira…

—¿Queréis callaros de una maldita vez? ¡Me duele todo!

Alexander se llevó las manos a la cabeza, gimiendo y retorciéndose en el banco.

—¿No será mejor que busquemos a un médico? —Le preguntó Charles a Michael.

—No sería buena idea, haría preguntas y se lo comentaría al director —contestó éste sacudiendo la cabeza.

—Entonces, lo único que podemos hacer es llevarlo a la habitación. No lo podemos dejar aquí tirado. Además, esos tres imbéciles pueden volver en cualquier momento.

—Está bien, tú lo sostienes por un lado y yo por el otro. Espero que por lo menos se pueda tener en pie.

Entre los dos, le ayudaron a levantarse. Para tener trece años, Alexander, era anormalmente alto.

—Caray, cómo pesas, grandullón.

—He dicho que no necesito vuestra ayuda.

—Te repites demasiado. Déjanos echarte una mano y ya está. Además, fuiste tú el primero que se metió en problemas al ayudar a aquel chico con el que se estaban metiendo esos inútiles —le recriminó Charles.

—Eran tres contra uno —respondió, incómodo, Alexander.

—Al igual que luego fueron tres contra ti, porque el otro, en cuanto se vio libre, salió corriendo por patas y te dejó a tu suerte.

—Pero yo tengo la ventaja de mi estatura.

—Eso y que tienes dos cojones bien puestos, amigo —dijo Michael con sorna, mirando a su alrededor por si algún profesor lo oía utilizar ese lenguaje tan vulgar que había aprendido en la taberna del pueblo, donde se escapaba para ver a los hombres jugar a las cartas.

—Ya os he dicho…

—Que no necesito vuestra ayuda —acabaron diciendo los tres a la vez.

Alexander no pudo evitar reírse con ellos. Así fue como llegaron los tres, tambaleándose y riéndose, a la habitación. Desde aquel día, Alexander, heredero del duque de Kinstong; Charles, heredero del conde de Blackford; y Michael, heredero del barón de Castel, se hicieron inseparables.


Capítulo 1

 

Londres, 1815.

 

—¿Podría ir más despacio, milady?

—¿Y qué diversión habría?

—No es seguro y bien visto ir al galope por Hyde Park.

Elizabeth Anglese tiró de las riendas para frenar a su yegua. Lord Hasclot se detuvo junto a ella con una sonrisa.

—Si quiere cabalgar, sé de una zona menos transitada. Sería un placer para mí llevarla y dejarla seguir con su diversión.

Lord Hasclot, de unos treinta años, delgado y no muy alto, seguía manteniendo su sonrisa, pero ahora había en sus ojos un extraño brillo que Elizabeth supo identificar.

—Muy amable, milord, pero se ha hecho tarde y tengo otro compromiso. Quizás en nuestro próximo paseo.

Aunque pensó que no volvería a aceptar otra invitación de él para pasear solos. Elizabeth desafiaba a su padre al coquetear con todos los hombres, pero hasta cierto punto, ya que, por más que quisiera enfadarlo, tampoco pretendía arruinar su reputación.

—¿La veré en el baile de lady Clipton? —Preguntó lord Hasclot cuando estuvieron frente a la casa del duque de Handquenfield, el padre de Elizabeth.

—He aceptado la invitación —dijo Elizabeth sin concretar más y, entrando por la puerta que el mayordomo mantenía abierta, le indicó con un gesto de la mano que la cerrase inmediatamente, antes de que lord Hasclot se ofreciese a acompañarla.

—¿Está mi padre en casa? —Preguntó al mayordomo mientras se quitaba los guantes y se los entregaba.

—Aún no ha vuelto, milady.

—Bien.

Subió corriendo las escaleras de una manera impropia para una dama, pero era algo habitual en ella. En su habitación la esperaba Mary, su leal y amigable doncella, que sólo tenía tres años más que los diecinueve de Elizabeth.

—¿Todavía tengo tiempo, Mary?

—Si nos damos prisa, tendrá tiempo de ir a la exposición y quedarse una hora antes del baile.

Mientras Mary comenzaba a quitarle el traje de montar, Elizabeth esbozó una mueca de disgusto ante sus planes para la noche.

—Le he cogido el vestido azul de paseo, el que es del mismo color que sus ojos.

—Perfecto, ya acabo yo, gracias. ¿Podrías avisar al cochero?

