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Índice

La leyenda de tauro

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra


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Traducción de María José Losada



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Título original: Kyland



Primera edición: septiembre de 2017



Copyright © 2015 by Mia Sheridan

Published by arrangement with Bookcase Literary Agency and Brower Literary Management


© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2017


© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-44-5
BIC: FRD



Fotografía: Shutterstock

Diseño de portada: Mia Sheridan

Maquetación y rótulos de portada: Calderón Studio



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Este libro está dedicado a Shirley.
Gracias por ser mi fan número dos, y por dar a luz a mi fan número uno.





Dice la leyenda de Tauro que Cerus era un toro errante y solitario. A pesar de que no era inmortal, la mayoría de la gente pensaba que lo era debido a su increíble fuerza.

Cerus era salvaje e incontrolable, no pertenecía a nadie. Un día, Perséfone, la diosa de la primavera, lo encontró pisoteando un campo de flores y se acercó a él. La belleza y dulzura de la joven lo calmaron, y se enamoró de ella por completo. La diosa domesticó a Cerus, le enseñó a tener paciencia y cómo usar su fuerza con inteligencia.

En otoño, cuando Perséfone se marcha al Hades, Cerus viaja al cielo y se convierte en la constelación de Tauro. En primavera, cuando Perséfone regresa a la tierra, Cerus se reúne con ella. En ese momento, ella se sienta sobre su espalda y él corre, atravesando los campos iluminados por el sol mientras ella hace que florezcan todas las plantas y flores.



1



Tenleigh
A los diecisiete años


La primera vez que me di cuenta realmente de que Kyland Barrett existía, él estaba apropiándose del desayuno que alguien había dejado abandonado en una mesa de la cafetería. En una reacción automática por mi parte, alejé la mirada, dejando que conservara la dignidad. Pero después lo miré por encima del hombro mientras caminaba en mi dirección hacia las puertas, todavía tenía la boca llena con restos de comida. Nuestros ojos se encontraron; los suyos brillaron brevemente, y luego entornó los párpados. Una vez más aparté la vista, en esa ocasión con las mejillas ardiendo, como si acabara de entrometerme en un momento íntimo. Y así era. Lo sabía muy bien. Yo había hecho lo mismo. Sabía lo que era la vergüenza. Y también sabía lo que era que te doliera de hambre el estómago vacío un lunes por la mañana después de un largo fin de semana. Era evidente que Kyland también lo sabía.

Por supuesto, lo había visto antes de ese momento. Cualquier mujer que se cruzara con él se hubiera girado a mirarlo, con aquellos llamativos rasgos, su altura y su sólida constitución. Pero esa fue la primera vez que lo vi de verdad, la primera vez que sentí una punzada de simpatía en el pecho hacia el chico que siempre parecía lucir una expresión de indiferencia, como si no le importara demasiado ninguna persona o cosa. Ya entonces estaba muy al tanto de que había hombres a los que todo les daba igual, y ese era un problema al que no quería enfrentarme.

Sin embargo, no todas las chicas del instituto tenían los mismos escrúpulos que yo, porque cuando Kyland tenía compañía, siempre era femenina.

El nuestro era un instituto grande, donde acudíamos los chicos de tres pueblos cercanos. Había coincidido en algunas clases con Kyland a lo largo de los tres años y medio que llevábamos cursando secundaria; en esas ocasiones, él siempre estaba sentado al fondo del aula, y rara vez decía una palabra. Yo siempre me sentaba en la parte de delante para ver bien la pizarra; estaba segura de que era miope, pero no nos podíamos permitir una revisión de la vista y menos unas gafas. Sabía que él sacaba buenas notas, así que debía de ser inteligente a pesar de su actitud aparentemente indiferente. Pero después de aquel día en la cafetería, no pude evitar mirarlo de una forma distinta, y era como si mis ojos siempre estuvieran tropezándose con él. Lo buscaba en el abarrotado pasillo repleto de adolescentes que se movían hacia sus respectivas aulas lentamente, como ganado conducido a pastos más verdes, en la cafetería o caminando delante de mí. La mayoría de las veces me lo encontraba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha, como si estuviera enfrentándose a un fuerte viento. Me gustaba observar cómo se movía, y me gustaba más que él no lo supiera. Ahora sentía curiosidad por Kyland. De repente, aquella expresión suya me parecía más cautelosa que indiferente o pasota. Sabía algo sobre él. Vivía al pie de las montañas, como yo. Y al parecer, no tenía suficiente para comer, pero no era poca la gente que pasaba hambre en esa zona.

