Tabla de Contenido

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LOS
FUNDAMENTOS DE UNA “ILUSIÓN”

 

¿Dios y la religión,
ilusión o realidad?

Gerardo Remolina Vargas, S. J.

 

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El que busca la verdad
corre el riesgo de encontrarla.

MANUEL VICENT

 

 

La luz de Dios es suficientemente fuerte para que el que quiera pueda creer, y la oscuridad de Dios es suficiente para que el que rehúsa creer no se sienta constreñido a hacerlo.

BLAISE PASCAL

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Gerardo Remolina Vargas, S. J.

 

Primera edición: Bogotá, D. C., julio de 2016

ISBN: 978-958-716-944-7

Número de ejemplares: 500

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7 n.º 37-25, oficina 1301

Teléfono: 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

Bogotá, D. C.

 

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Diseño y diagramación:

Isabel Sandoval M.

Corrección de estilo:

Juan Sebastián Solano

Diseño y montaje de cubierta:

Diana Murcia

Desarrollo ePub:

Lápiz Blanco S.A.S

 

 

Remolina Vargas, Gerardo, S.J., 1936-, autor

Los fundamentos de una ilusión : ¿Dios y la religión, ilusión o realidad? /  -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2016.

350 páginas ; 24 cm

Incluye referencias bibliográficas (páginas 325-327) e índices.

ISBN : 978-958-716-944-7

1. FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN. 2. RELIGIONES - HISTORIA. 3. TEOLOGÍA. 4. DIOS (TEORÍA DEL CONOCIMIENTO).  5. EXPERIENCIA RELIGIOSA  Pontificia Universidad Javeriana.

CDD 200.1 edición 20

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

inp Julio 06 / 2016

 

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin la autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

 

AGRADECIMIENTOS

Deseo agradecer de manera especial a la Compañía de Jesús que procuró formarme espiritual e intelectualmente en una actitud de apertura total y de búsqueda incondicional de la verdad. Agradezco a la Pontificia Universidad Javeriana que durante varias décadas me permitió ser uno de sus docentes y procurar ser maestro de las jóvenes generaciones. Agradezco a los padres Francisco y Rodolfo Eduardo de Roux, S. J., quienes me estimularon en la realización del presente trabajo. Agradezco muy cordialmente a mis colegas de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana: a la doctora Ángela Calvo de Saavedra y a los doctores Francisco Sierra Gutiérrez, Vicente Durán Casas, S. J., y Luis Fernando Múnera Congote, S. J., quienes con gran generosidad revisaron mi escrito y tuvieron la gentileza de hacerme sus sabias observaciones. Agradezco finalmente al director de la Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Nicolás Morales Thomas, y a su equipo de trabajo por la cuidadosa edición e impresión de la presente obra. 

PRÓLOGO

Los fundamentos de una “ilusión”. Apuntes sobre la mayor ilusión de los seres humanos

E s un gran honor para mí haber sido invitada por el padre Gerardo Remolina, SJ., —maestro y amigo a quien me unen profundos vínculos de admiración y afecto— a prologar su libro Los fundamentos de una ilusión. ¿Dios y la religión, ilusión o realidad? En él, el autor se propone exponer de manera estructurada y para un público ilustrado, mas no necesariamente especialista en filosofía o teología, las reflexiones que conformaran el núcleo de la cátedra de Filosofía de la Religión que mantuvo durante más de tres décadas en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Para quienes fuimos sus alumnos, estas clases constituyen un testimonio inolvidable de sabiduría y de prudencia pues, además del dominio y permanente actualización de la temática —su interés filosófico fundamental desde la época de su doctorado en Roma— la manera de abordarla siempre logró cautivar la curiosidad y la pasión de los alumnos —creyentes o no creyentes— por la ausencia de cualquier tipo de dogmatismo, por el rigor de su apertura crítica a muy diversas posiciones y, sobre todo, por su ejemplo en la exigencia constante del ejercicio de autoconciencia para alcanzar creencias razonables y para actuar guiado por opciones responsables.

El tema que atraviesa esta obra es el mismo en torno al cual girara la cátedra: la “inquietud religiosa”, tal como ha sido experimentada y expresada por los seres humanos a lo largo de la historia. No se trata de investigar la naturaleza de Dios, sino de comprender nuestra relación con Él y con la religión. Para entender y valorar el significado de una publicación como esta, me inspiro en la advertencia de David Hume en lo que podría llamarse la introducción a los Diálogos sobre religión natural1, su obra maestra a juicio de muchos especialistas: el tema religioso, por su mismo carácter, requiere ser abordado con un método particular. En efecto, el asunto es a la vez “obvio e importante” y “oscuro e incierto”. De su obviedad e importancia nos percatamos al constatar que la humanidad, desde sus orígenes hasta nuestros días, no ha podido liberarse de la inquietud religiosa a pesar de las múltiples formas de ateísmo y de agnosticismo surgidas en el seno de la ciencia y la filosofía; la persistencia de la pregunta pareciera indicar que a su alrededor gravita la existencia personal y social, quizás por las implicaciones que tiene cualquier respuesta a ella para el agente moral. Empero, es una inquietud que deja a la razón perpleja, al enfrentarla con su propio límite: responderla sobrepasa las posibilidades del conocimiento objetivo que aspira a la verdad. En esta condición, de cara a preguntas acuciantes imposibles de eludir —pues en ellas de alguna manera se define la existencia— pero que, por su propia naturaleza, nos confrontan con las limitadas posibilidades de nuestra capacidad de conocer, es natural que surjan diversos puntos de vista y sentimientos opuestos, todos objetos de duda y controversia. Los resultados son disputas y polémicas interminables y estériles entre versiones disímiles, contradictorias y, en algunos casos inconmensurables, carentes de un fundamento suficientemente sólido.

