Elingles_cubierta_HR.jpg






«Tengo que confesarle que usted me ha hechizado en cuerpo y alma».

Darcy


Orgullo y Prejuicio

Jane Austen



Prólogo



Elizabeth


Me estallaban las sienes.

Notaba los labios hinchados.

Y tenía una palpitante quemazón entre los muslos.

¿Por qué me sentía como si estuviera muriendo?

Por mi mente pasaron algunas imágenes borrosas, pero me parecieron inconexas y sin sentido, un gran agujero negro de nada. Gracias, vodka.

El dolor se extendió a mi cara. Gruñí.

«¿Me he dado un golpe?».

Al intentar orientarme en la oscuridad me asaltaron unas intensas náuseas. Poco a poco me di cuenta de que la cama en la que estaba tendida no era la mía.

Logré enfocar la vista; me encontraba en una habitación de hotel.

Con cuidado, moví la cabeza lentamente para mirar a mi alrededor. Observé la desvencijada mesilla de noche y el escritorio que había conocido días mejores. En la esquina de la habitación estaba el clutch de lentejuelas que le había pedido prestado para el baile a mi mejor amiga, Shelley.

«Pero ¿dónde está ella?».

Lo último que recordaba era haber estado bailando en el gimnasio. ¿Quizá encima de una mesa?

Recorrí la habitación con la vista.

Unas raídas cortinas azul marino.

La cama, que apestaba a cigarrillos y a rancio olor corporal.

Una botella de Grey Goose.

Se me revolvió el estómago al recordar el momento en el que aquel amargo sabor se me había deslizado por la garganta, y traté de contener la bilis.

«¿Esto es una resaca?».

No lo sabía. No tenía nada con qué compararlo.

Algunos fragmentos de escenas de la noche pasada desfilaron por delante de mis ojos como si fueran unos spots publicitarios muy vívidos.

Había cenado con mi novio, Colby, y mis amigos, Shelley y Blake, en un restaurante italiano en el centro de Petal, Carolina del Norte. Nos habíamos reído sin parar. Colby había sacado una petaca para que pudiéramos mezclar los refrescos de la cena con alcohol. Habíamos bailado bajo las centelleantes luces del gimnasio de Oakmont Prep, en la fiesta de graduación. Horas después, nos habíamos montado en el Porsche de Colby para terminar la fiesta en el lago.

Pero no me acordaba de nada de lo que había ocurrido allí.

Sin embargo, sí tenía recuerdos de Colby invitándome a beber, acercándome la botella a los labios mientras íbamos camino de la fiesta y, también luego, cuando conducía hacia el lago.

«No seas coñazo, Elizabeth. Bebe. Vamos a dominar el mundo, cariño».

Eso era lo que él quería: dominar el mundo. Ser invencible. Y suponía que, como su padre era senador por Carolina del Norte, creía que podía. Formar parte de su círculo íntimo —en especial ser su novia— me hacía sentir como si estuviera codeándome con la realeza local.

Todavía notaba mariposas en el estómago cuando revivía el momento en el que ganamos los títulos de rey y reina del baile. Ya en el escenario, cuando nos colocaron las brillantes coronas en la cabeza, se había vuelto hacia mí y me había dicho que me amaba. En ese momento me había inundado el corazón una alocada y vertiginosa oleada de felicidad. Colby me amaba. A mí. A la chica del lado malo del pueblo. La niña que no tenía familia. La muchacha que no era nadie.

Porque llevaba toda la vida esperando que alguien me amara.

Me llegaron más flashes de lo ocurrido en el coche, y gemí.

Recordé el segundo sorbo. El tercero. El cuarto.

Todo se había vuelto más confuso.

«Dios…, no puedo acordarme de nada más».

Más tarde, Colby me había dado una pastilla blanca.

«¿Me la he tomado?».

Todo estaba tan borroso…

Me miré las manos; las encontré salpicadas con brillantes lentejuelas de color rosa, que también cubrían la cama. El vestido que había llevado puesto —y que para conseguir comprar había tenido que ahorrar todo el dinero que ganaba como camarera en un restaurante del pueblo— yacía hecho jirones a mi alrededor. Mi cuerpo había quedado expuesto, con los pechos al aire.

Me pesaban demasiado los brazos y gemí cuando intenté cubrírmelos. Me invadió una oleada de pánico, y luego empecé a deducir lo que había pasado. Me habían rasgado la tela desde el busto al borde inferior de la prenda, arrancando al hacerlo las delicadas lentejuelas. Tenía la ropa interior retorcida alrededor de los tobillos y había manchas de sangre en la sábana, debajo de mi cuerpo.

Durante un breve instante, mi cerebro se negó a aceptar lo que estaba claro como el agua, pero cuando la realidad se instaló finalmente en mi interior, un terrible horror me inundó las entrañas.

Intenté mover las manos, pero solo fui capaz de conseguir que revolotearan en el aire.

