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Akal / Básica de bolsillo /195

Serie Negra

Horace McCoy

Debería haberme quedado en casa

Traducción: Ignacio Orozco García

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

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Título original

I should have stayed home

© The Estate of Horace McCoy

Este libro se publica por acuerdo con International Literary Agency, en representación de The Estate of Horace McCoy

© de la edición de bolsillo, Ediciones Akal, S. A., 2010

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3930-3

 

 

… primera parte

… capítulo uno

Sentado, sentado, sentado; había estado sentado desde que volví del tribunal. Estaba solo, asustado y sin amigos en la ciudad más terrorífica del mundo. Por la ventana, veía la maltrecha palmera que había en mitad del patio. Pensaba en Mona, Mona, Mona. Me preguntaba qué iba a hacer sin ella, no podía pensar en nada más: «¿Qué voy a hacer sin ti?». Y de repente cayó la noche, negra (no hubo ni púrpura, ni rosa, ni malva), profunda y oscura; me levanté y salí a pasear sin destino, simplemente para salir de la casa en la que vivía con Mona y en la que su olor seguía demasiado presente. Hacía horas que deseaba hacerlo, pero el sol me lo había impedido. La verdad es que le tenía miedo, no por el calor, sino por lo que podía hacerle a mi mente. Tal como me sentía, solo y sin amigos, con un futuro muy negro, no quería andar por las calles y ver lo que el sol podía revelar: una ciudad cutre, con tiendas y gentes cutres, igual que la que yo había dejado atrás, exactamente igual que otras diez mil por todo el país –no era el Hollywood que yo había imaginado ni el Hollywood de las revistas–. Por eso estaba asustado, no quería correr el riesgo de ver algo que me hiciera desear no haber venido. Y por eso esperé a la oscuridad. Al caer la noche, Hollywood se vuelve misterioso y se llena de encanto, así que te alegras de estar aquí, en el lugar donde los milagros suceden a tu alrededor; donde hoy eres pobre y desconocido, y mañana, rico y famoso.

Subí por Vine Street, hacia el norte, de camino a Hollywood Boulevard, atravesé Sunset y pasé por el autocine que ocupaba el solar de los antiguos estudios Paramount. Vi cómo un grupo de chicas y chicos de uniforme se movían entre los coches. También vi, aunque sólo en mi imaginación, las sonrisas irónicas de Wallace Reid, Rodolfo Valentino y otras viejas estrellas que rodaron en ese mismo lugar. Estaban mirando hacia abajo y se compadecían de los chicos porque tenían un trabajo en Hollywood como el que podrían tener en Waxahachie o en Evanston y pensaban que, para empezar, no deberían haber venido a Hollywood para esto.

«Brown Derby», leí en el cártel de la entrada. Crucé la calle para no pasar por delante de la puerta. Odiaba el sitio y a todos los famosos que paraban por allí (sólo porque ellos lo eran y yo no). También odiaba a los cazadores de autógrafos que esperaban fuera, y pensaba: «Algún día os mataréis por el mío». De repente, eché de menos a Mona, mucho más de lo que llevaba haciéndolo toda la tarde. Y fue porque, al pasar por ese sitio repleto de estrellas, deseé ser una de ellas más que nunca y sabía que nunca podría hacerlo sin ella.

«Estoy solo por culpa de Dorothy, esa ladronzuela», pensé. Todo esto es culpa suya. Debí haber sujetado a Mona cuando se levantó en el tribunal. Debí haber adivinado lo que iba a pasar al verle la cara.