La conjunción de las cuatro características en la temática religiosa, afirma Hume, hace que sea un desacierto intentar exponerla en forma de sistema, pues se caería en el dogmatismo o en el escepticismo. La alternativa más sensata es el diálogo o, de modo más preciso, la conversación, dispositivo idóneo para compensar lo trillado del asunto con la novedad del estilo y la vivacidad que introducen los diversos puntos de vista. Este género escritural, si bien logrado, resulta agradable a los lectores y les invita a refinar sus opiniones, de manera que tiene poder civilizatorio. Precisamente en un tema en el que no es posible alcanzar el tipo de verdad al que aspira la ciencia ni esperar conclusiones definitivas, se requieren escritos que susciten la curiosidad y el interés y “unir los dos placeres más puros de la vida humana: el estudio y la convivencia”2. La virtud de la conversación es abrir el ámbito de la experiencia a perspectivas diferentes a la propia, sin la pretensión de lograr para un acuerdo o consenso generalizado; conversamos para habituarnos unos a otros y para comprender que podemos convivir en un mundo irremediablemente plural. Es un juego de lenguaje distinto a la argumentación, cuyo efecto es eludir el círculo vicioso del debate, que tiende a bloquear la capacidad de escucha y a endurecer los argumentos de los participantes, resultado particularmente peligroso en temas religiosos. El escenario de la conversación es el mundo de la vida, la sociedad civil, en la cual la multiplicidad de perspectivas se afina y habilita el cultivo de nuestra común humanidad.

Al margen de las profundas diferencias que existen entre los textos de Hume y del padre Remolina, ellos comparten un acierto fundamental: su opción por la conversación como método de composición. Ambos son ejercicios muy bien logrados de este arte, tanto por la actitud seria, honesta e imparcial con la cual eligen, contextualizan y exponen las posiciones de los interlocutores, como por la destreza en el manejo de la voz autorial que, lejos de todo protagonismo ideológico, se concentra en pensar con cuidado los temas, la estructura y la dinámica de las voces, manteniendo vivas en todo momento la imaginación y la pasión del lector. La sabiduría y la prudencia de quien escribe obras filosóficas de esta manera radican en su capacidad para motivar a los lectores, por curiosidad y por gusto, a reflexionar sobre su propia experiencia, inquietudes y respuestas, valoraciones y opciones, al involucrarse como personaje activo en la conversación que se le ofrece.

Mi experiencia con la lectura de Los fundamentos de una ilusión fue el encuentro con un escrito que, desde sus primeras páginas, atrapó mi interés por dos motivos fundamentales: en primer lugar, introduce al lector en las experiencias, preguntas, hipótesis y juicios de sugerentes autores ocupados de la inquietud religiosa, desde distintas áreas del saber, credos, épocas y culturas, de manera sencilla y clara; perspectivas de tal amplitud y envergadura que serían imposibles de abarcar mediante el estudio personal. Este es sin duda uno de los aportes cruciales de este libro que, sin pretender ser de carácter investigativo, evidentemente está basado en años de lectura, estudio y enseñanza. En segundo lugar, la estructura elegida para ordenar la conversación —la génesis y expansión de la inquietud religiosa en la naturaleza humana— inmediatamente invita al lector a dirigir su atención, simultáneamente, a los testimonios recopilados y a su propia experiencia de conciencia, reflejada en esos espejos; en otras palabras, exige un ejercicio de conversación doble, con los interlocutores convocados en el libro y con las voces, muchas veces inconscientes, operantes en sus creencias y acciones, lo cual, posiblemente permita hacerlas más razonables.

La pesquisa acerca de los orígenes y el destino de la inquietud religiosa en la naturaleza humana remite, según el planteamiento del autor, a la pregunta por la racionalidad, por las operaciones de nuestra actividad cognoscitiva. Inspirado en la teoría del conocimiento de Bernard Lonergan, el autor articula el libro a partir de los cuatro momentos centrales por los cuales transita el deseo puro, libre, irrestricto y desinteresado de conocer: 1) la experiencia sensible y la vivencia, variada y polimorfa; 2) la intelección, que permite entender la relación que guardan los datos de la experiencia entre sí y con nosotros, conexiones que se expresan en los conceptos de la ciencia y en el sentido común; 3) el juicio, que afirma o niega una realidad, determinando así un compromiso que cristaliza en 4) la acción, en la cual conocimiento y voluntad confluyen. Los operadores que habilitan el paso de un nivel a otro son a) la pregunta ¿Qué es esto?, suscitada por los objetos, intuiciones y sentimientos que se presentan en la experiencia; b) la pregunta refleja que frente a lo entendido indaga ¿Es esto realmente así?, interrogante que abre al uso práctico de la razón, al pensar, actividad que trasciende los límites del conocimiento posible pero abre el campo de lo razonable aunque no demostrable, de las ideas que servirán de guías para la acción en tanto motivan el querer y c) la deliberación, que conduce a la acción libre y responsable, por estar fundada en valores y principios que comprometen al agente.

En el marco de la estructura anterior, por ser una estructura trascendental, es decir, presente en todo ser racional, no solo tienen cabida, sino que cobran sentido los testimonios y posturas convocados a la conversación. Asimismo, la estructura, al permitir al lector comprender la manera como su mente y sus afectos operan en general y, en particular con relación a la inquietud religiosa, da lugar a que cada uno viva un proceso de autoconciencia singular y autónomo.