—Ahora mismo voy, milady.

—Mary, por favor, llevo cuatro años pidiéndote que utilices mi nombre.

—Disculpe, pero me resulta muy difícil llamarla así.

—Espérame en el carruaje —dijo, mientras se ataba los lazos de su sombrero de paja y dejaba sueltos algunos rizos rubios.

Cuando estaban en el patio, Mary subió al pescante con el cochero y Elizabeth entró en el carruaje. Antes de que se acomodara en el asiento, una voz familiar la sobresaltó.

—Espero que no hayas quedado con otro de tus pretendientes, niña.

—¡Marcus, me has asustado!

En el asiento de enfrente estaba un hombre de unos cincuenta años, con su pelo castaño lleno de canas y cálidos ojos negros. Marcus Klent, secretario del duque y su hombre de confianza, llevaba más de dos décadas trabajando para los Handquemfield, y era más un padre para Elizabeth que el propio duque.

—Voy a la exposición de la Royal Academy.

—Mejor eso que ir cabalgando como una loca por Hyde Park.

—Ya no me sorprende que estés al tanto de todos mis movimientos. Me controlas demasiado.

—Es necesario.

—Si no me agobiaras tanto...

—Harías lo mismo, con tal de desafiar a tu padre.

—¡Es que es injusto!

—Ya hemos hablado de esto en numerosas ocasiones.

—No, Marcus, escucha. Ésta es mi primera temporada y ha sido todo un éxito. Si quisiera, podría casarme con cualquier lord rico.

—No puede ser, porque ya estás prometida con el marqués de Glenmore.

—Pero si encontrara a otro hombre con dinero de sobra para devolverle el préstamo al duque de Kinstong, ¡ya no tendría que casarme con su hijo!

—No cualquier caballero daría tal cantidad de dinero y pasando, además, por alto tu falta de dote.

Elizabeth se cruzó de brazos y miró al secretario con disgusto. La cara del hombre mostraba cansancio, pues habían mantenido la misma discusión durante muchos años.

Hacía años, el padre de Elizabeth, le había pedido un préstamo al duque de Kinstong, este se lo había concedido con una condición: a cambio del dinero, Elizabeth debía comprometerse en matrimonio con su único hijo y heredero, el marqués de Glanmore. Si el enlace no se llebara a cabo, Hadquenfield debería devolver el dinero, a menos que quien rompiera el compromiso fuera su hijo el marqués.

Glenmore y su padre el duque siempre se habían enfrentado, y el último desafío del hijo había sido alistarse en el ejército de Su Majestad. Hacía cuatro años que no se tenían noticias de él. Sólo se sabía que aún estaba vivo y que, seguramente, en cuanto volviera, se llevaría a cabo el enlace. Eso era lo que decía el duque de Kinstong en la última carta que el padre de Elizabeth había recibido de él. Desde entonces, ella estaba más desesperada que nunca, porque la guerra en el Continente había supuesto el destierro definitivo de Napoleón en Santa Elena, tras su derrota en Waterloo.

—Y padre aún no tiene el dinero, ¿verdad?

—No, niña, ya sabes que no. Tu presentación en sociedad no es barata y tu padre no quiere jugárselo todo con el marqués, pues éste no suele cumplir con la voluntad de su padre y, por lo que yo sé, aún no sabe nada del compromiso y quizás se oponga al matrimonio cuando vuelva.

—Ay, ojalá que así sea —murmuró Elizabeth.

—Lo dudo, porque en cuanto te vea querrá cumplir el acuerdo.

—Cómo desearía ser más común.

Marcus se rió ante semejante comentario.

—Si no recuerdo mal, una vez dijiste que con tu belleza serías capaz de encontrar a un hombre acaudalado a quien, con tal de casarse contigo, no le importaría deshacerse de la mitad de su fortuna.

Elizabeth se volvió a enfurruñar con Marcus y lo fulminó con la mirada.

—Niña, no te enfades. Es la realidad. Eres de buena cuna, con una educación excelente y un rostro que le quita el aliento a los hombres. Ya les gustaría a muchas damas ser como tú.

—Y a mí me gustaría ser libre para elegir marido, como hacen muchas otras damas. ¿De qué me sirve tener tantos pretendientes si ya estoy prometida a otro hombre que ni siquiera conozco y que me fue destinado por el padre de mi futuro marido cuando yo sólo tenía trece años?