Mona y yo habíamos ido al tribunal para apoyar moralmente a Dorothy. Ella también había venido a Hollywood para conquistar las pantallas, pero lo único que había conquistado habían sido unos grandes almacenes, de los que robaba a manos llenas. Sabíamos que no se iba a ir de rositas, pero creíamos que le caerían noventa días, seis meses en el peor de los casos. Le echaron tres años en la prisión de mujeres de Tehachapi. Aún no había terminado el juez de pronunciar la sentencia, cuando Mona se levantó y le gritó que era un perfecto cabrón, que por qué no la colgaba y terminaba con ella de una vez. Me quedé tan estupefacto que lo único que pude hacer fue seguir sentado con la boca abierta. El juez la hizo comparecer y le advirtió que la sentenciaría a treinta días si no se disculpaba. Lo que Mona le dijo que se metiera y por dónde le costó otros treinta.

Más tarde, cuando terminó la audiencia pública, fui al despacho del juez y le rogué que la pusiera en libertad. No tuve suerte.

Por eso estaba solo. Todo por culpa de Dorothy. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, no hubiera dejado que Mona acudiera al tribunal. «Fue culpa de Dorothy», pensé y empecé a insultarla mentalmente. La cubrí de todos los insultos que pude recordar, hasta de los más obscenos que les gritábamos en mi niñez a las mujeres blancas que trabajaban en los burdeles para negros; eso es lo que eres, Dorothy. Giré en Vine hacia el bulevar. Me sentía deprimido y abandona­do, mucho más que el día en que el Dixie Flyer1 atropelló a mi perro. Aun así, me decía a mí mismo que estaba mucho mejor que mis amigos de infancia, allá en Georgia. Todos estaban casados y con hijos, tenían empleos normales con salarios normales, hacían las mismas cosas anticuadas del mismo modo anticuado y continuarían así hasta el fin de sus días. Nunca se divertirían ni correrían aventuras, no serían famosos; eran como esas plantas del desierto, vivían un instante y luego morían, volviendo al polvo del que salieron como si nunca hubieran existido. «Incluso así –me dije a mí mismo–, soy más afortunado que ellos.» Me sentí mejor, aunque no me aliviara del todo la tristeza y la soledad que me invadían.

«Cooper, Gable y otros muchos pasaron por lo mismo que yo –pensé–, si ellos pudieron, yo puedo. Uno de estos días…»

Delante de mí, en lo alto de los almacenes Newberry, parpadeaba un gran luminoso. Representaba el contorno del mapa de Estados Unidos. En su centro se leía lo siguiente: «todos los caminos llevan a hollywood – la pausa refrescante – todos los caminos llevan a hollywood – la pausa refrescante».

1 Nombre popular del servicio de coches-cama que unía Chicago con Mi­a­mi, vía Jacksonville, atravesando, por tanto, gran parte de los Estados Confederados. [N. del T.]

… capítulo dos

No recuerdo a qué hora volví a casa. Era tarde, un poco después de medianoche. Las calles laterales estaban vacías y las casitas, silenciosas, inertes y oscuras. No había muchas broncas en el vecindario; esta parte de Hollywood era exactamente igual que cualquier barrio residencial de cualquier ciudad pequeña. Aquí era donde vivías si acababas de empezar en el cine. Desde aquí, progresabas hacia el oeste, hacia Beverly Hills, la Tierra Prometida.

Alguien me esperaba sentado en los escalones del bungaló. No había luz en el patio y sólo pude ver que se trataba de un hombre. Se levantó al acercarme yo.

—Buenas noches.

Creí que se había equivocado de dirección.

—Me ha costado mucho encontrarle –dijo, volviéndose hacia mí. Entonces le reconocí y me puse a temblar de nuevo. Era el hombre que había sentenciado a Dorothy y a Mona, el juez Boggess.

—Buenas noches, señor –no acerté a decir nada más, sólo me preguntaba cómo me habría encontrado y qué diablos querría.

—¿Puedo entrar? –preguntó finalmente.

Abrí la marcha hasta la sala de estar y encendí la luz. Se quitó el sombrero, miró a su alrededor y se sentó en el sofá. Cogió un periódico que estaba tirado allí –el Daily News de Oklahoma–, y lo miró.

—¿Es usted de Oklahoma?

—No, señor, pero Mona es de por allí.

—¿Dónde vive?

—Aquí.

