Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Linda Susan Meier. Todos los derechos reservados.

LA HIJA SECRETA DEL MAGNATE, N.º 2487 - noviembre 2012

Título original: The Tycoon’s Secret Daughter

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1164-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

MAX Montgomery salió del ascensor del Mercy General Hospital y se quedó sin respiración. La mujer que salía de la cafetería era igual que su exesposa, Kate. Era menuda, llevaba vaqueros y una camiseta sin mangas, tenía el pelo negro y le llegaba hasta los hombros… Sacudió la cabeza, se habría vuelto loco… Su exesposa se había marchado de Pine Ward, en Pennsylvania, hacía casi ocho años, se había divorciado legalmente, no había contestado las cartas que había mandado a casa de sus padres y, que él supiera, no había vuelto ni de visita. No podía ser ella.

Fue hasta la puerta, pero se dio la vuelta por curiosidad. La mujer estaba de espaldas ante la puerta del ascensor, pero siempre había sabido si estaba en un radio de diez metros y siempre había sabido si estaba a punto de entrar en la habitación. Se acercó cautelosamente, pero se detuvo. Aunque fuese ella, ¿para qué iba a querer verlo? ¿Qué iba a decirle? ¿Que sentía haber estropeado el matrimonio, pero que ya no bebía…? En realidad, no era una mala idea. Se había disculpado con muchas personas, menos con ella, la que más se merecía una disculpa. Tomó aliento, se acercó y le palmeó un hombro. Ella se dio la vuelta. Se le paró el pulso. Era ella. Recordó inmediatamente el día que la conoció en una fiesta al borde de una piscina. Llevaba un biquini verde, a juego con sus ojos. Su belleza captó su atención, pero fue su personalidad lo que le atrapó el corazón. Era delicada, intrépida y divertida. Con una breve conversación, consiguió que olvidara a todas las mujeres que había conocido. En ese momento, la tenía delante. Le flaquearon las rodillas.

Sin embargo, cuando ella lo reconoció, su expresión de sorpresa se tornó en una de espanto.

–¡Max!

Se le hizo un nudo en la garganta y, con solo un destello, repasó casi toda la vida que habían pasado juntos. Cómo hablaron hasta el amanecer la noche que se conocieron, la primera vez que se besaron, la primera vez que hicieron el amor, el día de la boda… Todo lo que había tirado por la borda por una botella.

–Kate…

Ella le enseñó un vaso con café.

–Yo… umm… tengo que llevarle esto a mi madre.

–¿Tu madre está aquí como paciente? –preguntó él con preocupación.

–No, ella está bien –Kate miró alrededor–. Mi padre ha tenido un derrame cerebral.

–Vaya… Lo siento mucho.

–Está bien –ella volvió a mirar hacia la derecha–. Ha sido un derrame leve. El pronóstico es bueno. De verdad, tengo que marcharme.

Era el peor momento de su vida. Hacía ocho años, ella habría acudido a él, pero, en ese momento, no podía soportarlo cerca… y no podía reprochárselo. Sin embargo, había cambiado. Fue a Alcohólicos Anónimos durante siete años y se daba cuenta de lo que había perdido. Sin embargo, lo más importante era que disculparse y reconocer sus errores formaba parte del programa de doce pasos. Cuando llegó el ascensor, la agarró del brazo y sintió una descarga eléctrica. Se miraron a los ojos y la desdicha se adueñó de su corazón. Cuánto la había amado.

–De verdad, tengo que…

–Marcharte. Lo sé, pero necesito un minuto.

El grupo de gente que lo esperaba, se montó en el ascensor. Ella miró alrededor con nerviosismo y él sintió una punzada de dolor. Ni siquiera podía estar con él. Recordó aquellos momentos cuando la abochornó y ese dolor le resultó conocido, había defraudado a mucha gente, pero eso había sido hacía siete años.

–Tengo que decirte que lo lamento –dijo él apartándose unos metros del ascensor.

–¿Tienes? –preguntó ella con perplejidad.

–Sí, es parte del programa.

–Ah, los doce pasos –comprendió ella con un brillo en los ojos.

–Efectivamente.

–Has dejado de beber… –comentó ella mirándolo con algo más de interés.

–Sí –confirmó él con una leve sonrisa.

–Me alegro.

–Yo también.

Se hizo un silencio y él comprendió que no tenían nada más que decirse. Había arruinado su matrimonio y ella lo había abandonado para salvarse.

–Debería llevarle esto a mi madre antes de que se enfríe –insistió ella enseñándole el café.

