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Índice

Prólogo

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra

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Traducción de María José Losada


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Para mi hermosa familia:

vosotros ilumináis la oscuridad que hay dentro de mí.






«Mientras observaba cómo te alejabas,

vi cada sueño que todavía no había soñado,

sentí cada deseo que podía hacerse realidad,

volqué cada gramo de amor que había en mi corazón,

y supe que tú también lo sabías,

porque te llevaste contigo todo lo mío».

Anónimo


Título original: Arsen

Primera edición: febrero de 2018

Copyright © 2013 by Mia Asher
Published by arrangement with Bookcase Literary Agency and RF Literary Agency
© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2018

© de esta edición: 2018, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es

ISBN: 978-84-16970-56-8
BIC: FRD

Fotografía: Studio64/Shutterstock
Diseño de portada: CalderónSTUDIO


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.



Prólogo

Destrozada

Estoy perdida.

Me alejo.

Me ahogo en un mar de tristeza y dolor mientras las oleadas de pesar siguen tirando de mí hacia abajo, donde una resaca de resentimiento me mantiene presa y no me deja soltarme.

¿Debería renunciar a liberarme?

Mientras miro fijamente los preciosos ojos oscuros de la doctora Pajaree, escuchando el pronóstico que desgrana con voz pragmática pero amistosa, no puedo evitar preguntarme a dónde se ha ido la magia. ¿Acaso la vida real está contaminando nuestro amor de cuento de hadas con toda su habitual fealdad?

Sí.

Quizá.

—Es más conocido como aborto habitual o de repetición… Se trata de la pérdida recurrente del embarazo…, pre…, cuando tres o más embarazos terminan bruscamente en…

Me rodeo firmemente con los brazos y me balanceo hacia delante y hacia atrás mientras trato de asimilar lo que la doctora me está diciendo, pero sus palabras entran y salen sin quedarse en mi cabeza.

Sé que debería estar prestando más atención, porque me está explicando por qué no soy lo suficientemente mujer, por qué no puedo conseguir que un bebé crezca en el interior de mi cuerpo el tiempo suficiente para sostenerlo entre mis brazos, pero lo único que quiero hacer es sacudirme de encima la fría manta de entumecimiento que me cubre.

No lo consigo. Sigo sintiendo frío, como si estuviera muerta por dentro. Noto el fuerte brazo de Ben alrededor de los hombros deteniendo aquel balanceo maníaco, pero ni siquiera su cálido abrazo puede ayudarme a deshacerme de este brutal desamparo que amenaza con asumir el control de mi persona.

Me pregunto por qué los médicos usan batas blancas. Es un color feo.

Estéril.

Ben me aprieta el hombro en señal de apoyo, arrancándome de este estupor ebrio.

—Díganos qué debemos hacer, a dónde tenemos que ir, a quién visitar… No importa nada más, lo haremos, doctora Pajaree. No importa lo que cueste —dice Ben sin soltarme. Trato de enfocar la mirada en la cara de la doctora Pajaree una vez más, pendiente de sus próximas palabras.

—Sí, Ben. —La doctora Pajaree lanza a Ben una mirada comprensiva antes de volverse hacia mí—. Cathy, ya sé que es tu tercer aborto involuntario, así que creo que ha llegado la hora de que os hagamos a ambos algunas pruebas. Me refiero a pruebas genéticas, análisis de sangre para ver la coagulación, la función tiroidea, la función ovárica… A ver si logramos identificar la causa del pre, y así podremos valorar algún tratamiento.

—Er… Perdone. Necesito ir al cuarto de baño. Lo siento.

La silla hace un horrible chirrido mientras la empujo con fuerza hacia atrás y salgo corriendo de la consulta, pero no me importa. Huyo al cuarto de baño, me encierro en el interior y me pongo ante el lavabo para mirarme en el espejo. Noto el brillo que deja el sudor que me cubre la frente, mientras tiemblo de pies a cabeza.

Trago con fuerza al tiempo que cierro los ojos, intentando recomponerme.