En medio de las verdes laderas, con impresionantes vistas a las montañas, cascadas y puentes, se encuentra Dennville, Kentucky, una parte de los montes Apalaches que avergonzaría a cualquier barrio urbano, donde la desesperanza es tan común como los robles blancos, y el desempleo es más la regla que la excepción.

Mi hermana mayor, Marlo, había dicho en una ocasión que Dios había creado los Apalaches y luego se había largado lo más rápido que había podido para no regresar nunca. En mi interior, sospechaba que la gente decepcionaba más a Dios que a la inversa. Pero ¿qué sabía yo de Dios realmente? Ni siquiera pisaba la iglesia.

Lo que entendía era que en un lugar como Dennville, Kentucky, la regla de Darwin era más que aplicable: solo sobrevivían los más fuertes.

Dennville no siempre había estado tan mal. Había habido un momento, cuando la mina de carbón estaba en su apogeo, en el que las familias disfrutaban de unos salarios dignos, aunque los tuvieran que complementar con cupones de alimentos. Fue entonces cuando surgieron algunos negocios prósperos en el pueblo, empleos para los que querían trabajar y gente con algo de dinero que gastar. Incluso aquellos de nosotros que vivíamos en las montañas, en una triste colección de cabañas, chozas o caravanas —los más pobres de los pobres—, teníamos lo suficiente para sobrevivir. Pero entonces, había habido una explosión en la mina. Los medios dijeron que era la peor tragedia minera de los últimos cincuenta años. Murieron sesenta y dos hombres, la mayoría con familias que dependían de ellos. El padre y el hermano mayor de Kyland perdieron la vida ese día. Después, él vivió en una casita un poco retirada, cerca de la mina, a los pies de la montaña, con su madre, que era inválida. No sabía exactamente qué enfermedad padecía.

En cuanto a mí, vivía con mi madre y mi hermana en un pequeño remolque enclavado en un bosque de pinos. Los meses de invierno, el viento ululaba a través de la caravana y la sacudía de una forma tan violenta que estaba segura de que acabaría volcándola. Sin embargo, se las había arreglado para mantenerse firme hasta el momento. De alguna forma, todos en la montaña habíamos logrado conservar nuestras propiedades. Hasta ahora.

Un día a finales de otoño, mientras caminaba por la carretera que conducía a la caravana, encogida dentro del jersey mientras el viento me azotaba el pelo, observé que Kyland caminaba unos metros por delante de mí. De repente, Shelly Galvin me adelantó corriendo para alcanzarlo, y él se volvió y asintió con la cabeza mientras ella se ponía a la par, respondiendo a algo que le había dicho. Los perdí de vista al doblar una curva y me concentré en mis pensamientos. Unos minutos más tarde, cuando yo misma llegué a la curva, vi que no estaban a la vista, pero al pasar junto a unos nogales, oí la risa de Shelly. Me detuve a observar; Kyland la apretaba contra un árbol y la besaba como si fuera un indomable animal salvaje. Ella estaba de espaldas a mí y solo podía ver la cara de él. No sé por qué me quedé allí, mirándolos, entrometiéndome claramente en su privacidad en lugar de seguir mi camino. Pero había algo en la forma en la que Kyland cerraba los ojos, en su expresión concentrada mientras movía la boca sobre la de Shelly, que me hizo apretar las piernas de una forma que el calor inundó mis venas y la lujuria se apoderó de mí. Vi cómo movía la mano hasta su pecho, mientras ella gemía en respuesta. Mis propios pezones se endurecieron como si estuviera tocándome a mí. Alargué la mano para sujetarme al árbol más cercano, y debí de hacer algún ruido que llamó su atención, porque abrió los ojos y me miró sin dejar de besarla, con las mejillas ahuecadas mientras hacía algo con la lengua. Solo podía imaginar qué. Y estaba haciendo precisamente eso, imaginándolo, hasta que una oleada de vergüenza inundó mi rostro cuando nuestras miradas se encontraron. Entrecerró los ojos. Cuando la realidad me aplastó, me eché hacia atrás, avergonzada.

Y celosa. Aunque eso no quería reconocerlo. No, eso traía problemas y no quería nada de eso.

Me di la vuelta y después corrí durante el resto del camino hasta donde estaba la caravana en la que vivía. Abrí bruscamente la puerta metálica para entrar y la cerré a mi espalda antes de hundirme en el sofá, sin aliento.