—Ya desde pequeña eras muy hermosa y se veía que cuando crecieras ibas a serlo aún más.

—Pero el duque de Kinstong no sabía si sería una cabeza hueca. Lo que realmente le importaba era que su hijo, con tal de desafiarlo, se casara con una plebeya, y para evitarlo lo prometió con una igual, la hija de otro duque, a sus espaldas.

—La pureza de los nobles —dijo Marcus con sarcasmo.

—Me hubiera gustado ser como tú, la tercera hija de un simple baronet.

Marcus no pudo evitar volver a reír.

—Ya, pero yo no me he casado.

—Eso es porque tú no quisiste. Si mal no recuerdo, eras muy apuesto y aún lo eres.

—No me vengas con halagos ahora. Además, ya sabes que todo mi tiempo se lo dedico al trabajo y soy feliz así. No sé con qué estoy más ocupado, si con las cuentas de tu padre o con protegerte a ti de ti misma.

Elizabeth sonrió y estiró el brazo para poder apretar su mano con cariño.

—Siempre te estaré agradecida por estar a mi lado cuando me caía del caballo o cuando me hacías compañía si estaba enferma, o por aquellas veces en que me traías los libros que mi institutriz me prohibía, y hasta por las regañinas después de mis travesuras.

Él puso su otra mano sobre la de Elizabeth y la miró con cariño y devoción.

—Mereció la pena sólo por ver a la mujer en la que te has convertido.

—Me bajaré aquí y seguiré caminando antes de que nos pongamos más sentimentales —bromeó.

Marcus soltó su mano y golpeó el techo para parar el carruaje.

—Sólo una hora, niña. El carruaje te esperará aquí y volverás a casa para cambiarte. No debes llegar tarde al baile.

—De acuerdo —dicho esto, Elizabeth abrió la puerta y salió.

 

 

Alexander Randolph, marqués de Glenmore, se encontraba en Londres frente a la casa que había heredado a los dieciocho años y donde sólo había vivido durante poco más de dos años, antes de huir de su padre y alistarse en el ejército.

—¿Qué desea, señor? —preguntó su mayordomo con curiosidad, tras abrir la puerta.

Alexander sonrió.

—Al parecer, he cambiado mucho si no me reconoce, Hikings. No esperaba verlo pero me siento aliviado, porque no sé dónde tengo la llave.

Alexander supuso que el duque había continuado pagando al servicio como si él no se hubiera marchado. El mayordomo abrió los ojos como platos.

—¿Milord, es usted?

—Sí, el marqués de Glenmore en persona, aunque desgraciadamente desmejorado. Quizás con la ayuda de un baño, un afeitado y un cambio de vestuario correspondería a mi título.

Hikings abrió la puerta del todo, lo dejó pasar, volvió a su postura de siempre y avisó a un lacayo para que cogiera la maleta del señor, que aún estaba en las escaleras.

—El personal de la casa sigue completo. Mandaré prepararle un baño y su ayuda de cámara lo esperará en sus aposentos. Si me permite el atrevimiento, milord, me gustaría decirle en nombre de todos que nos sentimos reconfortados al verlo sano y salvo de vuelta en su casa.

—Gracias, Hikings. Aún no deseo que la gente sepa que he vuelto a Londres, me gustaría tener por lo menos un día de tranquilidad.

Cuando dejó que éste le quitara su arrugado y gastado abrigo, subió las escaleras. El mayordomo miró con desagrado aquella prenda.

El marqués ya no era el mismo. Había crecido unos centímetros, tenía el pelo más largo y su tez más morena. Los hombros eran más anchos y, en general, era más musculoso debido al ejercicio y su vida como militar. Ya no quedaba nada del muchacho de antaño. De pequeño, aunque siempre fue muy serio, tenía un especial brillo en los ojos cuando sonreía, este hacía que su color gris plata pareciera menos frío. Pero desde que sus pies habían tocado el suelo de batalla, apenas sonreía y ese brillo había desaparecido, haciendo su mirada intimidante.