El dolor volvió a adueñarse de él. Había tenido a esa mujer, se habían amado, pero no podía quedarse en el pasado, tenía que pensar en el futuro.

–Claro, lo siento.

Se abrieron las puertas de otro ascensor y Kate fue a entrar, pero una niña salió corriendo.

–¡Mamá! La abuela me ha mandado a buscarte. Cree que estás haciendo tú el café…

¿Mamá…? Empezaron a temblarle las piernas. La niña tenía el pelo tan negro como Kate, pero sus ojos… eran unos ojos Montgomery. El dolor dejó paso al asombro.

–¿Quién es…?

–Es Trisha –contestó Kate.

–¿El diminutivo de Patricia? –preguntó él sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

Patricia era el nombre de su adorada abuela. ¿Por qué iba a llamarse así si no era suya?

–Sí –susurró ella con lágrimas en los ojos y una leve sonrisa.

¿Tenía una hija y Kate no se lo había dicho? Volvió a mirar a la niña con una mezcla de dolor, curiosidad e incredulidad. Sin embargo, la furia iba ganando terreno dentro de él. ¿Por eso lo había abandonado? ¿Para que no conociera a su hija? Afortunadamente, todavía conservaba el sentido común. No podía preguntarle claramente a Kate si era su hija con esa preciosa e inocente niña delante de él.

Kate quería agarrar a su hija y salir corriendo. No porque temiera a Max, era encantador cuando estaba sobrio. Sin embargo, cuando estaba bebido… La noche que decidió marcharse sin decirle que estaba embarazada, destrozó la televisión y tiró un florero por la ventana, que estaba cerrada. Supo que no podía traer a un hijo a ese mundo, pero también supo que no bastaría con dejarlo. Él tenía dinero y poder. Cuando tuviera a su hija, él conseguiría verla y ella no podría controlar lo que pudiera pasar. Si bebía cuando estaba con ella o conducía borracho con ella en el coche, podría matarla sin que pudiera evitarlo porque todos los jueces del condado debían su elección a los Montgomery. Aquella noche, cuando comprendió que él estaba cada vez peor, hizo lo único que podía hacer: desaparecer.

–Tenemos que irnos –repitió ella entrando en el ascensor.

–De acuerdo –concedió él mirándolas.

Captó la furia de sus ojos y entró con Trisha. Las puertas se cerraron y cerró los ojos con cierto remordimiento. ¿Cuánto tiempo llevaba sin beber? Sus padres no se movían en el mismo círculo social que él y ella vivía demasiado lejos. Quizá hubiese dejado de beber al día siguiente de que ella se marchara. Quizá le hubiera ocultado a Trisha sin motivo.

–¿Quién era?

Kate abrió los ojos y miró a su hija. No era el momento ni el lugar para decirle que acababa de ver a su padre, pero supo que el momento se acercaba. Las puertas del ascensor se abrieron.

–Vamos, la abuela está esperando el café.

–Es verdad, ella cree que estabas haciéndolo.

Kate sonrió a su hija y se dirigió hacia la habitación de su padre. Había tenido el derrame hacía unos días, pero ya estaba despierto y se pasaba casi todo el día haciendo rehabilitación. Tenía tantas ganas de volver a su casa que estaba de muy mal humor.

–Hola, papá –le dio un beso en la mejilla–. Si hubiese sabido que estabas despierto, también te habría traído café.

Bev Hunter, su madre, se acercó. Era tan alta como Kate, llevaba vaqueros y una camiseta sin mangas y tenía el pelo castaño, corto y muy bien peinado.

–No tomará café hasta que lo diga el médico.

Su padre puso los ojos en blanco, pero sonrió a su esposa.

–A sus órdenes, mi sargento.

A Kate le temblaban las manos cuando le dio un café a su madre.

–Toma.

–Gracias –Bev dio un sorbo–. Creía que te habías perdido.

–No me había perdido.

–Mamá estaba hablando con un hombre.

–¿De verdad…? –preguntó su madre con las cejas arqueadas.

–Era un conocido –Kate señaló a Trisha con la cabeza–. No es el momento de hablar de eso.

Su madre frunció el ceño antes de abrir mucho los ojos al comprenderlo.

–¿No…?

–Apareció súbitamente. Construcciones Montgomery hace las revisiones médicas en junio.

–Entonces, estaba aquí y ha visto a Trisha –gruñó su madre.

Kate agarró un vaso de papel de la mesilla de su padre y se lo dio a Trisha.

–¿Te importaría tirarlo a la papelera del cuarto de baño y luego lavarte las manos?

Trisha asintió con la cabeza y se marchó.

–Max me vio. Trisha salió del ascensor cuando estábamos hablando, él la miró y lo supo.

