minijaz126.jpg

10218.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Linda Susan Meier

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Jefe a regañadientes, n.º 126 - julio 2015

Título original: Her Brooding Italian Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6829-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Laura Beth Matthews se había sentado en el borde de la antigua bañera de porcelana que tenía el apartamento de Nueva York, el piso que iba a tener que dejar a la mañana siguiente. Llevaba su larga melena castaña recogida en un elegante moño francés, y lucía un diseño original en organza lavanda de Eloise Vaughn para su papel de dama de honor. En la mano, sostenía una prueba de embarazo que acababa de hacerse.

Las lágrimas se le acumularon en los ojos. No había duda ya: estaba embarazada.

–¡Laura Beth, vamos! –era la voz de Eloise, que la llamaba tocando a la puerta con los nudillos–. ¡Que la novia soy yo, y tendría que disponer de baño por lo menos diez minutos para retocarme el maquillaje!

–¡Perdón!

Se secó rápidamente las lágrimas y se miró en el espejo del armario. Aún no tenía churretes negros por la cara, pero el día era joven aún.

Por primera vez desde que Eloise, Olivia y ella decidieran pasar la noche anterior a la boda de Eloise juntas, y vestirse también juntas al día siguiente, lamentó haber tomado esa decisión. Estaba embarazada. El padre de su hijo, uno de los directores que trabajaba para el marido de Olivia, la había tachado de golfa cuando ella le contó que tenía un retraso y que podrían ser padres. Y ahora no solo tenía que sonreír durante toda una boda, sino que no le quedaba más remedio que encontrar dónde esconder aquel test de embarazo en un baño diminuto.

Miró a su alrededor.

–¡Un segundo!

A falta de otra solución, decidió envolverlo en papel higiénico y tirarlo a la papelera. Se colocó una alegre sonrisa en la boca y abrió.

Eloise estaba allí, deslumbrante con el vestido que Artie Best, su jefe, había diseñado expresamente para ella. Una seda maravillosa ceñía sus curvas, y el escote, en forma de corazón, estaba adornado con brillantes falsos. Un collar con piedras verdaderas, cuyo valor bastaría para alimentar a un país del Tercer Mundo durante una década, le adornaba el cuello.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, en aquella ocasión de alegría por su amiga. Eloise, Olivia y ella se habían mudado a Nueva York con miles de ilusiones como estrellas en los ojos. Ahora Olivia estaba casada y había dado a luz a un niño, Eloise lo estaría en unas horas y ella… ella estaba embarazada, del peor hombre posible como padre y, en veinticuatro horas, tendría que dejar aquel apartamento.

Estaba en un buen lío.

 

 

Antonio Bartulocci se miró en el espejo. Se había cortado el pelo para la boda de Ricky y Eloise, pero aun así los rizos negros le llegaban por los hombros, y se preguntó si no debería recogérselo en una coleta. Miró a la derecha, a la izquierda, y al final llegó a la conclusión de que se estaba preocupando por nada. Eloise y Ricky eran sus amigos, y les daba igual su aire bohemio.

Se enderezó la corbata plateada por última vez, salió de la suite que ocupaba en el ático de su padre en Park Avenue, y se dirigió a la habitación principal.

Unos cómodos sofás color agua se habían colocado uno frente al otro, sobre una alfombra de un gris pálido, y cerraban el conjunto unas sillas blancas estilo reina Ana. Una chimenea de piedra gris ocupaba la pared del fondo, y en una esquina había un pequeño bar en madera de nogal. La vista del horizonte de Nueva York que había desde el ventanal le dejó sin respiración la primera vez que la vio, pero desde la muerte de su esposa, ni siquiera llamaba su atención.

–¡Date prisa, Antonio! –le llamó su padre desde el bar, mientras se servía una copa de bourbon. Llevaba un sencillo traje negro, camisa blanca y corbata a rayas amarillas que después cambiaría por un esmoquin para la recepción de la noche. Aunque pasaba de los setenta y le sobraban algunos kilos, el millonario Constanzo Bartulocci era un hombre atractivo, cuyo aspecto hablaba de dinero y poder y que no vivía en el mundo del común de los mortales, sino en un universo que podía controlar. A diferencia del mundo de Antonio, en el que la pasión, la inspiración y la suerte lo gobernaban todo.