Cuando bajó y se disponía a marcharse, llevaba su uniforme de soldado británico limpio y planchado, pues no podía ponerse la ropa que había dejado en el armario porque le quedaba bastante pequeña. Decidió incluso aprovecharse de esta situación y se dejó la barba, para que nadie lo reconociese. Aún no quería enfrentarse a su excelencia y a las responsabilidades del marquesado. Lo primero que deseaba hacer era reencontrarse con sus dos mejores amigos, los únicos con quienes había mantenido contacto fuera de Inglaterra y que, además, le comunicaban a su padre si seguía con vida.

—Su carruaje le espera fuera, milord —le dijo Hikings

Alex subió, se acomodó y cerró los ojos, cansado. El viaje había sido largo y la herida que tenía en el hombro empezaba a molestarle. Pasó unas semanas en la cama de un hospital después de Waterloo y, para su alivio, la bala había salido sin haber causado ningún daño irreparable, pero su brazo izquierdo ya no volvería a ser el mismo. Se le cansaba con facilidad y en ocasiones la mano le temblaba.

El carruaje se paró en Myfair, frente a la pequeña y acogedora casa de su amigo Michael Radcliffe, barón de Castel. Alex lo esperó un rato en un pequeño salón.

—Espero que sea importante para importunar a estar horas tan tempranas… —Michael era alto, pero no tanto como Alexander, y tenía el pelo castaño, con tonos rojizos, y los ojos verdes. Se interrumpió en cuanto vio al soldado en su pequeño salón—. ¡Dios mío! Alex, ¿eres tú?

Él dio como respuesta su ya conocida sonrisa, justo la que ponía en su niñez cuando maquinaba alguna travesura para luego realizarla con Michael y Charles. Lord Castel, dando tres pasos, llegó junto a su amigo y le dio un fuerte abrazo.

—Nos tenías preocupados. Hace como dos meses que no hemos recibido ninguna de tus cartas y empezábamos a pensar que te había pasado algo.

—Fui herido y pasé algún tiempo en un hospital de Bruselas, recuperándome. Después me retuvieron en contra de mi voluntad.

Michael levantó una ceja.

—Resulta que quisieron condecorarme y nombrarme comandante —dijo Alex.

—¡Qué ofensa! —Exclamó Michael al ver la cara de desagrado de su amigo, y luego estalló en carcajadas—. Siéntate, te serviré un trago de nuestro excelente licor. Los Castel seremos pobres pero nunca nos ha faltado whisky. Mi pobre padre se gastó una fortuna en esto y así murió, con el hígado destrozado.

—Vuelvo a darte mis condolencias, Mike. Tendría que haber estado contigo en esos momentos.

Michael lo miró por encima del hombro, mientras servía las copas, y sonrió.

—Tenía a Charles y, además, alguien debía hacer algo por la patria mientras nosotros dos íbamos de fiesta en fiesta y de mujer en mujer.

Alex se relajó en la butaca. Mike siempre había tenido ese poder de calmarlo y divertirlo con su particular sentido del humor.

—Hablando de Charles, ¿cómo le va? —Preguntó Alex.

—¿El angelito? —Dijo Michael, refiriéndose al mote que le habían puesto en Eton debido a su físico, ya que era rubio y tenía los ojos azules. A pesar de que ahora era, como ellos, un hombre de veinticinco años, aún seguía conservando las facciones de un niño—. Tan responsable como siempre, acudiendo a los actos que sus padres le mandan y siendo el perfecto caballero, provocando desmayos en las debutantes y ambición en las madres y, ¡cómo no!, obsesionado con otra mujer. Según él, está profunda e irrevocablemente enamorado.

Alex contuvo la risa.

—¿Acaso no es lo que siempre dice?

—Sí. Y, como siempre, asegura que esta vez es la definitiva.

Alex dejó de contenerse y soltó una carcajada.

—Vamos, quizás lo encontremos en White’s y podrás reprenderlo como antaño.

—¿Y tu carruaje? —Preguntó Alex una vez fuera de casa.

—No me digas que el soldadito se va a agotar si camina un poco —respondió Mike.

Alex se puso serio.

—¿Tan mal están las cosas que no puedes permitirte un carruaje?

—Igual que siempre, y ahora debo sumar las deudas que dejó mi padre.

—Si necesitas dinero, yo…

—No esperaba menos de ti, el que es tan rico como Creso.

—Hablo en serio, Mike.

—Lo sé, pero te digo lo mismo que le dije a Charles. Si quieres hacer caridad, dona dinero a un orfanato, que los niños lo necesitan más que yo.