–Sabía que no deberías haber venido –dijo su madre con una mano en el pecho.

–No iba a abandonaros cuando papá estaba tan enfermo –Kate cerró los ojos–. Mamá, Max ha dejado de beber.

Bev tardó un segundo en asimilarlo y resopló con fastidio.

–¿Tienes remordimientos? –le preguntó con enojo–. Cada día estaba más violento. No pudiste hacer otra cosa para proteger a tu hija.

–Podría haber comprobado…

–No sabes cuándo dejó de beber. No es el momento de tener dudas.

–De acuerdo, pero estaba enfadado –Kate suspiró–. Si no voy a hablar con él, seguramente se presentará esta noche en casa o mañana me llegará algún documento legal… o las dos cosas.

Trisha salió del cuarto de baño. Si él se presentaba en su casa, tendrían que hablar delante de la niña y no quería que Trisha supiera que su padre era un bebedor.

–Será mejor que lo resuelva ahora –le dijo a su madre–. ¿Podréis apañaros sin mí un rato?

–Claro –contestó Bev sin disimular la preocupación.

–Pórtate bien –le pidió Kate a su hija.

Trisha asintió con la cabeza y Kate salió de la habitación. Se montó en el coche y fue al centro de Pine Ward. La pequeña ciudad era vieja e intentaba revivir después de que cerraran las acerías. Se estaban rehabilitando edificios, se habían plantado árboles en la calle principal e, incluso, se habían abierto algunos restaurantes. Dejó el coche en un aparcamiento y llegó a la zona de construcciones más modernas. Se detuvo delante del edificio amarillo de Inmobiliaria y Construcciones Montgomery. Solo tenía cuatro pisos, pero también tenía un aire de prosperidad y poder sin estridencias. Vaciló. Si bien Max había estado tranquilo en el hospital, sabía que estaba enfadado y no le extrañaba. Si la situación hubiese sido al revés, ella estaría furiosa. ¿Sería preferible darle un par de días para que se serenara? Suspiró y se contestó que no. Si no se presentaba en su casa y se peleaban delante de Trisha, tendrían que reunirse en un despacho de abogados y acabaría perdiendo, porque Max podía pagarse unos abogados mucho mejores que los de ella.

Cruzó las puertas de cristal y miró alrededor del vestíbulo reformado. Los techos eran abovedados, la luz entraba por unos enormes tragaluces y un mostrador de madera amarilla presidía el centro de la habitación. Los Montgomery ya eran ricos cuando se casó con Max y sabía que la empresa había crecido. Sin embargo, comprobarlo personalmente era un recordatorio abrumador de las diferencias que había entre los Montgomery y los Hunter. Sintió miedo. Le había ocultado al poderoso Max Montgomery la existencia de su hija durante casi ocho años si contaba el embarazo. Aunque había estado a punto de llamarlo un centenar de veces para contárselo, cada vez que había descolgado el teléfono se había acordado de aquella noche, de la televisión destrozada, de la ventana rota, y había tenido miedo. No solo por sí misma, sino por su hija. Sin embargo, ¿por qué iba a acobardarse en ese momento cuando no le había dejado otra alternativa aparte de marcharse? Él se lo había buscado y se lo recordaría. También le preguntaría si le gustaría que todo eso saliera a la luz en un juicio. Se acercó al mostrador de la recepción.

–¿Puedo ayudarla? –le preguntó una guapa pelirroja de veintipocos años.

–Sí. Me gustaría ver al señor Montgomery.

La chica miró una pequeña pantalla de ordenador.

–¿Tiene cita?

–No, pero si le dice que Kate Hunter Montgomery está aquí, estoy segura de que me recibirá.

La joven la miró con las cejas arqueadas. Kate aguantó su mirada y supo perfectamente lo que veía la recepcionista. A una mujer baja, con grandes ojos verdes y un pelo demasiado tupido. No era precisamente la mujer que nadie esperaría que estuviese casada con un magnate moreno, con ojos azules, alto y delgado que siempre había atraído a mujeres muy hermosas. Sin embargo, la eligió a ella. La recepcionista pulsó dos botones y se dio la vuelta. Ella solo oyó algunas palabras en voz baja; su nombre y su descripción. Seguramente, había llamado a la secretaria de Max, quien le habría transmitido la información a él. Se le humedecieron las manos. ¿Estaría tan furioso que no querría verla? Recordó lo que era estar casada con un hombre rico. Recaudaciones de fondos, inauguraciones, bailes, fiestas… Siempre estaba preocupada por decir o hacer algo inconveniente. Nunca se sentía a la altura deseada.

