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Siglo XXI

Paul Strathern

Newton y la gravedad

en 90 minutos

Traducción: Marta Fortes

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RAG

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Título original

The Big Idea: Newton and Gravity

© Paul Strathern, 1997

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1999, 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1688-3

 

 

Introducción

Defender que Newton es la mente más privilegiada que hasta ahora ha producido la humanidad podría dar lugar a una discusión bastante interesante: Shakespeare hacía uso del lenguaje mejor que nadie, Napoleón explotaba su carácter mejor que nadie, y nadie ha sido capaz de llevar el entendimiento humano hasta los extremos que lo hizo Newton.

Su trabajo representa un avance evolutivo en nuestra forma de pensar, un gigantesco paso para la humanidad. Mucho antes de que pusiéramos un pie en la Luna (o de que siquiera considerásemos tal posibilidad), la matemática de Newton sentó las bases para que tal hazaña pudiese ser realizada. Antes de Newton, la Luna formaba parte del firmamento, y se regía y estaba sometida a sus propias (y desconocidas) leyes celestes; después de Newton, pasó a ser un satélite de la Tierra que la fuerza gravitatoria del planeta mantenía en órbita. La humanidad tuvo un primer atisbo del funcionamiento de todo el universo.

Pero la teorización de las leyes de la gravedad universal solo fue el más grande de los inmensos e importantes descubrimientos que hizo Newton. El concepto de fuerza, el cálculo diferencial, la naturaleza de la luz, los fundamentos de la mecánica, las series de binomios, el método newtoniano de análisis numérico… la lista es casi interminable. Newton ha dado nombre a más unidades y entidades científicas y matemáticas que cualquier otro científico. El newton (la unidad de fuerza del Sistema Internacional de Unidades o SI), fluido newtoniano, fórmula de Newton (para lentes), anillos de Newton (en óptica), el cociente de Newton (en diferenciación) y otros muchos, cada uno de ellos resultado directo de su trabajo.

Aun así, todo esto fue posible únicamente porque Newton vivió en el momento histórico apropiado. Así como Dante únicamente pudo haber escrito su Divina Comedia en el contexto de la estricta y todopoderosa jerarquía de la Edad Media, Newton solamente pudo llevar a cabo todos sus descubrimientos una vez que Copérnico y Galileo hubiesen liberado la mentalidad científica de esas mismas rigideces. Como Newton mismo confesó: «Si he visto un poco más allá que otros es porque estaba encaramado a hombros de gigantes».

Habían caído las cadenas de la represión medieval, y la puerta del conocimiento humano se abría a un nuevo mundo. En opinión de Newton, su logro había sido insignificante: «Me veo meramente como un niño jugando en la orilla del mar que encuentra de vez en cuando una piedrecita más suave o una concha más bonita de lo normal, al tiempo que el grandioso océano de la verdad se extiende ante mí, todavía por descubrir». La modestia aquí exhibida queda mermada en contraste con su visión oceánica, que solamente él estaba en condiciones de ver. Conclusión esta que bien podía ser intencionada, ya que Newton no era lo que se dice modesto por naturaleza.

Así pues, ¿cómo era este hombre, el poseedor del más grandioso intelecto de la historia? En general, para sus contemporáneos Newton fue, más o menos, lo que ha sido Einstein en nuestra época: un excéntrico aburrido, perteneciente a una rara especie en vías de extinción; el distraído genio de altura moral incuestionable: una figura distante pero en el fondo adorable, investida de inconmesurable gravedad por el aplastante peso de sus logros. En su época, Newton fue el solitario erudito al que sus pares eligieron miembro del Parlamento en representación de la Universidad de Cambridge; el venerado presidente de la Royal Society, reelegido sin oposición año tras año; y el director de la Royal Mint (Real Fábrica de Moneda), temido y odiado por los falsificadores de los suburbios londinenses. Como sucede muy a menudo, fue el pueblo llano el que reconoció al hombre por lo que era. Porque bajo esa austera fachada pública se escondía una personalidad perturbada y vengativa, que encubría sus propios secretos ilícitos.