—Michael…

—Cuando esté en la cárcel para deudores, acudiré a alguno de los dos.

Alex soltó un bufido.

—Tranquilo, hay una solución para mis problemas económicos.

—¿Y cuál es ese plan, genio?

—Casarme con una dama que tenga una gran dote, por supuesto.

—Claro, por supuesto.

Mientras seguían caminando, Michael se giró hacia Alex.

—¿Acaso crees que no puedo conseguirlo?

—Lo que creo es que no estás preparado para el matrimonio.

—¿Es que hay algún hombre que lo esté?

Touché!

Durante el trayecto, Michael lo puso al corriente de los últimos acontecimientos acaecidos en Londres. Caminaban por la calle Piccadilly, cerca de la Royal Academy, cuando, de pronto, Alex se detuvo y agarró a Michael del brazo. Éste, sorprendido, siguió la mirada de Alex y, esbozando una sonrisa perversa, dijo:

—Pobrecito, otro más que cae en sus redes.

—¿Quién es esa extraordinaria criatura?

—¿Te la presento?

Alex asintió.

Ambos se acercaron a ella. Aunque estaba a punto de entrar en el museo, la joven se detuvo cuando Michael la llamó.

—Lady Elizabeth, ¿me permite presentarle a un amigo?


Capítulo 2

Elizabeth se dio la vuelta aún sin saber quién la había llamado y cuál era la identidad de su acompañante. De todos modos, los encaró, sonriendo con amabilidad, pero en cuanto los tuvo delante se quedó paralizada, contemplando los ojos más hipnóticos que había conocido nunca. Al principio pensó que eran de un extraño azul. Sin embargo, al observarlos detenidamente se dio cuenta de que eran de un gris metálico. Parecían fríos, pero en ese momento sintió mucho calor al contemplarlos. El otro caballero tosió para reclamar tanto su atención como la del dueño de aquellos extraordinarios ojos, que también se había quedado observándola.

—Milady, soy Michael Radcliffe. Nos presentaron hace un tiempo —dijo, haciendo una pequeña reverencia.

Elizabeth reaccionó rápidamente, pero no tanto como quería, debido a esos ojos grises que no se despegaban de ella, perturbándola.

—Sí, claro, Lord Castel. Precisamente nos vimos la noche pasada en una contradanza.

Le respondió con otra reverencia.

—Y éste es…

—El comandante Alexander Gryf —se apresuró a decir el dueño de aquellos ojos.

Elizabeth pudo fijarse, por primera vez, en todos los rasgos del hombre. Era muy alto, de un metro noventa de estatura. Tenía el pelo negro como el carbón, su rostro era muy masculino y atractivo, con una frente amplia y la nariz perfecta y proporcionada. La fuerte madíbula estaba cubierta por una barba que dejaba al descubierto unos labios finos pero definidos. Los hombros anchos estaban bien marcados gracias a la chaqueta militar y el pantalón dejaba aprecierar sus musculosas piernas esculpidas por el ejercicio.

—Milady, es un verdadero placer conocerla —dijo el apuesto joven y, tomando su mano, se inclinó ante ella y la besó.

Elizabeth se sorprendió. Ningún caballero besaba la mano de una dama. Simplemente se inclinaba ante ella sin rozarla con los labios. Además, en ese momento no llevaba guantes y pudo sentir perfectamente los labios del joven contra su piel. Justo en ese instante, el estómago se le encogió y el corazón empezó a latir muy rápido, como si hubiese estado corriendo.

—Comandante —dijo al incorporarse él, y le sorprendió que su voz no le temblara, puesto que lo hacía todo su cuerpo. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Al fin y al cabo, sólo se trataba de un hombre, ¿no?

—¿Iba a entrar en la Royal Academy?

Su voz le recorrió toda la espalda y sintió un pequeño escalofrío. Se fijó que en su tono de voz había… ¿incredulidad? Volvió a mirarlo y vio sus cejas arqueadas a modo de… burla. ¡Increíble! Seguro que era uno de esos hombres que creía que las mujeres sólo podían pensar en la moda y en los cotilleos.

—Sí, a ver la exposición de los últimos artículos de la tumba de Amenhotep III, hallados por el Dr. Chaming en Egipto. Lo que me recuerda, caballeros, que no dispongo de mucho tiempo para disfrutarla y me gustaría aprovecharlo al máximo. Así que, si me disculpan…

Realizó una pequeña venia y no tuvo valor de volver a mirar al comandante, por miedo a quedarse paralizada otra vez. Así que se giró sin esperar respuesta y entró en el edificio, mientras Mary la seguía.