Vi las marcas rojas que me salpicaban la piel. Las contusiones. Los arañazos. Las huellas de dientes.

«No. No. No. Está mal. Eso no debía suceder esta noche».

Me llegaron unos susurros desde la esquina de la habitación. Era la voz de Colby.

Lo busqué con la mirada y me lo encontré de pie, sin camisa, en el cuarto de baño, donde me daba la espalda mientras hablaba por teléfono.

Oí parte de la conversación.

—… tío, está fuera de juego…, como un animal abatido…, sí, sí, la he desvirgado…

Sus palabras me golpearon como un tsunami, y contuve la respiración. Luché para recuperar el equilibrio, para centrarme… Intenté engañarme a mí misma diciéndome que todo el episodio era fruto de mi imaginación.

Colby soltó un gruñido.

—… no va a poder andar durante una semana… —Una pausa antes de que se echara a reír por algo que había dicho la persona con la que hablaba.

Noté cómo me agrietaba por dentro, que mi corazón se rompía.

Emití un sonido involuntario, ronco y primitivo, que llamó la atención de Colby.

Me estremecí; todos los músculos del cuerpo se me sacudieron con repugnancia.

—Tengo que dejarte. —Colgó y se acercó a mí, deteniéndose junto al borde de la cama mientras me miraba de arriba abajo con aquellos helados ojos azules—. Estás hecha un desastre.

Habiéndome criado en un campamento de caravanas, había disputado muchas peleas con chicos que querían salir conmigo y con chicas que pretendían dirigir mi vida, así que sabía defenderme. En aquel momento, cada fibra de mi ser quería saltar de la cama y desgarrarle el corazón con las uñas. Por lo que me había hecho.

Ardía de rabia, pero no podía moverme.

—Me has hecho daño —dije con un tembloroso hilo de voz.

Aunque intenté sentarme, no fui capaz, y caí desmadejada hacia atrás.

Me miró con gélida frialdad mientras me movía en la cama. Dejó que pasara el tiempo, lo que hizo que aumentara mi temor.

Me humedecí los labios resecos con la lengua.

Recogió la camisa blanca del suelo y se la puso, abrochándosela con mano firme y cuidadosa. Un gesto que lo decía todo. Se subió la cremallera de los pantalones antes de comprobar su pelo rubio en el espejo. Él no parecía borracho. En absoluto.

—¿Qué me has dado? —lo acusé—. ¿Y por qué lo has hecho?

—No me vengas con esas, cariño. Has sido tú la que me lo ha pedido. Ha sido de mutuo acuerdo. —Movió los dedos para señalar la cama con una expresión burlona—. Has tomado todo lo que te he dado sin preguntar nada.

—No, no es verdad. —«¿O sí?».

—¡Oh, sí! Y has sido el mejor polvo en meses. Sin duda ha merecido la pena el tiempo que te he dedicado. —Se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos—. Ahora no se te ocurra ir mintiendo por ahí sobre lo que ha ocurrido aquí. Nadie va a creer a una borracha como tú. Si todavía estás pedo… Estoy seguro de que apareces en muchas fotos y vídeos del baile de graduación, y eso lo demuestra. —Se rio como si hubiera recordado algo de repente—. ¡Joder, cariño! En el gimnasio te volviste loca; te pusiste a bailar encima de las mesas y a gritarle a la gente. Nos echaron de allí, nena. Si no supiera la verdad, pensaría que tú eres una mala influencia para mí. —Inclinó la cabeza a un lado—. Eso es lo que le voy a decir a todo el mundo. —Se quitó una pelusa de los pantalones.

Negué con la cabeza. «¿Será cierto?». Yo era una buena chica; había obtenido la media más alta de la clase en las pruebas de acceso a la universidad; trabajaba como voluntaria en la protectora local de animales, y no porque me puntuaran las horas de servicio. No podían haberme expulsado de la fiesta. Apenas me invitaban a alguna.

Me apartó el pelo de la cara y me recorrió la mejilla con los dedos.

Me estremecí, apartándome de él todo lo que pude.

—No me toques.

—Ah…, y yo que esperaba que estuvieras dispuesta a echar uno rapidito… —Se rio entre dientes mientras jugueteaba con el anillo que le había regalado hacía unas semanas. Se lo había hecho yo misma, una sencilla banda de plata con nuestras iniciales cinceladas en el interior y un corazón entre ellas. Me había pasado horas grabando las letras a fuego, tallando el metal hasta que estuvo perfecto. Incluso había utilizado parte de los ahorros que tenía destinados para la universidad y había comprado el soplete, así como el resto de las herramientas necesarias a fin de que quedara perfecto.

—Me dijiste que me amabas. —Odiaba la debilidad que reflejaba mi voz.

Curvó los labios.

—Elizabeth, por favor, eso se lo digo a todas las chicas a las que quiero follarme. Aunque reconozco que contigo me ha llevado más tiempo conseguir lo que quería.

Emití un sonido estrangulado.