No puede darme otro ataque de pánico.

No puede.

—¡Cathy! Abre la puerta, Cathy. Por favor, déjame entrar —suplica Ben golpeando la puerta—. ¡Por favor, Cathy! Abre… —Hay una nota de desesperación en su voz.

No quiero que llamemos la atención, así que abro la puerta y lo dejo entrar. En cuanto atraviesa el umbral, me encierra en un abrazo aplastante que me roba el aire y entierra la cara en la curva de mi cuello.

—Cariño, por favor…, no te rindas. Todo se arreglará. Te lo prometo. No pienso dejar piedra sin mover. No hay un lugar del mundo al que no te lleve, nada que no haga para que tengamos un hijo que llamar nuestro. Te lo prometo, Cathy. —Me aprieta con más fuerza y me estrecha contra su pecho—. Haré cualquier cosa por ti —susurra—. Cualquier cosa.

Le devuelvo el abrazo escuchando la sincera letanía que canturrea en mi oído, y creo sus palabras con toda mi alma, pero ni siquiera Ben puede detener el entumecimiento que me envuelve, que se asienta alrededor de mi corazón.

Noto que me estoy alejando de él.

De su amor.

De mi matrimonio.

Y no puedo hacer nada para evitarlo.

Nada.



1


Presente


—Cariño, ¿puedes pasar hoy por la tintorería? Es posible que llegue tarde a casa. Amy me ha pedido que vaya al aeropuerto a recoger al nuevo.

Mi marido levanta los ojos castaños del periódico que sostiene entre las manos y me dirige la misma sonrisa que me robó el aliento cuando la vi por primera vez, hace once años.

Ahora ya no me deja sin aliento.

Algunas veces me siento como si estuviera viviendo con un hombre que no conozco. Uno cuyo rostro me parece familiar, aunque sigue siendo un extraño.

Siento como si la normalidad que rodea nuestras vidas me estuviera volviendo loca.

—Claro, sin problema. Refréscame la memoria, ¿quién es el nuevo? —Deja el periódico sobre la mesa y se pasa la mano por el corto cabello negro.

Mientras miro cómo mi marido toca el borde de la taza con los labios me doy cuenta de lo guapo que es en realidad. Esa circunstancia que parezco haber olvidado sobre su aspecto, lo atractivo que resulta, me embiste, cogiéndome por sorpresa.

¿De verdad me he vuelto tan insensible a él que me he olvidado de que sus ojos castaños chispean como una brillante piedra preciosa cuando se clavan en mí? ¿Que su mirada es tan penetrante como la punta de una aguja perforando mi piel? ¿Me he olvidado de que cuando sonríe le aparece un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda? Y ese hoyuelo se burla de mí, me suplica que lo bese, pero no lo hago. No tengo tiempo para quedarme aquí sentada, admirando a mi marido. Tengo que ir al trabajo.

—¿Cathy? ¿Estás escuchándome? —Agita la mano delante de mis ojos intentando conseguir que le preste atención. Salgo de mi ensimismamiento y enfoco de nuevo su cara y su boca. Me está hablando, pero lo único que escucho es el molesto zumbido de la cortadora del jardinero paisajista que está trabajando en el patio.

Bzzzz, bzzzz, bzzzzz, bzzzzz…

Trato de aclarar mis pensamientos sacudiendo la cabeza.

—Lo siento, cariño, el jardinero me está distrayendo. ¿Qué me has dicho?

—Cathy, me estabas hablado de tu jefa —repite Ben con su sonrisa de siempre—. Has dicho que Amy quiere que vayas al aeropuerto y recojas a alguien esta tarde.

—¡Ah, sí! No estoy segura de quién es ese tipo, pero al parecer viene con su hijo y su mujer. Creo que va a hacerse cargo de la compañía. No lo sé seguro. De todas formas, tengo que apresurarme.