 

 

Alex se quedó mirando, con una sonrisa, el lugar por donde había desaparecido aquella hermosa mujer.

—Venga, que no tengo todo el día para que andes embobado.

Michael le dio una palmadita en la espalda y siguió caminando por Piccadilly.

—Mejor cojamos un coche de alquiler.

—Como quieras.

—¿Por qué no les has dicho quien eras en vez de darle el nombre que tomaste cuando dejaste Inglaterra? Seguro que si supiera tu título hubiera sido más amable —le comentó Michael cuando se sentaron en el carruaje.

—Quiero que mi padre sepa de mi presencia por mí y no por terceras personas. Tampoco quiero jovencitas persiguiéndome por mi título y dinero; aunque con ella no me hubiera desagradado, sino todo lo contrario.

—Sí, ya lo he visto. Te la estabas comiendo con la mirada, al igual que todos los hombres que se topan con ella.

Alex frunció el ceño sin darse cuenta e intentó cambiar de tema.

—Ahora que lo pienso, si voy a White’s se descubrirá quién soy.

—Pues vayamos a casa de Charles a ver si está allí. Si no, lo esperaremos.

Michael se asomó por la ventanilla y le indicó al cochero el nuevo destino.

—Hoy por la noche podríamos ir al establecimiento de madame Dupree. Hace tiempo que no disfruto de compañía femenina —sugirió Alex.

—Yo no puedo. Tengo que asistir al baile de lady Clipton y Charles, seguramente, también irá. Disfruta por los dos.

—¿Desde cuándo frecuentas a esos aburridos bailes?

—Desde que yo necesito a una heredera y Charles persigue a lady Elizabeth.

—No puedo decir que Charles haya perdido su buen gusto —dijo Alex, con cierto disgusto.

—No, y si milady tuviera una buena dote yo también iría detrás de ella.

—No le hace falta. Con su belleza podría cazar a un caballero rico y librarse de cazafortunas como tú.

—Sí, una suerte para los cazafortunas como yo, que debemos conformarnos con damas poco agraciadas que necesitan una abundante dote para atraparnos.

 

 

Elizabeth buscaba, en la zona de refrescos, a alguien entre la multitud, un hombre alto de ojos grises, aunque sabía que era casi imposible que asistiera al baile. Cuando estuvo en la exposición, sin poder concentrarse en ella, le dio vueltas a su nombre en la cabeza, pues estaba segura que lo había escuchado en alguna parte. Tardó un tiempo en darse cuenta de que era el mismo del que había leído en las noticias del periódico, donde lo alababan por sus heroicidades en la guerra. Ella siempre lo había admirado y se había hecho una idea de cómo podría ser, pero jamás pensó que sería tan atractivo.

—¿En dónde tienes hoy la cabeza, Lizzie?

Elizabeth volvió a la realidad al oír la pregunta de su amiga Phoebe Wessit.

—En nada. Es que esta reunión es aburridísima.

—Ya, no empezará a animarse hasta que comience la música. Y tú ya tienes tu tarjeta de baile llena, ¿no?

—Ah... Sí, claro.

—Hoy estás más ausente de lo habitual. ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente.

Phoebe fijó su vista en la zona cercana a la entrada.

—¡Ay! ¡Míralo! Cada día está más apuesto.

—¿Quién? —preguntó Elizabeth, abstraída.

—¿Quién va a ser? Lord Middelton.

—Ah.

—Se dirige hacia aquí. Está claro que quiere cortejarte. ¡Qué suerte tienes!

—Sí, mucha —dijo Elizabeth con sarcasmo, bebiendo un sorbo de su limonada.

—Lady Elizabeth Keswick, señorita Wessit.

Charles Paget, vizconde de Middelton, se inclinó ante ellas.

—¡Qué agradable verlo aquí, milord! —exclamó Phoebe.

—Sí. No podía rechazar la invitación —y, mirando fijamente a Elizabeth, dijo—: debo confesarle, milady, que esta noche está realmente hermosa.

—Gracias, lord Middelton.

—¿Se acuerda de mi petición de concederme todos los valses de esta semana?