Él suspiró y se colocó bien los pantalones.

—No te cabrees. Sabes que los dos deseábamos lo mismo.

«¡No! ¡No! ¡No!».

Se quitó el anillo y lo hizo girar entre sus dedos.

—Supongo que ahora querrás que te devuelva esto. —Lo lanzó despectivamente sobre la mesilla de noche, y el aro tintineó al golpear la madera, donde rodó antes de caer al suelo.

Se miró en el espejo una última vez para ponerse la chaqueta.

—Bueno, tengo que marcharme ya, nos veremos en la graduación, dentro de unos días. Bye, bye, nena.

Y luego se fue, cerrando la puerta con suavidad.

«¡Gracias a Dios!».

Cogí aire de forma temblorosa, llenándome los pulmones mientras intentaba dar sentido a lo que había ocurrido.

Pasó una hora. Y otra.

Los recuerdos atravesaban mi mente como si fueran escenas de una película de terror que no quería ver pero no pudiera detener. Colby llevándome al hotel… Dejándome en la cama… Rompiéndome el vestido… Tanteando entre mis piernas… Penetrándome, hundiéndose en mí… Me había dolido.

Había intentado negarme, pero no había podido pronunciar ninguna palabra.

Había intentado moverme, sin poder conseguirlo.

Mi cuerpo había sido como una estatua, y él me había hecho lo que había querido. Me había retorcido, me había arruinado.

Me mantuve inmóvil, observando cómo pasaban los minutos en el reloj digital de la mesilla de noche mientras mi cerebro, empapado en alcohol, luchaba para conseguir que mi cuerpo reaccionara. Logré deslizar las piernas hasta el suelo con pequeños impulsos, hasta que rocé con los dedos de los pies la raída alfombra barata. Gemí y me obligué a sentarme, aunque me caí de inmediato. Luego me arrastré hasta el rincón de la habitación donde estaba tirado mi bolso, y cogí el móvil.

Estaba aterrada.

Él podía volver en cualquier momento y hacerlo de nuevo.

Me temblaban los dedos cuando marqué el 911, pero me quedé paralizada cuando oí la voz nasal de la operadora.

—Ha llamado al 911. ¿Tiene alguna emergencia?

Me sentí invadida por la vergüenza, la culpa, el remordimiento, las dudas…

«¿Será verdad que se lo he pedido? ¿Es culpa mía?».

Cuando jadeé, el latido entre mis piernas me recordó mi pecado.

—¿Hola? ¿Tiene alguna emergencia? ¿Necesita ayuda?

—No —grazné, y puse fin a la llamada.

Bajé la vista al vestido destrozado. ¿Quién iba a creer a una chica que tenía a su padre en la cárcel —si es que era realmente mi padre— en vez de al hijo rico de un senador? Yo era basura blanca, una chica que había tenido la suerte de conseguir una beca en el instituto del pueblo.

Volví a sentir náuseas, ahora más violentas, hasta que no pude reprimirme y expulsé todo el contenido de mi estómago.

El olor a alcohol me puso todavía más enferma.

Parecía burlarse de mí, exponiéndome la fría y dura verdad. Yo había desempeñado un papel protagonista en lo que me había ocurrido.

Me abracé a mí misma. Me dolía el corazón. Lo tenía roto.

Notaba los músculos magullados.

Un trueno resonaba en mi cabeza.

Estaba hecho. Me sentía muerta. Fría. Incluso tenía la piel helada.

El sol se arrastraba por el cielo; los rayos se colaban entre las sucias cortinas. Amanecía. Era un nuevo día, pero ya no volvería a ver de la misma manera la salida del sol.

Cuando el corazón se rompe, la claridad desaparece, y en mi caso no fue diferente.

Noté algo tenebroso deslizándose en mi interior, arrastrándose por las grietas de mi alma, abrumándome… Todo lo que pensaba sobre mí misma, sobre quién era, sobre el amor… estaba confuso y se había convertido en algo oscuro. Sucio.

El amor era un cuchillo que había cortado mi corazón trozo a trozo para alimentar al chico que amaba.

Destrozada en más de un sentido, me juré a mí misma que no volvería a enamorarme.

Me dejé caer en el suelo, sollozando.



1



Elizabeth


Dos años después…


El sudor me goteaba por la nuca mientras me colocaba el pelo rubio detrás de las orejas. Gemí bajo el sol; era viernes por la tarde en Raleigh, Carolina del Norte, pero también era el único día en el que podía mudarme a mi nuevo apartamento antes de que empezara el curso el lunes.

—Bienvenida de nuevo a la universidad de Whitman —murmuré al tiempo que sacaba otra caja del maletero del Camry.

Para tener solo veinte años, había acumulado muchas cosas.