—¿Aquí mismo?

—Sí, señor.

—¿La otra chica también? ¿Dorothy?

—Vivía por allí –señalé hacia el bungaló que había al otro lado del oscuro patio, detrás de la pobre palmera.

—Una desgracia lo de Dorothy.

—Sí, señor.

—Bien –dijo, mirándome pensativo–. Le diré por qué estoy aquí. He estado reflexionando sobre lo que me comentó en mi despacho acerca de Mona. Puede que haya sido demasiado estricto con ella.

—Después de la escena que montó, merecía un castigo, eso desde luego –dije–. No le dejó otra opción. Con la sala repleta de gente, usted no podía hacer otra cosa. Buenos estaríamos si cualquiera pudiera levantarse en mitad de un tribunal y ponerse a gritar lo que le apeteciese. Mona debió disculparse cuando tuvo la oportunidad.

—Justamente, justamente –concedió, asintiendo con la cabeza–. No quiero mantener a esa chica en la cárcel y arruinarle su carrera en el cine. Pero, por otro lado, tampoco puedo liberarla a menos que me dé alguna prueba de arrepentimiento por lo que hizo… y por lo que dijo.

Aquello me pareció muy sensato.

—Tiene usted toda la razón. A lo mejor si yo hablara con ella…

Negó con la cabeza.

—No creo que sirviera de nada. No cederá ni por usted ni por nadie. ¿Qué le parece si me escribe usted una nota de disculpa con la firma de ella? Me doy cuenta de que no es demasiado ético, pero quiero hacerle un favor a esa chica y no veo otra manera. No me importa demasiado saltarme alguna norma si con eso sirvo a la justicia. Esa carta me cubrirá las espaldas. Y si ella es tan importante para usted como dice…

—Es lo bastante importante. Es la única amiga que tengo en la ciudad. Escribiré la carta encantado, pero no sé qué poner.

—Coja papel y lápiz. Yo se la dictaré.

—Sí, señor juez. Esto es muy generoso de su parte.

Fui hasta el escritorio para traer lo que me había pedido.

… capítulo tres

Mona fue liberada sobre las tres de esa misma madrugada. Yo estaba esperando en la oficina del alcaide cuando uno de los guardianes la trajo. Estaba más pálida que de costumbre.

—Hola, Mona –saludé.

—¿Cómo es que me sueltan? –le preguntó al carcelero.

—Le han conmutado la pena –respondió éste–. El juez se la ha reducido a doce horas.

—Así que ese viejo hijo de puta ahora quiere hacer justicia –replicó ella.

—¿Qué forma de hablar es ésa? –dijo el funcionario–. Llévate a esta golfa de mi vista –me ordenó.

—Venga, Mona, vámonos –le dije, cogiéndola del brazo.

Me preocupaba que se volviera a meter en un lío. La conduje hasta la calle en volandas.

—¿Por qué me han soltado?

—¿Y a mí qué me cuentas? No lo sé.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? No me digas que ha sido una coincidencia. Cuéntame lo que ha pasado –dijo, sarcástica.

—No lo sé, ya te lo he dicho. El juez te ha dejado salir, supongo. Puede que no sea tan severo como piensas.

—No me digas. Ese viejo cabrón tiene el corazón más duro que esta acera.

—Vale, si te empeñas… Fui hasta su casa para hablar con él –mentí al fin.

Luego, le abrí la puerta del coche, la ayudé a entrar, di la vuelta y me puse al volante.

—Gracias.

Conduje por Broadway hacia Sunset.

—¿Has recibido carta de casa? –preguntó, mientras señalaba el indicador de la gasolina que marcaba tres cuartos de depósito–. Esta mañana estabas sin blanca.

—¡Ah, eso! Le he pedido prestado un dólar a Abie, el del mercado.

—¿Te ha telefoneado alguien hoy?

—No.

—¿Y a mí?

—Tampoco.

Miró por la ventanilla hacia Olvera Street. Yo sabía lo que estaba pensando.

