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Para mis hijos David, Michael y Jonathan, 

que saben detectar la falsedad.


Introducción


La fábrica de ídolos

En este mundo, hay más ídolos que realidades.

Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos

Una curiosa melancolía

Después de que empezase la crisis económica mundial a mediados de 2008, se produjo una trágica serie de suicidios de personas que anteriormente habían sido adineradas y tenían amplios contactos. El director financiero Freddie Mac, de la Federal Home Loan Mortgage Corporation, se ahorcó en su sótano. El director general de Sheldon Good, una compañía de subastas inmobiliarias de Estados Unidos, se pegó un tiro en la cabeza sentado tras el volante de su Jaguar rojo. Un director financiero francés, que había invertido el capital de muchas familias reales europeas y otras familias destacadas, y que había perdido 1400 millones de dólares del dinero de sus clientes debido al fraude de Bernard Madoff Ponzi, se cortó las venas y falleció en su despacho de Madison Avenue. Un alto ejecutivo danés, que trabajaba para el banco HSBC, se ahorcó en el armario ropero de su suite en un hotel de Knightsbridge, Londres, que costaba 500 libras la noche. Cuando un directivo de Bear Stearns se enteró de que no le iban a contratar en JPMorgan Chase, que había absorbido a su compañía en bancarrota, tomó una sobredosis de drogas y saltó del piso 29 del edificio donde estaba su despacho. Un amigo dijo: “Este asunto de Bear Stearns… quebrantó su espíritu”.1 Las circunstancias recordaban desagradablemente a los suicidios que se produjeron tras el hundimiento del mercado de valores en el año 1929.

En la década de 1830, cuando Alexis de Tocqueville escribió sus famosas observaciones sobre América, destacó “una extraña melancolía que invade a sus habitantes… aun en medio de la abundancia”.2 Los estadounidenses creían que la prosperidad saciaría su sed de felicidad, pero semejante esperanza era ilusoria, porque, como añadió de Tocqueville, “los gozos incompletos de este mundo nunca satisfarán el corazón [del hombre]”.3 Esta extraña melancolía se manifiesta de muchas maneras, pero siempre conduce a la misma desesperación nacida de no encontrar lo que se busca.

Existe una diferencia entre la tristeza y la desesperación. La tristeza es un dolor para el que existen maneras de aliviarlo. La tristeza es fruto de la pérdida de una cosa buena entre otras, de modo que, si uno padece un revés profesional, puede encontrar consuelo en su familia para sobrellevar la situación. Sin embargo, la desesperación es inconsolable, porque nace de perder algo esencial. Cuando usted pierde la fuente esencial del sentido de su vida o de su esperanza, ya no hay otras fuentes a las que recurrir. Esto quebranta nuestro espíritu.

¿Cuál es la causa de esta “extraña melancolía” que invade nuestra sociedad incluso durante esas etapas de expansión y crecimiento en las que hay una actividad frenética, y que se convierte en una desesperación flagrante en cuanto disminuye la prosperidad?. De Tocqueville dice que es el resultado de escoger “un goce incompleto de este mundo” y convertirlo en el eje de la existencia. Esta es la definición de la idolatría.

Una cultura repleta de ídolos

Para el mundo contemporáneo, el término idolatría trae a la mente la imagen de un pueblo primitivo que se postra ante una estatua. El libro bíblico de Hechos, en el Nuevo Testamento, contiene descripciones vívidas de las culturas existentes en el mundo grecorromano. Cada ciudad adoraba a sus dioses favoritos y les construía templos en las que depositar sus imágenes para adorarlas. Cuando Pablo acudió a Atenas, vio que estaba literalmente llena de imágenes de aquellas divinidades (Hch. 17:16). El Partenón dedicado a Atenea destacaba por encima de los demás, pero en todos los espacios públicos había representadas otras deidades. Estaba Afrodita, la diosa de la belleza; Ares, el dios de la guerra; Artemisa, la diosa de la fertilidad y de la riqueza; Hefesto, el dios de la artesanía.

