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Siglo XXI

Enrique Moradiellos (dir.)

Las caras de Franco

Una revisión histórica del caudillo y su régimen

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Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de los Ejércitos, jefe del Gobierno, jefe del Estado, jefe Nacional del Movimiento, Caudillo de España por la gracia de Dios, dictador. Han pasado más de cuatro décadas desde el 20 de noviembre de 1975, día en que el general Franco falleció en Madrid. Para el momento de su muerte, casi habían transcurrido otras cuatro décadas en las que ocupó la Jefatura de Estado al frente de una dictadura legitimada por la victoria en la Guerra Civil.

Las caras de Franco. Una revisión histórica del caudillo y su régimen reevalúa a través de distintas perspectivas la figura, pública y privada, y la personalidad del dictador, su actividad como gobernante, las fuentes de su poder… cuestiones que sirven para explicar cómo el dictador consiguió perpetuarse sin grandes dificultades durante 40 años, falleciera de muerte natural y no recibiera ningún revés político que hiciera peligrar su posición.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia contemporánea en la Universidad de Extremadura, universidad donde ejerce desde 2007. Su trayectoria académica confirma su dedicación al estudio del franquismo como régimen y del general Franco como protagonista histórico de relativa constancia y entidad. Entre su obra hay que destacar Francisco Franco. Crónica de un caudillo casi olvidado (2002) y El Franquismo (1939-1975). Política y sociedad (2000). En Siglo XXI de España ha publicado Las caras de Clío. Una introducción a la historia (2009) y La perfidia de Albión. El Gobierno británico y la Guerra Civil española (1998).

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© Los autores, 2016

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2016

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1825-2

INTRODUCCIÓN

Conocer y comprender a Franco y su régimen

Conocimiento y comprensión no son lo mismo, pero están interrelacionados. […] Comprender, a diferencia de tener información correcta y del conocimiento científico, es un proceso complicado que nunca produce resultados inequívocos. Es una actividad sin fin, en constante cambio y variación, a través de la cual aceptamos la realidad y nos reconciliamos con ella, es decir, tratamos de estar en casa en el mundo. […] Comprender quiere decir, más bien, investigar y soportar de manera consciente la carga que nuestro siglo ha impuesto sobre nuestros hombros: y hacerlo de una forma que no sea ni negar su existencia ni derrumbarse bajo su peso. Dicho brevemente: mirar la realidad cara a cara y hacerle frente de forma desprejuiciada y atenta, sea cual sea su apariencia.

Hannah Arendt (1950-1953)

Este libro es el resultado de un esfuerzo colectivo de varios historiadores que tienen un objetivo único y central: estudiar y analizar desde varias perspectivas el papel personal desempeñado por el general Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 1892-Madrid, 1975) en el sistema político de la dictadura franquista, en su múltiple calidad de Generalísimo de los Ejércitos, jefe del Gobierno, jefe del Estado, jefe Nacional del Movimiento y, en suma, Caudillo de España por la gracia de Dios. Es, por tanto, una reevaluación historiográfica de su figura pública y privada y de las funciones ejercidas en esos ámbitos a partir del análisis de las nuevas fuentes primarias disponibles (tanto bibliográficas, como hemerográficas, iconográficas o archivísticas). En esencia, así pues, se trata de intentar comprender de modo convergente y a través de varias facetas el modo de construcción y las formas de ejercicio del enorme poder político personal concentrado por el general Franco en el transcurso de los primeros compases de la Guerra Civil en el año 1936 y preservado en su integridad hasta su muerte por fallecimiento natural en el año 1975, hace ahora ya poco más de 40 años.

La empresa proyectada no era ni fue nada sencilla porque, como recordaba ya en 1977 Ricardo de la Cierva, uno de sus biógrafos más benévolos y prolíficos, «hablar de Franco es difícil», en la medida en que ello «equivale a tomar una posición total sobre el último medio siglo de vida española»[1]. De la Cierva no andaba nada equivocado porque, 20 años después, algo parecido señalaba sobre su propia tarea el mejor biógrafo de un contemporáneo muy admirado por el Caudillo, el Führer de Alemania. En palabras de Ian Kershaw, la labor de biografiar a Adolf Hitler solo había sido posible partiendo de una premisa básica: «Es necesario examinar la dictadura además de al dictador»[2]. Y todavía más recientemente, en 2004, un aclamado estudio conjunto de los dos dictadores más influyentes del siglo XX, Hitler y Stalin, empezaba su tarea con una declaración de principios muy similar. A juicio de Richard Overy, la biografía de ambas personalidades «tiene que ser una historia de su vida y su tiempo» porque no cabía «limitarse a la imagen simplista del déspota omnímodo» y porque «las dictaduras no las edificó y dirigió un solo hombre, por ilimitada que fuera la base teórica de su poder»[3].

El trabajo aquí presentado es plenamente solidario de esas premisas metodológicas propias de las nuevas perspectivas de la biografía histórica y parte del principio de que estudiar a Franco demanda y exige estudiar al franquismo porque el Caudillo fue la suprema cabeza titular de un régimen de poder personal autocrático que se conformó y se mantuvo en España durante casi cuatro décadas de vigencia y existencia. Y por ese simple pero transcendente motivo, cualquier estudio convincente de la figura humana de Franco requiere y conlleva, necesariamente, un estudio de su dictadura y de su tiempo para comprender tanto el perfil personal del dictador como las bases sociopolíticas y jurídicas de su autoridad soberana y de la naturaleza de su régimen de poder personal carismático y constituyente.