—Después de todo –comenté–, hay más de veinte mil extras en la ciudad. Nadie puede trabajar todo el tiempo.

—Qué vida tan asquerosa, ¿no? –contestó, mirándome mientras meneaba la cabeza lentamente.

—A mí me parece maravillosa. Algún día, echaremos la vista atrás y diremos: «Aquéllos fueron los buenos tiempos». Cuando seamos estrellas, tendremos muchas cosas que contar a los periodistas de las revistas de cotilleos –contesté, mientras giraba por Sunset, hacia Hollywood.

… capítulo cuatro

A la mañana siguiente, estaba en la cocina preparando café cuando entró Mona con el periódico.

—¿Has visto esto?

—Todavía no.

—Echa un vistazo. Justo aquí –me ordenó, sujetando el periódico de modo que pudiera leerlo y señalando un artículo de la primera página de la sección local.

boggess libera a una actriz condenada por desacato

Mona Matthews, figurante de veintiséis años, sentenciada a sesenta días de reclusión por desacato, fue liberada por el juez Boggess tras sólo doce horas de cárcel. Se trata de la joven que ayer provocó un escándalo en el juzgado después de que Dorothy Trotter, figurante a su vez, resultara condenada a tres años al confesarse culpable de hurto de mayor cuantía. La señorita Matthews maldijo a gritos al juez Boggess después de que éste pronunciara la sentencia contra su amiga.

La actriz fue liberada tras enviar una disculpa por escrito al juez.

«En lo que a mí respecta, el caso está cerrado –manifestó éste–. No deseaba castigar a esa joven por el mero hecho de hacerlo. Me doy cuenta de que dijo lo que dijo en el calor del momento. No quería ingresarla en prisión, pero me vi obligado para mantener la dignidad y el buen orden del tribunal.»

De este modo, el juez Boggess justifica de nuevo el sobrenombre por el que se le conoce en círculos jurídicos: «el Magnánimo».

Terminé de leer y miré a Mona.

—Creía que fuiste a su casa y hablaste con él. ¿De quién fue la idea de la carta de marras?

—Venga, Mona. Espera un minuto…

—Fue idea suya, ¿no?

—Mira…

—¡Pues claro que fue suya! El Magnánimo, ¡y una leche!

—Te estás equivocando con él, Mona.

—De eso nada. ¿No creerás que me estaba haciendo un favor? Se presenta a la reelección y esta historia le dará votos. Los tontos de baba que lean el diario creerán que tiene conciencia. ¡El Magnánimo!

—¿Y a ti qué te importa? Mientras estés libre…

—Preferiría estar en la cárcel a ayudar a ese desgraciado a salir reelegido. ¡Jesús! –exclamó, mientras meneaba la cabeza–. ¡Me gustaría ser tan ingenua como tú!

—¿Hay alguien en casa? –preguntó una voz desde el cuarto de estar.

Un momento después, un joven de mi edad entraba en la cocina. No le había visto nunca.

—Bueno –dijo al ver a Mona–. ¡Bienvenida a casa! ¿Qué tal el talego?

—Sam –saludó Mona, corriendo hacia sus brazos abiertos.

Se abrazaron sin besarse. Luego ambos retrocedieron un paso y se miraron.

—¡Vaya! Parece que te va muy bien –comentó Mona, palpando la tela de su chaqueta.

—Pues, claro –contestó Sam, sonriendo–. ¿Recuerdas lo que te dije hace un año? ¿Lo de que iba a ser el hombre mejor vestido de la ciudad?

—Y lo has conseguido. Estás estupendo.

—Debo decirte que tú también lo estás. Teniendo en cuenta que has pasado un tiempo a la sombra –dijo Sam, que seguía sonriendo.

Mona me miró.

—Te presento a Ralph Carston. Ralph, Sam Lally.

Nos dimos la mano y al instante me cayó mal. «Esto es lo que pasa por dejar la puerta abierta», pensé.