—Por Dios, Tenleigh —canturreó mi madre, que se encontraba de pie ante la pequeña cocina, revolviendo algo que olía a sopa de patata en una olla sobre los fogones eléctricos. La miré con la respiración todavía acelerada. Gemí para mis adentros al ver que llevaba una bata y la cinta que la designaba «Miss Rayo de Sol de Kentucky» cruzada sobre su pecho. El día iba a ser de los malos. En más de un sentido.

—Hola, mamá —la saludé—. Hacía frío ahí fuera. —Fue la única explicación que se me ocurrió—. ¿Quieres que te ayude?

—No, no, está todo controlado. Estaba pensando en llevarle algo caliente a Eddie, al pueblo. Le gusta la sopa de patata, y esta noche hará mucho frío.

Hice una mueca.

—Mamá, Eddie está en casa con su esposa y el resto de la familia. No puedes llevarle sopa de patata.

Una nube atravesó los rasgos de mi madre, pero luego sonrió, sacudiendo la cabeza.

—No, no, la ha dejado, Tenleigh. No es una mujer adecuada para él. Me ama a mí. Y esta noche hará frío. El viento… —Continuó revolviendo la sopa mientras tarareaba una melodía sin nombre, sonriendo para sí misma.

—Mamá, ¿te has tomado hoy la medicina? —pregunté.

Levantó la cabeza. Primero me miró con confusión, pero pronto me dirigió una sonrisa.

—¿Medicina? ¡Oh, no, nena! No necesito tomar más esa medicina. —Movió la cabeza—. Solo me da ganas de dormir todo el rato… Y ahora me siento feliz… —Frunció la naricita como si fuera la cosa más tonta del mundo—. No, he tirado esas pastillas. Y ¡me siento maravillosa!

—Mamá, Marlo te ha dicho cientos de veces que no puedes dejar de tomar el medicamento. —Me acerqué a ella y le puse la mano en el brazo—. Mamá, te sentirás bien durante un rato, pero luego ya no. Sabes que tengo razón.

Su expresión cambió un poco mientras paraba de revolver la espesa sopa. Luego movió la cabeza de nuevo.

—No, esta vez será diferente. Ya lo verás. Y esta vez, Eddie nos llevará a todas a una bonita casa. Se dará cuenta de que me necesita con él… Que nos necesita a todas.

Hundí los hombros derrotada. Estaba demasiado cansada para enfrentarme a esto.

Mi madre subió la mano y se ahuecó el pelo castaño —el mismo color que yo había heredado de ella—, y sonrió de nuevo.

—Todavía soy guapa, Tenleigh. Eddie siempre ha dicho que soy la mujer más hermosa de Kentucky. Y tengo esta banda que demuestra que no miente. —Su mirada se volvió soñadora como siempre que hablaba de su título de Miss Rayo de Sol, que había ganado cuando tenía mi edad. Se volvió hacia mí y me guiñó un ojo. Me acarició un mechón de cabello antes de sonreír—. Eres tan guapa como yo —aseguró, pero luego frunció el ceño—. Me gustaría tener dinero para que participaras en algunos concursos. Apuesto lo que sea a que ganarías igual que lo hice yo. —Suspiró profundamente y se dio la vuelta para seguir removiendo la sopa.

Me sobresalté cuando la puerta se abrió y entró Marlo súbitamente, con las mejillas encendidas y respirando con dificultad.

—Por Dios —exclamó, sonriéndome—. Menudo viento hace.

Asentí con la cabeza, sin devolverle la sonrisa, mientras hacía un gesto con los ojos en dirección a nuestra madre, que estaba vertiendo la sopa en un recipiente de plástico. La expresión de mi hermana se volvió seria al instante.

—Hola, mamá, ¿qué estás haciendo? —preguntó mientras se quitaba la cazadora y la dejaba a un lado.

Mi madre la miró con una sonrisa.

—Le voy a llevar sopa a Eddie —informó mientras ponía la tapa al recipiente antes de llevarlo a la zona de la caravana destinada a salón y comedor.

—No lo vas a hacer, mamá —aseguró Marlo en tono amargo.

—¿Por qué? Claro que voy a hacerlo —respondió ella.

—Dame esa sopa, mamá. Tenleigh, ve a buscar la medicina.

Mi madre comenzó a sacudir la cabeza vigorosamente cuando pasé junto a ella para ir en busca de la medicación. Se trataba de unas pastillas que conseguíamos pagar a duras penas, un medicamento que adquiría con las ganancias que obtenía limpiando el suelo y el polvo en Rusty’s, los almacenes para todo del pueblo, propiedad de uno de los mayores gilipollas que conocía. El medicamento que Marlo y yo comprábamos aunque después no tuviéramos dinero para comer.

