minijaz124.jpg

6767.png

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Linda Susan Meier

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Corazón helado, n.º 124 - mayo 2015

Título original: Daring to Trust the Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6381-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

–Buenos días. Soy Olivia Prentiss. Hoy es mi primer día en Contabilidad.

La directora de Recursos Humanos, una mujer ya de cabello gris, la miró con una sonrisa.

–Buenos días, Olivia. Bienvenida a Inferno.

Fue pasando los expedientes que tenía almacenados en una caja sobre la mesa, pero cuando llegó al que estaba marcado con su nombre, hizo una mueca.

–Uy, me temo que ha habido un cambio de planes.

–¿No van a contratarme?

–Sí, sí. No es eso. Lo que pasa es que te han reasignado temporalmente.

–No entiendo.

–La asistente de Tucker Ingle tuvo un accidente la semana pasada.

–Vaya… lo siento.

Sabía que Tucker Engle era Director General y Presidente del Consejo de Inferno. Antes de pasar la entrevista que le habían hecho para aquel trabajo, había investigado un poco sobre la empresa, pero poco había podido averiguar de aquel millonario al que sus empleados llamaban «La Parca», porque solo salía de su despacho para despedir a alguien. Desde luego, no encontró nada que le aclarara qué podía tener que ver con ella el hecho de que su asistente hubiera tenido un accidente.

–Como empleada más reciente de la empresa, recae sobre ti la tarea de reemplazar a Betsy.

¿Iba a tener que trabajar con un hombre al que su propio personal llamaba «La Parca»?

–¿Una persona de Contabilidad puede suplir a una asistente personal?

–No va a ser una asistente personal.

Aquellas palabras las había pronunciado alguien con una profunda voz de barítono. Vivi se dio la vuelta y vio a un hombre alto, de cabello oscuro y ojos verde esmeralda vestido de manera impecable con un traje negro, camisa blanca, corbata azul celeste y brillantes zapatos negros. Bárbaro.

–Ni siquiera una asistente administrativa. Será solo una asistente –aclaró, y se acercó a ella–. La asistente del Presidente del Consejo. Tendrá que ser capaz de leer informes económicos y cambiar cosas que yo le diga que cambie. Estar a la altura, vamos –apretó los labios–. ¿Algún problema?

Vivi se sintió paralizada, y lo único que pudo hacer fue seguir mirándolo.

–Bien. Quédese con la señora Martin para que le entregue su identificación y los papeles necesarios, y preséntese en mi despacho.

Y salió.

–Es un torbellino –dijo la señora Martin unos segundos después.

Ella jamás habría descrito a aquel hombre como un «torbellino», sino como un toro. Un toro con un físico impresionante, pero toro al fin y al cabo.

–Supongo que era Tucker Engle, ¿no?

–En carne y hueso.

–Me ha degradado incluso antes de empezar.

–No es una degradación. Lo que intentaba decirte es que el trabajo de asistente es mucho más de lo que piensas.

–Pero debo empezar con mi trabajo verdadero cuanto antes, porque voy a presentarme al examen de Contador Público y necesito mantener al día mis habilidades. No quiero perder tiempo.

–Vas a trabajar con Tucker Engle, el hombre que dirige Inferno. Vas a ver todo lo que hace y a aprender todo lo que él sabe.

Eso no le encajaba demasiado con la imagen que se había hecho de él, pero parecía prometedor.

–¿Me enseñará algo?

–No creo que vaya a «enseñarte» –contestó la señora Martin, haciéndole un gesto para que tomara asiento delante de su mesa. A continuación señaló una cámara que tenía sujeta al monitor de su ordenador–. Voy a hacerte una foto para el archivo de empleados –Vivi se sentó–. De todos modos, aprenderás muchísimo trabajando a sus órdenes. Esta empresa la ha creado él.

–Con ayuda.

–¿Con ayuda? –se rio–. ¿Crees que tuvo ayuda? To–do el mundo que trabaja aquí le presta servicio a él, pero él es la cabeza pensante. Nadie más.

Eso encajaba más con lo que había leído. En una entrevista que había concedido al Wall Street Journal presumía de que empleaba solo a contables, abogados, personal de relaciones públicas… en resumen, personal de apoyo. No quería, o no necesitaba, un igual.

–Estupendo.

La señora Martin sonrió comprensiva.