–Estoy detrás de ti.

Constanzo dio un respingo y se dio la vuelta, llevándose la mano al corazón.

–¡Menudo susto me has dado!

Antonio se rio.

–Ya lo veo.

Apuró la copa de un trago y señaló la puerta.

–Venga, vámonos, que no quiero terminar metido en un atasco de periodistas como la última vez.

Antonio se colocó la corbata una vez más.

–Tu has hecho de mí el monstruo al que los paparazzi siguen a todas partes.

–Tú no eres un monstruo –un suave acento italiano dulcificó su voz–, sino uno de los mejores pintores del siglo veintiuno. Tienes mucho talento, hijo.

Por supuesto Antonio era consciente de ello, pero tener talento no era lo que la mayoría se imaginaba. Su don no se podía envolver en una cajita de plata de la que sacarlo solo cuando lo necesitara. El talento, la necesidad de pintar, el deseo irrefrenable de explorar la vida sobre un lienzo era su motor, pero durante los últimos dos años ni siquiera había sido capaz de tocar un pincel. En aquellos últimos tiempos, comía, bebía, dormía… pero, en realidad, no vivía. Gracias a los millones que le había hecho ganar su arte en los últimos años, y aún más a las sabias inversiones que había hecho siguiendo los consejos de su padre, había transformado esos millones en cientos, de modo que el dinero no era problema para él. Tenía la libertad y el respaldo necesario para poder ignorarlo.

Las puertas del ascensor se abrieron sin hacer ruido, y ambos entraron.

Constanzo suspiró.

–Si tuvieras un asistente, esto no habría pasado.

Antonio intentó ocultar una mueca de desagrado. Sabía bien a qué se refería su padre.

–Lo siento.

–Quería que hubieras sido tú el artista que pintara los murales para el nuevo edificio de Tucker. Ese trabajo lo habrían visto miles de personas todos los días. Gente corriente. Habrías podido llevar tu arte a las masas de un modo concreto. Pero se te pasó la fecha de presentación de los bocetos.

–No se me da bien lo de las fechas.

–Precisamente por eso necesitas un asistente.

Antonio contuvo el deseo de apretar los ojos. Lo que necesitaba era que lo dejaran tranquilo. O mejor aún: poder dar marcha atrás en el tiempo para no casarse con una mujer que fuera a traicionarlo. Pero eso no podía ser. Tenía entre manos una mezcla de dolor y culpabilidad de la que ya no iba a poder deshacerse.

La limusina de su padre les esperaba ante el portal y caminaron bajo la marquesina en silencio. Antonio invitó a su padre a subir el primero.

Se acomodó en el cuero blanco del asiento, delante de un discreto minibar ubicado junto a los controles multimedia. Su padre pulsó algunos botones y una suave música clásica envolvió el espacio.

El conductor cerró la puerta y en menos de un minuto estaban en movimiento.

–Un asistente personal podría ocuparse también de algunos de los asuntos pendientes de Gisella.

Antonio apretó los dientes y su padre suspiró.

–Bueno, lo digo porque parece que tú no quieres hacerlo –añadió, y volvió a suspirar–. Antonio, han pasado ya dos años. No puedes seguir sufriendo así indefinidamente.

Antonio miró a su padre y esbozó una sonrisa. Fingir que estaba sufriendo había sido el modo de sobrevivir a los años que habían transcurrido desde la muerte de su esposa. La hermosa Gisella había entrado en tromba en su vida, como un huracán. Veinticuatro horas después de conocerse ya estaban juntos en la cama. Veinticuatro semanas después, se habían casado. Estaba tan colgado de ella, tan profundamente enamorado que los días, las semanas, los meses, le habían parecido minutos. Pero, mirando atrás, reconocía los síntomas que deberían haberle puesto sobre aviso. No es que su carrera de modelo profesional se hubiera venido abajo, pero tampoco avanzaba como debería, y casarse con un pintor italiano que había alcanzado la fama recientemente había vuelto a ponerla en el candelero. Su repentino interés en causas internacionales no había florecido tan intensamente hasta que encontró el modo de utilizar esas causas para mantener su imagen y su nombre en los periódicos y en boca de todo el mundo. Incluso había llegado a hablar en la asamblea de las Naciones Unidas. Y él se había sentido tan orgulloso, tan… ¡qué idiota!