Oí una pelea a mi espalda y corrí al cuarto de baño, donde cogí con manos temblorosas el frasco con las pastillas de mi madre del estante de las medicinas.

Cuando regresé de nuevo al espacio más amplio del remolque, mamá estaba llorando y la sopa derramada por el suelo y por encima de mi hermana. Mi madre se dejó caer de rodillas en el suelo antes de hundir la cara entre los dedos, lamentándose. Marlo cogió el medicamento. Noté que también a ella le temblaban las manos.

Se arrodilló junto a nuestra madre y la abrazó mientras ella se mecía.

—Sé que todavía me ama, Mar. Sé que lo hace —gimió mi madre—. Soy guapa. Mucho más guapa que ella.

—No, mamá, él no te ama —contradijo Marlo con suavidad—. Lo siento mucho, pero no lo hace. Nosotras sí te queremos. Tenleigh y yo, te queremos. Mucho. Y te necesitamos, mamá.

—Quiero que alguien cuide de nosotras. Solo necesitamos a alguien que nos ayude. Eddie nos ayudará si…

Pero ese pensamiento se perdió entre sus sollozos mientras Marlo la acunaba, sin añadir una palabra más. Nada de lo que dijera serviría de nada, y menos cuando se ponía así. Al día siguiente se quitaría la banda. Sí, mañana se quedaría en la cama todo el día. Dentro de unos días, el medicamento comenzaría a hacer efecto y todo volvería poco a poco a la normalidad. Luego decidiría que no lo necesitaba más y dejaría de tomarlo sin decirnos nada, por lo que volveríamos a encontrarnos en una situación similar. Me preguntaba si era normal que una chica de diecisiete años estuviera tan cansada como yo. Cansada hasta los huesos.

Ayudé a Marlo con mamá y le dimos la medicina acompañada de un vaso de agua. Luego la llevamos a la cama y regresamos en silencio al salón. Limpiamos la sopa del suelo, recogiendo con la cuchara toda la que pudimos. No estábamos en posición de desperdiciar comida, incluso aunque hubiera estado en el suelo. Más tarde, la servimos en unos tazones y la tomamos de cena. Estuviera sucia o no, sirvió para llenarnos el estómago.



2



Tenleigh


—Hola, Rusty —dije mientras entraba en los almacenes donde trabajaba cuatro días a la semana después de clase. Respiraba con dificultad, empapada por la lluvia. Me pasé la mano por el pelo. En el exterior, comenzaba a escampar.

—Vuelves a llegar tarde. —Rusty frunció el ceño.

Me encogí por dentro ante su tono áspero y miré el reloj. Recorrer a pie los diez kilómetros que separaban los almacenes del instituto en una hora y cuarto era imposible. Corría durante una buena parte del camino y, por lo general, llegaba sudando y jadeando.

—Son solo dos minutos, Rusty. Luego me quedaré más tiempo, ¿vale? —Le brindé mi mejor sonrisa. Él frunció el ceño un poco más.

—Te quedarás quince minutos más porque había una botella rota en el pack que le vendí a Jay Crowley esta mañana.

Apreté los labios.

El hecho de que Jay Crowley estuviera comprando cerveza a primera hora de la mañana no me resultaba sorprendente, pero no sabía por qué me echaba la culpa a mí. Era Rusty el que abría las cajas. Aun así, asentí sin decir una palabra, y me fui a la trastienda en busca del delantal y la escoba.

Era el primer día del mes, así que me tocaba limpiar y organizar los estantes, y debía hacerlo con rapidez porque aproximadamente dentro una hora, cuando estuvieran acreditados los cupones para alimentos, Rusty’s se vería inundado por gente con carros llenos de refrescos. Era un fraude en toda la extensión de la palabra, la gente cogía el cheque de quinientos dólares que daba el gobierno a una familia de cuatro miembros cada mes para comida, compraba refrescos en la gasolinera de JoJo a un dólar cada uno y luego se los vendían a Rusty por cincuenta centavos, convirtiendo la ayuda gubernamental en doscientos cincuenta dólares de dinero en efectivo. Dinero con el que luego compraban cigarrillos, licores, billetes de lotería, metanfetamina… Artículos que no se podían adquirir con los cupones. Y Rusty estaba más que dispuesto a colaborar, no le importaba que eso significara que algunos niños iban a quedarse sin cenar. Si tenía que ser justa, sin embargo, era consciente de que si no fuera Rusty quien comprara los refrescos, lo haría otra persona. Así era como funcionaban las cosas aquí.