Nuestra sociedad contemporánea, en su esencia, no es distinta de las antiguas. Cada cultura está dominada por su propio conjunto de ídolos. Cada una tiene sus “sacerdocios”, sus tótems y sus rituales. Cada una tiene sus santuarios (pueden ser complejos de oficinas, spas y gimnasios, estudios o estadios) donde hay que presentar sacrificios para obtener las bendiciones de la buena vida y eludir las catástrofes. ¿Qué son los dioses de la belleza, el poder, el dinero y el éxito sino aquellas mismas cosas que han asumido unas proporciones míticas en nuestras vidas individuales y en nuestras sociedades? Es posible que no nos arrodillemos físicamente ante la estatua de Afrodita, pero hoy día son muchas las jóvenes que caen en depresiones y en trastornos alimentarios porque sienten una preocupación desmedida por su imagen física. Seguramente, no encendemos incienso para Artemisa, pero, cuando el dinero y la carrera profesional alcanzan dimensiones cósmicas, realizamos una especie de sacrificio de niños, olvidando a la familia y a la comunidad para alcanzar un estrato empresarial superior y obtener más dinero y prestigio.

Después de que el gobernador de Nueva York, Eliot Spitzer, destruyera su carrera debido a su participación en un negocio de prostitución de lujo, David Brooks comentó cómo nuestra cultura ha dado a luz a una clase de emprendedores de éxito que manifiestan “desequilibrios relativos al rango profesional”. Tienen las habilidades sociales para mantener relaciones verticales, para mejorar su rango entre sus mentores y sus jefes, pero carecen de la capacidad de formar vínculos genuinos en las relaciones horizontales con sus cónyuges, sus amigos y sus familiares. “Son incontables los candidatos a la Presidencia que afirman que se presentan por amor a sus familias, a pesar de que se han pasado la vida dedicados a hacer campaña, lejos de ellas.” A medida que pasan los años, llegan a la desalentadora conclusión de que “su grandeza no les basta, y que se sienten solos”.4 Muchos de sus hijos y sus cónyuges están alienados de ellos. Intentan curar la herida, tienen aventuras sentimentales o recurren a otras medidas desesperadas para calmar su vaciedad interior. Entonces, llega la destrucción de la familia, el escándalo o ambas cosas.

Lo habían sacrificado todo al dios del éxito, pero no fue suficiente. En la antigüedad, las deidades estaban sedientas de sangre y costaba mucho aplacarlas. Y no han cambiado.

Los ídolos del corazón

Habría resultado difícil presentar este caso convincentemente durante la era del auge del “punto com”, de la burbuja inmobiliaria y financiera de los últimos veinte años. Sin embargo, la gran catástrofe económica de 2008-2009 ha dejado al descubierto lo que ahora se denomina “la cultura de la codicia”. Hace mucho tiempo, el apóstol Pablo escribió que la codicia no era simplemente una mala conducta, sino que la avaricia es “idolatría” (Colosenses 3:5). Según advertía Pablo, el dinero puede revestirse de atributos divinos, por lo cual la relación que mantengamos con él se aproxima a la adoración y al acatamiento.

El dinero puede convertirse en una adicción espiritual y, como todas las adicciones, oculta a sus víctimas sus verdaderas proporciones. Cada vez corremos mayores riesgos para obtener una satisfacción menor de las cosas que anhelamos, hasta que se produce una catástrofe. Cuando empezamos a recuperarnos, nos preguntamos: “¿En qué estábamos pensando? ¿Cómo es posible que hayamos estado tan ciegos?” Nos despertamos como las personas con resaca, que apenas recuerdan lo sucedido la noche anterior. Pero, ¿por qué? ¿Por qué actuamos tan irracionalmente? ¿Por qué perdimos de vista por completo lo que es correcto?