–Entiendo que te hayas desilusionado y que te parezca que has perdido terreno. Y seguramente no voy a poder convencerte de lo contrario –hizo una pausa y suspiró–, así que iré directa al grano. Tucker Engle es una prima donna desconfiada. Trocea sus planes y los entrega por partes para que nadie pueda saber en qué está trabajando. Es tan exigente que ninguno de nuestros empleados se ha ofrecido a reemplazar a Betsy, ni siquiera durante un par de semanas.

–¿Y cree que yo voy a poder?

–Yo no te he elegido. Le entregamos al señor Engle los expedientes de las personas que se incorporan hoy a Contabilidad y fue él quien eligió. Pero Betsy no va a estar de baja para siempre. Solo ocho semanas.

Vivi abrió los ojos de par en par.

–¿Ocho semanas?

–Doce, todo lo más.

–¡Ay, Dios!

–Pero tú vas a seguir cobrando lo que has acordado con la empresa. Y el tiempo que pases a las órdenes del señor Engle contarán en tu antigüedad. No empezarás luego de cero.

–Prefiero quedarme con mi trabajo en Contabilidad.

–¿Cómo crees que va a quedar eso en tu expediente? –preguntó la señora Martin suspirando.

–Es que no es el puesto para el que me contrataron.

–Da igual. Es tu primer encargo, y si no lo haces, es posible que te despida.

–Entiendo.

La señora Martin la miró compasiva.

–La otra opción es renunciar.

 

 

«La otra opción es renunciar».

Vivi iba murmurando esas palabras mientras recorría el laberinto de pasillos con paredes rojas, naranjas y amarillas, buscando el ascensor privado que daba acceso a la planta ejecutiva. Entró en él, insertó la tarjeta que ponía en marcha el alfombrado cubículo y se puso en marcha hacia el santuario de Inferno. Muy apropiado el nombre, se dijo.

Las puertas se cerraron y ella cerró también los ojos. Era la persona más dura que conocía. Había sobrevivido a un ataque en la universidad en el que a punto había estado de ser violada, y el posterior acoso por parte su agresor, el hijo de una de las familias más prominentes de Kentucky, de modo que no se iba a dejar amedrentar por un hombre malhumorado y narcisista, lo mismo que tampoco pensaba renunciar a su sueño de llegar a ser alguien. Alguien tan importante que la gente de Starlight tuviera que reconocer que, a pesar de todos sus intentos de quebrar su voluntad, había alcanzado el éxito.

Y ellos, habían fracasado.

Tucker Engle tampoco conseguiría quebrarla.

Las puertas volvieron a abrirse y ella miró a su alrededor admirada. Aquel espacio era ultraconservador. Librerías en madera de cerezo cubrían las paredes hasta el techo, y un escritorio y su silla bien podían haber estado en un museo. Alfombras orientales cubrían con lujo los suelos de madera.

–¡No se quede ahí! ¡Pase!

Se giró sobre sí misma y siguió el sonido de la voz de Tucker Engle. Estaba en un enorme despacho, justo detrás de la zona en la que ella acababa de entrar. Una mesa de reuniones de cerezo ocupaba un lateral, y un sofá marrón de piel de aspecto muy cómodo, junto con un sillón reclinable, se situaban el otro lado. Delante de una pared de cristal había un escritorio y una silla. La vista del horizonte de Nueva York era sobrecogedora.

Caminó hasta la mesa de la antesala que suponía que era para ella, se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de la silla. A continuación, cautelosamente, entró en el despacho de su jefe.

Tucker Engle, de pie tras la mesa de despacho labrada, se quitó la chaqueta del traje y la llevó a un armario camuflado en la pared y, de espaldas a ella, la colgó en una percha. Involuntariamente, Vivi le miró el trasero.

Un trasero perfecto, enmarcado por un pantalón de corte perfecto. La simple camisa blanca realzaba una espalda de nadador. Se podía ver el movimiento de sus músculos a través del tejido. Estaba tragando saliva cuando él se volvió.

–¿Qué?

Un cuerpo perfecto, cabello oscuro y facciones muy marcadas: uno de los hombres más atractivos del planeta. Y la había pillado mirándole boquiabierta.

–Nada.

–Bien, porque tenemos mucho que hacer.

Se sentó y la invitó con un gesto a que tomara asiento en una de las dos sillas de capitán que había ante su mesa.

