Amaro es un niño introvertido al que le encanta leer e inventar historias. Cuando en la escuela sus compañeros le marginan por esas razones, él se zambulle en su propia imaginación o en los libros que su madre le lee en su casa y ya no le importa lo que le hagan.

Un día, después de escuchar unos extraños ruidos, tropezarse con un misterioso anciano de ojos azules y encontrar un enigmático mensaje dentro de una botella, visita una biblioteca abandonada en un lugar apartado de la ciudad. Gracias a un calambur se adentrará en ella y descubrirá un mundo maravilloso donde recorrerá cientos de aventuras.

La Biblioteca Calambur es una novela que desvela a niños y jóvenes lo apasionante que puede ser vivir rodeado de libros.

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La Biblioteca Calambur

Iván Borja Hernández

www.edicionesoblicuas.com

La Biblioteca Calambur

© 2017, Iván Borja Hernández

© 2017, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16967-42-1

ISBN edición papel: 978-84-16967-41-4

Primera edición: abril de 2017

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

I

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El autor

Para Pili, Olivia y Julia,

las luces que me mantienen alejado de las sombras.

I

La pleamar había durado más de la cuenta aquella tarde. Sin duda, el influjo de la colosal luna había sido determinante. Amaro descansaba sobre una roca cubierta de musgo mientras contemplaba la grandiosidad de aquella esfera naranja que iluminaba el cristalino océano. Intentó calcular la distancia que lo separaba del satélite y se preguntó si algún día podría construirse un camino que los uniera. Se imaginaba subiendo y bajando en una especie de cohete en forma de delfín, atravesando las nubes, bordeando las estrellas y adentrándose en el oscuro espacio hasta aterrizar en aquel queso gigante.

La ligera brisa que había lamido la costa durante todo el día estaba dejando paso a un viento fresco y moderado que ya hacía ondular el mar. Fruto de ello, una gota de agua marina fue a parar directamente al rostro del joven, devolviéndolo, a una velocidad supersónica, a la Tierra.

La madre de Amaro acudía cada miércoles por la tarde al pueblo situado en la costa para pintar paisajes. Desde que tenía conciencia, siempre la había visto con un pincel en la mano, dibujando trazos sobre lienzos que en un principio no tenían sentido, al menos para él, pero que finalmente se convertían en maravillosas creaciones. En ocasiones, Amaro pensaba que algunos de esos paisajes cobrarían vida. Una vez le preguntó a su madre cómo sabía que aquellos dibujos finales se escondían tras las primeras pinceladas. Ella le respondió que tampoco lo sabía, que simplemente cada creación tiene su propia historia y recorrido. «Tú también tendrás tu propia historia», le decía.

Mientras su madre desplegaba el caballete, el lienzo, las pinturas y pinceles y se disponía a crear, a Amaro le gustaba saltar entre las rocas, jugar en los charcos en busca de caracolas, cangrejos ermitaños o burgados y, finalmente, sentarse a contemplar el mar. Allí, rodeado de la calma que transmitía la inmensidad de la naturaleza, se imaginaba miles de historias. En el colegio tenía algunos problemas con los otros chicos por estas ensoñaciones. Algunos se burlaban de él ridiculizando sus ideas sobre aparatos voladores; y cuando se le ocurría la posibilidad de crear algún invento, otros muchos le tildaban de loco. A Amaro no le importaba. Pero con el paso del tiempo, se sentía solo y llegó un momento en que nadie quería jugar con él. Así que tomó la decisión de seguir con sus pensamientos e invenciones en aquel paraje, lejos de cualquier mirada de desaprobación.

—¡Amaro! —gritó la madre desde lo alto de la colina.

Era la señal del regreso a casa. El joven se incorporó de la roca, se sacudió el trasero húmedo y verde del pantalón y se dispuso a encontrarse con su madre. Sin embargo, un pequeño sonido, entre el vaivén de las olas, lo alertó. El ruido parecía provenir del lateral de la cala. Era una especie de tintineo, como un cristal golpeando contra alguna roca. Amaro se dirigió hacia allí con el objetivo de recoger lo que presumiblemente sería una botella y depositarla en el cubo de reciclaje. Le molestaba mucho la poca conciencia que tenía la gente con la basura. ¿No saben que una botella de vidrio puede tardar en degradarse unos cuatro mil años? ¿Qué les cuesta dejar los lugares limpios? ¿No tienen respeto por la naturaleza? Al joven le desesperaban estas muestras de insolidaridad.