En definitiva, lo que estas páginas tratan de conformar es una reconsideración historiográfica más solvente, objetiva y documentada de la figura del general Franco en su dimensión pública y privada. Una reconsideración que, fiel al dictum canónico legado por Tácito, trata de hacer historia del hombre y su época bona fides, sine ira et studio; esto es, con buena fe interpretativa de partida, sin encono sectario partidista y con meditada reflexión sobre el material informativo disponible. Una reconsideración, por tanto, que afronta el complejo reto y desafío de historiar un pasado vivo, reciente y socialmente traumático (nada menos que una Guerra Civil y una larga dictadura de los vencedores) con la templanza, distancia (que no indiferencia) y voluntad de apertura de miras comprensivas exigibles a todo oficiante de una disciplina que se quiere científica en alguna medida y proporción y no meramente propaganda sutil, encubierta y edulcorada en sus propósitos. Una reconsideración, en fin, cuyo único compromiso es el de tratar de comprender intelectualmente un fenómeno humano más o menos detestable o admirable, pero sin pretensión de dictar a la par sentencias definitivas como profeta retrospectivo, moralista intachable o justiciero inapelable. Exactamente lo mismo que recomendaba Hannah Arendt nada más acabada la Segunda Guerra Mundial y descubierta la enormidad criminal del genocidio judío practicado por el Tercer Reich, superando su propia condición de víctima afectada por el crimen en favor de su «necesidad de comprender»[4] porqué pasó lo que pasó y cómo fue posible racionalmente su gestación y desarrollo. Y también lo mismo que el gran historiador Emilio Gentile planteaba mucho más recientemente como frontispicio para su propia labor y la de sus colegas de generación a la hora de afrontar la dura historia del fascismo italiano y de la figura de Benito Mussolini:

Mas estudiar el fascismo [cabría sustituir ese vocablo por franquismo, para el caso] no significa solamente reconstruir su historia a través de los documentos y las valoraciones críticas de los acontecimientos, que se mantiene, de todas maneras, como la base fundamental para cualquier intento serio de interpretación; estudiar el fascismo significa también reflexionar sobre la naturaleza de la política en la época de la modernización de la sociedad de masas, sobre el papel del individuo y de la colectividad, sobre el significado de la modernidad, sobre la fragilidad de la libertad y de la dignidad humana y sobre la agresividad de la voluntad de poder. Por esto, el oficio del historiador es más arduo frente al problema del fascismo que, por ejemplo, frente al del feudalismo. Del historiador del fascismo se exigen responsabilidades culturales, políticas y morales que no se atribuyen al historiador del feudalismo. Establecer estas es, a menudo, causa de animosas polémicas y hay quien, incluso taxativamente, niega que se pueda estudiar el fascismo como se estudia el feudalismo. […] Creo que el historiador, y sobre todo el historiador del pasado contemporáneo, no debería buscar en la Historia el eco de sus propios prejuicios, el aplauso de sus propios ideales, el pasatiempo para sus propias fantasías y ni siquiera la ocasión para remodelar la humanidad a su imagen o pronunciar veredictos inapelables como un dios joven al inicio de la creación o al final del Juicio Universal[5].

Para acometer esa compleja empresa intelectual, los integrantes del equipo de investigación conformado bajo la dirección del firmante de estas líneas introductorias pudieron contar con la inexcusable ayuda del Ministerio de Economía y Competitividad, que financió el consiguiente Proyecto de Investigación (referencia HAR2013-41041-P) en el marco del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia. Como director del mencionado equipo, aparte de agradecer ese inestimable apoyo institucional a la investigación histórica, me cumple la gratísima tarea de subrayar que todos sus miembros llevaron a cabo su labor específica con una contrastada calidad historiográfica en virtud de su evidente competencia profesional y de acuerdo con las líneas generales aprobadas colectivamente. Y por eso es más digna de mención su acreditada labor investigadora ahora aquí reflejada en su mayor parte[6].

Antes de dar paso al trabajo en sí, organizado en capítulos temáticos que guardan un orden de contenidos coherente, conviene subrayar una peculiaridad que afecta directamente al carácter y formato de esta introducción. Como quiera que el volumen es un estudio y reevaluación del papel político e institucional del Caudillo en el seno del régimen en diferentes facetas y dimensiones, parecía necesario recordar a sus potenciales lectores (o informarles por primera vez) sobre cuáles fueron los hitos básicos de su trayectoria humana vital, para evitar los equívocos y malentendidos que pudiera generar una falta de contextualización suficiente. Dicho en otras palabras: es preciso procurar una breve semblanza biográfica del personaje que ayude a la mejor comprensión y contextualización de las restantes contribuciones del libro, que son por naturaleza estudios específicos sobre algunos aspectos de esa vida humana individual.

Por consiguiente, esta breve semblanza que se ofrece a continuación no quiere ser más que un recordatorio sucinto pero sustantivo de la vida personal de Franco para iluminar mejor el sentido y contenido de los sucesivos capítulos de la obra. Y como tal debe entenderse y considerarse, sin que sirva para eludir en su caso la consulta de otras biografías más densas y completas sobre el personaje.

Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde había nacido en El Ferrol el 4 de diciembre de 1892, en el seno de una familia de clase media ligada desde antaño a la administración de la Armada. El tímido Francisco, el segundo de cuatro hermanos, creció en esa pequeña ciudad de 20.000 habitantes bajo el influjo de su piadosa madre y distanciado de un padre librepensador y mujeriego. Fracasado su intento de convertirse en cadete de la Academia Naval, y después de que su padre abandonara definitivamente el hogar familiar (cosa que su hijo nunca le perdonó), Franco consiguió entrar en la Academia de Infantería de Toledo en 1907, a los 14 años. Allí se labró gran parte de su carácter y de sus ideas políticas básicas.

No en vano, el Ejército, con su rígida estructura jerárquica y la certidumbre de las órdenes y la disciplina, cubrió por completo sus necesidades afectivas y proporcionó al tímido muchacho una nueva identidad. Al mismo tiempo, bajo el trauma del Desastre colonial de 1898 y en el fragor de la cruenta guerra en Marruecos, Franco asumió durante sus años como cadete todo el bagaje político e ideológico de los militares de la Restauración: sobre todo, la convicción de que el Ejército era el guardián supremo de la nación y que su deber le situaba por encima de la autoridad civil en caso de amenaza al orden público y a la unidad de la patria.

Finalizados sus estudios en Toledo con un mediocre resultado (solo logró el número 251 de una promoción de 312 cadetes), Franco solicitó y obtuvo en 1912 su traslado al Protectorado español en Marruecos. Allí, donde permanecería en conjunto más de diez años de su vida, se reveló como un oficial valiente y eficaz, obsesionado con la disciplina: el arquetipo de oficial africanista, tan distinto de la burocracia militar sedentaria que vegetaba en los tranquilos cuarteles peninsulares. Esas cualidades y el valor mostrado en el combate motivaron rápidos ascensos «por méritos de guerra» hasta convertirse en 1926 en uno de los generales más jóvenes de Europa, a los 33 años de edad.

Su etapa africana, en el contexto de una despiadada guerra colonial y al mando de una fuerza de choque como era la Legión, reforzó las sumarias convicciones políticas de Franco y contribuyeron a deshumanizar su carácter. No en vano, combatiendo o negociando con los jefes cabileños marroquíes, el joven oficial aprendió bien las tácticas políticas del «divide y vencerás» y la eficacia del terror (el que imponía la Legión) como arma militar ejemplarizante para lograr la parálisis y sumisión del enemigo. Además, su dilatada experiencia marroquí confirmó en la práctica el supuesto derecho del Ejército a ejercer el mando por encima de las lejanas autoridades civiles de la Península.

De hecho, a partir de entonces, Franco siempre entendería la autoridad política en términos de jerarquía militar, obediencia y disciplina, refiriéndose a ella como «el mando», y considerando poco menos que «sediciosos» a los discrepantes y adversarios. En 1939, ya victorioso en la Guerra Civil, recordaría la influencia de su época marroquí con estas palabras bien reveladoras:

Mis años en África viven en mí con indecible fuerza. Allí nació la posibilidad de rescate de la España grande. Allí se formó el ideal que hoy nos redime. Sin África, yo apenas puedo explicarme a mí mismo, ni me explico cumplidamente a mis compañeros de armas.

El ascenso a general y su nombramiento como director de la nueva Academia General Militar de Zaragoza marcaron un cambio notable en la trayectoria vital de Franco. A partir de entonces, el arriesgado y valiente oficial de Marruecos se iría convirtiendo en un jefe militar cada vez más prudente y calculador, muy consciente de su propia proyección pública y muy celoso de sus intereses profesionales y del avance de su carrera. No hay duda de que su matrimonio con Carmen Polo, una piadosa y altiva joven de la oligarquía urbana ovetense, acentuó esa conversión y sus previas inclinaciones conservadoras y religiosas; al igual que el nacimiento en 1926 de su única e idolatrada hija.

En esta época Franco permaneció al margen de la política activa, aunque se mostró partidario de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera y siguió contando con el favor público del rey Alfonso XIII. También en esta época comenzó a devorar la literatura anticomunista y autoritaria enviada por la Entente Anticomunista Internacional, un organismo ultraderechista con sede en Ginebra y dedicado a alertar a personajes influyentes sobre el peligro de la conspiración roja universal. Esa literatura maniquea sería clave en la formación de las obsesivas ideas de Franco sobre la existencia de una conspiración masónico-bolchevique contra España y la fe católica.

La crisis sociopolítica que condujo a la caída de la monarquía y la proclamación de la Segunda República en abril de 1931 supusieron un bache notable en la fulgurante carrera del general favorito de Alfonso XIII.

Durante el periodo de gobierno republicano-socialista de 1931-1933, con Manuel Azaña al frente del gabinete, la cautela y retranca gallega del general logró evitar todo conflicto abierto con las nuevas autoridades sin dejar de marcar sus distancias del régimen. El cierre de la Academia de Zaragoza, la revisión de sus ascensos durante la dictadura, y la inclinación progresista y anticlerical del gobierno de Azaña reforzaron ese distanciamiento de Franco sin que por ello se volcara a conspirar temerariamente contra el mismo, al modo como lo haría el general José Sanjurjo en el frustrado golpe militar de 1932. Esa prudencia y fría cautela que ya empezaba a ser proverbial motivó el cáustico comentario de Sanjurjo sobre su antiguo subordinado: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito».

El desgaste de la coalición republicano-socialista debido al fuerte impacto que tuvo en España la crisis económica internacional posibilitó su derrota en las elecciones generales de noviembre de 1933. La victoria correspondió a los conservadores del Partido Radical de Alejandro Lerroux y a la potente y autoritaria Confederación Española de Derechas Autónomas (la CEDA, el partido de masas católico dirigido por José María Gil Robles). Este cambio político sustancial modificó las expectativas profesionales de Franco y le reconcilió con el régimen republicano. De hecho, bajo los gobiernos conservadores de 1934 y 1935, Franco se convirtió en el general preferido de las autoridades y en el oficial más distinguido del Ejército español.