–Hijo mío, sé que a los hijos, cuando ya son adultos, no les gusta que sus padres les den la tabarra y se metan en su vida, pero esta vez tengo que hacerlo para decirte que debes pasar página.

Antonio se volvió a mirar por la ventanilla sin contestar. Nueva York era un hervidero de gente en primavera. El tráfico avanzaba muy despacio, mientras que un gran número de residentes caminaba alegremente por la acera con ropas ligeras ya. El sol reverberaba en las fachadas de los edificios más altos. Hubo un tiempo en que se enamoró de aquella ciudad, más aún de lo que lo había estado de la naturaleza en su país de origen, Italia. Pero incluso eso se lo había echado a perder.

–Por favor, no les estropees el día a Ricky y Eloise con tu tristeza.

–No estoy triste, padre. Estoy bien.

La limusina se detuvo, bajaron, y entraron en el enorme edificio de piedra gris que era la catedral.

La ceremonia fue larga, y el pensamiento de Antonio voló hasta el día de su boda, en aquella misma iglesia, con una mujer que nunca lo había querido.

No, no estaba triste. Estaba enfadado, furioso más bien, hasta un punto en el que algunos días el corazón parecía latirle despacio por el peso que arrastraba. Pero no podía arruinar la reputación de una mujer que lo había utilizado para llegar a ser un icono cultural, del mismo modo que tampoco podía fingir que había sido la esposa perfecta.

Y esa era la razón por la que no podía tener un asistente personal revolviendo en su despacho, entre sus papeles o en su ordenador.

La ceremonia terminó, y el sacerdote dijo:

–Os presento al señor y la señora Langley.

Ricky, su mejor amigo, y su preciosa esposa, Eloise, se volvieron para mirar a la familia y los amigos sentados en los bancos, que rompieron a aplaudir. Los recién casados echaron a andar por el pasillo central. La dama de honor, Olivia Engle, y el padrino, Tucker Engle, también marido y mujer, los siguieron hasta la puerta, y Antonio caminó para reunirse con su compañera en la boda, Laura Beth Matthews.

Laura Beth era una joven dulce que ya conocía desde hacía tiempo, cuando ella fue a visitar a Olivia y Tucker en su villa italiana, y cada vez que había un bautizo, un cumpleaños o una fiesta en el ático de los Engle en Park Avenue, se encontraban. Por desgracia siempre se hacía acompañar de un novio bastante molesto, una persona que no encajaba en el mundo de Tucker Engle ni en el de Ricky Langley, pero que intentaba conseguirlo casi con desesperación.

Laura Beth apoyó la mano en su antebrazo y le sonrió antes de que ambos siguieran también a los novios por el pasillo central.

Mientras Ricky y Eloise saludaban a la larga fila de invitados que iban pasando por el atrio, Antonio se volvió para decirle:

–Estás preciosa.

–Eloise tiene unos diseños maravillosos –respondió, mirándose.

–Ah, no sabía que lo había hecho ella.

Laura Beth asintió, pero, cuando posó sus ojos verdes de nuevo en él, su mirada carecía de vida.

–¿Estás bien? –le preguntó, poniendo su mano en el brazo de ella.

Como si hubiera pulsado un botón, de inmediato se animó:

–Sí, claro que estoy bien. De maravilla. Es que ha sido una mañana muy estresante.

–¡Qué me vas a contar a mí! ¿Alguna vez has viajado con un millonario, que espera que todo el mundo y todo esté al alcance de su mano?

Ella se rio.

–¡Venga ya! Tu padre no es así. Yo le adoro.

–Tú solo le has tratado estando de vacaciones o en las fiestas que Tucker y Olivia les organizan a los niños. Cuando cruces el Atlántico con él, me lo cuentas.