Me levanto y me acerco a mi marido para darle un beso en la mejilla. Mientras estoy enderezándome, Ben me pone la mano en la nuca y vuelve a inclinarme hacia él buscando mis labios. Sorprendida, no respondo de inmediato hasta que intenta abrirse paso en mi boca con la lengua. Entonces, separo los labios para recibirlo y empezamos a besarnos en serio. Su lengua se enreda con la mía mientras desliza la mano de forma furtiva por debajo de mi falda, haciendo que se me acelere el corazón. Interrumpo el beso cuando noto que desplaza el borde de las bragas con el pulgar y las mueve a un lado para sumergir el dedo corazón en mi interior.

Me incorporo por completo mirando a Ben, que se limita a esbozar una sonrisa perezosa de oreja a oreja. Sus labios están húmedos por el beso, y no puedo evitar reírme en voz alta como cada vez que me sonríe así. A veces creo que solo tiene dos posiciones: excitado o cansado.

—¿De verdad, Ben? Tengo que irme a trabajar. —Me doy la vuelta, pero él me pone las manos en la cintura desde atrás y me obliga a sentarme en su regazo.

¡Oh, Dios mío…!

Se ríe en mi oído mientras empuja su enorme erección contra mis nalgas.

—No puedo evitarlo, Cathy. Estás muy sexy por las mañanas. Venga, uno rapidito… —Me mete la lengua en la oreja, trazando los contornos mientras vuelve a mover la mano debajo de mi falda.

—Ben, detente. Tengo que ir a trabajar. Ya llego tarde… Es… es…

—¿Sí, nena? —me susurra por lo bajo al oído.

Oh, esos dedos suyos…

Sé lo que está pasando y no quiero que ocurra, así que empujo sus manos y me levanto. Mientras trato de alisarme la falda y de apaciguar el rápido latido de mi corazón, noto que me tiemblan los dedos. Después de respirar lentamente varias veces, levanto la mirada y me lo encuentro observándome con un hambre cruda y desnuda. Entonces, sin apartar la vista se lleva a los labios el dedo que ha metido en mi interior y lo chupa.

A conciencia.

Luego se lo saca de la boca y se relame, como si quisiera probar en sus labios el persistente sabor de mi cuerpo. Siento que brota una poderosa y ardiente inyección de calor justo en el punto donde ha estado su dedo hace unos minutos.

Cuando se da cuenta de que no me muevo, Ben se ríe y me coge de la mano. Tira de mí hacia delante para que me ponga a horcajadas sobre él.

—Nena, te he echado de menos —asegura con rudeza.

Cuando se inclina para acariciarme el cuello crece en mi interior una especie de desesperación. Lo deseo. Quiero que tome la iniciativa, que haga que desaparezca todo de mi mente. Suspiro mientras cierra las manos alrededor de mis muñecas y las sube para que le rodee el cuello con los brazos; luego me agarra las nalgas, empujándome contra su erección.

—Te necesito, nena. Te deseo —dice antes de soltarme para empezar a desabrocharme la blusa de seda, tirando del sujetador y exponiendo mis pechos ante sus ojos. Sin interrumpir el beso, le suelto el cuello y le desabrocho el cinturón y los pantalones, le bajo los boxers. Agarro su dura erección antes de empezar a acariciarla, notando cómo palpita entre mis dedos.

—Basta. —Me detiene bruscamente, poniendo una mano sobre la mía—. Déjame a mí.

Asiento moviendo la cabeza, y le permito hacer lo que quiera conmigo. Nos volvemos frenéticos; la necesidad que sentimos el uno por el otro hace vibrar nuestros cuerpos y apenas perdemos el tiempo. Subimos mi falda, deslizamos mis bragas a un lado, y se impulsa hacia delante.

—Joder, estás empapada. —Los dos bajamos la mirada al punto donde nuestros cuerpos están conectados, observando cómo empieza a follarme. No hay nada más sensual que ver la excitación de tu amante cuando demuestras la reacción de tu propio cuerpo a sus caricias. Cuando lo cubres con la prueba de tu deseo.

Conectados como estamos, empiezo a verme superada por este sentimiento de querer ser propiedad de Ben y deseo volverlo loco de deseo.