Por eso mismo, cuando los socialistas convocaron la huelga general contra la entrada de la CEDA en el gabinete y estalló la revolución de octubre de 1934, el gobierno le encomendó la tarea de aplastarla por todos los medios, incluyendo el traslado y uso de la Legión en Asturias. Esta coyuntura crítica proporcionó a un Franco muy ambicioso su primer y grato contacto con el poder estatal cuasiomnímodo. En virtud de la declaración del estado de guerra y de la delegación de funciones por parte del ministro, Franco fue durante poco más de quince días un auténtico dictador de emergencia, que controlaba todas las fuerzas militares y policiales en lo que percibía como una lucha contra la revolución planificada por Moscú y ejecutada por sus agentes y españoles traidores. La aplastante victoria que logró en Asturias le convirtió en el héroe de la opinión pública conservadora y reforzó su liderazgo sobre el cuerpo de jefes y oficiales. Su nombramiento en mayo de 1935 como jefe del Estado Mayor central cimentó ese liderazgo de un modo casi incontestable.

Dadas esas circunstancias, no resulta extraño que la inesperada victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 motivara el primer intento serio golpista por parte de Franco. En aquel momento, la tentativa se frustró por falta de medios y tiempo y por su cautelosa decisión de no actuar hasta tener casi completa seguridad de éxito. Sin embargo, el grave deterioro de la situación política española en los meses siguientes, provocado por el sabotaje conservador a la gestión reformista del gobierno y por la movilización reivindicativa obrera y campesina, llevaría a Franco a entrar en contacto cauteloso con la amplia conjura militar contra la República que se estaba fraguando en el Ejército.

Tras el asesinato del dirigente monárquico José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, las dudas de Franco que tanto enervaban a sus compañeros de conspiración fueron eliminadas. Decidió sumarse al proyectado golpe militar no para anticiparse a un supuesto golpe comunista, sino para frenar las reformas aplicadas desde el gobierno y atajar así el espectro de revolución social que creía percibir tras la movilización popular.

El 18 de julio de 1936, iniciada la sublevación militar en Marruecos, Franco asumió su mando con la misma mezcla de cautela y decisión que había demostrado durante sus años de oficial: por si las cosas iban mal, embarcó previamente a su mujer e hija con destino a Francia, se hizo con un pasaporte diplomático y rasuró su singular bigote para pasar inadvertido.

El periodo de la Guerra Civil sentó los cimientos del Estado franquista a la par que sirvió de excelente escuela política y diplomática para Franco. Por esa asombrosa suerte que él tomaba como muestra de favor de la Divina Providencia, la mayoría de los políticos y generales que hubieran podido disputarle el liderazgo de la insurrección fueron eliminados de la escena: el carismático Calvo Sotelo había sido asesinado previamente; Sanjurjo se mató en accidente aéreo poco después; los generales Fanjul y Goded fracasarían en su rebelión en Madrid y Barcelona y serían fusilados por los republicanos; al igual que el líder falangista, José Antonio Primo de Rivera (a quien Franco, en privado, temía y minusvaloraba con particular intensidad).

Además, fue Franco quien consiguió con presteza la vital ayuda militar y diplomática de Italia y Alemania, quien fue reconocido como jefe insurgente por Hitler y Mussolini, y quien dirigía las victoriosas tropas que avanzaban incontenibles hacia Madrid.

Esos triunfos bastaron para que el generalato sublevado le eligiera en septiembre de 1936 como su único jefe militar y político en calidad de Generalísimo de los Ejércitos y jefe del Estado. Esos mismos triunfos, junto con su falta de definición política explícita, facilitaron su ascensión incontestada a la Jefatura del Estado con el apoyo unánime de todas las fuerzas políticas que apoyaban la sublevación: los carlistas, los monárquicos alfonsinos, los católicos y los falangistas. Convertido así en Caudillo de la España insurgente, Franco procedió a unificar a todas las fuerzas que le apoyaban en un nuevo partido-amalgama: la heterogénea Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS). En realidad, el incipiente régimen franquista siempre reflejaría la simplista filosofía política de su propio Caudillo: un feroz anticomunismo, antiliberalismo y antimasonería, y la firme determinación de proteger la unidad nacional y el orden social existente por medio de una dictadura militar.

Las dotes estratégicas y tácticas de Franco durante los casi tres años de Guerra Civil provocaron mucha inquietud entre los valedores italianos y alemanes. Por ejemplo, en diciembre de 1936, el general Wilhelm Faupel, embajador alemán en Salamanca, informó confidencialmente a las autoridades de Berlín:

Personalmente, el general Franco es un soldado bravo y enérgico, con un fuerte sentido de la responsabilidad; un hombre que se hace querer desde el principio por su carácter abierto y decente, pero cuya experiencia y formación militar no le hace apto para la dirección de las operaciones en su presente escala.

Sin embargo, el flamante Caudillo no actuaba bajo meras consideraciones militares ni perseguía una victoria rápida al estilo Blitzkrieg o guerra relámpago, como pretendían los gobernantes germanos e italianos. Su pretensión era más amplia y profunda: la extirpación física y total de un enemigo considerado como la anti-España y tan racialmente despreciable como lo habían sido los rebeldes cabileños en Marruecos. Franco confesó este hecho al teniente coronel Faldella, jefe de las fuerzas militares italianas que servía a sus órdenes, con la siguiente frase bien reveladora:

En una Guerra Civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje el país aún infestado de adversarios.