A medida que se acercaba, el crujido del cristal se hacía más intenso. Sin embargo, cuando estuvo a escasos metros del posible origen del sonido, dejó de oírlo. Ahora, lo único que se percibía era el ir y venir de las olas, arrastrando la arena de la playa. Qué extraño, juraría que el sonido era real, pensó. Esperó durante algunos segundos, de pie, inmóvil, atento. No hubo ninguna señal. Habrán sido imaginaciones mías, se dijo mientras daba media vuelta.

—¡Amaro! —repitió la madre en un tono algo más fuerte.

El joven se disponía a volver cuando el chasquido del cristal irrumpió de nuevo en la escena. A Amaro le desconcertó. Se giró y deshizo sus pasos rápidamente. Buscó entre las rocas, entre las algas que se acumulaban en pequeñas montañas, entre los charcos, pero no encontró nada. Tan ansiosa fue su búsqueda que ni siquiera se percató de que el sonido ya había desaparecido.

—¡Amaro Giner!

El grito de la madre retumbó en el vacío de la cala. Al joven le pareció que la tierra se había movido bajo sus pies. Sabía que cuando su madre pronunciaba el nombre y el apellido se le estaba acabando la paciencia, así que escaló por las rocas, atravesó las cuevas, saltó sobre los charcos de agua a la mayor velocidad que pudo y tras varios minutos apareció, por fin, ante los ojos inquisitivos de su madre.

—Disculpa, mamá, pero es que me ha pasado algo curioso…

La madre, que no tenía por costumbre interrumpir a su hijo, esta vez se saltó la regla.

—Debes dejar esas historias —le dijo mientras le pasaba la mano por encima del hombro. Los ojos ya habían recuperado su delicadeza habitual.

—Pero es que…

—Amaro, a mí no tienes que convencerme de nada.

El último rayo de sol desaparecía lentamente en el horizonte dejando a la gran luna al frente de todo el universo. El viento desbarataba el flequillo del muchacho mientras ayudaba a su madre a guardar sus materiales en la furgoneta.

—Me tenías preocupado, principito —le dijo susurrando al oído antes de entrar al vehículo.

—Lo siento, mamá —contestó el joven mientras se acomodaba en el sillón trasero. Cuando el motor se puso en marcha, Amaro volvió la mirada atrás y le pareció escuchar, de nuevo, el tintineo de una botella de vidrio chocando contra las rocas.

2

El intenso olor a café recién hecho pobló toda la casa, que se sacudía de la oscuridad de la noche para calentarse bajo los rayos de un sol que lucía imponente en el horizonte. Amaro lo contemplaba desde la ventana disfrutando del colorido festival con el que el cielo se disfrazaba esa mañana. Se imaginó volando hacía él, pero no con las alas de Ícaro, sino con un traje ignífugo brillante para fundirse con el naranja y el amarillo y formar parte de aquel maravilloso espectáculo que la naturaleza estaba brindando. Al calor de las llamas del rey de los astros, cerró los ojos nuevamente y se volvió a recostar en la cama. No duró mucho su incursión por los cielos porque la voz de su madre lo devolvió a su habitación.

—Ya voy, mamá —respondió alicaído.

La aventura que le tocaba vivir hoy no tenía el más mínimo atractivo para Amaro, puesto que tenía que acompañar a su madre al centro para una entrevista de trabajo. Él insistió en que quería permanecer en casa y que ya era lo suficientemente mayor para quedarse solo; pero su madre, acertadamente y para no menoscabar su autoestima, no utilizó ese argumento, sino que lo convenció para que, una vez finalizada la reunión, le asesorara en la elección de los colores que debía comprar para un nuevo cuadro que le habían encargado.

—Hoy no estás de buen humor, ¿verdad, hijo? —le preguntó su madre mientras lo atraía hacía su pecho y le masajeaba el pelo.

—Es que detesto ir al centro. No me gusta. Cada vez que vamos al centro pienso en Cipriano Algor.

—Ya sé que no es de tu agrado, pero esa entrevista es muy importante para nuestro futuro. Sabes que desde que papá se marchó, tenemos lo justo para vivir.