La mayoría eran material y libros sobre joyería, salvo los muebles, que había heredado de la abuelita Bennet cuando falleció el verano pasado. Un sofá de cuadros verdes y beis, una mesa de cocina con unos patos pintados en la superficie, una vieja cama con el tocador a juego y una colección de tapetes de ganchillo en diferentes colores era todo lo que me quedaba de ella. No se trataba de un mobiliario con estilo comprado en Ethan Allen, pero poseía cierto encanto.

—Este apartamento parece el de una señora de ochenta años que vive con su gato —comentó Shelley cuando asomó la cabeza por encima de la barandilla para observarme. Mi mejor amiga desde primaria era una chica que siempre había disfrutado de riqueza y privilegios; lo que había supuesto un marcado contraste con mi propia existencia, pero durante toda mi vida se había mantenido a mi lado para echarme una mano. Incluso cuando ocurrió lo de Colby. Su pelo rojizo se había encrespado por la humedad, aunque eso no le restaba belleza. Se apretó la nariz con una expresión de repugnancia.

—Algo apesta…

—Deja de quejarte y mueve el culo para ayudarme. Estoy derritiéndome con este calor y quiero acabar cuanto antes —ordené.

Bajó resoplando la escalera metálica.

—Tú y tu piel blanca… Si salieras de casa de vez en cuando, podrías coger algo de bronceado. Pero no… Solo te dedicas a estudiar y a trabajar en la librería. Seguramente tengas más marcadores de colores que citas. Eso sin mencionar que te pasas tanto tiempo en la biblioteca que la gente piensa que trabajas allí.

Sonreí.

—No es tan malo. Cuando voy a clase veo a muchas personas, a algunas incluso les hablo.

Bajó la cabeza hacia mí.

—Seamos realistas: si yo no te obligara a salir de vez en cuando, como esta noche, te esconderías de mí y cenarías fideos ramen durante el resto de la carrera.

—Bah… Algunas veces tomo pizza.

Me brindó una sonrisa antes de inclinarse para coger una de las cajas que había colocado a mis pies. Subimos las escaleras hasta detenernos ante el apartamento 2B, en el segundo piso. El estudio con dos habitaciones —una de ellas diminuta—, salón con cocina americana, cuarto de baño y balcón me parecía una mansión comparada con el dormitorio de la residencia en el que había vivido durante el año pasado. Ocupaba una de las esquinas del edificio, y se podía disfrutar de la puesta de sol desde las ventanas. Además, solo tenía un vecino, a la izquierda. El del 2A.

Como si fuera una señal, llegó un atronador sonido de rap desde la puerta de al lado.

Me puse a escuchar con atención. ¿Era Eminem?

—Qué ruidoso y desagradable —protestó Shelley—. Quizá esto no sea tan tranquilo como piensas.

Traté de mostrarme optimista.

—Pero bueno… ¿Son las dos de la tarde o las dos de la madrugada?

—También se está mudando —observó, señalando con la cabeza el montón de cajas apiladas frente a la puerta del vecino, que parecía algo maltrecha. Algunas estaban abiertas y otras cerradas. Shelley se fijó en los libros—. Parece un friki… Mierda, y yo esperando que te tocara el premio gordo y tuvieras un vecino de buen ver.

Me aseguré de que el vecino no estuviera en las cercanías y me incliné para revisar con rapidez algunos de los títulos: El gran Gatsby, Cumbres borrascosas.

—Mmm… Parece que a alguien le gustan los clásicos. Quizá esté haciendo una especialidad en filología inglesa.

Shelley puso los ojos en blanco.

—Qué coñazo… Necesitas un vecino sexy al que le guste follar como un mono.

Negué con la cabeza, observándola.

—Mira, cada vez que dices «follar como un mono» me imagino un montón de animales peludos en la cama. Es brutal.

Resopló de manera burlona.

—Lo que tú digas. Es como cuando tú ves a un tío guapo: te aparece un «que se vaya a la mierda» tatuado en la frente.

Colby había sido un tío bueno, y mejor no pensar en a qué me había conducido.

Me encogí de hombros mientras bloqueaba ese pensamiento.

—¿Y qué? No quiero enamorarme de nadie. Nunca más. El amor duele, ¿no te acuerdas?

—Sí. —Se mordisqueó los labios y en su rostro, normalmente sonriente, apareció una expresión dura. Estaba rememorando la escena en el hotel y el sufrimiento que hubo después. Había sido ella quien me recogió esa mañana, quien me llevó a casa. Sin embargo, Shelley era el tipo de chica que se enamoraba al menos una vez al mes, y estaba convencida de que si encontraba al hombre correcto, todo saldría bien y sería feliz para siempre jamás. «Vaya mierda…».

—No te preocupes por mí, Shelley. Estoy bien, ¿vale? No necesito que haya un hombre en mi vida para ser feliz. Con poder disfrutar de la amistad que me une a Blake y a ti, y con que nos veamos de vez en cuando, me llega de sobra. —Blake era el otro amigo que conservaba del instituto Oakmont Prep, y que también estaba estudiando en Whitman.

Sonrió.

—¿Tus reglas sexuales de nuevo?