Por eso se empeñó en librar con tenacidad y constancia una lenta guerra de desgaste que diezmaba literalmente las filas enemigas y consintió una despiadada represión en retaguardia que acalló la resistencia y paralizó toda oposición entre los vencidos durante muchos años del porvenir. Hace tiempo, el historiador Raymond Carr advirtió que ese inmenso «pacto de sangre» había garantizado para siempre la lealtad ciega de los vencedores hacia Franco por temor al regreso vengativo de los vencidos. También podría añadirse que esa misma sangría y terror representó una utilísima «inversión» política respecto a los vencidos: los que no habían muerto quedaron mudos y paralizados por mucho tiempo.

Si el Ejército fue el instrumento para vencer y la Falange el medio para organizar a sus partidarios, el catolicismo militante y fanático fue la ideología suprema del régimen construido por Franco durante la Guerra Civil. La idea de ser un cruzado contra el ateísmo comunista que trataba de destruir a España no fue un mero ropaje para consumo público convenientemente utilizado por Franco, a pesar de los evidentes beneficios que reportó en el plano internacional. Se trataba también de una convicción interna que le llevó a considerarse un auténtico homo missus a Deo: un enviado de Dios para la salvación de la patria y la fe, al estilo de un nuevo Felipe II (y por eso quiso remedar El Escorial con su Valle de los Caídos). No deja de ser revelador de esta devoción católica tridentina el que Franco tuviera consigo durante toda la guerra, en su dormitorio, la reliquia de la mano incorrupta de Santa Teresa, y que nunca en lo sucesivo se desprendiera de ella ni siquiera durante sus viajes.

En abril de 1939, la victoria incondicional sobre una República aislada y desahuciada dejó el camino despejado para la consolidación de lo que ya era sin duda una dictadura personal del propio Franco.

Como resultado de una sistemática política de adulación iniciada en octubre de 1936, el Caudillo había acentuado su carácter frío, imperturbable, calculador y reservado, hasta extremos sorprendentes para sus propios íntimos. El final de la guerra profundizó la tendencia a sucumbir a la folie de grandeur y a rodearse de una corte de aduladores interesados. Si bien Franco no se decidió a ocupar el Palacio Real para no enajenarse a sus partidarios monárquicos, sí se instaló en el palacio de El Pardo con toda la pompa y ceremonial digna de la realeza (incluyendo la exótica Guardia Mora). También comenzó a hablar ocasionalmente de sí mismo en tercera persona e insistió en que su mujer tuviera el tratamiento de «Señora» y se interpretara la Marcha Real siempre que acudiera a un acto oficial, como había sucedido con las reinas de España. Los síntomas de su voluntad de permanencia vitalicia en el poder eran ya inequívocos, así como su determinación de no proceder a la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XIII o de su heredero legítimo, don Juan de Borbón.

Por aquellas fechas, la función de asesor principal hacía tiempo que había dejado de corresponder a su hermano mayor, el disoluto Nicolás Franco, en beneficio de su joven cuñado, el más inteligente Ramón Serrano Suñer, que por aquellas fechas se había convertido en un fascista y falangista convencido. En estrecha colaboración con Serrano Suñer, Franco se enfrentaría con astucia a las amenazas para la estabilidad y supervivencia de su régimen que traería consigo la Segunda Guerra Mundial.

A pesar del proceso de fascistización que había experimentado la dictadura franquista durante la Guerra Civil y de su inclinación política y diplomática hacia el Eje italogermano, el Caudillo se vio obligado a permanecer al margen de la contienda europea iniciada en septiembre de 1939 con la invasión alemana de Polonia. El cansancio y la destrucción provocados por la Guerra Civil, junto con el estado de honda postración económica y hambruna creciente, habían dejado a España a merced de una alianza anglofrancesa que dominaba con su flota los accesos marítimos y controlaba los suministros alimenticios y petrolíferos vitales para la recuperación posbélica. En esas condiciones, la neutralidad decretada era pura necesidad y no libre opción. Por eso mismo, fue acompañada de una pública identificación oficial con la causa de Alemania y de un limitado apoyo encubierto, militar y económico, a su esfuerzo bélico.

Las sorprendentes victorias alemanas del verano de 1940, con su derrota de Francia e inminente ataque a Gran Bretaña, al igual que la entrada de Italia en la guerra, permitieron un cambio en la posición española. Entonces, Franco sufrió la tentación de entrar en la guerra al lado del Eje para realizar los sueños imperiales de su régimen: la recuperación de Gibraltar de manos británicas y la creación de un gran imperio norteafricano a expensas de Francia. El problema seguía siendo que España no podría sostener un esfuerzo bélico prolongado, dada su enorme debilidad económica y militar y el control naval británico de sus suministros petrolíferos y alimenticios. Por eso, el cauteloso Caudillo intentó hacer compatible sus objetivos expansionistas con la situación española mediante una intervención militar en el último momento, a la hora de la victoria italogermana, para poder participar en el reparto del botín imperial posterior.