La elección del título para el libro no es en modo alguno casual. La polisemia y belleza del vocablo ilusión —que hace referencia tanto a la fuente desiderativa de la actividad de la conciencia, es decir, al ideal y la esperanza de alcanzar la plenitud de su dinámica natural en la búsqueda de lo incondicionado, del ser trascendente (“ilusión objetiva”) como a los engaños y delirios que pueden generarse en cada momento del proceso (“ilusión subjetiva”)— dan sentido a la pretensión de llevar a cabo un examen crítico de los fundamentos o razonabilidad de la afirmación o negación de Dios en nuestra vida. Tal examen permite también situar las religiones como creaciones eminentemente humanas, necesariamente plurales, por ser intentos de dar respuesta a las variadas formas de experiencia religiosa en distintas épocas y culturas, tema del que se ocupa el último capítulo del libro.

Al término de este prólogo, puedo afirmar que, a mi juicio, la obra logra satisfacer los dos mayores placeres de la vida según Hume: el estudio, por la riqueza y profundidad de lo que se aprende al leerlo, y la convivencia, al permitir vislumbrar que no estamos solos en nuestra búsqueda y que, si bien no hay experto que haya encontrado una respuesta plenamente satisfactoria, conversar sobre el asunto resulta fascinante.

 

ÁNGELA CALVO DE SAAVEDRA
Profesora titular
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
2 de abril de 2016

 

PRESENTACIÓN

Esta obra no es un trabajo de investigación, sino de divulgación. Esto no equivale a decir de vulgarización. Está escrita para personas de nivel universitario (intelectuales, profesores, estudiantes) no especialistas en temas filosóficos o religiosos pero que en algún momento de su vida se han interesado en el tema de Dios y de la religión, bien sea por inquietudes personales, bien sea por interrogantes intelectuales, o simplemente culturales. El libro pretende tan solo ofrecer algunos elementos de reflexión, tomados de diferentes autores, que le permitan al lector fundamentar una actitud razonable, honesta y responsable frente a su afirmación o negación de Dios y a su aceptación o rechazo de la religión.

Durante más de treinta años fui profesor de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana, en donde orienté seminarios sobre Ética y sobre algunos autores como Kant, Hegel, Marcuse, Jaspers y Lonergan. Durante los años de mi docencia mantuve siempre la cátedra de Filosofía de la Religión, procurando estar al día en los debates contemporáneos en torno a dicha problemática.

Cuando comencé mis cursos, por los años setenta, los temas candentes en el escenario filosófico-religioso eran la secularización y la muerte de Dios. Un autor como Harvey Cox —La ciudad secular (1965), La revolución de Dios y la responsabilidad del hombre (1966) y La seducción del espíritu (1973)— era de obligadas lectura y reflexión. A él se sumaban autores como el obispo anglicano John A. Robinson con su obra Sincero para con Dios (1963), el teólogo alemán Paul Tillich con su Teología sistemática (1968) y su concepción de “Dios más allá de Dios” (God over God o Our Ultimate Concern), Paul M. van Buren con El significado secular del Evangelio (1968) y muchos otros. Desde luego, en el trasfondo se hallaba el anuncio de Nietzsche en La gaya ciencia: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”. Tales fueron mis primeros cursos de Filosofía de la Religión.

Traslapándose con la problemática anterior, la onda marxista invadió por aquellos años el pensamiento universitario. Imposible hablar con autoridad en una cátedra de Filosofía, y en particular de Filosofía de la Religión, sin darle un puesto destacado al pensamiento de Marx y a su crítica de la religión. Fue la segunda época de mis cursos de Filosofía de la Religión, estructurados a partir de la crítica marxista y de otras visiones alternativas.

Había que partir, desde luego, del pensamiento filosófico de Hegel y su concepción de religión, especialmente en la Fenomenología del espíritu y en las Lecciones sobre filosofía de la religión. Era necesario estudiar, por consiguiente, la corriente de los hegelianos de izquierda: David Strauss, Bruno Bauer, Max Stirner, Friedrich Engels y, especialmente, Ludwig Feuerbach, calificado por Marx como “nuestro más insigne profeta. No hay otro camino para llegar a la verdad que el pasar por el “arroyo de fuego” (Feuer ‘fuego’ y Bach ‘arroyo’).

Pero más allá era necesario conocer lo que para el mismo Marx era el verdadero origen de la religión: la “alienación” socioeconómica del ser humano, justificada por la “superestructura ideológica” de la moral, la filosofía y la religión. El curso consideraba necesariamente también obras de la época que presentaban posiciones alternativas a la visión marxista como El pensamiento de Karl Marx de Jean Yves Calvez (1965), La quiebra de la religión según Karl Marx de Charles Wackenheim (1963), y La crítica marxista de la religión de Manuel Reyes-Mate (1994).

Finalmente, en una tercera y última época, opté por presentar a mis alumnos la filosofía de la religión en una visión sistemática a partir de la teoría del conocimiento de Bernard J. F. Lonergan en su libro Insight y en otros de sus escritos, teniendo presentes simultáneamente las obras de científicos y autores contemporáneos como El espejismo de Dios (2006) de Richard Dawkins, Dios está en el cerebro (2008) de Matthew Alper, Dios no es bueno (2008) de Christopher Hitchens, El gran diseño (2010) de Stephen Hawking y de otros cuyo pensamiento irá apareciendo a lo largo del libro. Esta visión sistemática es la que ofrezco a la consideración de los lectores.