—Hola, Ralph –me saludó con mucha cordialidad–. Ése solía ser mi trabajo…

—¿Cuál?

—El que estás haciendo. Cocinero y friegaplatos de Mona. ¿También duerme en el sofá? –le preguntó a ella.

Mona asintió con la cabeza, mirándome de reojo.

—Es maravillosa esa manía suya de acoger a tipos que no tienen dónde caerse muertos –comentó Sam–. Siempre está…

—Vamos al cuarto de estar –le interrumpió Mona, cogiéndole del brazo y llevándole hacia allá.

Continué haciendo el café hasta que oí cómo se cerraba la puerta de la cocina. En ese momento, me di cuenta de que Mona se sentía culpable por algo. De otro modo, nunca lo hubiera hecho. «¡Qué se vayan al infierno!», pensé. Apagué el fuego, salí por la puerta de atrás y me fui al mercado de la esquina.

Cuando volví, Lally se había ido y Mona estaba en la cocina.

—No tienes que hacerle caso a Sam.

—¿Qué quieres decir? No le hecho ningún caso. Nunca se lo hago a quien no me gusta.

—Venga, déjalo ya. Sabía que te habías molestado. Lo supe por la cara que pusiste.

—Bueno, después de todo, no hay nada mejor que conocer al tipo que solía dormir en la cama de uno. ¿Cuánto hace de eso?

—Seis meses. Y no hubo nada entre nosotros. Ni más ni menos que entre tú y yo. Sólo le eché una mano.

—Parece que le va muy bien. Ese traje debe de haberle costado por lo menos cien pavos.

—Ciento cincuenta. ¿Sabes a qué se dedica?

—Me parece haber oído su nombre en algún sitio, pero no me interesó lo suficiente como para recordarlo.

—¿Has oído hablar de la señora Smithers?

Claro que había oído hablar de ella. Su nombre salía en la columna de cine todos los días. Su marido había muerto dejándole una fortuna y ella se había mudado a Hollywood para convertirse en la reina de la vida social de la ciudad.

—Sí –contesté.

—A eso es a lo que se dedica Sam. Vive con ella. Y a ella le ha sacado toda esa ropa.

Ahora recordé de qué me sonaba. «Sam Lally y la señora Smithers.» Esos dos nombres eran inseparables en las crónicas de sociedad.

—No sabía que vivieran juntos –admití.

—Pues claro. Ella no le permitiría hacer otra cosa. Lo dejará agotado en seis meses. Es ninfómana, ¿sabes?

—¿Qué es qué?

—Una ninfómana. Nunca tiene suficiente.

Saqué la tostada del horno.

—La conocerás esta noche.

—¿Y eso?

—Vamos a ir a una fiesta. Nos ha invitado ella. Por eso ha venido Sam. La señora quiere conocer a la chica que llamó cabronazo al juez Boggess.

—O sea, que a mí no quiere conocerme. Yo no insulté al juez.

Mona se rió.

—Ya lo sé. Pero le dije a Sam que no iría sin ti. Así que la telefoneó y ella se mostró encantada de que me acompañases.

—Pero… No tengo nada que ponerme –objeté, pensando en el traje de Lally.

—Ponte el traje azul. Es tu oportunidad de asistir a una verdadera fiesta. No me la perdería por nada del mundo.

—Venga, tendremos tiempo de sobra para estas cosas cuando seamos estrellas.

—Irán todos los que pintan algo en Hollywood: productores, directores y actores. Y quién sabe si uno de ellos se interesará por alguno de nosotros. ¿No creerás que quiero ir sólo para divertirme?

—No lo sé.

—Bueno, pues no. Nadie va sólo por eso como hace la gente normal. A esos saraos se va para tratar de progresar. Ésta puede ser la oportunidad que estamos esperando.

—Sigo sin querer ir. Ya sabes lo que pienso sobre codear­me con la gente importante y lo mucho que odio los sitios como el Brown Derby.