Por fortuna para Franco, Hitler despreció como innecesaria la oferta de beligerancia que hizo secretamente a mediados de junio de 1940, en un momento de triunfo sobre Francia y aparente derrota inminente de Gran Bretaña. El almirante Wilhelm Canaris, jefe del servicio secreto alemán, resumió para el alto mando germano la naturaleza y peligros de la oferta franquista con estas palabras certeras:

La política de Franco ha sido desde el principio no entrar en la guerra hasta que Gran Bretaña haya sido derrotada, porque teme su poderío (puertos, situación alimenticia, etc.). […] España tiene una situación interna muy mala. Sufre escasez de alimentos y carece de carbón. […] Las consecuencias de tener a esta nación impredecible como aliado son imposibles de calcular. Tendríamos un aliado que nos costaría muy caro.

Cuando poco después la tenaz resistencia aérea británica en la batalla de Inglaterra demostró que el final de la guerra no estaba tan cercano, el desacuerdo hispanoalemán se acentuó. Según los propagandistas franquistas, en la crucial entrevista entre Franco y Hitler en Hendaya el 23 de octubre de 1940, el Caudillo habría resistido con astucia las presiones amenazadoras de Hitler para que España entrara en la guerra al lado de Alemania. Esta supuesta actitud de Franco en Hendaya se convirtió en un mito central de la propaganda franquista después de la Segunda Guerra Mundial.

En realidad, como demuestra la documentación alemana e italiana capturada por los aliados al final del conflicto, en dicha entrevista Franco meramente se negó a entrar en la guerra si antes Hitler no aceptaba sus demandas de previa ayuda militar y alimenticia y de futura entrega de parte del imperio francés. Sin embargo, el Führer ni quiso ni pudo aceptarlas. Había concluido que era prioritario mantener a su lado la Francia colaboracionista del mariscal Pétain, que garantizaba la neutralidad benévola del imperio colonial francés en la lucha contra Gran Bretaña. Por eso se negó a prometer una desmembración de ese imperio que habría empujado a sus autoridades coloniales en los brazos enemigos de De Gaulle y de Churchill. Sencillamente, Hitler no podía arriesgar las ventajas que estaba reportando la colaboración francesa en aras de la costosa y dudosa beligerancia de una España de Franco hambrienta y desarmada. También los italianos consideraban entonces que la beligerancia española «cuesta demasiado para lo que pueda producir».

En lo sucesivo, el régimen franquista mantuvo su firme alineamiento con las potencias del Eje sin traspasar, por mera incapacidad material, el umbral de la no beligerancia oficial. Incluso el comienzo de la ofensiva nazi contra la Unión Soviética (en junio de 1941) permitiría mostrar de modo práctico la identificación con la causa del Eje: 47.000 voluntarios y oficiales de la División Azul combatirían con la Wehrmacht alemana en el frente ruso hasta 1944. Se trataba de la contribución de sangre española al esfuerzo bélico del Eje que habría de avalar las reclamaciones territoriales en el futuro.

Sin embargo, a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra (en diciembre de 1941) y del consecuente cambio de la coyuntura bélica en favor de los aliados, la política exterior de Franco fue recuperando gradualmente sus habituales dosis de cautela y pragmatismo. Desde noviembre de 1942, con el desembarco aliado en el norte de África destrozando sus sueños imperiales, Franco se replegó hacia una neutralidad cada vez más aceptable para los aliados, decidido a sobrevivir a toda costa al hundimiento del Eje en Europa. En abril de 1943, poco antes de que la invasión aliada de Sicilia provocara la caída de Mussolini, el Caudillo reiteró al embajador italiano la causa de su inactividad:

Mi corazón está con ustedes y deseo la victoria del Eje. Es algo que va en interés mío y en el de mi país, pero ustedes no pueden olvidar las dificultades con que he de enfrentarme tanto en la esfera internacional como en la política interna.

Con astucia camaleónica, Franco comenzó a reescribir la historia y, gracias al concurso de una prensa controlada, se convirtió en un pretendido neutralista honesto e imparcial que había librado a España de los horrores de la guerra. El depuesto Serrano Suñer, ahora satanizado, cargó convenientemente con todas las culpas por las proclividades filonazis del pasado. Un despacho confidencial enviado por el embajador británico en Madrid a su gobierno en diciembre de 1944 proporciona un retrato insuperable del Caudillo en esta época. El embajador había acudido a entrevistarse con Franco en el Palacio de El Pardo para transmitirle las protestas aliadas por su pasada conducta hostil. Pero Franco solo dio muestras de seguridad en sí mismo y astuta complacencia, según el relato del embajador:

No mostró ningún síntoma de preocupación respecto al futuro de España y, evidentemente, se ha convencido de que el régimen actual está a la cabeza del progreso humano y es el mejor de cuantos haya tenido España jamás. Es imposible decir con certeza si esta aparente complacencia es una pose o es sincera. En mi opinión, él está sinceramente convencido de que es el instrumento elegido por el Cielo para salvar a España y considera cualquier sugerencia en sentido opuesto como fruto de la ignorancia o de la blasfemia. […] Solo cuando me marchaba pude apreciar una señal de que el aire comenzaba a entrar en este santuario cerrado de la autocomplacencia. Fotografías del papa y del presidente Carmona (de Portugal) habían reemplazado en su escritorio a las fotografías de Hitler y Mussolini.

El término de la Guerra Mundial en 1945 y el comienzo del ostracismo del régimen franquista permitieron que el Caudillo demostrara nuevamente sus habilidades políticas en una situación difícil.