Sin embargo, este trabajo no pretende ser una filosofía de la religión en sentido propio, y menos aún una teología. Tampoco pretende ser original. Se inspira en el pensamiento de muchos autores con los que he tenido la fortuna de alimentar mi reflexión intelectual y religiosa a lo largo de mi vida académica. Mientras escribía este libro, tenía la impresión de estar armando un rompecabezas con piezas de muchas procedencias, teniendo como modelo de armar el método trascendental del conocimiento propuesto por Bernard Lonergan. Ojalá que, dada la importancia de los autores cuyos materiales he utilizado, más que un rompecabezas, a mis lectores les parezca una composición de mosaico. Se trata tan solo de algunos apuntes ordenados sistemáticamente acerca de la mayor ilusión de los seres humanos, considerada esta ya sea como proyección subjetiva, ya sea como anhelo y esperanza a la que corresponde una realidad objetiva que pueda colmarla.

Mi intención no es presentar el pensamiento oficial de una religión en particular, este trabajo tampoco pretende ser polémico o apologético; sino que busca únicamente permitir al lector entrar en contacto con el pensamiento de algunos destacados autores, clásicos y contemporáneos, para que decida libre y responsablemente su actitud personal ante el tema de Dios y de la religión. La teoría del conocimiento de Lonergan en sus líneas generales servirá tan solo para ordenar y orientar de alguna manera su reflexión.

 

GERARDO REMOLINA VARGAS, S. J.
Bogotá, julio de 2016

 

INTRODUCCIÓN

Los fundamentos de una ilusión

El tema religioso, y la relación del hombre con Dios, es algo de lo cual el ser humano no ha logrado desprenderse. Los ateísmos y agnosticismos de todas las épocas (bien sea individuales o grupales) no han logrado que el ser humano, en cuanto tal, archive definitivamente su inquietud religiosa y se sienta totalmente liberado de ella. Tanto la afirmación de un Ser Supremo, como su negación o incognoscibilidad, han convivido a lo largo de la historia humana. Quizá sea válida la sentencia de don Miguel de Unamuno: “Hasta un ateo necesita a Dios para negarlo”.

Una de las formas como con frecuencia se ha cuestionado la realidad de Dios, y de nuestra relación con Él, ha sido calificarla como ilusión. Este término tiene diversos significados: puede ser la imaginación de algo inexistente que se asume como si fuera real, y que no es más que un sueño engañoso (ilusión subjetiva); pero puede ser también el anhelo y la esperanza de alcanzar algo que es posible y realizable como compleción de la propia existencia (ilusión objetiva).

Vale la pena considerar algunos ejemplos de la tendencia a calificar a Dios como ilusión subjetiva y, al mismo tiempo, llamar la atención sobre los fundamentos antropológicos —enraizamiento en la naturaleza humana— de una posible ilusión objetiva.

La ilusión como proyección de la conciencia humana

En primer lugar, están los planteamientos de Feuerbach y su prolongación en Marx y Engels. Para Feuerbach, la divinidad no es más que la proyección de la consciencia propia del ser humano. Esta, entendida en su sentido más estricto, contiene la idea de ilimitación y es idéntica con la conciencia de infinito. Pero no se trata simplemente de la conciencia individual, sino de la conciencia colectiva de la humanidad en cuanto especie, y de su capacidad ilimitada de pensar: su pensamiento es infinito. En contraste con dicho pensamiento, el hombre individual constata su propia limitación y proyecta su idea de infinito en el “más allá”, en Dios. Dios es, así, una mera creación del hombre, una proyección ultraterrena de su propia esencia.

Siguiendo la línea de Feuerbach, para Marx y Engels3 “La religión es la conciencia y el sentimiento que de sí mismo tiene el hombre que, o bien no se ha conquistado a sí mismo, o ya se ha perdido” y “cuanta más realidad pone el hombre en Dios, tanto menos la conserva en sí”4. En ese proceso reside el fundamento de su alienación. El hombre se pierde en un “otro” como proyección de sí mismo5.

La ilusión como mecanismo de defensa y protección

Otro ejemplo, particularmente significativo, es el de Freud en su obra El porvenir de una ilusión. En ella, el fundador del psicoanálisis analiza dos formas como la civilización procura controlar tanto los instintos antisociales del ser humano como las poderosas fuerzas de la naturaleza.

La primera forma de control consiste en las tácticas coercitivas empleadas por los líderes y consideradas como valores mentales de una sociedad. Constituidas en moral, ley o prohibición, e interiorizadas hasta convertirse en un super-yo, dichas normas garantizan la estabilidad de la sociedad, aunque producen al mismo tiempo una serie de inconvenientes, privaciones y frustraciones.

La otra forma de control es la de los ideales culturales, como el arte y la ciencia. Pero el aspecto más importante de esta psicología colectiva de la cultura lo constituyen las ideas religiosas o ilusiones. Ellas no solo procuran calmar nuestras ansiedades ante las fuerzas incontrolables de la naturaleza, sino que le dan credibilidad a los sistemas éticos y morales asociándolos a la voluntad de Dios.

Freud analiza la evolución de estas ilusiones, desde la concepción primitiva de los dioses en forma de animales y la figura materna de la divinidad, hasta llegar a la figura del Dios Padre, y del único Dios. Esta evolución pone de manifiesto la búsqueda creciente de una mayor seguridad por parte del hombre frente a los elementos o factores que lo amenazan individual o socialmente. Pero ninguna de estas ilusiones posee una prueba que sea realmente creíble. Los deseos crean ilusiones y aunque la concreción de los deseos como una forma de creación no desvirtúa la posibilidad de su veracidad, tampoco constituyen una prueba de ella.