La respuesta de la Biblia es que el corazón humano es una “fábrica de ídolos”.5

Cuando la mayoría de personas piensa en los “ídolos”, tienen en mente estatuas físicas… o la estrella del pop del momento según Simon Cowell.1 Sin embargo, aunque la adoración tradicional a los ídolos sigue teniendo lugar en muchos lugares de este mundo, la pleitesía interior a los ídolos, la que se rinde dentro del corazón, es universal. En Ezequiel 14:3, Dios dice, hablando de los líderes de Israel: “Estos hombres han puesto sus ídolos en su corazón”. Como lo haríamos nosotros, los líderes debieron responder así a esa acusación: “¿Ídolos? ¿Qué ídolos? ¡Yo no veo ningún ídolo!”. Lo que Dios estaba diciendo es que el corazón humano toma cosas buenas, como una carrera de éxito, el amor, los bienes materiales e incluso la familia, y las convierte en esenciales. Nuestros corazones las deifican como el centro de nuestras vidas, porque pensamos que, si las alcanzamos, pueden ofrecernos trascendencia y seguridad, tranquilidad y plenitud.6

El argumento central de El Señor de los anillos es el anillo de poder del Señor oscuro Sauron, que corrompe a todos los que intentan usarlo, por muy buenas que sean las intenciones de estos. El anillo es lo que el profesor Tom Shippey denomina “un amplificador psíquico”, que toma los deseos más queridos del corazón y los magnifica dotándolos de proporciones idólatras.7 Algunos de los personajes buenos del libro quieren liberar a los esclavos, defender las tierras de su gente o aplicar un castigo justo a los malhechores. Todos estos objetivos son positivos. Pero el anillo les induce a hacer lo que sea para alcanzarlos, sin restricciones. Convierte aquello que es bueno en un absoluto que trasciende toda otra lealtad o valor. El portador del anillo está cada vez más esclavizado a él, su adicción va en aumento, porque un ídolo es algo sin lo que no podemos vivir. Debemos tenerlo y, por consiguiente, nos impulsa a quebrantar normas que otrora respetábamos, perjudicar a otros e incluso a nosotros mismos con tal de conseguirlo. Los ídolos son adicciones espirituales que conducen a una terrible maldad, tanto en la novela de Tolkien como en la vida real.

Todo puede ser un ídolo

Los momentos culturales como el que vivimos en la actualidad nos ofrecen una oportunidad. Hoy día, muchas personas están más abiertas al concepto bíblico de que el dinero puede convertirse en mucho más que en eso. Puede transformarse en un dios poderoso que altere la vida, que dé forma a la cultura, un ídolo que rompa el corazón de sus adoradores. La mala noticia es que estamos tan pendientes del problema de la codicia, que solo nos fijamos en “esos ricos que deslumbran”, sin percibir la verdad más esencial. Todo puede convertirse en un ídolo y casi cualquier cosa ya ha sido un ídolo.

El código moral más famoso del mundo es el Decálogo, los Diez Mandamientos. El primer mandamiento es “Yo soy Jehová tu Dios… No tendrás dioses ajenos delante de mí” Éxodo 20:2-3. Esto nos lleva de forma natural a la pregunta: “¿Qué quieres decir con lo de «dioses ajenos»?». La respuesta es inmediata: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.

No te inclinarás a ellas, ni las honrarás…” Éxodo 20:4-5. ¡Esto incluye todo lo que hay en este mundo! La mayoría de personas que conoces pueden convertir al dinero en un dios o elevar el sexo a la categoría de divinidad. Sin embargo, cualquier cosa de esta vida puede ejercer de ídolo, de alternativa a Dios, de dios fraudulento.

Hace poco, escuché la historia de un oficial del ejército de tierra que enfatizaba hasta tal punto la disciplina física y militar entre sus tropas que acabó con su moral. Esto condujo a un error de comunicación durante un combate que produjo víctimas mortales. Conocí a una mujer cuya familia, siendo ella una niña, había pasado por épocas de pobreza. De adulta, estaba tan preocupada por la seguridad económica que dejó pasar muchas relaciones sentimentales prometedoras para casarse con un hombre rico al que no amaba. Esto la condujo al divorcio en poco tiempo y a todos los problemas económicos que tanto había temido. Parece ser que algunos jugadores de béisbol de las ligas mayores, en un intento no sólo de jugar bien, sino de estar a la altura de las grandes figuras tomaron esteroides y otras drogas. Como resultado, sus cuerpos están más perjudicados y sus reputaciones más sucias que si hubieran aspirado a ser buenos jugadores, no los mejores. Las cosas sobre las que esas personas edificaban su felicidad se convirtieron en polvo entre sus dedos, porque habían fundamentado sobre ellas su felicidad. En cada situación de las mencionadas, algo legitimo y positivo se convirtió en algo supremo, de modo que sus exigencias pudieron más que cualquier otro valor alternativo.8 Pero los dioses falsos siempre decepcionan y, a menudo, destructivamente.