La indignación le bulló en la sangre. Era la mejor directora de proyectos de su empresa en Tennessee; había criado a una hija ella sola; si iba a una recaudación de fondos, contribuía; si iba a una inauguración, era de un edificio que ella había ayudado a construir. Claro que estaba a la altura. Si Max creía que su dinero iba a amedrentarla, estaba muy equivocado.

–Lo siento, señora Montgomery –le dijo la recepcionista al cabo de un rato–. Puede subir.

–En realidad, ahora soy la señorita Hunter.

La joven asintió con la cabeza.

–Tome el tercer ascensor. Ya habrá un vigilante de seguridad que introducirá el código.

Fue hasta el último ascensor con la cabeza muy alta.

–Buenos días, señorita Hunter –la saludó el vigilante demostrando la eficiencia de la recepcionista.

El hombre pulsó unos botones y el ascensor se abrió. Tardó unos segundos en llegar al último piso. Unos árboles en maceteros contrastaban con un sofá y una butaca verdes. Sobre el suelo de madera había una alfombra también verde. Max, sentado detrás de una mesa y delante de unos ventanales, levantó la mirada. Kate no vio ni al furioso padre de su hija ni al poderoso magnate. Vio al verdadero Max, con su tupido e incontrolable pelo moreno, con su sonrisa franca y sus preciosos ojos azules. La primera vez que los posó en ella la dejó sin respiración y le robó el corazón. Otro motivo para largarse cuando se quedó embarazada. Independientemente de lo espantosa que hubiese sido su vida, siempre lo había amado y él siempre había sido capaz de engatusarla. Tragó saliva. La bravuconería que había sentido en la recepción empezaba a esfumarse. Sin embargo, no estaba allí para defenderse, sino para defender a Trisha.

–Kate, tengo que reconocer que estoy sorprendido –comentó él levantándose.

–Bueno, no soy la niña pusilánime con la que te casaste y vamos a hablar de algo.

–Demuestras mucha arrogancia para ser una mujer que se largó.

–Escapé de un bebedor –replicó ella sin rodeos.

–Y, por lo que veo, que da golpes bajos.

–Decir la verdad no es un golpe bajo. A no ser que no puedas soportarla.

Él resopló y fue al sofá y la butaca verde.

–Sé quién soy y lo que soy.

Ella se sentó en la butaca para no sentarse al lado de él en el sofá.

–Entonces, esta conversación debería ser muy sencilla. Tenemos una hija y, como ya no bebes, estoy dispuesta a que la veas siempre que yo esté con vosotros.

–¿Con nosotros? –Max se sentó en el sofá–. ¿No puedo verla solo?

–No. Hasta que confíe en ti –contestó ella con la cabeza muy alta.

Max la miró. Había cambiado tanto como él. Alguien desconocido había sustituido a la dulce Kate. Quizá fuese alguien que él no quería conocer. Incluso quizá fuese alguien que se merecía el arrebato de furia que estaba deseando liberar, pero no podía gritar por mucho que lo deseara. Había tenido la culpa de que ella se marchara y gritar, como la bebida, no solucionaba nada.

–No creo que estés en situación de poder imponer las condiciones –replicó él con calma.

–Yo creo que sí.

–Según dos de mis abogados, no lo estás.

–¿Ya has llamado a tus abogados? –preguntó ella con incredulidad.

–Un empresario inteligente sabe cuándo necesita que lo asesoren.

–¿Crees que vas a machacarme con tus abogados?

–Creo que voy a hacer lo que tenga que hacer.

–¿Quieres que me esconda de tal forma que nunca veas a tu hija?

–¿Estás amenazándome?

–Estoy protegiendo a mi hija, no voy a poner en peligro a Trisha.

–¿Peligro? No tienes nada que temer por ella ¡Nunca te hice nada!

–No, solo destrozaste una televisión y rompiste una ventana. Ibas a más, Max, y me diste miedo.

–Podías haber hablado conmigo.

–¿De verdad? ¿Podía haber hablado con un hombre tan bebido que casi no se sostenía en pie?

–Quizá llegara bebido a casa, pero por la mañana estaba sobrio.

–Y con resaca.

–Me sintiera como me sintiese, te habría escuchado.

–No es lo que yo recuerdo. Recuerdo lo que era vivir con un hombre que o estaba como una cuba o tenía resaca. Fueron tres años de silencios, mentiras o promesas incumplidas. Tres años viviendo con un hombre que casi ni sabía que yo estaba allí. No voy a dejar que mi hija se quede mirando por la ventana mientras te espera, como hacía yo, o se tumbe en la cama con la preocupación de que te hayas estrellado con el coche o se pase todo el día sola porque has salido toda la noche y no te has levantado.