El 19 de marzo de 1945 don Juan de Borbón publicó su Manifiesto de Lausana, solicitando a Franco su retirada en favor de una monarquía abierta a la reconciliación nacional y la transición democrática. Poco después, el 2 de agosto de 1945, la conferencia de los aliados victoriosos en la localidad alemana de Potsdam emitía su declaración vetando el ingreso de la España franquista en la ONU «en razón de sus orígenes, de su carácter y de su asociación estrecha con los países agresores».

Acosado por la condena internacional y por la presión interna monárquica en favor de la restauración, Franco libró su último gran combate por la supervivencia reavivando la memoria de la Guerra Civil y el espectro de la conjura masónico-bolchevique contra la católica España. Ante los generales y políticos monárquicos dejó bien clara su voluntad de permanecer en el poder sin ceder la Jefatura del Estado al pretendiente, don Juan. No pudo ser más explícito: «Mientras viva, yo no seré nunca una Reina Madre». Al más significado y peligroso de los militares monárquicos, el general Varela, le previno fríamente sobre los riesgos de romper la unidad de los vencedores en la Guerra Civil. Sus palabras revelan la astucia primaria del Caudillo:

Si lograran derribar al portero, iríamos cayendo todos uno a uno; si nos encuentran unidos no llevarán los ataques al último extremo.

Enfrentados al dilema de aguantarle sine die o echarle por la fuerza a riesgo de una guerra y del regreso de la República, los monárquicos acabaron por resignarse ante su pomposo reinado sin corona. No en vano, Franco empezó a hacer uso de todas las prerrogativas reales: concesión de títulos nobiliarios, ejercicio del derecho de presentación de obispos, emisión de monedas con su efigie impresa junto a la leyenda «Caudillo de España por la gracia de Dios», etc. El duque de Alba, que en el verano de 1945 dimitiría como embajador español en Londres para expresar su protesta, dejó constancia de la amarga decepción de quienes habían confiado en las convicciones monárquicas de Franco:

No quiere sino sostenerse a perpetuidad; es infatuado y soberbio. Todo se lo sabe y confía en el juego internacional temerariamente.

Otro tanto sucedió con las potencias democráticas vencedoras: en la alternativa de soportar a un Franco inofensivo o provocar en España una desestabilización política de incierto desenlace, tanto los británicos como los norteamericanos resolvieron aguantar su presencia como mal menor y preferible a una nueva Guerra Civil o un régimen comunista. En junio de 1946, un alto funcionario del Foreign Office británico resumió confidencialmente las razones que excluían toda presión económica o militar aliada para lograr la caída de Franco. Sus palabras textuales eran las siguientes:

Odioso como es su régimen, el hecho sigue siendo que Franco no representa una amenaza para nadie fuera de España. Sin embargo, una Guerra Civil en España generaría problemas en todas las democracias occidentales, que es lo que desean el gobierno soviético y sus satélites.

El triunfo de la estrategia de resistencia numantina desplegada por el Caudillo fue evidente a la altura de 1948, cuando el gobierno francés ordenó la reapertura de su frontera española que había cerrado dos años antes. También en 1948 don Juan se entrevistó con Franco y cedió a su demanda de que el príncipe Juan Carlos fuera educado en España bajo su tutela.

Dicho triunfo se formalizó definitivamente en el año 1953, con la firma del Concordato con el Vaticano y de los Acuerdos hispanonorteamericanos para la instalación de Bases militares de Estados Unidos en España. En definitiva, la Guerra Fría entre la Unión Soviética y el bloque occidental había llegado a tiempo para salvar a Franco de su «pecado original» porque acentuó en Washington y Londres el valor político y estratégico de una España anticomunista en caso de conflicto en Europa con la Unión Soviética.

Desde entonces, ningún peligro esencial pondría en cuestión la autoridad omnímoda de Franco en España ni su reconocimiento diplomático en el ámbito occidental, aunque fuera como socio menor y despreciado por su estructura política y pasado reciente. En este sentido, la supervivencia del régimen se logró a costa de un alto precio político y económico para España: la exclusión en 1947 de los beneficios del Plan Marshall norteamericano para la ayuda a la reconstrucción europea y el veto de las democracias continentales al ingreso español en el Consejo de Europa, la Alianza Atlántica y el incipiente Mercado Común.

Firme en su puesto y reconocido como árbitro supremo e inapelable por todas las familias políticas franquistas (falangistas, carlistas, católicos y monárquicos), el Caudillo pudo dedicar tranquilamente cada vez más tiempo a sus ocupaciones preferidas: la pesca y la caza; los partidos de golf; las tertulias y partidas con sus escasos amigos militares; las quinielas; y el disfrute del cine y, cuando llegó, de la televisión. La falta de una biblioteca de mínima entidad en los apartamentos privados de la familia Franco en el palacio de El Pardo da idea de las aficiones culturales dominantes y del ambiente aislado y parroquial reinante en el mismo.

La consumada habilidad del Caudillo para la manipulación política quedó reflejada en el nombramiento de gobiernos donde las distintas fuerzas franquistas estaban equilibradas y mutuamente contrarrestadas. Buena prueba de su arraigado cinismo político íntimo es la respuesta que en 1962 dio a su embajador en Washington, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, cuando este le preguntó qué era en realidad el Movimiento Nacional (nombre preferido para denominar a la Falange a partir de 1945). Franco, «todavía más sonriente», le respondió:

Pues verá usted, para mí el Movimiento es como la «claque». ¿Usted no ha observado que cuando hay un grupo grande de gente hace falta que unos pocos rompan a aplaudir para que los demás se unan a ellos y les sigan? Pues más o menos es así como yo entiendo la finalidad del Movimiento.