Asentí.

Así estaban las cosas. Había mantenido relaciones sexuales desde aquella desafortunada noche con Colby. Muchas veces. Los sucesos de esa noche no me habían dejado traumatizada, solo habían arruinado mi confianza en los hombres. Así que un año después de eso, sin mucho entusiasmo por mi parte, le había propuesto un chico de mi clase de ciencias que me acompañara a mi habitación. Se llamaba Connor, y lo había pillado observándome de vez en cuando al coincidir en el laboratorio. Recuerdo que ese día me miró como si tuviera dos cabezas, ya que mi reputación con los chicos era ser un poco borde cuando coqueteaban conmigo, pero había aceptado. Fuimos al dormitorio y, aunque el sexo había sido horrible, un encuentro furtivo e incómodo, conseguí que Colby no fuera el vencedor.

No había sido el último en tocarme.

Mi cuerpo era mío.

Así como mi corazón…, y quería que continuara de esa manera.

Después, el sexo se volvió más fácil, siempre y cuando yo mantuviera el control. Durante el último año, lo había convertido en un juego con unas reglas estrictas: siempre elegía a un chico normalito, que no fuera popular, rico o demasiado guapo. Me aseguraba de que estuviera en plena posesión de sus facultades, que no hubiera bebido ni tomado drogas, así como de que no se había fugado del manicomio local. Teníamos sexo. Y no volvía a hablar con él de nuevo. Fin de la historia.

Yo poseía el control. Yo elegía. Y yo ponía las reglas.

Era yo quien daba el primer paso, tenía que estar arriba y, lo más importante, debía ocurrir en mi propia cama, rodeada de mis pertenencias. Las relaciones sexuales conmigo era normales, supongo, según casi todos los cánones, sobre todo si las comparaba con algunas locuras que me había contado Shelley. Pero no me importaba. Si me deseaban, podían follar conmigo, aunque siempre según mis reglas.

—Quizá me meta en un convento de monjas.

Sonrió.

—El negro no te queda bien.

—Cierto.

—Y ni siquiera eres católica, idiota.

—Tienes razón una vez más. —Le respondí con una sonrisa de oreja a oreja. No me importaba que se burlara de mí. Prefería eso a que sintiera lástima por mí.

Pasé junto a ella y regresamos a mi apartamento para seguir con la mudanza. Desenvolví una foto en la que aparecía con mi abuela en el porche de su casa; ha habíamos hecho el día que me había venido a Whitman para cursar mi primer año en la universidad. Todavía me dolía mirar esa imagen, me afectaba mucho ver a aquella chica flaca de la foto con los vaqueros flojos y las muñecas vendadas. Pero era la última que me había hecho con mi abuela, y eso era mucho más importante para mí que recordar aquel estúpido error con Colby. La dejé encima de la mesita para el café.

Terminamos de colocar los platos en los armarios de la cocina y luego nos trasladamos a la habitación, donde me ayudó a distribuir mis cosas en los armarios. Más tarde, nos aventuramos en la otra habitación, más pequeña, que era más bien una especie de estudio. Se trataba de un edificio de la universidad, y los apartamentos era diminutos, pero me las arreglé para meter allí el material de joyería y una cama.

Pero habían pasado ya dos años desde que había hecho la última joya. Los metales que una vez adoraba moldear se habían convertido en una metáfora de lo estúpida que había sido al creer en el amor.

Shelley jugueteó con uno de mis blocs de dibujo con expresión pensativa. Me miró y luego clavó los ojos en las cajas que había contra la pared.

Me armé de valor para enfrentarme a las preguntas que sabía que iba a hacerme.

—¿Cuándo vas a retomar en serio lo de las joyas? ¿A qué te piensas dedicar cuando te gradúes dentro de dos años? —Abrió el cuaderno y lo hojeó—. Además, necesito un collar nuevo. Algo con una mariposa o un corazón. —Su expresión se volvió más tierna mientras me miraba—. ¿Recuerdas los medallones de amistad que diseñaste para las dos cuando teníamos quince años?

—Shelley, no quiero hablar de eso. No puedo crear nada en este momento.

La vi inclinar la cabeza a un lado.

—¿Piensas renunciar a tus sueños solo porque le moldeaste un anillo a Colby? Han pasado ya dos años, pero él sigue dictando tu futuro. Estás jodida. —Hubo un tiempo en el que solo quería dedicarme a eso: diseñar y crear—. ¿De verdad piensas que serías feliz en un trabajo en el que no pudieras desarrollar tu creatividad? —Suspiró con una expresión de resignación—. Es decir, me refiero a que te acuestas con los hombres para presumir de que ya has pasado página, pero no es cierto. No de verdad. Todavía sigues castigándote por algo que ni siquiera es culpa tuya.

«Fue culpa mía. Estaba borracha. Tomé la droga que me dio… Y de buena gana».

Aquella familiar oleada de vergüenza me inundó una vez más. Parpadeé con rapidez.