Ella volvió a reírse, y parte del peso que Antonio llevaba siempre en el pecho disminuyó. Con una hermosa melena oscura y unos maravillosos ojos verdes, Laura Beth era demasiado bonita para estar tan…

No sabría decir cómo. Nerviosa, no. Infeliz, tampoco. Parecía más bien distante. Como si estuviera preocupada.

Eloise y Ricky aún tenían una larga fila de invitados ante sí, de modo que le dijo:

–¿Qué te pasa?

Ella lo miró sobresaltada.

–¿Pasarme?

–Sí. Estás aquí un momento, pero tu pensamiento se va lejos al siguiente. Es evidente que andas pensando en otra cosa. O intentando analizar algo.

–Yo… bueno, es que… mañana tengo que dejar el piso antes de las doce.

Antonio enarcó las cejas.

–¿Y no has recogido aún?

–Sí, lo tengo todo preparado, pero es que aún no he encontrado dónde ir.

–Puedes quedarte en el ático de Constanzo de momento. Nosotros nos vamos mañana por la mañana.

Laura Beth se sonrojó.

–Sí, ya. También podría quedarme en casa de Tucker y Olivia. Se me da de maravilla aprovecharme de los demás.

La fila de invitados había desaparecido, y Ricky y Eloise se disponían a salir. Antonio tomó la mano de Laura Beth para conducirla a una puerta lateral.

–Anda, vamos, que tenemos que preparar el confeti para cuando salgan.

 

 

Cuando Antonio tomó su mano para guiarla hasta la luz del cálido día de primavera, Laura Beth sintió una punzada en el corazón. Con su pelo negro, largo y rizado y unos penetrantes ojos oscuros, era el modelo vivo de artista sexy, aunque no era esa la razón por la que el corazón se le había quejado, sino por su modo sencillo de hacer que se sintiera parte de lo que estaba pasando, cuando su mente se empañaba en arrastrarla lejos de allí. Era un buen hombre, con un gran corazón y un enorme talento.

Se había medio enamorado de él el mismo día que lo conoció, pero entonces salía con Bruce. Luego Antonio se casó, y apenas dos años después, lloraba la muerte de su hermosa, inteligente y comprometida esposa, así que nunca se había permitido flirtear con él. Y ahora, embarazada, apenas dejó que el pensamiento se le pasara por la cabeza, sino que se dedicó a hacer comentarios livianos y entretenidos mientras posaban para las fotos y horas más tarde en el salón de baile del Waldorf, mientras cenaban.

Antonio se reía cuando tocaba, pero no le pasó desapercibida la tristeza de su mirada. Pretendía entretenerlo, pero no lo estaba consiguiendo. Sus propios problemas le pesaban demasiado, lo mismo que a él los suyos le aguaban la fiesta. Los dos se habían quedado sin chistes, sin temas inocuos y sin anécdotas graciosas. O peor aún: cada vez que él la miraba con aquellos ojazos, le entraban ganas de flirtear. ¡Flirtear! Él tenía problemas. Ella tenía problemas. ¿Y le quedaban ganas de flirtear? Qué ridiculez. Así que, después del baile, disimuladamente salió del salón hacia el tocador.

Se sentó en el sofá que había en la antesala y respiró hondo varias veces. Podría esconderse en su apartamento una noche más, pero tenía que decidir ya dónde iba a dormir al día siguiente. ¿En el ático de Tucker y Olivia o en el de Constanzo Bartulocci? Una vez más, aceptando caridad.

¿Cuánto tiempo iba a vivir así? No tenía nada, ni siquiera un trabajo decente, y estaba embarazada de un hombre que la consideraba una golfa. Dios, qué desastre…

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo que le faltaba.

Respiró hondo una vez más y se levantó del sofá. Podía ser imposible fingir que no tenía problemas económicos, pero durante las próximas horas pretendería ser feliz y cumpliría con sus obligaciones de dama de honor.

Mirándose al espejo, echó hacia atrás los hombros y respiró hondo una vez más. Lo iba a conseguir.