Durante el crucial año de 1957, la combinación de crisis política y profunda crisis del modelo económico autárquico, forzaron una intervención mediadora decisiva del Caudillo. El resultado fue la postergación de los falangistas en el nuevo gobierno y la promoción de los llamados tecnócratas del Opus Dei, partidarios de la modernización económica e institucional del régimen para posibilitar su supervivencia. A pesar de ese cambio, fiel a sus principios autárquicos y temeroso de las consecuencias políticas de la apertura económica hacia el exterior, Franco ofreció considerable resistencia a los planes de estabilización y liberalización promovidos por su ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio. Finalmente, en febrero de 1959 dio su renuente aprobación cuando un desesperado Navarro Rubio le preguntó a bocajarro qué haría si la cosecha de naranjas se perdía por una helada y hubiera que reintroducir las cartillas de racionamiento.

Después de aprobar el Plan de Estabilización de 1959, Franco fue retirándose de la política activa en favor del cultivo de sus aficiones lúdicas. Los hondos cambios socioeconómicos y culturales habidos durante la década del desarrollismo tecnocrático acentuaron esa retirada porque, sencillamente, el Caudillo no acertaba a comprender totalmente la complejidad de la nueva situación y sus demandas. Además, su alter ego desde el cese de Serrano Suñer, el almirante Luis Carrero Blanco, comenzó a ocuparse de las labores efectivas de la Presidencia del Gobierno de un modo tan leal como eficaz.

El declive de las facultades físicas de Franco desde finales de los años sesenta fue convirtiendo al temible dictador de épocas previas en un anciano débil y tembloroso que oficiaba como simbólica figura paterna de una España irreconocible para su generación y cada vez más conflictiva. Su última gran operación política fue el nombramiento en julio de 1969 del príncipe Juan Carlos de Borbón como sucesor a título de rey, en la confianza de que así su régimen sobreviviría a su propia muerte.

Sin embargo, el asesinato de Carrero Blanco en diciembre de 1973 en un atentado preparado por ETA desbarató los planes sucesorios porque eliminó al previsto guardián de la ortodoxia franquista. A la par, la súbita caída de la dictadura portuguesa, el inicio de la crisis económica internacional y la creciente contestación social y política al régimen desataron en Franco una reacción de graves costos diplomáticos: su aprobación de cinco ejecuciones en septiembre de 1975 provocó la mayor oleada de protestas internacionales contra el régimen desde los tiempos del ostracismo. Ningún otro acontecimiento del tardofranquismo reveló más claramente el desfase entre una sociedad y economía que habían avanzado dramáticamente y un sistema político anacrónico y falto de legitimidad ciudadana.

Los dos últimos años de la vida de Franco fueron, así pues, una época de ansiedad y frecuentes depresiones que se agudizaron con las dolencias derivadas de su flebitis, úlcera gástrica y enfermedad de Parkinson. Finalmente, mientras sus partidarios se dividían entre aperturistas de última hora y ultras recalcitrantes, el Caudillo se extinguió en una larga y dolorosa agonía que culminó en la madrugada del 20 de noviembre de 1975.

Con su desaparición, la alternativa dejó de consistir en la apertura tecnocrática o el inmovilismo del búnker. A partir de entonces, el dilema radicaría en la reforma interna desde el régimen en un sentido democrático o en la ruptura con el mismo propiciada por las fuerzas de oposición. Al final, y en gran medida por el recuerdo de la Guerra Civil, el proceso de la transición política tuvo más de lo primero que de lo segundo.

En definitiva, la reciente historiografía sobre la figura de Franco demuestra claramente que no fue el inteligente y previsor estadista proyectado por sus hagiógrafos ni tampoco la nulidad humana meramente afortunada que pretendían sus adversarios. Fue algo mucho más complejo y, a la par, más normal y corriente, como demuestra el obvio contraste entre esas habilidades que le permitieron alcanzar grandes triunfos y su sorprendente mediocridad intelectual que le llevaba a creer en las ideas más banales. Quizá ahí haya residido, después de todo, la manida impenetrabilidad del general Franco. Tras de ella, quizá la única constante que guió su conducta haya sido la que Salvador de Madariaga detectó tiempo atrás, que puede ser un buen colofón para esta introducción:

La estrategia política de Franco es tan sencilla como una lanza. No hay acto suyo que se proponga otra cosa que durar. Bajo las apariencias tácticas más variadas y hasta contradictorias (paz, neutralidad, belicosidad; amnistía, persecución; monarquía, regencia), en lo único en que piensa Franco es en Franco.

[1] R. de la Cierva, «Prólogo», en M. Mérida, Testigos de Franco, Barcelona, Plaza y Janés, 1977, pp. 12-13.

[2] I. Kershaw, Hitler, 1889-1936, Barcelona, Península, 1998, p. 26.

[3] R. Overy, Dictadores. La Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, Madrid, Tusquets, 2010, pp. 26 y 32

[4] H. Arendt, Lo que quiero es comprender, Madrid, Trotta, 2010, pp. 14 y 44.

[5] E. Gentile, Fascismo. Historia e interpretación, Madrid, Alianza, 2004, pp. 316-318.

[6] Por razones varias de fuerza mayor, ha sido imposible incorporar los valiosos trabajos de los profesores Manuel Loff (Universidade do Porto) y Juan Sánchez González (Universidad de Extremadura), que verán la luz en otras cabeceras y plataformas próximamente.