Según Freud, las ideas religiosas “que nos son presentadas como dogmas, no son precipitados de la experiencia ni conclusiones del pensamiento; son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos”6. Y más adelante precisa:

[Sin embargo,] una ilusión no es lo mismo que un error, ni es necesariamente un error. [...] la ilusión no tiene que ser necesariamente falsa, esto es, irrealizable o contraria a la realidad [...] Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real.7

Por lo anterior, las ideas religiosas comenzaron a ser reemplazadas por las ideas científicas. Y estas no son ilusión. Por ello, la ciencia prevalecerá sobre la religión.

No obstante, Freud deja planteada la pregunta de si no es necesario encontrar, además de las ideas científicas, otro ideal que reemplace a la religión y mantenga la elevación humana por encima de los objetivos morales y legales. El psicoanálisis reforzará esta interpretación, al estimar que el sentimiento religioso no es otra cosa que la sublimación de una libido con profundas raíces fisiológicas y condicionada socialmente.

La ilusión como pensamiento desiderativo

Recientemente, Ernst Tugendhat, uno de los filósofos alemanes contemporáneos más connotados, hace un planteamiento semejante. Reconociendo que la religión obedece a una incuestionable necesidad antropológica, afirma, sin embargo, que no es posible satisfacer esa necesidad de manera intelectualmente honrada.

Yo creo, por una parte, que la necesidad de creer en Dios no solo es un fenómeno cultural, sino también antropológico, un fenómeno que echa sus raíces en la estructura misma del ser humano. Pero, por otro lado, creo también que para un humano de nuestro tiempo no es posible satisfacer esa necesidad sin autoengaño. Nos encontramos aquí en una contradicción entre necesidad y factibilidad.8

Se trata, como dice él, de un “pensamiento desiderativo” (wishful think-ing), de un deseo que carece de toda evidencia que lo avale. Porque el deseo no es una razón suficiente para la existencia de su objeto y cuando esta se postula, o se proyecta, caemos en una alucinación. En el campo empírico, las alucinaciones desaparecen cuando se da un hecho que contradice el deseo. Pero la creencia en Dios, o la creencia en la vida después de la muerte, escapa a ese destino alucinatorio solo porque el objeto de la fe está situado más allá de los sentidos, en un ámbito inmune a las pruebas y contrapruebas empíricas9.

Sin embargo, para él es tan erróneo negar la existencia de Dios por no reconocer la necesidad antropológica de creer en él (actitud debida a una falsa autocomprensión), como creer en él pasando de la necesidad de creer a la creencia misma, como según él les ocurre a los teólogos, o reducir todo el asunto a un problema social.

Según Tugendhat, hay que reconocer que se experimenta una contradicción entre la necesidad religiosa, por un lado, y la imposibilidad de realizarla, por otro. Como seres humanos aspiramos siempre al “más allá” y al “siempre más”, pero la muerte y la contingencia frustran esa tendencia.

Ante esta realidad, los seres humanos hemos buscado la salida tratando de establecer una relación diferente a través de lo que él llama el “misticismo”. En el misticismo se apela no a la relación con los fines, sino a la relación con “el todo” (a la manera del budismo, el taoísmo y el estoicismo); pero no con el todo como algo necesariamente “sobrenatural”. Aquí se diferencian, según él, la religión y el misticismo. La primera es una cosmovisión en la que hay una creencia en un ser personal, al cual podemos dirigirnos por medio de la plegaria y de la acción de gracias, mientras que el misticismo es impersonal. Y si bien dirigirse al Dios personal (por medio de la plegaria o de la acción de gracias) es más satisfactorio que relacionarse con “el todo”, según él es preferible esto último, aunque resulte insatisfactorio y frustrante, porque lo primero sería ceder al autoengaño.

No solo no hay ninguna razón para creer en un ser tal, sino que, precisamente, el que lo necesitemos de modo tan manifiestamente perentorio constituye una razón contraria muy evidente de que la fe en Dios equivaldría a lo que llamaríamos una alucinación, si tratáramos de asuntos empíricos. Con todo y eso, es igualmente comprensible que, a pesar de la evidencia contraria, centenares de millones de personas crean en Dios, pues resulta más natural tomar esa necesidad por una razón que por todo lo contrario10.

La ilusión como espejismo o alucinación

Richard Dawkins11, renombrado biólogo evolucionista, quizás el más radical de los ateos contemporáneos, y considerado como uno de los más sólidos teóricos del ateísmo actual, escribió en 2004 el libro The God Delusion, que ha sido traducido al español con el nombre de El espejismo de Dios. El mismo Dawkins explica el porqué de la elección del nombre inglés delusion:

La palabra “espejismo [delusion] del título ha inquietado a algunos psiquiatras, que la consideran un término técnico del que no debe hablarse mal. Tres de ellos me escribieron proponiéndome una palabra técnica específica para los espejismos religiosos: relusion. A lo mejor se pone de moda. Pero por ahora insistiré en “espejismo” [delusion], y debo justificar por qué la uso. El Penguin English Dictionary define espejismo [delusion] como “una falsa creencia o impresión”. El diccionario que acompaña a Microsoft Word define “espejismo” como “una falsa creencia persistente, mantenida pese a fuertes evidencias contrarias, especialmente como síntoma de un desorden psiquiátrico”. La primera parte refleja perfectamente la fe religiosa. Y con respecto a si es o no el síntoma de un desorden psiquiátrico, me inclino a seguir a Robert M. Pirsig, autor de El zen y el arte del mantenimiento de motocicletas, cuando dice: “Cuando una persona sufre espejismos, eso se denomina locura. Cuando muchas personas sufren espejismos, se denomina religión”.12