—Si no recuerdo mal, no me lo pidió, me lo exigió mediante un chantaje —replicó Elizabeth, riendo.

Lo cierto es que le gustaba la compañía del vizconde. Era muy galante, su ropa estaba perfectamente tallada; su pelo, impecablemente cortado y arreglado, iba a la moda. Sus rasgos, armoniosos y delicados, y sus modales de perfecto caballero eran tan… perfectos. Todo en él era perfecto. Ése era el problema. Elizabeth no veía nada especial en él. Sentía lo mismo que cuando miraba un cuadro. Podía admirar su belleza, pero no se sentía atraída. Podía tenerlo muy cerca y no habría ninguna reacción en ella, ningún estremecimiento, como le había ocurrido esa tarde con el comandante.

—En realidad, le concedí un favor y yo le pedí otro a cambio.

—Es cierto que usted me salvó del desagradable señor Downes al apartarme de él, inventando una excusa. Pero no fue muy correcto por su parte pedirme la recompensa de bailar cada noche un vals con usted.

—No soy tan tonto como para desaprovechar una oportunidad como ésa.

Elizabeth no pudo evitar seguir riéndose.

—Por lo menos es un buen bailarín.

—Y, si no lo fuera, contrataría a un profesor de baile. Jamás me permitiría pisarla.

Las primeras notas de un minué sonaron en el salón de baile.

—Si me excusan, tengo que ir al salón a encontrarme con mi compañero de baile.

Phoebe decidió acompañarla y, antes de que se marcharan, lord Middelton añadió:

—La veré en el vals. Y si se esconde la encontraré, no lo dude.

—No lo dudo, milord. Tranquilo, me mantendré a la vista.

Middelton le guiñó un ojo y se dirigió al salón de juegos.

 

El salón estaba abarrotado con los invitados masculinos. Era su pequeño santuario donde podían relajarse, esconderse entre copas, cigarrros y cartas y a la vez cumplir con su pape en la sociedad. El conde de Middelton se acercó a una mesa con pasos decididos.

—No esperaba verte aquí, Mike. ¿No deberías estar en la pista de baile adulando a las debutantes? —dijo Charles.

Michael levantó la cabeza de sus cartas para mirar a su amigo.

—Lo haré después. Ya me han concedido tres bailes pero son los del final de la velada, y no veía razón para no ganarme unas libras mientras.

Y era cierto, Michael estaba ganando la partida y ya tenía acumulada una buena cantidad. Gracias a las partidas de cartas, el barón sacaba un poco de dinero para sus deudas, pero aun así no era suficiente. Al acabar la partida, recogió sus ganancias y se reunió con su amigo para tomar una copa.

—¿Ya has visto a lady Elizabeth?

—Sí. Está tan hermosa como siempre.

—En efecto, es muy atractiva pero, ¿no es muy fría?

—Eso es porque ha recibido una educación estricta, como todas las damas de su clase. Necesita confianza para poder mostrar su verdadero carácter.

—Anda ilusionando a todos los caballeros adinerados, pero no se decide por ninguno. Se dice que ya ha rechazado a tres hombres que le pidieron su mano.

—Es su primera temporada. No tiene ninguna prisa por aceptar las primeras proposiciones que reciba.

—Sólo espero que tú no seas otro de esos jovencitos ilusionados que piensan que sus atenciones van a ser correspondidas —dijo Michael, ignorando el mal gesto de Charles, y continuó—. Ésta no es una mujer mundana. No te vas a librar de ella con un collar de diamantes cuando tengas saciada tu lujuria y se acabe tu obsesión por ella.

—Ya lo sé, no hace falta que me lo recuerdes. Además, puede que esta vez sea especial.

—Porque estás enamorado, ¿no?

—Exacto.

—No sabía que un hombre podía enamorarse unas veinte veces a lo largo de su vida. Eso es lo que causa el leer poesía en exceso, como es tu caso.

—Puede que antes me equivocara y esta vez sea de verdad.

—Eso dices siempre. ¿Qué diferencia hay ahora? —Al ver una expresión dubitativa en el rostro de su amigo, y que empezaba a abrir la boca para contestar, Michael levantó la mano para acallarlo—. Tú sólo piensa en ello y ten cuidado con lady Elizabeth.

Una vez dicho esto, Charles y Michael se dirigieron al salón de baile para cumplir con sus respectivas parejas.


Capítulo 3