–¡Ya no bebo! –exclamó él con furia.

–Espero sinceramente que no lo hagas nunca más, pero ni siquiera tú puedes garantizármelo. Por lo tanto, me quedaré entre Trisha y tú para protegerla. No va a pasar por lo que yo pasé.

A ella le tembló la voz y la rabia que lo había dominado y había dictado sus respuestas se aplacó. No estaba solo furiosa con él, todavía estaba dolida.

–¿Sabes lo que es vivir con alguien que dice que te ama pero que no puede dedicarte diez minutos al día? –le preguntó ella levantándose y yendo hacia la mesa.

Max se quedó petrificado. Hacía tanto tiempo que no vivía una escena así que se le había olvidado. Sin embargo, cuando Kate se dio la vuelta con expresión de cautela y con la voz cargada de dolor contenido, el remordimiento se adueñó de él. Tenía motivos para estar enfadada.

–Te lo diré –siguió ella–. Es doloroso, pero, sobre todo, es una soledad abrumadora.

La culpabilidad le atenazó las entrañas. Sabía que le había hecho daño, pero nunca había estado sobrio para captar el dolor de su voz y ver el brillo de sus ojos. Ella quería evitar que Trisha pasase por eso y él también.

–No le haré nada –se defendió él.

–Siempre me decías lo mismo, que no me harías nada. Sin embargo, me lo hacías todos los días.

–Lo siento –él cerró los ojos con fuerza–. Lo siento mucho.

–Vale.

Se sintió profundamente indignado. Detestaba su pasado tanto como lo detestaba ella, pero ella tampoco era inocente.

–¿Alguna vez has pensado que quizá hubiese dejado de beber antes si hubiese sabido que iba a tener una hija?

–No –ella lo miró a los ojos–. Me amabas, Max, y siempre lo supe, pero eso no fue motivo suficiente para que dejaras de beber. No iba a arriesgarme con nuestra hija.

–Al menos, podrías haberme dicho que estabas embarazada antes de marcharte.

–¿Para que te presentaras bebido en el hospital mientras daba a luz? ¿Para que te presentaras bebido el día de Navidad en el colegio y la abochornaras delante de sus amigas?

El panorama lo avergonzó. Lo que había hecho bebido lo avergonzaba tanto como les había avergonzado a sus amigos y familiares. No iba a arreglar las cosas solo con decirle que lo sentía. Iba a tener de demostrárselo. Suspiró porque parte de su recuperación consistía en aceptar lo que había sido.

–Es posible que lo mejor sea que estés presente cuando la vea.

–Es posible –replicó ella con delicadeza y seriedad.

–¿Puedo ir esta noche a conocerla?

–Creo que es mejor mañana por la tarde. Llevo a mi madre todos los días al hospital, pero Trisha se aburre. He pensado en llevarla a casa por la tarde.

–¿Puedo ir?

–Sí. Tendremos cierta privacidad hasta que mi padre vuelva del hospital.

Kate fue hasta el ascensor y él se quedó con cierta sensación de culpa. Sin embargo, cuando el ascensor se la llevó, pensó que todo habría podido ser distinto si ella le hubiera dicho que estaba embarazada y sintió rabia. No le había dado la oportunidad de corregirse ni de ser padre. Aun así, ¿podía reprochárselo? Sí. Podía entenderla, pero también había tenido derecho a conocer a su hija. Se levantó y volvió a la mesa. Eso fue lo que le dijo su padre la noche que le reprochó que fuera el padre biológico de su hermano adoptivo, Chance, que había llevado a su hijo ilegítimo con una mentira y que había utilizado una adopción para tapar una aventura. Su padre dijo que tenía derecho a conocer a su hijo. Llevaba años sin pensar en eso. Su hermano se marchó la noche que él se enfrentó con su padre y por eso, en parte, empezó a beber. En Alcohólicos Anónimos había aprendido a dejar atrás esos problemas, pero en ese momento estaba dándole vueltas, añorando a su hermano con un intenso dolor porque Kate había vuelto y ella era parte de aquella época de su vida. La pérdida de Chance pudo haber sido lo que lo empujó al alcoholismo, pero ya no era aquel hombre desde hacía siete años. Solo esperaba que ver a Kate y discutir con ella, que conocer a una hija que no sabía que tenía, no sacara a aquel hombre de su escondrijo. Agarró el móvil y marcó el número de su padrino de Alcohólicos Anónimos.

CAPÍTULO 2