—No estabas en esa habitación del hotel. No sabes lo que pasó en realidad.

Asintió, mordiéndose el labio.

—Tienes razón, no estaba presente. Pero te vi después. Te llevé a casa y te cuidé hasta que tu madre regresó de Las Vegas. Sé lo afectada que estabas. Te quiero…, ya lo sabes.

Solté el aire mientras recorría la habitación, colocando los objetos, ordenándolos. Nos habíamos puesto demasiado serias.

—Además, las mariposas y los corazones son como un sello. Si te hiciera algo, sería más grande.

Sonrió.

—¿Como qué?

—Quizá tu número de teléfono en alguna piedra preciosa. Ya se lo has dado a tantos chicos…

Fingió enfadarse, pero luego se rio.

—Dios, es cierto… Soy una cualquiera…

Nos reímos.

—Venga, vamos a buscar el resto de las cosas. —Salimos del apartamento y nos quedamos en el rellano. Suspiré mirando hacia el aparcamiento. Todavía tenía que subir varias cajas más antes de poder pensar en relajarme.

Shelley me dio un codazo.

—Tengo una idea. Vamos a conocer a tu vecino.

Negué con la cabeza.

—No, hoy es día de mudanza, y estoy segura de que estará tan ocupado como nosotras.

Me ignoró y se dirigió de puntillas hacia la casa del vecino. En lugar de llamar, abrió la puerta rota y echó un vistazo al interior del apartamento, que estaba a oscuras.

—No veo a nadie. Quizá se encuentre en el balcón de la parte trasera. —Una sonrisa cruzó por su rostro—. Lo que nos da tiempo de sobra para curiosear un poco. —Se inclinó para rebuscar en las cajas, y sacó una gorra con la bandera de la Union Jack, un par de calzoncillos de deporte y unas botas negras. Luego, más, confiada, siguió con unos guantes de boxeo, de los que no tenían dedos —interesante, sin duda—, así como una colección de postales de Londres.

—Bueno, sin duda tu vecino es del género masculino… Y la tiene muy grande. —Me mostró una caja de condones talla xxl y estriados. Me miró con ojos brillantes—. Un magnum, nena. Todo un récord —canturreó.

Dirigí la mirada hacia la puerta para comprobar que no venía nadie.

—Vuelve a poner eso ahí antes de que aparezca. ¿Es que te has vuelto loca?

—Sí.

Gruñí al ver que no le importaba que la atraparan, pero no pude evitar acercarme un poco. Quería saber algo más sobre ese vecino que leía a los clásicos y escuchaba rap.

Shelley se acarició la barbilla mientras revisaba el contenido.

—Incluso a pesar de esos libros mohosos, no parece tan terrible. Lo haría con él.

—Lo harías con Manson.

Se rio.

Le arrebaté las postales de la mano y las lancé de vuelta a la caja.

—No te acerques a esa caja otra vez o no iré a la fiesta de la fraternidad Tau contigo esta noche y no me pondré ese ridículo vestido que te has pasado la noche cosiendo. —Shelley era una adicta a la moda, y se tomaba muy en serio todos los proyectos de costura. Yo era su maniquí.

Miró la caja con tristeza e hizo un mohín.

—Vale, tú ganas. Aguafiestas.

—Mmm… Necesitas que alguien te controle. Jamás hubieras sobrevivido a inglés de primero si no te hubiera gritado al oído todas las mañanas para que te levantaras.

Estuvo de acuerdo. Volvimos a entrar y fuimos a sentarnos al balcón.

—¿Qué es lo que tienes ahí? —le pregunté un poco después, al ver un libro marrón que llevaba apretado contra el costado.

Bajó la vista con fingida sorpresa.

—¡Oh! ¿Te refieres a esto? Estaba tan concentrada en ti que me he olvidado de devolverlo a la caja de tu vecino.

Sí, ya… La miré con los ojos entrecerrados.

—¿De verdad?

Puso los ojos en blanco con rapidez, haciendo caso omiso a mi sarcasmo.

—Vale, me has pillado. Es Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Se lo he robado a tu vecino. Es decir…, creo que es su libro favorito, porque tiene su nombre en la primera página. —Soltó un dramático suspiro mientras abrazaba la novela contra su corazón—. ¿No lo ves? Es el azar. Tu aburrido vecino y tú estáis destinados a encontraros.

Negué con la cabeza. A veces se pasaba un poco.

—Ya… Tienes que dejar de ver películas románticas. Ni siquiera sé cómo podemos ser amigas. A partir de ahora, reniego de nuestra amistad. —Le arrebaté el libro de las manos, un viejo ejemplar de tapa dura con las letras doradas. Era una impresión antigua, quizá incluso valiosa.

¿Qué clase de hombre poseía un volumen así?

«Un tipo que cree en el amor», susurró mi corazón.

Abrí el libro y pasé las páginas hasta que encontré el capítulo donde el señor Darcy describía cómo se enamoró de Elizabeth Bennet:

«No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que fueron los cimientos de mi amor. Hace ya mucho tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería».