Un par de horas después, la multitud se había reducido por fin. Estaba limpiando de nuevo el polvo de uno de los estantes inferiores cuando sonó el timbre de la puerta. Seguí ocupada, aunque levanté la vista cuando por el rabillo del ojo vi que alguien abría la puerta del refrigerador de la pared trasera. Mis ojos se encontraron con los de Kyland Barrett cuando se dio la vuelta, y me levanté, quedando frente a la estantería. Bajé la mirada a su mano, con la que se guardaba un sándwich en la cazadora. Abrió mucho los ojos y me contempló con sorpresa durante un breve instante antes de que levantara la vista para mirar. Oí unos pasos bruscos que me hicieron girar la cabeza. Rusty avanzaba por el pasillo con el ceño fruncido mientras Kyland seguía ante mí, con un sándwich en la mano que todavía no había ocultado por completo en el interior de la cazadora. Si me movía, lo pillaría en flagrante delito. Tomé la decisión en una fracción de segundo. Me dejé caer sin gracia, golpeando con los brazos lo que seguramente no eran más que Cheerios rancios —unos cereales sin azúcar que jamás vendía—, al tiempo que emitía un grito. No sabía exactamente por qué lo hacía, quizá porque la mirada de sorpresa de Kyland había llegado a una parte de mí, o quizá porque los dos comprendíamos lo que era el hambre. Sin duda no fue porque imaginara que aquella rápida acción alteraría por completo el curso de mi vida.

Di un paso con torpeza entre las cajas, volviendo a golpearlas y provocando que los cereales se derramaran por el suelo.

—¿Qué te pasa, estúpida? —exigió Rusty a gritos mientras se agachaba para recoger una caja al tiempo que Kyland se alejaba de nosotros dos—. Quedas despedida. Ya te he aguantado lo suficiente. —Al oír la puerta, me puse en pie con rapidez. Volví a establecer un contacto visual con Kyland cuando se volvió, tenía los ojos muy abiertos y una expresión indescifrable. Vi que se detenía un instante con un estremecimiento, y luego la puerta se cerró tras él.

—Lo siento, Rusty, ha sido solo un accidente. Por favor, no me despidas. —Necesitaba ese trabajo. Por mucho que odiara suplicar, otras personas dependían de mí.

—Ya te he dado suficientes oportunidades. Mañana pondré un anuncio. —Me señaló mientras me miraba con frialdad—. Deberías haber apreciado lo que tenías y haberte esforzado un poco más. No llegarás muy lejos en la vida a pesar de esa cara bonita a no ser que te centres un poco.

Era consciente de ello. Muy consciente. Lo único que tenía que hacer era mirar a mi madre para constatar ese hecho.

El pulso me resonaba en los oídos y sentía calor en el cuello. Me quité el delantal y lo dejé caer al suelo mientras Rusty continuaba murmurando sobre los ingratos que no apreciaban su ayuda.

Abandoné la tienda unos minutos después, cuando el sol se ocultaba por detrás de las montañas, a mi espalda, inundando el cielo de tonos rosados y anaranjados. El aire era frío y traía un intenso olor a lluvia y a pinos. Respiré hondo, rodeándome con los brazos. Me sentía perdida y derrotada. Que me hubieran despedido eran muy malas noticias. Marlo iba a matarme. Gemí en voz alta.

—¿Qué más puede pasarme? —susurré al universo. Pero no había sido él el responsable de mi estúpida acción. Era culpa mía.

A veces, mi vida me parecía ínfima. Quizá debía preguntarme por qué aquellos con vidas tan insignificantes teníamos que sufrir un dolor tan grande. No me parecía justo.