Los ejemplos podrían multiplicarse. La historia del pensamiento humano, manifestado de maneras muy diversas en la filosofía, en la literatura, en el arte, en las ciencias, etc., se ha desarrollado siempre dentro del dilema entre la realidad y la ilusión de Dios y de la religión. Para algunos, la imperfección e impotencia del hombre busca fuera de sí un fundamento sólido al cual aferrarse; para otros, las incógnitas acerca del mundo y de la vida llevan al hombre a buscar en el “más allá” una explicación que lo tranquilice y le dé seguridad. Para otros, el ser humano, al sentirse incompleto, busca su plenitud fuera de sí; según otros, el complejo de culpa hace buscar un Dios clemente y misericordioso. En una y otra forma, sigue siempre viva la cuestión: “Dios ¿ilusión o realidad?”.

Antes de los autores citados anteriormente, ya Kant había hablado de una ilusión trascendental de la razón. Había distinguido claramente entre experimentar (percibir con los sentidos externos), conocer (captar como objetiva una realidad con el entendimiento) y pensar (juntar en un juicio representaciones sensibles o conceptos). Según él, cuando pensamos en algo de lo cual no hemos tenido una experiencia sensible, caemos en una ilusión (Schein, ‘apariencia’); y esta es trascendental cuando le atribuimos realidad objetiva a una pura idea de la razón13.

La palabra ilusión —como lo indicábamos anteriormente— tiene múltiples significados, pero hay dos fundamentales. De una parte tiene el significado de ficción y engaño (espejismo, alucinación, delirio); de otra parte está el significado de aspiración y anhelo (ideal, deseo, esperanza) a los que puede corresponder una realidad objetiva, fuera y distinta del sujeto, alcanzable por el pleno desarrollo del dinamismo trascendente de su naturaleza humana.

Los elementos que presentamos en esta obra pretenden ayudar a distinguir entre una ilusión puramente subjetiva y una Ilusión a la que corresponde una realidad objetiva.

La obra se abre con la pregunta por el conocimiento humano, porque, en último término, todo depende de los límites y alcance de nuestra capacidad cognoscitiva. Así, pues, es necesario preguntarnos ¿En qué consiste el conocer? ¿Cuáles son sus elementos, sus etapas y sus condiciones? ¿Cuáles son sus límites? y ¿Qué certezas me puede proporcionar? ¿Es posible conocer algo “más allá” de lo que me proporcionan los sentidos? ¿Cómo puedo discernir la diferencia entre ilusión y realidad?

Bajo el título de cada uno de los primeros cinco capítulos he querido señalar la ilusión (o falsa creencia) a que está expuesta cada una de las etapas del conocimiento. Es un llamado de atención para no caer en la ilusión engañosa de pensar que en alguna de las operaciones previas a la culminación del proceso cognoscitivo se ha llegado a captar la realidad objetiva, y subrayar la necesidad de dar a cada una de las etapas del proceso el valor relativo, pero progresivo, que le corresponde. Así, por ejemplo, la primera ilusión señalada es la de “pensar que experimentar es conocer”.

 

I
¿QUÉ ES CONOCER?

La ilusión del conocimiento es pensar que experimentar es conocer

R esponder adecuadamente al interrogante sobre la realidad o ilusión de Dios, y de nuestra relación con Él, solo es posible si tenemos una claridad suficiente sobre la naturaleza, exigencias, posibilidades y limitaciones del conocimiento humano. De lo contrario, corremos el riesgo de juzgar por tendencias ideológicas o culturales, por prejuicios, suposiciones o apariencias y, en otras palabras, por razones no suficientemente objetivas. Por ello es preciso buscar y fundamentar la objetividad o realidad de nuestros juicios, y dar una explicación satisfactoria de los datos con los que nos enfrentamos. De ahí la necesidad de plantear desde un comienzo una teoría del conocimiento que nos permita proceder con seguridad, y con toda honestidad, en la búsqueda de una respuesta a nuestros interrogantes.

A lo largo de los años, y después de haber sido su discípulo en la Universidad Gregoriana de Roma, me he familiarizado con los escritos del filósofo y teólogo canadiense Bernard Joseph Francis Lonergan, SJ., y particularmente con sus obras Insight: A Study on Human Understanding (Insight: Un estudio sobre la comprensión humana) y Method in Theology (Método en teología), obra que tuve el gusto de traducir al español y de ver publicada, ya en varias ediciones, por la editorial española Sígueme14.

Siempre he admirado los escritos de Lonergan por su profundidad, su precisión y exactitud, y sobre todo por su fecundidad. Sus enfoques y principios pueden tener una aplicación extraordinariamente rica en múltiples disciplinas. En estas páginas, acudiré con frecuencia a sus enseñanzas y especialmente a su metodología.

En este capítulo trataré de presentar su teoría del conocimiento, la cual nos permitirá poner las bases para enfocar nuestro estudio sobre la realidad o ilusión de Dios y de la religión. Para ello he seguido y compendiado su artículo “Cognitional Structure”15, tratando de hacerla lo más asequible posible.

Naturaleza propia del conocimiento humano

El conocimiento humano no es un acto, ni una operación simple e individual. Consiste, por el contrario, en un conjunto de operaciones organizadas en una estructura. Algunas de dichas operaciones son sensibles (como ver, oír, oler, gustar, palpar); otras son intelectuales (como indagar, imaginar, comprender); y otras son racionales (como concebir, reflexionar, ponderar las razones y juzgar). Ver no es conocer; como tampoco oír, oler o palpar. Conocer no es solo indagar, imaginar o comprender. Conocer tampoco es el acto de concebir, reflexionar o juzgar. Ninguna de estas operaciones por sí misma y de manera aislada merece el nombre de conocimiento humano.