Menuda estupidez. Lo cerré de golpe.

—Me encantan los libros. Se llama lectura, ya sabes. Deberías probarlo alguna vez.

—No es necesario. Ya tengo mis aficiones —presumió Shelley, pasándose un mechón de pelo por encima del hombro—. ¿A dónde vas? —preguntó mientras atravesaba el salón hacia la puerta de entrada.

Moví el libro que llevaba en las manos.

—¿Tú qué crees? A devolver lo que has robado.

Levantó los brazos en el aire.

—Se me ha pegado a la mano sin querer, ¡lo juro! ¡Que es diferente!

—Mmm… —Me acerqué al apartamento del vecino, pero la puerta estaba ya cerrada y las cajas habían desaparecido. Acerqué la oreja a la puerta, aunque solo me encontré silencio.

La repentina explosión de música en un coche en el aparcamiento hizo que pegara un salto.

Me incliné sobre la barandilla del pasillo y busqué el origen del ruido con la vista hasta que di con un jeep negro de aspecto sólido con la parte superior descapotada. La canción de Beastie Boys Fight for your right me inundó los oídos. Parpadeé. ¡Maldición, menudo ruido!

El conductor era un chico grande, que llevaba una gorra con la bandera de la Union Jack, lo que impedía que le viera la cara. Sin embargo eran perfectamente visibles las puntas rizadas de su pelo castaño. Le cubrían los ojos unas gafas de sol de aviador. Incluso desde donde estaba, noté que tenía los hombros muy anchos y los antebrazos musculosos mientras cambiaba de marcha. Llegué a percibir que tenía los bíceps llenos de tatuajes, pero no logré distinguirlos.

«¿Es mi misterioso vecino?». Sin duda era la misma gorra que había en la caja.

Me encontré inclinándome más, estirando el cuello para verlo.

Que un tipo tan grande leyera Orgullo y prejuicio me dejaba sin aliento.

Antes, mientras revisábamos la caja, me había imaginado a mi vecino como una especie de Harry Potter, un friki que usaba gafas de montura negra y esbozaba una sonrisa tímida.

«¡Qué mal! No puedo estar más equivocada».

Antes de incorporarse al tráfico, él giró la cabeza y echó una mirada al edificio de apartamentos; me dio la impresión de que sus ojos, protegidos por las gafas de sol, estaban clavados en mí. Detuvo el coche mientras me estudiaba. Aunque nos separaban bastantes metros, percibí la intensidad de su expresión.

Respiré hondo al notar que se me erizaba el vello de los brazos.

¿Habría visto a Shelley registrando la caja? ¡Mierda!

«¡El libro!». Bajé la vista para comprobar que seguía llevándolo en la mano.

«¡Maldición!».

Con una profunda sensación de ridículo, aparté de él los ojos y retrocedí lentamente hasta que estuve fuera de su campo de visión. Entonces dejé apoyada la novela contra su puerta y corrí hacia mi apartamento.

—¿Quién era? —preguntó Shelley cuando atravesé volando el umbral.

Negué con la cabeza.

—Sin duda, no era Harry Potter.



2



Declan


«Nota mental: Llegar a la primera fiesta que da la fraternidad Tau este año con un ojo morado y sin mi novia —ahora ex— colgada del brazo provoca que me hagan muchas preguntas y que no dejen de mirarme».

El ojo morado era producto del combate de la noche pasada. Justo cuando parecía que me estaba ganando, conecté un pesado gancho de derecha que fue directo a la mandíbula de mi oponente y lancé una fuerte patada a su estómago. Había caído como un saco de ladrillos. Era mi tercera victoria desde que había terminado el curso en mayo.

Me froté los doloridos puños contra los vaqueros.

El dolor se veía compensado con cada centavo que me había llevado a casa.

—¿Dónde está Nadia? —me preguntó una de las chicas de la fraternidad con una gran sonrisa en cuanto traspasé la puerta.

—Ya no estamos juntos —gruñí—. Pregunta al equipo masculino de tenis.

Arqueó las cejas mientras yo seguía avanzando. Era evidente que no sabía que la pareja más guay de Whitman había roto durante el verano. Había sido yo quien le puso fin a nuestra relación cuando encontré a Nadia botando encima de la polla de otro chico. Apreté los puños al recordar cómo me había engañado. Ella había sabido exactamente en qué momento cruzaría la puerta, lo había cronometrado a la perfección como parte de su plan para conseguir volverme loco y obligarme a hacer lo que ella quería: comprarle un anillo e ir a la escuela de leyes, como decía mi padre. Pero eso no iba a ocurrir nunca.

Aquel burdo intento de manipulación no había dado el resultado que ella había esperado, y había cortado cualquier lazo que nos uniera.

Como diría mi madre, Nadia era como llevar un abrigo de piel sin bragas debajo.