—No digas nada más, Ben. —Le levanto la cara hacia mí y lo beso una vez más, dejando que sea el ritmo de sus envites lo que establezca el de nuestro acto de amor.

Ben se corre después de que yo alcance mi liberación.

—¡Dios…! —murmura.

Nos miramos y sonreímos con la respiración entrecortada, todavía rodeándonos el uno al otro con los brazos y con mis piernas alrededor de su cintura. Nuestros cuerpos se enfrían con rapidez, y cualquier atisbo de desesperación que haya sentido antes se ha disipado.

Por ahora.

—¡Maldición, mujer! Si esto es lo que tú llamas desayuno —me sostiene las caderas—, creo que no volveré a saltármelo.

Sonríe.

—¿Mejor que un café? —preguntó sonrojándome.

Ben se ríe dejando caer la cabeza hacia atrás. Encierra mis mejillas entre sus manos y me obliga a mirarlo fijamente, hasta que me pierdo en sus ojos castaños.

—Sí, mucho mejor que un café. —Me acaricia el labio inferior con el pulgar—. Me encanta tu sonrisa, Cathy. Incluso después de tantos años juntos, va directa a mi… —se impulsa con lentitud, todavía dentro de mí— y a mi corazón. —Se inclina para besar mis labios sonrientes—. Te amo, nena.

—Yo también te amo. Imagino que vamos a tener que ducharnos otra vez antes de ir a trabajar. —Desenredo las piernas de su cintura y separo nuestros cuerpos para bajarme de su regazo. Me aprieto la blusa contra los pechos desnudos mientras regreso a nuestro dormitorio, con Ben pisándome los talones.

Cuando mis manos aterrizan en mi vientre, apago la voz que resuena en mi cabeza, recordándome el abrumador vacío que se extiende en mi interior como un agujero negro, succionando toda la felicidad que hay a mi alrededor.

La voz que me dice que todo sigue igual.

O no.



2


Pasado


No me enamoré.

Choqué con él y me caí de culo.



Odio la lluvia.

Vale, es mentira. Me gusta mucho cuando, por ejemplo, tengo a mano un paraguas y ropa seca. Así que debería decir que, ahora mismo, me siento muy enfadada con la madre naturaleza.

Mientras estoy de pie en la calle, delante del Lerner Hall —uno de los centros para estudiantes de la universidad de Columbia—, y veo lo furiosamente que cae el agua del cielo, valoro si debería llamar a un taxi o acercarme a la estación de metro más cercana. De cualquiera de las dos formas acabaré empapada en cuanto me aleje de la protección que me ofrece el edificio. En serio, a veces pienso que el tema Ironic, de Alanis Morissette, debería ser la banda sonora de mi vida.

Me preparo para enfrentarme a la lluvia con un suspiro, pero oigo que empieza a sonarme el móvil. Cuando estoy a punto de responder, pasa por delante de mí un grupo intimidante de chicas de una hermandad y me lanzan un puñado de condones mientras gritan sus proclamas: «¡Pónselo, póntelo!».

Me sonrojo avergonzada como si fuera la inocente protagonista de una novela de regencia, recojo los preservativos y los dejo caer en el fondo de mi bolso antes de que alguien los vea a mi alrededor. ¡Chachi! Ni siquiera tengo novio y van a pensar que soy adicta al sexo.

Tengo que largarme ya.

En cuanto me pongo en marcha, me empieza a sonar de nuevo el móvil. Me peleo con la cremallera del bolsillo del bolso para sacarlo de allí mientras esquivo a un estudiante que lleva un paraguas enorme. Al evitar un charco enorme, no veo al individuo que viene derecho hacia mí. Cuando chocamos, me caigo de culo en el agua que estaba tratando de salvar, y se me cae el bolso al suelo.

¿Qué demonios acaba de pasar?

Más sorprendida que otra cosa, clavo los ojos en los mocasines de cuero mojados que tengo delante de mí.