—Pero pintas cuadros, tienes encargos, ¿no genera eso suficiente para los dos? —preguntó el joven algo desorientado.

La madre miró a Amaro y sintió la inocencia y candidez en sus palabras.

—Debería serlo, pero la realidad es otra.

Las palabras sonaron huecas, vacías como quien repite con insistencia, en la intimidad de la soledad, deseos que nunca se cumplirán.

Pasaron un buen rato así, abrazados, unidos, como juntando fuerzas para superar cualquier obstáculo que estuviera por venir.

—Con que Cipriano Algor… —susurró la madre jocosamente.

Hemos de decir en este punto del relato que una de las aficiones que más entretenían a madre e hijo, y que utilizaban de manera cómplice cada vez que lo creían oportuno, era citar a personajes de libros para una situación en la que se podían sentir identificados. Muchos deducirán que nuestro joven protagonista era ávido lector, y están en lo cierto. Devoraba libros como quien traga pastillas de goma, pero saboreaba más las letras, los párrafos y las historias que se escondían detrás de ese tesoro tan preciado. Hay que hacer observar que los textos que engullía eran acordes a su edad, como no podría ser de otra manera por la supervisión de su madre; aunque, en alguna ocasión, intentaba saltarse las normas y se le podía ver subido sobre la silla intentando alcanzar la última estantería de la biblioteca donde reposaban los libros reservados para los mayores. Y aunque, a veces, lograba hacerse con alguno de ellos y los leía, no alcanzaba a entender muchas de las cosas que allí se contaban. De las ansias por conocer de Amaro y la sagacidad de la madre surgió la idea del trato. ¿En qué consistía? Cuando ella terminaba de leer un libro, le hacía un resumen a su hijo con los aspectos más destacados de la historia y adaptando el lenguaje para que fuera fácilmente entendible para un muchacho de su edad. Así se pasaban horas enteras y atardeceres compartiendo historias, personajes, ilusiones, fracasos, deseos, nimiedades, anhelos, esperanzas, vanidades, discursos, risas, llantos, espadas, displicencias, garabatos, muertes…

—A Cipriano Algor no le gustaba el centro —acertó a decir Amaro con un hilo de voz. Tú me lo contaste. Él era feliz en su alfarería, con sus cosas. Simple, pero feliz.

—Efectivamente, principito. Aunque también él tuvo que ceder.

—Sí, pero de qué le sirvió. Estaba luchando contra su naturaleza —replicó el joven, mientras recordaba aquella tarde con el cielo cárdeno en la que su madre le relataba La caverna, y lo identificado que se sentía con aquel señor que tanto le superaba en edad y al que tanto entendía. Jamás pensó que alguien pudiera escribir aquella historia que tanto le afectaba y se maravillaba de lo ilimitada que era la literatura, capaz de hacer sentir en un joven como él, que estaba a kilómetros de distancia, tan vivo. Era como si aquel escritor estuviera observándolo a través de un pequeño agujerito y lo supiera todo de sus sentimientos.

Un silencio intenso recorrió la estancia durante un buen rato, mientras cada uno, madre e hijo, en comunión, pero con el matiz de la percepción individual, volvía a visitar la alfarería de Cipriano Algor.

La brisa que se colaba a través de la pequeña abertura de la ventana de la cocina refrescó el pensamiento de ambos.

—Bueno, ¿nos vamos? —interrumpió de pronto la madre cuando se percató de que el reloj había acelerado el tiempo, y el horario y el minutero amenazaban su entrevista de trabajo.

3

Llegaron a un edificio alto, acristalado, con muchas ventanas. Amaro pudo contar hasta sesenta antes de entrar al recibidor. En las faldas del mismo reposaba un anciano de largo pelo blanco y larga barba blanca. Parecía un mendigo, pero no pedía limosna. Tenía la camisa raída y los pantalones con máculas verdes y marrones. Amaro le miró a los ojos. Eran azules, pero un azul océano, penetrantes e hipnóticos. Nadie parecía reparar en él y, sin embargo, Amaro quedó cautivado por ese ser que no encajaba en aquella escena. Intentó acercarse, pero su madre le tiró por un brazo para adentrarse en el edificio. Cuando Amaro giró la cabeza para volver a verlo, tuvo la sensación de que el anciano le guiñaba un ojo.