Me metí las manos en los bolsillos y comencé a caminar hacia la base de la montaña, con la mochila de los libros colgada del hombro. En la primavera y el verano, conseguía leer mientras caminaba, pues conocía el camino lo suficientemente bien como para concentrarme en el libro. Los coches no solían frecuentar esa carretera, y si lo hacían, me enteraba con tiempo suficiente. Pero cuando llegaba el otoño, salía de Rusty’s demasiado tarde —algo que ya no iba a ser un problema—, por lo que me perdía en mis pensamientos. Y esa noche no fue diferente. De hecho, necesitaba distraerme y dejarme llevar por mis sueños. Necesitaba disfrutar de la esperanza de que la vida no sería siempre tan difícil. Imaginé que ganaba la Beca Tyton Coal, a la que aspiraba desde que empecé la secundaria. Cada año, uno de los mejores estudiantes era premiado con esa beca, lo que le permitía asistir durante cuatro años a la universidad con todos los gastos pagados. Si la conseguía, sería capaz de salir de Dennville, me alejaría de la pobreza y la desesperación, de los fraudes del bienestar y de las drogas para dormir feliz. Por fin sería capaz de ayudar a mi madre y a Marlo, podría llevármelas de aquí, proporcionaría a mi madre la ayuda profesional que necesitaba en lugar de un médico de la seguridad social con los ojos hundidos del que sospechaba que estaba compinchado con el traficante de las pastillas. Entonces, pararía en Rusty’s antes de marcharme del pueblo y le diría que se metiera una caja de Cheerios rancios por su huesudo culo pulgoso.

Al doblar la curva hacia las montañas, vi a la anciana señora Lytle sentada en los escalones del porche de la oficina de correos, ahora cerrada, comiendo el último trozo de un sándwich. Entrecerré los párpados y sonreí cuando nuestros ojos se encontraron. Clavé los ojos en el paquete que sostenía en la mano, «Mixto de Rusty’s» con la fecha de hoy en números rojos. Era el que Kyland Barrett había robado diez minutos antes.

—Buenas tardes, señora Lytle —saludé.

Ella respondió moviendo la cabeza mientras se tomaba el último bocado de sándwich con una expresión triste. La señora Lytle formaba parte del paisaje de este lugar… Una alcohólica que deambulaba por las calles del pueblo, murmurando para sus adentros mientras pedía dinero a los vecinos para financiar su adicción. Había perdido a tres hijos ya adultos y a su marido en el accidente de la mina. Yo sospechaba que estaba deseando seguirlos cuanto antes.

—¿Estará bien esta noche, señora Lytle? —pregunté, hundiendo más profundamente las manos en los bolsillos. No es que pudiera ofrecerle otra cosa si no fuera así, pero quería que supiera que me importaba. Quizá con eso llegara.

Ella asintió, dejando de masticar.

—¡Oh! Creo que sí —arrastró las palabras—. Iré a algún lugar después de que termine de disfrutar del espectáculo. —Señaló con la cabeza la puesta de sol.

Asentí yo también al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Buenas noches entonces —deseé con una sonrisa.

—Buenas noches.

Cuando empecé a recorrer el camino de tierra que llevaba a la montaña, alguien surgió delante de mí, haciendo que soltara un grito de sorpresa mientras me detenía en seco y retrocedía hasta el medio de un charco de barro. Kyland.

Resoplé.

—¡Me has asustado! —Me salí del barro, sintiendo que la humedad llegaba hasta mis calcetines, dado que las suelas estaban rotas o desprendidas.

«¡Genial! ¡Gracias, Kyland!».

Bajé la mirada a los pies, pero no mencioné los zapatos arruinados. Él me miró con los ojos entrecerrados, estudiándome durante unos instantes.

—¿Por qué has hecho eso en la tienda? ¿Por qué me has ayudado? —Tenía los dientes apretados con ira.

Lo observé entornando los párpados al tiempo que inclinaba la cabeza. ¿Estaba enfadado conmigo? ¿Por qué?

—¿Y tú por qué le has regalado el sándwich a la señora Lytle? —espeté—. ¿Por qué no te lo has comido tú? —Crucé los brazos—. Sé que necesitas la comida. —Bajé la mirada al suelo al mencionar aquel momento compartido en la cafetería, cuando nuestros ojos se encontraron. Pero luego la alcé con rapidez.

Él no me respondió, y ambos nos quedamos mirándonos en silencio durante unos minutos.

—¿Te ha despedido? —dijo finalmente.

Su expresión era tensa y seria, y no pude dejar de admirar su fuerte mandíbula, la línea recta de la nariz, la plenitud de sus labios. Suspiré. No era bueno que percibiera esas cosas.

—Sí, me ha despedido.

Kyland se metió las manos en los bolsillos y, cuando empecé a caminar, me imitó, maldiciendo por lo bajo.

—¡Joder! Necesitas ese trabajo.

Solté una risa carente de diversión.

—¿De verdad? No, solo barría el suelo porque el encantador carácter de Rusty es inspirador. Oh, sí… Ojalá hubiera más Rustys en el mundo. —Me puse la mano sobre el corazón como si estuviera llena de amor y admiración.