¡Maldito charco! Quiero llorar. ¡Mierda, me he mojado el culo! Estoy empezando a enfadarme mucho. «Venga, Cathy, respira. Tranquilízate y demuéstrale a este tipo un poco de tu ingenio».

Mientras todos estos pensamientos dan vueltas en mi cabeza, no me doy cuenta del aspecto que tiene el chico sobre el que pronto descargaré toda mi ira. Así que cuando se pone en cuclillas delante de mí, tratando de protegerme la cara de la lluvia con sus propias manos, me quedo paralizada. Cualquier pensamiento racional ha desaparecido de mi mente.

¿Son de verdad esos labios?

¡Mierda! Siento que mi cara se enciende como los fuegos artificiales que lanza Macy’s el 4 de julio. Tengo que decir algo rápido, pero lo único en lo que puedo pensar mientras miro sus ojos castaños es que quiero tortitas con caramelo de jarabe de arce…, un montón de caramelo del mismo color que sus iris.

«¡Recréate, Cathy!».

—Mmm, creo que es mejor que te levantes —dice torpemente el magnífico espécimen masculino de labios deliciosos y ojos risueños que se ha arrodillado ante mí cuando ya estoy abriendo la boca para decirle algo—. Tus… er… cosas se están mojando —añade, ofreciéndome la mano.

Mientras me ayuda a ponerme en pie, veo que el contenido de mi bolso se ha caído al suelo.

Por supuesto, ¿qué más puede salir mal?

Valoro el desastre que se acaba de producir y soy consciente con rapidez de a qué se estaba refiriendo él. Además de mi cartera y de los libros que se esparcen por el suelo mojado, hay unos diez condones acusadores en el suelo.

¡Madre del amor hermoso! Ahora me quiero morir, literalmente. Es decir, está bien ir preparado, pero ¡estos condones no son míos!

Me arrodillo con rapidez y clavo los ojos en el suelo. Me siento tan avergonzada por el curso que han tomado los hechos que no me doy cuenta de que el señor Mocasines está haciendo lo mismo que yo hasta que nuestras cabezas chocan al intentar coger el mismo condón a la vez.

—¡Ay!

Me froto la cabeza mientras lo miro. Está haciendo el mismo movimiento que yo mientras se esfuerza por no sonreír. En realidad, es imposible reprimirse. La situación es hilarante la mires por donde la mires, así que cuando nuestros ojos se encuentran de nuevo, mi corazón da un vuelco de nivel olímpico y nos partimos de la risa.

Al ponernos en pie, nos miramos el uno al otro un buen rato. Ignorando la lluvia que cae sobre nosotros, me dejo llevar por ese instante y por el precioso color de sus ojos risueños. Es casi como si la gravedad hubiera desaparecido y estuviéramos moviéndonos a cámara lenta.

Estoy pensando en cómo puedo romper este enervante silencio que se ha establecido entre nosotros cuando él se aclara la garganta, a punto de hablar. Entonces ocurre…

Un momento estoy mirándolo a los ojos, sintiendo mariposas en el estómago, y al momento siguiente nos encontramos empapados por el agua sucia de las calles del Bronx.

Sí.

Mi pelo, mi cara, mi ropa y todo su cuerpo quedan cubiertos por un líquido viscoso, maloliente y desagradable.

—¡Qué mierda, tío! —grita el guapísimo chico al coche que acaba de pasar por delante de nosotros, rociándonos con el agua de un charco. Se vuelve para mirarme y clava la vista durante demasiado tiempo en mi camiseta mojada antes de subir la vista a mis ojos. En lugar de sonrojarse o tartamudear una disculpa por el descaro con el que me acaba de mirar, se limita a sonreír—. Creo que es mejor que nos movamos. Dada la suerte que tenemos, si nos quedamos aquí más tiempo, podría caernos encima un rayo.

Reacciono con lentitud cuando me habla porque, por un lado, me siento muy aturdida por su voz de barítono y, por otro, la luz incide en su pelo mojado, haciendo que sus rizos negros brillen como el pelaje de un caro abrigo de visón.