No es posible entender lo que no se ha experimentado, ni concebir lo que no se ha entendido ni juzgar prescindiendo de la intelección que se haya tenido de los datos de la experiencia. Conocer es el conjunto orgánico de dichas operaciones, es lo que permite que el sujeto se encuentre efectivamente con la realidad objetiva. En otras palabras, conocer es lo que hace que el sujeto se trascienda, es decir, que vaya más allá de sí mismo, de sus actividades subjetivas, y capte lo que es real u objetivo.

 

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Actividades propias del conocimiento humano

Podemos agrupar las operaciones del conocimiento que acabamos de enumerar en cuatro actividades fundamentales, a saber:

La experiencia, o actividad que en primera instancia se refiere a las acciones propias de nuestros sentidos externos (vista, tacto, gusto, olfato y oído), y, en segunda instancia, a las acciones propias de nuestros sentidos internos (conciencia inmediata del propio yo, y de los datos inmediatos de conciencia: sentimientos, anhelos, deseos). Experimentar no es conocer, es únicamente el comienzo del conocer.

[Cuando transitaba por la autopista,
 presencié un accidente de tráfico.
Tuve la
experiencia del accidente]

La intelección —que consiste en el esfuerzo por comprender, o ir más allá de lo experimentado por los sentidos externos o internos— es el resultado de operaciones ulteriores a la experiencia (interrogarse acerca de ella, inquirir en búsqueda de una explicación, imaginar una primera respuesta, comprender lo experimentado). Es una segunda etapa en el proceso de conocer y consiste en descubrir la coherencia que la interpretación que hacemos de ellos guarda con los datos de la experiencia.

[Considerados atentamente los datos de la experiencia tenida,
¿cuál es mi explicación, o
intelección, acerca del accidente?]

El juicio consiste en la afirmación o negación que hacemos de la realidad reportada por la experiencia y la intelección, sometidas ambas al examen de la razón a través de la reflexión, de la confrontación de la intelección con los datos de la experiencia y la ponderación de las pruebas o evidencias.

[Después de confrontar críticamente mi explicación
con los datos de la experiencia,
¿honestamente qué puedo afirmar o negar
—juicio—
ante las autoridades acerca de lo ocurrido?]

La decisión, que corresponde a la libre determinación de la voluntad frente a la realidad experimentada, comprendida y juzgada: ¿Qué debo hacer? Es la culminación del proceso cognoscitivo y fruto de nuevas operaciones (deliberar con base en mis principios y valores y decidir acerca de lo que voy a hacer).

[Constituido legalmente en jurado para decidir la sanción
que se ha de imponer al culpable del accidente,
¿cuál es mi decisión responsable?]

Pasamos espontáneamente de experimentar lo ocurrido al esfuerzo por entender: ¿qué y cómo ocurrió?; de entender lo ocurrido a la acción de juzgar críticamente: ¿fue realmente eso así?; de juzgar críticamente lo ocurrido a la deliberación: ¿qué debo hacer? Esto nos conduce a la decisión y al compromiso: ¡lo que voy a hacer! Pero esta espontaneidad no es inconsciente o ciega, sino todo lo contrario: hace que estemos presentes a nosotros mismos, es decir, que seamos conscientes; y mientras más conscientes seamos, seremos personas más responsables16.

 

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El conocimiento humano, una estructura formalmente dinámica

Es importante tener presente que las actividades u operaciones anteriores (experimentar, entender, juzgar, decidir) no son independientes unas de otras, y que su integración no se da de manera casual o arbitraria, sino de manera lógica y orgánica. Es decir, que dichas operaciones se conectan unas con otras de manera progresiva y funcional, como ocurre entre los órganos y las actividades de un ser vivo. Dicho en otras palabras, el conocimiento humano se realiza como una actividad orgánica, estructurada de manera funcional y constituye una “estructura”.

Una estructura es, en general, un todo organizado, en el que la unidad de sus partes es mayor que su suma. Las partes de un automóvil pueden estar juntas en un contenedor, sin que falte ninguna de ellas. Pero allí no existe todavía un automóvil; el automóvil es algo más, es mayor que el conjunto de sus partes. Solo cuando ellas se han organizado de acuerdo con la función que a cada una corresponde, se tiene en realidad un automóvil: algo en lo cual es posible movilizarse. Esta organización no consiste en un simple ensamblaje de piezas, sino en un ensamblaje funcional, de manera que las funciones que desempeña cada una de las partes se correspondan de manera orgánica. No se puede conectar directamente la batería con las llantas, o el motor con el embrague, o el depósito de combustible con el volante. Un automóvil es una estructura. Y la estructura tiene un orden interno.

Existen fundamentalmente dos clases de estructuras. Unas son materiales (o estáticas), como la estructura de un edificio; solo la organización funcional de sus componentes, y su estabilidad, lo hacen habitable. Otras estructuras son dinámicas, en cuanto están constituidas por elementos móviles, como, por ejemplo, una obra musical, compuesta por diversos movimientos. Pero estas estructuras, aun siendo de naturaleza dinámica, no evolucionan. La quinta sinfonía de Beethoven ya está hecha, concluida, no evoluciona. Se puede interpretar, pero sería un crimen estético tratar de modificarla. Es una estructura materialmente dinámica.