Si a Kyland le hizo gracia mi sarcasmo, no lo demostró.

—Lo que has hecho ha sido realmente estúpido.

Me detuve y me volví hacia él, que también se quedó quieto.

—No estaría de más que me dieras las gracias. Rusty hubiera presentado cargos en menos que canta un gallo. Le hubiera alegrado el día. Quizá incluso su patética vida.

Kyland miró detrás de mí, al horizonte. Se mordió el labio inferior y frunció el ceño antes de volver a clavar en mí los ojos.

—Sí, lo sé. —Deslizó los ojos por mi cara lentamente. Me moví mientras me estudiaba, preguntándome qué estaba pensando—. Gracias.

Me tomé mi tiempo para estudiarlo ahora que estaba más cerca. Me sostuvo la mirada con unos ojos grises rodeados de espesas pestañas negras. Era difícil odiar a alguien tan guapo. Otra injusticia más de la vida, porque hubiera querido odiar de verdad al chico que tenía frente a mí. En cambio, aparté la vista y me puse de nuevo en movimiento. Él se acomodó a mi paso y caminamos en silencio durante varios minutos.

—No tienes que acompañarme.

—Es peligroso que una niña ande sola en la oscuridad. Quiero asegurarme de que no te ocurre nada malo.

Tomé aire.

—Pues las evidencias dicen lo contrario.

Kyland soltó una risa, sorprendido.

Me coloqué mejor la mochila.

—De todas formas, ¿una niña? Tengo la misma edad que tú. Quizá más. Cumplo dieciocho en mayo.

Me miró.

—¿Qué día? —me desafió, adelantándose y caminando hacia atrás mientras me miraba de frente.

—El dos de mayo.

Abrió mucho los ojos.

—Imposible. Ese día es mi cumpleaños.

Me detuve, sorprendida.

—¿A qué hora naciste? —pregunté.

—No lo sé exactamente. De madrugada.

Me puse a caminar de nuevo y acomodó sus pasos a los míos.

—Yo por la tarde —reconocí de mala gana. Percibí su expresión de satisfacción con el rabillo del ojo y apreté los labios.

—En serio —insistió un minuto después—, tienes que tener cuidado. En la montaña hay linces.

Suspiré.

—Los linces son la menor de mis preocupaciones.

—Ya, piensas eso porque no se ha detenido uno de ellos hambriento delante de ti. Entonces se convertiría en tu mayor preocupación.

Solté una risita divertida, que hizo que Kyland me mirara.

—Y ¿qué es exactamente lo que harías tú si ahora mismo apareciera un lince en el camino, Kyland Barrett?

—Sabes cómo me llamo —dijo con sorpresa.

Apreté el paso.

—Es un pueblo pequeño. Todos nos conocemos, ¿no?

—No. Yo no lo hago. No quiero conocer la historia de nadie, ni siquiera su nombre.

Ladeé la cabeza mientras lo miraba.

—¿Por qué?

—Porque cuando gane la beca Tyton Coal y me largue de aquí, no quiero llevar conmigo información inútil de este agujero de mierda.

Me volví hacia él, sorprendida.

—¿Quieres conseguir la beca?

Arqueó una ceja.

—Sí, ¿te sorprende? ¿Es que no conoces mi nombre por haberlo visto en las listas de los mejores estudiantes?

—Er… es decir… —De pronto, Kyland sonrió, haciendo que lo mirara pasmada. Nunca lo había visto sonreír de esa manera, ni una sola vez, y era algo que transformaba su rostro en algo realmente hermoso. Lo miré boquiabierta durante un momento antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo y acelerar de nuevo. Él se puso a mi lado enseguida. Sacudí la cabeza, sintiendo que estaba perdida, tratando de recordar de qué habíamos estado hablando. De la beca… Sí, estaba sorprendida. Había visto su nombre en esas listas que él mencionaba, pero no me imaginaba que hubiera solicitado la beca Tyton Coal. Nunca había pertenecido a ningún grupo de estudio o curso de preparación. Siempre estábamos yo, Ginny Rawlins y Carrie Cooper. Sabía que ellas sí la habían pedido porque habíamos hablado del tema. Me parecían mis principales competidoras. Kyland, a pesar de que tenía muy buenas calificaciones, siempre parecía al margen del asunto.

—¿Cómo es posible que vayas a ganar una beca que voy a conseguir yo? —pregunté, arqueando una ceja.