Muevo la cabeza, asintiendo, ya que parece que no solo he perdido la capacidad de pensar, sino también la de hablar. Juntos, recogemos todas mis pertenencias y las guardamos.

Sí, también los estúpidos condones.

Cuando estamos a punto de levantarnos de nuevo, me tiende la mano.

—Déjame ayudarte.

Al estar ya de pie, conserva mi mano en la suya mientras nos miramos sin movernos, los dos dispuestos a decir o hacer algo, solo que nos quedamos callados y quietos. La lluvia sigue cayendo a nuestro alrededor, ahora más fuerte que antes, pero eso no parece perturbarnos. Es como si estuviéramos metidos en una cápsula privada en la que el tiempo se hubiera detenido. Apenas puedo ver su cara sin limpiar constantemente las gotas de agua que caen sobre mis ojos mientras su alta figura se cierne sobre mí.

Muy despacio, mueve la cara hacia la mía. A mitad de camino, se detiene y me mira como si estuviera pidiéndome permiso para hacer lo que yo creo que va a hacer.

«Bésame…, bésame…», canturrea mi mente como si fuera un mantra. Lanzando al viento cualquier pensamiento lógico o precaución, cierro los ojos, me pongo de puntillas y dejo que pase. Cuando por fin nos besamos, nuestros labios se rozan con tanta suavidad, con tanta intensidad y magia, que no es que sienta que me ha alcanzado un rayo o que el mundo ha dejado de moverse. No, la sensación es única. Especial. Como si me estuviera limpiando de dentro hacia fuera, como si la lluvia estuviera limpiando mis errores del pasado, mis dolores, mi pesar… y en su lugar se arraigara la esperanza.

La magia.

Cuando el beso llega a su fin, siento como si flotara en el aire, y mi mente es consciente de cuatro hechos:

Mis pies no tocan el suelo.

Él me rodea la cintura con los brazos. Con fuerza.

Acabo de besar a un total desconocido en una calle muy transitada.

Y, por último, pero no menos importante…, ¡ha sido increíble!

Cuando me deja en el suelo, le cae sobre los ojos el pelo negro y ondulado, ocultando su expresión. Respira hondo mientras se retira el cabello de la cara y me mira. Una vez más, noto un aleteo en el estómago tan intenso que parece que alguien está disparando balas a mi alma.

Necesito decir algo, preguntarle su nombre y, quizá, su número de teléfono.

Sí, sin duda debo saber su número.

Pero lo único que soy capaz de hacer es mirarlo fijamente, temiendo que pueda desaparecer. Como en un sueño, veo que levanta la mano y me la ahueca con suavidad sobre la mejilla. Es un gesto tan natural que parece como si estuviera destinada a estar ahí desde el principio de los tiempos. Cierro los ojos al sentir que me baja un escalofrío por la espalda, poniéndome la piel de gallina. Al tener los párpados bajos, no veo que acerca la boca a mi oreja hasta que siento que su aliento me hace cosquillas cuando susurra unas palabras que hacen que se me debiliten las rodillas. Unas palabras que me cogen por sorpresa. Cuando abro los ojos para preguntarle lo que quiere decir, me lanza una mirada arrogante, luego se da la vuelta y se aleja, dejándome sola en esta calle tan transitada. Me siento sorprendida, jadeante y aturdida.

¿Me he imaginado todo lo que acaba de suceder?

No, no lo creo.

Era real.

Él era real.

Todavía puedo sentir en mis labios el intenso sabor a la manzana que debe de haber comido. Todavía puedo sentir la cálida huella de su mano en mi mejilla.

Muevo la cabeza y me doy la vuelta con rapidez para ver si puedo distinguir su figura entre el mar de gente. Quiero alcanzarlo y pedirle que me diga su nombre. Necesito saberlo. Pero es demasiado tarde.

Ya se ha marchado.

De repente, me siento muy sola.

Se ha ido.

Aturdida, y sabiendo que debo de parecer una rata ahogada, intento buscar un taxi. Pensaba que este tipo de cosas solo pasaban en las películas o en los libros, no en la vida real. Al menos no en la mía.