¿Es malo querer unas tropas disciplinadas, la seguridad económica o un buen rendimiento atlético? En absoluto. Pero estas historias señalan un error frecuente que cometen las personas cuando oyen hablar del concepto bíblico de la idolatría. Pensamos que los ídolos son cosas malas, pero casi nunca es así. Cuanto mejores sean, más probable es que esperemos que puedan satisfacer nuestras necesidades y anhelos más profundos. Todo puede funcionar como un dios falso, en especial las mejores cosas de esta vida.

Cómo fabricar un dios

¿Qué es un ídolo? Es algo que es más importante para usted que Dios, cualquier cosa que cautive su corazón y su imaginación más que Dios, cualquier cosa que espere que le proporcione lo que solamente Dios puede darle.9

Un dios falso es algo tan crucial y esencial para su vida que, si lo perdiese, esta carecería de sentido. Un ídolo ocupa una posición de control tan fuerte en su corazón de forma que invierta en él la mayor parte de su pasión y su energía, sus recursos emocionales y económicos, sin pensárselo dos veces. Puede ser la familia y los hijos, la carrera profesional y ganar dinero, los éxitos y el aplauso de los demás, o guardar las apariencias y conservar la posición social. Puede tratarse de una relación sentimental, la aprobación de nuestros iguales, la competencia y la capacidad, unas circunstancias seguras y cómodas, su belleza o su intelecto, una gran causa política o social, su moral y su virtud o incluso el éxito en el ministerio cristiano. Cuando el sentido de su vida consiste en arreglar la vida de otros, podemos llamarlo “codependencia”, pero en realidad es idolatría. Un ídolo es cualquier cosa en la que fije su vista y diga, en lo más íntimo de su corazón: “Si consigo eso, mi vida tendrá sentido. Entonces, sabré que tengo un valor, me sentiré importante y seguro”. Existen muchas maneras de describir ese tipo de relación con algo, pero quizá la palabra que mejor la exprese sea adoración.

Los paganos de la antigüedad no fueron muy fantasiosos cuando concibieron que prácticamente cualquier cosa era un dios. Tenían divinidades del sexo, del trabajo, de la guerra, del dinero, dioses nacionales; y esto por la simple razón de que cualquier cosa puede convertirse en un dios que gobierne y sirva como objeto de adoración en el corazón de un individuo o en la vida de todo un pueblo. Por ejemplo, la belleza física es agradable, pero si se la “deifica”, si se convierte en lo más importante de la vida de una persona o de una cultura, el resultado final no es la mera belleza, sino una Afrodita. Entonces, verá cómo un pueblo, y toda una cultura, se angustia constantemente por el aspecto físico, invirtiendo cantidades ingentes de tiempo y de dinero en él, y utilizándolo neciamente para evaluar el carácter de las personas. Si cualquier cosa se vuelve más fundamental que Dios para su felicidad, el sentido de su vida y su identidad, entonces es un ídolo.

El concepto bíblico de la idolatría es una idea extremadamente sofisticada, que integra categorías intelectuales, psicológicas, sociales, culturales y espirituales. Existen ídolos personales, como el amor romántico y la familia; o el dinero, el poder y el éxito; o el acceso a círculos sociales particulares; o la dependencia emocional que otros tienen de usted; o la salud, la forma física y la belleza. Muchos aspiran a estas cosas para que les den la esperanza, el sentido y la plenitud que sólo Dios puede proporcionar.