Pero existen, además, estructuras formalmente dinámicas. En ellas todo el conjunto se va constituyendo y organizando por sí mismo. Es el caso de los organismos vivos: ellos son estructuras formalmente dinámicas: comienzan siendo una célula o un embrión y llegan a ser un organismo adulto. Algo semejante ocurre con el conocimiento: él se va desarrollando y constituyendo a sí mismo como un todo: es una estructura formalmente dinámica, parte de una experiencia y culmina con un juicio y una decisión responsable. En su movimiento integra y organiza las diversas actividades u operaciones que lo constituyen hasta llegar a aprehender lo que es verdaderamente objetivo y tomar decisiones responsables.

 

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El conocimiento humano y su integración

Pero la estructura dinámica del conocimiento humano no se integra por el ciego automatismo de un proceso natural. Su integración se realiza de manera consciente, inteligente y racional. Así, la experiencia estimula el inquirir o el indagar; la indagación busca la comprensión o intelección; esta persigue la elaboración de conceptos; los conceptos a su vez excitan la reflexión; la reflexión ordena y pondera la evidencia (o las “pruebas”) con miras a emitir un juicio: es decir, a hacer una afirmación o negación, o a renovar la sospecha y proseguir la búsqueda con una nueva indagación.

Tres son las características fundamentales de esta integración:

Se trata de un dinamismo consciente

Es decir, se trata de un dinamismo en el cual el sujeto se halla presente a sí mismo (autoconsciencia) con una presencia concomitante y correlativa a la presencia del objeto exterior. El sujeto puede ser consciente empírica, intelectual, racional y moralmente, según se dé su autopresencia en el nivel de la experiencia, de la indagación intelectual y racional, o en el de la deliberación responsable. Estos son diversos niveles de consciencia. Por consiguiente, a mayor autoconsciencia, es decir, a mayor atención, mayor posibilidad de acertar en el conocimiento. Pero la autoconsciencia se potencia no por medio de la introspección (convirtiéndose el sujeto en objeto de su propia observación), sino elevando el nivel de la propia actividad, es decir, estando más presente a sí mismo: estando más atento.

Se trata de un dinamismo funcional

En el proceso del conocimiento cada una de las actividades u operaciones realiza una función cualitativamente distinta: ver no es lo mismo que entender; entender no es lo mismo que juzgar; y juzgar no es lo mismo que decidir. Ello no excluye que entre algunas operaciones exista un cierto tipo de analogía, como, por ejemplo, la intelección es comparable con una especie de ver en el interior de los datos de la experiencia (in-sight, ver-dentro), etc. Además, la conexión de las operaciones entre sí se da con un orden, determinado por la naturaleza misma de la función que cada una de ellas desempeña.

Se trata de un dinamismo intencional

La intencionalidad consiste en un tender a, (in-tendere), dirigirse a, en un movimiento que va tras un objeto, tras un fin. El objeto o el fin del conocimiento no es otro que el ser, la realidad, la objetividad. Ello es lo que se persigue cuando se quiere conocer. Y esta tendencia es irrestricta e insaciable: no hay nada que detenga nuestro impulso a conocer siempre más: en el mundo no existe nada que no podamos cuestionar. Cualquiera que sea la respuesta a nuestros interrogantes, no importa lo cuidadosa que haya sido nuestra indagación, siempre quedan preguntas ulteriores por plantear y resolver. La intencionalidad es el principio activo que, como tendencia irrestricta, organiza y orienta las múltiples operaciones del conocer. Se da así la gran paradoja del conocimiento humano: su dinamismo es irrestricto, pero su realización es siempre limitada, restringida.

La objetividad es intrínseca al proceso cognoscitivo y consiste en su intencionalidad. No es necesario inferir esta intencionalidad, porque ella es el contenido dominante de la estructura dinámica que ensambla y une varias actividades en el conocimiento de un objeto individual17. La objetividad del conocimiento humano descansa, entonces, en una intencionalidad irrestricta y en un resultado incondicionado.

 

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Objetividad del conocimiento humano

De acuerdo con lo anterior, el conocimiento humano consiste en la aprehensión de la realidad, en la captación del ser. Existe una relación intrínseca entre conocer y ser, entre conocer y realidad. Cuando el conocer aprehende la realidad, tenemos la objetividad. Esta se realiza cuando, cumplido correctamente todo el proceso y la secuencia de las operaciones cognoscitivas, se dan las condiciones necesarias para afirmar o negar una determinada realidad. Decimos que algo es objetivo cuando afirmamos que su realidad no depende de nuestra actividad cognoscitiva (u operaciones subjetivas), sino que es independiente de ella. Aquí cabe la pregunta: ¿La realidad de Dios depende de nuestra actividad cognoscitiva, es decir, es una ilusión”, fruto de nuestra subjetividad, o corresponde a una realidad objetiva independiente de nosotros?

Formas de concebir la objetividad

Existen, sin embargo, diversas formas de concebir la objetividad. Algunas de ellas son típicas, casi paradigmáticas, y conviene examinarlas a la luz de lo que hemos expuesto anteriormente. Tales formas son:

El empirismo o realismo ingenuo

Esta posición, referente al conocimiento humano, parte del supuesto (de ordinario implícito) de que conocer es lo mismo que ver o experimentar”, bien sea en el campo de los sentidos externos o de los sentidos internos. No distingue entre lo que es y lo que parece ser, entre lo que es y lo simplemente imaginado, pensado, o deseado. Permanece en el primer nivel de las operaciones cognoscitivas. Es decir, en el nivel de la experiencia. Para el empirismo, experimentar es conocer.

El idealismo

ilusión intelección