Kyland me lanzó una mirada rápida con una expresión divertida mientras negaba con la cabeza.

—Otra casualidad —aseguró sonriendo—. Pero hace que todo sea más interesante, ¿no crees?

Suspiré con suavidad. No era interesante. Necesitaba esa beca. Pero por duro que me resultara reconocerlo, Kyland tenía muchas posibilidades de conseguirla también. Hasta ese momento no me imaginaba que tuviera que preocuparme de eso.

Caminamos en silencio durante unos minutos más.

—¿Shelly no se pondrá como loca al saber que tú… proteges a otra chica de los linces?

Me miró confundido.

—¿Shelly? ¿Por qué iba a …? —Se rio—. Oh, ya… —Negó moviendo la cabeza y se pasó la mano por el cabello castaño dorado. Noté que era espeso y brillante, y que se rizaba a la altura del cuello—. Shelly y yo solo somos amigos.

Arqueé las cejas, pero opté por no comentar nada al respecto. Ya tenía suficientes cosas de qué preocuparme para interesarme por a quién estaba besando Kyland Barrett.

—Entonces, ¿a dónde irás si ganas la beca? —«Aunque no lo harás».

—Lejos de aquí.

Asentí con la cabeza y me mordí el labio.

—Sí —comenté simplemente. Kyland miraba hacia la izquierda mientras caminábamos frente a una casa de madera pintada de azul situada justo detrás de la carretera. El bosque se extendía ante nosotros, sin una sola luz. Cuando volvió a mirarme, hizo una pequeña mueca.

—Bien, gracias, Kyland. Has sido muy caballeroso al acompañarme hasta la montaña, ¿sabes? A pesar de que has conseguido que me despidieran, que mi único par de zapatos quedara arruinado y me has robado mi cumpleaños. —Seguí caminando y cuando siguió junto a mí, riéndose por lo bajo de lo que yo había dicho, lo miré interrogante—. Solo tengo que subir por ahí, espero que no haya linces en el trozo que me queda. —Sonreí nerviosa. No sabía si había visto alguna vez la caravana en la que vivía, y no tenía ganas de que lo hiciera ahora.

Pero siguió junto a mí, caminando en silencio.

—Por lo tanto, Tenleigh… El trabajo, ¿qué pasará? Es decir… —Miró a un lado, incómodo—. ¿Puedo hacer algo por ti?

Me mordí el labio. ¿Qué iba a hacer? Él también cuidaba a su madre enferma. Por lo que sabía, su caso era peor que el mío.

—No, sobreviviré.

Kyland asintió, pero cuando lo miré, la mirada de preocupación no había desaparecido de su cara.

Cuando llegamos a la caravana, me detuve y me obligué a sonreír mientras lo miraba.

—Bien, buenas noches —me despedí. Kyland miró el remolque en el que vivía durante unos minutos, haciendo que se me encendieran las mejillas. Por alguna razón, mientras estaba allí con él, el lugar me parecía todavía peor que el resto del tiempo. No solo resultaba pequeño y estaba deteriorado, además estaba agrietándose la pintura y había trozos oxidados. En las ventanas había una película de suciedad que no salía sin importar la cantidad de vinagre que usara cuando las limpiaba. Su casa no era mucho mejor, pero aun así no pude evitar la vergüenza que me inundó mientras veía mi hogar a través de los ojos de Kyland. Volvió a mirarme, y mi humillación debió de ser evidente en mi cara, porque abrió mucho los ojos y percibí en su expresión algo parecido a la comprensión. Giré sobre mis talones y me dirigí con piernas temblorosas a la caravana.

—Tenleigh Falyn —me llamó, haciéndome saber que, de hecho, él también conocía mi nombre. Me detuve y lo miré interrogante.

Se pasó la mano por el pelo, pareciendo indeciso por un breve momento.

—La razón por la que le he dado el sándwich a Joan Lytle… —Miró a lo lejos, como si estuviera eligiendo las palabras con mucho cuidado—. Siempre hay alguien que tiene más hambre que nosotros. El hambre, todo sea dicho, se presenta en diferentes formas. —Bajó la cabeza—. Intento no olvidarlo —concluyó en voz baja, pareciendo un poco avergonzado.

Se metió las manos en los bolsillos y se alejó de mí, por el camino. Me apoyé en el lateral de la caravana y lo miré hasta que desapareció.

Kyland Barrett no era en absoluto como yo esperaba. Y algo de eso me dejaba tan confusa como emocionada, y no estaba segura de que me gustara.