Existen ídolos culturales, como el poderío militar, el progreso tecnológico y la prosperidad económica. Los ídolos de las sociedades tradicionales incluyen la familia, el trabajo duro, el deber y la virtud moral, mientras que los de las sociedades occidentales son la libertad individual, el descubrimiento de uno mismo, la prosperidad y la realización personales. Todas estas cosas pueden adoptar, y adoptan, un tamaño y un poder desproporcionados dentro de una sociedad. Nos prometen seguridad, paz y felicidad; sólo tenemos que fundamentar nuestras vidas en ellas.

También puede haber ídolos intelectuales, que a menudo se llaman ideologías. Por ejemplo, los intelectuales europeos de finales del siglo XIX y principios del XX se convencieron en gran medida del paradigma de Rousseau, quien propugnaba la bondad innata de la naturaleza humana y sostenía que todos nuestros problemas sociales eran el resultado de una educación y una socialización incorrectas. La Segunda Guerra Mundial hizo trizas este espejismo. Beatrice Webb, a quien muchos consideran la arquitecta del estado del bienestar británico moderno, escribió:

En algún momento de mi diario (¿en 1890? ), escribí: “He apostado todo a la bondad esencial de la naturaleza humana…” [Ahora, treinta y cinco años después, me doy cuenta] de lo persistentes que son los impulsos y los instintos malvados en el hombre; qué poco podemos confiar en cambiarlos (por ejemplo, el atractivo de la riqueza y el poder) introduciendo cambios en la maquinaria [social]… Ningún grado de conocimiento o de ciencia servirá de nada a menos que podamos frenar o dominar el impulso maligno.10

En 1920, en su libro El perfil de la historia, H. G. Wells alababa la creencia en el progreso humano. En 1933, en La forma de lo que vendrá, horrorizado por el egoísmo y la violencia de las naciones europeas, Wells creía que la única esperanza radicaba en que los intelectuales se hicieran con el control y llevasen a cabo un programa educativo obligatorio que enfatizara la paz, la justicia y la equidad. En 1945, en El destino del Homo sapiens, escribió: “El Homo sapiens, como le ha gustado llamarse a sí mismo, está… agotado”. ¿Qué les pasó a Wells y a Webb? Habían tomado una verdad parcial y la convirtieron en una verdad que lo abarcaba todo, mediante la cual todo se podía explicar y mejorar. “Apostarlo todo” en la bondad humana era colocarla en el lugar de Dios.

También hay ídolos, valores absolutos innegociables, en todos los campos vocacionales. En el mundo empresarial, la expresión de uno mismo queda suprimida en aras del valor último, el beneficio. Sin embargo, en el mundo del arte sucede exactamente lo contrario. Todo se sacrifica en el altar de la autoexpresión y se hace en nombre de la redención. Se piensa que esto es lo que raza humana necesita por encima de todo lo demás. Hay ídolos por todas partes.

Ame, confíe y obedezca

La Biblia usa tres metáforas básicas para describir cómo se relacionan las personas con los ídolos de sus corazones. Aman a los ídolos, confían en ellos y los obedecen.11

En ocasiones, la Biblia habla de los ídolos usando una metáfora matrimonial. Dios debería ser nuestro verdadero esposo, pero, cuando deseamos otras cosas y nos deleitamos en ellas más que en Dios, cometemos un adulterio espiritual.12 El romance o el éxito pueden convertirse en “falsos amantes” que prometen hacernos sentir amados y valorados. Los ídolos capturan nuestra imaginación y podemos localizarlos si nos fijamos en nuestras ensoñaciones cotidianas. ¿Qué nos gusta imaginar? ¿Cuáles son nuestros sueños más preciados? Pedimos a nuestros ídolos que nos amen, que nos proporcionen valor y autoestima, importancia y dignidad.