La primera persona que vio al volver al salón de baile fue Antonio, de modo que cambió de dirección. La atracción que le inspiraba aquel hombre era tan fuerte que podría derretirse en sus brazos mientras bailasen, y eso no estaría bien. Él seguía de luto por una mujer maravillosa a la que había adorado, y ella tenía problemas que solucionar antes de pararse tan siquiera a considerar la posibilidad de flirtear con alguien, y mucho menos de derretirse en sus brazos.

Mientras pasaba junto a grupos de empresarios que reían, famosos reconocidos por la sociedad y camareros que servían champán, tuvo una extraña epifanía, o quizás un golpe de realidad. Ella estaba allí solo por quienes habían sido sus compañeras de piso. En los cuatro años que habían pasado desde la primera vez que la invitaron a aquel mundo extraño Olivia y Eloise, ellas no solo habían encontrado su verdadera vocación, sino al amor de su vida, mientras que ella… ella no había encontrado ni una ocupación decente. A pesar de rozarse con montones de ejecutivos en aquellas fiestas, ni siquiera había sido capaz de encontrar un trabajo a jornada completa. Y a pesar de estar ante aquel abanico de solteros deseables, no había encontrado a un hombre que la quisiera.

Quizás no fuera consciente de que tenía un problema. A lo mejor es que se mezclaba con la clase de gente equivocada. Al fin y al cabo, ella pertenecía a la clase trabajadora. ¿Por qué se creía capaz de encajar en el mundo glamuroso de los millonarios? ¿Solo por el hecho de que sus amigas sí pudieran?

 

 

Por el rabillo del ojo, Antonio vio a su acompañante en la boda acercarse a la barra y pedir un ginger ale. Bastaría con tocarle un poco el brazo y llamar su atención para salir de aquel atolladero, pero no sería justo. No solo necesitaba aclarar de una vez por todas aquel asunto con su padre, sino que estaba claro que Laura Beth quería estar sola, y no estaría bien arrastrarla a aquel drama.

–¿Sabes qué? –se dirigió a su padre, respiró hondo. Solo había un modo de detener a Constanzo, y era fingir estar de acuerdo con él–. Que me lo voy a pensar.

En el fondo, no era mentira, se lo iba a pensar, pero hasta ahí iba a llegar. De ningún modo metería a un desconocido en su casa, y mucho menos iba a darle acceso a sus cosas. No estaba dispuesto a permitir que una persona cualquiera pudiera llegar a tropezarse con alguno de los embustes de su mujer mientras organizaba expedientes o listines de teléfono.

La cara de su padre se iluminó.

–¿De verdad?

–De verdad.

–¿Y crees que volverás a pintar?

Miró brevemente a Laura Beth y deseó poder capturar la expresión perdida de su mirada, a medio camino entre la tristeza y la añoranza. Desde luego tenía una belleza natural sorprendente: sus pómulos marcados conferían a su rostro una calidad de escultura que le iba a ayudar a envejecer. Y su melena… era fácil imaginarse deshaciendo el moño que llevaba y dejando que aquellos mechones de cabello oscuro resbalasen entre sus dedos abiertos, justo un instante antes de besarla.

¡Eehhh! ¿De dónde había salido ese pensamiento?

Había llegado el momento de alejarse de su padre si no quería tener más desvaríos.

–Pintaré cuando pinte –le dijo, mirándole a la cara–. Ahora voy a charlar por ahí con la gente.

Al alejarse de la barra vio que su padre se acercaba a Laura Beth y suspiró aliviado. No iba a seguirle a él, y al mismo tiempo serviría para que ella dejase sus negros pensamientos. Cuando no estaba dándole la tabarra sobre este u otro asunto de su vida, Constanzo podía ser un hombre divertido.

 

 

Laura Beth vio a Constanzo y se puso la sonrisa en la cara. Ahora que había llegado a la conclusión de que no pertenecía a aquel grupo, ya no tenía que fingir ser una persona que no era. Ya sabía lo que tenía que hacer exactamente: disfrutar del resto de la boda y ponerse manos a la obra para encontrar trabajo nuevo y nuevas compañeras de piso. Nadie podría reemplazar a Eloise y Olivia, sus dos mejores amigas, pero conseguiría que funcionase.