–Todo cuanto oiga en este despacho es confidencial.

«No me digas», pensó, y tuvo que morderse los labios para no decirlo en voz alta.

–Necesito algo más que una cara de póquer, señorita Prentiss. Necesito una confirmación verbal.

–Entiendo lo de la confidencialidad. He recibido clases de ética.

–Mucha gente ha recibido clases de ética –replicó él, después de recostarse unos segundos en su silla, y de que la camisa se le estirase sobre los músculos del pecho–, pero no todo el mundo la tiene.

Vivi lo miró entornando los ojos. Después de tener que soportar que durante dos años la llamasen mentirosa, que se había inventado que había sido atacada con la intención de sacar dinero, detestaba que cuestionaran su integridad. Una rabia intensa le ardió en el estómago, pero la aplacó. La rabia no servía para nada. Mantener la cabeza fría, sí.

–Tengo ética, y no revelaré sus secretos.

–Bien. Entonces empecemos por ponerla al día de mi último proyecto. Es la razón de que no me sea posible acometer los próximos meses tan solo con ayuda de secretarias.

–La señora Martin me ha dicho que no me revelaría usted su proyecto. Que me haría encargos parciales para que no pudiera intuir lo que estaba haciendo.

–La señora Martin esta mal informada.

–A lo mejor debería usted corregir esa impresión.

–Y a lo mejor usted no debería olvidar con quién está hablando. No le corresponde decirme lo que debo hacer. Su trabajo consiste en llevar a cabo los encargos que yo le haga.

Vivi se sintió avergonzada. ¿Cómo había permitido que sus mecanismos de defensa la hubieran empujado a hablar así? Estaba orgullosa del valor y la confianza que había desarrollado para enfrentarse a quienes la habían intimidado tras el ataque de Cord Dawson, pero Tucker Engle no era uno de ellos. Era su jefe, y como tal era quien daba las órdenes.

–¿Está claro?

–Sí –contestó sin dudar.

–Bien.

Se levantó y buscó entre varios expedientes que tenía en la esquina de la mesa.

–Constanzo Bartulocci tiene intención de retirarse. ¿Sabe quién es?

–No.

–Claro. Los multimillonarios siempre se las arreglan para mantenerse lejos de los focos.

Bueno, eso explicaría también por qué no había encontrado mucho sobre Tucker Engle en la red.

Él encontró el expediente que parecía estar buscando y volvió a su sillón.

–No se ha casado y no tiene hijos, pero sí dos sobrinos y una sobrina, y los tres dicen hablar en su nombre. Nuestro primer trabajo va a consistir en purgar las opiniones de los tres y descubrir cuál de ellos es el que verdaderamente conoce sus planes. Lo segundo es conseguir que esa persona nos dé una visión interna para saber con exactitud qué ofrecer por la operación.

–¿Va a comprar un conglomerado de empresas?

–No le corresponde a usted hacer preguntas.

Vivi respiró hondo. ¿Cómo demonios iba a tratar con aquel hombre? Rico, con éxito en los negocios y guapo. Y ella no estaba acostumbrada a morderse la lengua. Nunca permitía que la manipularan, o que fueran condescendientes con ella.

Las ocho semanas se le iban a hacer muy largas.

Él le entregó un expediente por encima de la mesa.

–Su primera tarea consistirá en revisar los informes económicos y financieros de todos nuestros Bartulocci.

Ella lo miró a los ojos y sintió un cosquilleo en el estómago. Aquello era lo que esperaba hacer en el departamento de Contabilidad, de modo que parte de ese cosquilleo era de alivio. Pero la otra mitad se debía a aquellos ojos verde esmeralda. Era muy guapo. Y difícil, se recordó. Y la dificultad cancelaba lo de la belleza. Y aunque no lo hiciera, ella ya había transitado por aquel camino. Cord Dawson era rico y guapo, y había acabado atacándola. Por atractivo que fuera, no quería saber nada de ningún otro rico. No sabía cómo manejarse en su mundo. Había sido una lección que nunca olvidaría.

Tomó el expediente y se levantó.

–De acuerdo.

Él volvió su atención a los documentos que tenía sobre la mesa.

–Cierre la puerta al salir.

Y salió, más que aliviada se marcharse. Cerró los ojos y suspiró. Aunque aprendiera a morderse la lengua, iban a ser ocho semanas muy largas.