A menudo, la Biblia habla de los ídolos usando la metáfora de la religión. Dios debería ser nuestro auténtico Salvador, pero pretendemos que el progreso personal o la prosperidad económica nos ofrezcan la paz y la seguridad que necesitamos.13 Los ídolos nos ofrecen la sensación de tener el control y podemos localizarlos si nos fijamos en nuestras pesadillas. ¿Qué es lo que más tememos? ¿Qué haría que, en caso de perderlo, nuestra vida no valiera la pena? Hacemos “sacrificios” para aplacar y propiciar a nuestros dioses, quienes, según pensamos, nos protegerán. Esperamos que nuestros ídolos nos ofrezcan confianza y seguridad.

La Biblia también habla de los ídolos usando la metáfora de la política. Dios debería ser nuestro único Señor, pero nosotros también servimos aquello que amamos y en lo que confiamos. Todo lo que se vuelve más importante e innegociable que Dios se convierte en un ídolo esclavizante.14 Según este paradigma, podemos detectar a los ídolos observando cuáles son nuestras emociones más sólidas. ¿Qué nos pone incontrolablemente furiosos, ansiosos o abatidos? ¿Qué nos tortura con una culpabilidad de la que no podemos librarnos? Los ídolos nos controlan, dado que sentimos que, si no los tenemos, la vida carece de sentido.

Todo lo que nos controla es nuestro señor. El que busca el poder está controlado por él. Quien busca la aceptación está dominada por las personas a las que intenta complacer. Estamos controlados por el señor de nuestras vidas.15

Lo que muchas personas tildan de “problemas psicológicos” no son más que sencillas cuestiones de idolatría. El perfeccionismo, la adicción al trabajo, la indecisión crónica, la necesidad de controlar las vidas de otros, son cosas que se dan cuando convertimos algo bueno en ídolos que, entonces, nos hacen caer de rodillas en un intento de complacerlos. Los ídolos dominan nuestras vidas.

La oportunidad del desencanto

Como hemos visto, existe una enorme diferencia entre la tristeza y la desesperación, dado que esta última es una tristeza insoportable. En la mayoría de los casos, la diferencia entre ambos es la idolatría. Un empresario coreano se quitó la vida después de perder la mayor parte de una inversión por valor de 370 millones de dólares. “Cuando el mercado de valores nacional cayó por debajo de 1000, dejó de comer y se pasó varios días consumiendo alcohol, hasta que al final decidió suicidarse”, declaró su esposa a la policía.16 En mitad de la gran crisis económica de 2008-2009, escuché que un hombre llamado Bill contaba cómo tres años antes se había convertido al cristianismo, y que su seguridad última había pasado de estar en el dinero a centrarse en su relación con Dios por medio de Cristo.17 “Si esta debacle económica se hubiera producido hace más de tres años… bueno, la verdad es que no sé cómo la hubiera superado, cómo habría logrado seguir adelante. Le puedo decir sinceramente que nunca en mi vida había sido tan feliz como ahora”.

Aunque pensamos que vivimos en un mundo secular, los ídolos, los relucientes dioses de nuestra época, ostentan sus derechos a la confianza funcional de nuestros corazones. Dado que la economía mundial está en ruinas, muchos de los ídolos a los que llevamos tantos años adorando se han venido abajo a nuestro alrededor. Esa es nuestra gran oportunidad. Estamos experimentando un periodo breve de “desencanto”. En los relatos de antaño, este era el momento en que se rompía el conjuro lanzado por el malvado hechicero y el protagonista tenía ocasión de escapar. Estos momentos llegan a nosotros como individuos, cuando alguna gran empresa, meta o persona sobre la que habíamos edificado nuestras esperanzas no logra darnos lo que (según pensábamos) prometía. Esta situación muy raras veces afecta a toda una sociedad.

El camino hacia delante, el que nos saca de la desesperación, consiste en discernir los ídolos de nuestro corazón y de nuestra cultura. Pero eso no bastará. La única manera de librarnos de la influencia destructiva de los dioses falsos es volvernos al único verdadero. El Dios vivo, que se reveló tanto en el monte Sinaí como en la cruz, es el único Señor que, si le encuentra, puede llenarle de verdad y, si usted le falla, puede perdonarle genuinamente.


1 Directivo estadounidense de la compañía Sony, productor musical y presentador del programa concurso American Idol. (N. del T.)

Todo lo que siempre has querido