Por fin, un taxi se detiene delante de mí, y estoy a punto de subir cuando siento un golpecito en el hombro. Al darme la vuelta, me encuentro cara a cara con la última persona que esperaba ver de nuevo. De pie, delante de mí, está el extraño al que acabo de besar.

—Oye —me dice el señor Sonrisa Irresistible.

La forma en la que está curvando los labios abre una compuerta, y me invade una oleada de escalofríos tan poderosa como una tormenta que inunda mis sentidos, subiendo y bajando por mi cuerpo.

Me quedo pegada al suelo, y creo que me he quedado boquiabierta. No salgo de ese trance hasta que el taxista me grita una obscenidad.

No puedo creer que sea él.

Otra vez.

—Señorita, ¿va a entrar o no?

Miro al conductor, pero al instante vuelvo a mirar a aquel guapo desconocido, preguntándome qué puedo decirle. Sin embargo, es él quien habla primero.

—Estaba a medio camino de clase cuando me he dado cuenta de que no te he preguntado cómo te llamas —me dice, observándome con atención.

No sé qué hacer o decir, por lo que suelto lo primero que pasa por mi brillante mente.

—Mmm…

Este tipo está consiguiendo que la cara me arda como si estuviera en la hoguera.

—No. No tienes cara de Mmm…, más bien de Guau. —Sonríe de nuevo, haciendo que un delicioso hoyuelo aparezca en su mejilla izquierda una vez más.

¿Cómo puede un hombre ser tan perfecto?

Si antes me parecía que tenía la cara caliente, ahora está al rojo vivo. Como un incendio forestal. ¿Qué decir a eso? Todo tipo de respuestas dulces y divertidas. ¡Venga, Cathy! Di algo.

—Ja. Eres muy gracioso. ¿Lo sabías?

—No, no trataba de ser gracioso. Estaba constatando un simple hecho.

Todavía sonrojada, noto que me está observando fijamente una vez más. Pienso que debe de haber algo malo en mi apariencia, y me subo las manos al pelo mientras él se acerca.

—¿Me… me pasa algo malo? —La cercanía de su cuerpo lanza mi mente directamente a un abismo donde no existen discursos coherentes.

No responde a mi pregunta y mueve la mano hacia mi cara. Cuando me acaricia la mejilla con el pulgar, siento la suavidad de su dedo contra la piel. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que sentí que un hombre me tocaba con ternura.

Percibo su cara mucho más cerca de la mía que antes, su cálido aliento en los labios. Sus ojos vagan por mi rostro como si estuviera memorizando cada una de mis facciones… Mi nariz, mis mejillas y, por último, mi boca.

Cuando levanto la vista, nuestros ojos se encuentran durante un breve instante, y él respira hondo.

—Mmm, ¿me das tu número de teléfono?

—¿Va a entrar o no? —grita el taxista una vez más.

—Danos cinco minutos, hombre —le dice él sin dejar de mirarme.

—P-pero ¿por qué? —pregunto como una tonta. Sé que yo quiero saber el suyo, pero ¿cómo es posible que él quiera el mío?

—¿No es evidente?

Niego con la cabeza, porque no lo es.

—Así que no lo sabes, ¿eh? —añade con la voz ronca.

—Mmm…

—Mira, ¿qué te parece esto? Te dejaré subir al taxi con dos condiciones. Me vas a dar tu número de teléfono y saldrás conmigo dentro de tres días.

¿Es posible que esto me esté sucediendo realmente a mí?

—¿El viernes?

¿Un tipo tan guapo no debería tener ocupados los viernes? Solo los colgados sin citas se quedan en casa los viernes por la noche. Por ejemplo, yo.

—¿Y qué?

—El viernes. ¿No deberías estar ocupado? ¿Haber quedado con una chica o algo así?

—Estoy tratando de quedar con una, pero se trata de una chica muy obstinada que no me da ninguna facilidad. —Me mira sonriente. Como si realmente quisiera.