 

 

Tucker Engle abrió el expediente de personal que guardaba sus logros académicos, el informe del investigador privado y las cartas de referencia que Olivia Prentiss había enviado. Lo había revisado todo ya antes de admitirla, por supuesto, pero después de conocerla quería recordar por qué había decidido que fuese precisamente ella quien sustituyera a Betsy.

Expediente académico excelente. Cartas de referencia que cantaban sus alabanzas como si fuera a ser la siguiente reina de Inglaterra. Un perfil de Facebook sin fotos de gatos, siempre un plus. Una cuenta de Twitter que apenas se había usado, lo que revelaba que no era una charlatana.

El informe del investigador privado solo aportaba un incidente que le había ocurrido en su segundo año de universidad: un chaval de Starlight la había demandado por difamación, pero había retirado la demanda poco después. Una de esas riñas de amantes jóvenes.

Provenía de una familia trabajadora del centro del país, lo cual explicaría quizás por qué no había considerado que trabajar con él fuese un golpe de suerte, y no un castigo. Ojalá él hubiera tenido una oportunidad semejante cuando estaba en la universidad o empezando en el mundo empresarial, pero tras años de pasar de una casa de acogida a otra, sabía bien que no era buena idea encariñarse con personas a las que podía perder, así que no había tenido a nadie que le hubiera dado ni siquiera un consejo cuando comenzaba en su carrera. Aun así, le había ido bien. Había trabajado duro para llegar a lo más alto, lo mismo que los profesores de Olivia decían en sus cartas de recomendación. Era bastante parecida a él: brillante y ambiciosa.

Por desgracia era algo más guapa de lo que se esperaba, con aquella melena rubio cobrizo y sus grandes ojos azules, pero él nunca se liaba con alguien del trabajo. Y nunca iniciaba una relación con una mujer solo porque fuera bonita. Le gustaba salir con mujeres con clase, carisma y cultura. La etiqueta y las normas de protocolo podían aprenderse, y podía haber carisma oculto tras un comportamiento tan poco común como el suyo. ¿Y cultura? ¿Sabría charlar con sus conocidos en un cóctel, o en la inauguración de una galería? Difícilmente. De todos modos, no le llamaba la atención.

Menos mal que no la había elegido para salir con ella, sino para escribir informes o analizarlos. Sus buenas notas en Contabilidad indicaban que seguramente sería capaz de hacer lo que necesitaba que hiciera.

Satisfecho, mantuvo dos videoconferencias. Estaba terminando la segunda cuando se abrió la puerta.

–Disculpe…

Una cosa era desconocer la etiqueta de una oficina ejecutiva, o necesitar acumular algo de experiencia, pero otra ser grosera abriendo una puerta sin llamar.

–¿Qué hace?

–No sé cómo manejar ese teléfono que parece el equipamiento de un cohete espacial, y hay una llamada.

Suspiró.

–Debe usted filtrarlas. Yo no hablo con el primero que me llama. Averigüe de quién se trata, anote su número y yo decidiré si le devuelvo la llamada.

Vivi apretó los labios y sus ojos azules se cubrieron de nubes de tormenta.

Bien. No le gustaba la gente pusilánime. Pero tampoco le gustaban las interrupciones, y no había mejor modo de aprender para una asistente que tener que volver a su mesa y disculparse con quienquiera que llamase.

–No es una llamada telefónica. Es el guardia de seguridad del vestíbulo. Tiene usted una visita.

–Las mismas instrucciones para las visitas: no voy a recibir al primero que se presente. Llame al vestíbulo, pídale el nombre a quien haya venido y si yo quiero lo llamaré para concertar una cita.

–De acuerdo. Entonces doy por hecho que no quiere ver a Maria Bartulocci.

De pronto levantó la cabeza.

–¿Cómo?

–Maria Bartulocci está aquí, y quiere saber si tiene un momento para recibirla. Supongo que los millonarios no solo saben cómo mantenerse lejos de los focos, sino que también saben presentarse de improviso.

–Dígale al vigilante que la haga pasar. Luego entre en el despacho con un cuaderno. Quiero que tome notas.

Ella asintió y corrió a su mesa.

Echaba de menos a la experimentada, educada y sofisticada Betsy. Un minuto después, sonó la campana del ascensor. Oyó a Olivia recibir a Maria y suspiró aliviado. Había sido educada y eficiente.