–Pareces triste esta noche.

Laura Beth asintió, aunque con una sonrisa. Constanzo era el típico hombre rico, pero no presumía de fortuna. Y muchas veces la había hecho reír en las reuniones en casa de Olivia y Tucker, de modo que no iba a ser la primera vez que confiase en él aunque, por supuesto, tampoco iba a contárselo todo.

–Es la segunda compañera de piso que se me casa –le explicó, aprovechando lo más obvio–. No es que eso me convierta en una solterona, pero casi.

Constanzo se echó a reír.

–Americanos… ¿qué es eso de una solterona? ¿Es que una mujer no puede madurar y disfrutar de la vida sin estar casada?

Ella sonrió también.

–Pues claro que sí.

–Bien, porque las mujeres no necesitan a los hombres, sino que los desean. Quieren tener un hombre en su vida, pero solo para que la complemente, no para que la defina.

Alzó su copa de ginger ale a modo de brindis.

–Sabias palabras.

–Y bien: ahora que hemos aclarado lo de la solterona, ¿quieres contarme qué otra cosa te pone triste hoy?

–Estoy bien.

Él la miró a los ojos y movió la cabeza.

–Pues a mí no me lo parece.

–Eres tan perspicaz como Antonio.

–¿A quién te crees que se parece?

–Creía que era su espíritu de artista.

–Desgraciadamente, desde la muerte de su esposa, el artista que mi hijo lleva dentro se está secando y va a morir.

Instintivamente miró a su hijo y Laura Beth hizo lo mismo. Antonio estaba increíble con su esmoquin negro y el pelo suelto y un poco revuelto. No había mujer que pasara cerca que no lo mirara con interés. Podía acercarse e invitarlo a bailar… pero mejor no. Ya tenía ella bastantes problemas como para liarse con un hombre. Aun así, mientras que todas las mujeres se deshacían a su paso, él no se daba cuenta de nada.

–Debe de ser muy duro que se muera tu mujer.

Constanzo asintió levemente.

–No quiero que pierda su vida entera por ello.

–No lo hará. Se recuperará.

–Necesita un empujoncito.

–¿Un empujoncito? –preguntó, riendo.

–Sí, tiene que contratar un ayudante. Un asistente personal. Alguien que pueda vivir con él y devolverlo al camino.

–Parece una misión muy complicada.

–No lo creo. Hemos estado hablando de ello y parece que por fin ha aceptado la idea, lo que significa que está dispuesto a sanar de sus heridas y volver a la vida. Creo que, una vez que su asistente le haya hecho deshacerse de los dos años de basura que ha acumulado en su casa, será capaz de volver a ver su futuro, y dejará atrás el pasado.

Laura Beth se quedó pensando un instante.

–Lo cierto es que lo que dices tiene sentido.

Constanzo se echó a reír.

–¡Vaya, creo que nos entendemos! Por eso siempre me siento a tu lado en las fiestas.

–No hay mucho que entender –respondió con una sonrisa–. Eres un padre que adora a su hijo, y él es un hombre que aprecia lo que significa tener padre. El resto es accesorio.

Él volvió a reír.

–¡Ojalá pudieras ser tú su asistente!

Laura Beth dejó el brazo suspendido en el aire.

–Pero sé que no querrías vivir en Italia –continuó Constanzo–. Y por otro lado, está lo que es el trabajo en sí. Supongo que estás acostumbrada a tener responsabilidades de más envergadura.

–Mis estudios solo me han valido para tener trabajos temporales –confesó sonriendo de medio lado.

–Entonces, ¿te interesaría el puesto? –inquirió, arqueando las cejas.

Se quedó pensativa un momento. ¿Un trabajo de verdad, a jornada completa, acompañado de cama y comida, en un país lejos de la familia y los amigos, donde poder reflexionar sobre lo que iba a hacer con su embarazo antes de que nadie supiera de su existencia?

–Sí, me interesaría.