—Ah…, ¿quieres quedar conmigo? —Mierda, sí que quiere.

—Lo cierto es que quiero algo más que eso. Pero, por ahora, me sentiría muy feliz si quisieras verme el viernes por la noche.

—¿Por qué? —farfullo la pregunta antes de pensar que en realidad no quiero saber la respuesta.

—¿Por qué qué? ¿Por qué quiero salir contigo?

Asiento moviendo la cabeza.

—Además de lo obvio —se acerca más a mí—, porque estoy deseando besarte de nuevo —me susurra al oído.

Ah…

—¿Por qué no lo haces ahora? —¡Mierda! ¿Por qué demonios has dicho eso, Cathy?

—Es muy simple —responde. Puedo sentir el calor que irradia su cuerpo hacia el mío mientras me recorre la cara con los ojos una vez más—. Porque quiero recogerte en la puerta de tu casa. Quiero regalarte flores. Quiero decirte lo guapa que estás. Quiero ver cómo te ruborizas cuando lo escuches. Quiero ver cómo te gustan las flores mientras me ofreces un vaso de agua. Y si vives con tus padres, quiero estrechar la mano de tu padre y decirle que cuidaré de su hija, que no la llevaré a casa demasiado tarde. Después, le diré a tu madre lo guapa que es. Porque solo una mujer hermosa puede haber tenido una hija tan guapa como tú.

Me acaricia la mejilla con ternura.

—Entonces, te ruborizarás y te cogeré de la mano para sacarte de casa lo más rápido que pueda sin avergonzarte más. Cuando estemos ya fuera, te llevaré de la mano al coche. Te abriré la puerta y te ayudaré a entrar, y una vez que cierre la puerta, iré al lado del conductor. Pero antes de encender el motor, me volveré a mirarte, allí sentada, sonrojada. En ese momento, querré cogerte por el cuello… —sus palabras reflejan sus acciones mientras me agarra por la nuca con ternura y acerca nuestras caras— y aproximar tus labios perfectos a los míos. Y entonces…

—¿Sí? —Trago saliva.

—Y luego, por fin, te besaré —susurra con la voz ronca, con los ojos clavados en los míos.

«¡Oh, Dios mío!».

—Entonces, ¿tenemos una cita? —pregunta con una sonrisa satisfecha.

—Sí —respondo jadeante, con el pulso acelerado.

—No te arrepentirás, Guau —añade sonriendo.

—Me llamo Cathy —corrijo con una sonrisa.

—Me gusta. Tienes aspecto de Cathy. Dulce, inocente y perfecta.

—Oh…

En serio, me quiero pellizcar para asegurarme de que no estoy soñando.

—Por cierto, me llamo Ben.

—Encantada de conocerte, Ben —murmuro con suavidad.

Le tiendo la mano para que me la estreche, pero Ben descoloca todo mi mundo cuando la coge y se la lleva a los labios para darme un beso en los nudillos que siento hasta en los huesos. Atontada, le suelto la mano y veo cómo da un paso a un lado para abrir la puerta del todo y que pueda entrar.

¿Este chico es real? No sé si desmayarme o reírme. Creo que prefiero desmayarme.

—Bueno, gracias. Imagino que ya sabré de ti.

—Claro. —Sonríe.

Después de intercambiar los números de teléfono y despedirnos, me meto en el taxi y le digo al conductor la dirección. Me siento aturdida, como si me hubiera parado pero el mundo siguiera moviéndose a mi alrededor a una velocidad muy rápida.

Noto que me vibra el móvil. Eso es bueno: supongo que no se ha estropeado después de todo. Saco el aparato y veo que acabo de recibir un mensaje de un número desconocido.

Sonrío al recordar lo que me ha susurrado al oído.

«Demasiado tarde. Ya me ha alcanzado un rayo».

Me echo a reír y luego miro por la ventanilla. Mientras observo mi reflejo, decido que quizá, después de todo, no odio la lluvia.

Ben.

¡Oh, sí!

Sin duda.