Un perfume intenso y sofocante le llegó antes de que Maria, con su melena oscura y sus ojos igualmente oscuros, entrase en su despacho. Alta y de porte regio, educada en Harvard y versada en arte y música, Maria era exactamente la clase de mujer con la que le gustaba que lo vieran. Una Barbie con cerebro.

–Tucker, eres un amor por recibirme.

 

 

Vivi estuvo a punto de atragantarse. Por amor de Dios, decir que Tucker Engle era un amor… obviamente aquella mujer quería algo.

–Disculpa la espera –miró a Olivia y sonrió a Maria–. Un pequeño malentendido con mi asistente.

Vivi decidió no darle vueltas al insulto. Cierto que él no le había hablado de cómo quería que trabajase con las llamadas, pero seguramente había dado por hecho que sabía cómo hacerlo. Aquella tarde iba a tener que llamar a su madre, asistente de toda la vida en el departamento de administración, para que le diera algunos consejos sobre cómo trabajar para el jefazo.

–Me alegro de que hayas decidido pasarte por aquí.

Tucker hizo que Maria se sentara a su lado en el sofá y con un gesto le indicó a Vivi que tomara asiento en la silla.

Ella obedeció y abrió el cuaderno.

Maria le dedicó una sonrisa.

–No es necesario que transcribas nuestra conversación, querida.

–La señorita Prentiss no va a transcribirla. Solo a tomar nota de los puntos principales.

Riendo, palmeó la rodilla de Tucker.

–¿Tan mala es tu memoria, Tucker?

Él estiró un brazo sobre el respaldo del sofá y casi en torno a Maria.

–Sois tres. Voy a hablar con los tres y compararé después las versiones.

Ella compuso un mohín delicioso con la boca.

–¿De verdad? ¿No confías en mí?

–No se llega hasta donde he llegado sin tener algunos mecanismos de defensa, y la señorita Prentiss es uno de ellos –respondió con una sonrisa.

Maria la recorrió lentamente con la mirada, desde sus pantalones color caqui y su sencilla blusa blanca, hasta su melena rubia recogida en una coleta.

–Ya veo.

Vivi sintió que enrojecía. Como si no hubiera bastado con la condescendencia de su escrutinio, el tono de su voz rezumaba desaprobación.

Recuerdos de sí misma caminando por la calle, viendo cómo la señalaban con el dedo, cómo cuchicheaban a su espalda o cómo le dirigían palabras ofensivas volvieron a ella. Había pasado mucho tiempo de todo aquello, pero también hacía mucho que no estaba con una persona que la despreciaba tan abiertamente.

Pero aquellos recuerdos nada tenían que ver con su trabajo, así que trató de ignorarlos.

–Se dice que tu tío está pensando retirarse –comentó Tucker.

–Es cierto.

–¿Ha puesto fecha ya?

–Más que una fecha concreta, un periodo: la próxima primavera –se levantó–. Llévame a comer y te hablaré de tus competidores.

Tucker se levantó también.

–Sé quiénes son mis competidores.

–Qué hombre más listo –ronroneó, pasándole la ma–no por la corbata–. Que la pequeña se quede aquí, y tú y yo vámonos a tomar una copa –miró a Vivi y se rio–. Y dime, Tucker, ¿de dónde la has sacado? ¿Y por qué no le pagas lo suficiente para que se vista como es debido?

Vivi la miró boquiabierta. ¿Una lagartona que se estaba abalanzando descaradamente sobre un hombre tenía la audacia de criticar su ropa?

Tucker tomó la mano de Maria para conducirla al ascensor, dejando atrás a Vivi sin tan siquiera una mirada o un comentario sobre cuánto tiempo estaría fuera o cómo podía localizarlo en caso de emergencia.

–No me importa qué aspecto tengan mis empleados. Solo tienen que hacer bien su trabajo.

Las puertas se abrieron.

–Lo sé, pero en serio, Tucker: ¿la has mirado bien?

Oyó la voz de Tucker, pero no pudo entender lo que decía o lo que Maria añadía después. La puerta del ascensor se cerró mientras él se reía.

Vivi se miró. Aquellos eran sus mejores pantalones y su mejor blusa. Incluso ella sabía que tenía aspecto de pilluelo de las calles.

No podía negar lo evidente: aquel no era su lugar.