Día a día, notaba que mi corazón se iba recuperando, pero había perdido la confianza en las mujeres.

Por lo que yo sabía, Nadia todavía seguía saliendo con su siguiente novio, un jugador de tenis brasileño que se hallaba bastante bien clasificado en la atp. Su nombre era algo así como Donatello o Michelangelo. Sí, igual que una de las tortugas Ninja.

Me obligué a dejar de pensar en ella y atravesé la puerta para entrar en un salón en el que un día cualquiera encontrarías una hilera de sofás y mesitas repletas de botellas de cerveza. Ahora había un montón de cuerpos girando en la improvisada pista de baile y la música lo llenaba todo, había luces estroboscópicas rebotando por las paredes y muchos vasos de plástico rojo por el suelo.

Yo no era miembro de esta fraternidad, no tenía tiempo para improvisar raps todas las noches, pero mi hermano gemelo, Dax, era el presidente de Tau, por lo que siempre estaba invitado a las fiestas.

Los asistentes seguían haciéndome preguntas mientras atravesaba el salón.

—Hola. ¿No está Nadia contigo? —preguntó una de las chicas.

«Ya vale. Es una putilla y he terminado con ella».

—Tío, ¡¿qué te ha pasado en el ojo?! —gritó un chico cuando me vio. Le lancé una mirada de desprecio. «¿En serio? ¿No conoces los combates clandestinos? Debes de ser nuevo en Whitman».

Cogí una botella de agua del bar y le quité la tapa para tomar un gran sorbo.

—¡El inglés está en casa otra vez! —gritó Dax mientras saltaba por encima de la barandilla de la escalera y aterrizaba en el suelo, bajando de golpe más de dos metros.

—¡Joder! Un día te matarás como sigas haciendo eso.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una profunda carcajada.

—¿Yo? ¿Me voy a matar yo? Mírate en el espejo, por favor. No seas idiota, anda.

Suspiré, sin saber si me sentía enfadado o feliz al verlo. Éramos polos opuestos; de los dos, él era el despreocupado que solo pensaba en divertirse, por contrapartida, yo era el serio que soñaba con enseñar artes marciales mixtas en su propio gimnasio y quizá luchar en la liga del Ultimate Fighting Championship, o ufc, como les gustaba llamarla.

Observé aquella cara casi idéntica a la mía, salvo por la barba desaliñada que se había dejado crecer. Esbozaba una sonrisa de medio lado.

—Estás loco, hermano —dije.

Se encogió de hombros, ignorando mis palabras.

—¿Dónde te has metido? La fiesta está muy aburrida y necesito un escudero.

Sonreí.

—Guau… Perdona, pero querrás decir que yo necesito un escudero.

Crispó los labios.

—Bueno, te lo demostraré. Elige un bomboncito y veamos por quién se decide. Por ahora te llevo tres de ventaja.

—¿Llevas la cuenta?

Cuando se tiene un gemelo, se compite por todo.

El primer año, nos habíamos hecho pasar por el otro durante una semana, llegando incluso a usar manga larga para que nadie se diera cuenta de que llevaba tatuajes el que no debía. También cambiábamos de chicas el fin de semana. Una puta locura. Nos dejaban en cuanto descubrían la verdad. No podíamos reprochárselo. Pero últimamente esos días parecían un recuerdo lejano. Con veintiún años, yo estaba a punto de graduarme y de abrir un negocio, y él trataba a duras penas de obtener el grado.

Dax se peinó con la mano y se olió el aliento levantando una mano y soplando en ella. Luego se dio media vuelta.

—Muy bien, el próximo bomboncito que entre por la puerta será nuestro objetivo. El primero de los dos que consiga besarla gana.

—¿Qué nos jugamos? —pregunté.

—Lo normal.

Sonreí.

—El dólar es tuyo.

Le brillaron los ojos.

—No es una cuestión de dinero, hermano.

Me reí. Dax siempre decía algo que te hacía sonreír, incluso cuando la nave estaba a punto de irse a pique.

En ese momento, oí que se abría la puerta y vi que Blake, uno de los miembros de la fraternidad, salía disparado de su asiento como si le hubieran metido un cohete por el culo. Lorna, que estaba sentada en su regazo, cayó al suelo con un golpe seco. Me incliné para ayudarla a levantarse. Blake era un misterio para mí, pero Lorna era una chica popular y casi todos los chicos la conocíamos muy bien, incluido yo.

—Ay, cariño… ¿Estás bien?

Se sacudió la ropa, y apareció una expresión de irritación en su cara cuando vio a las chicas que acababan de entrar.

—Gracias. Dios, Blake se transforma cuando se trata de ella. Pensaba que iba a estar conmigo esta noche, pero luego me dijo que vendría esa chica. No lo entiendo, en serio. Ni siquiera es tan guapa. Es rara y un poco zorra. —Cruzó los brazos mientras la miraba—. Sin embargo, en cuanto la ve, va directo hacia ella.

Era más de lo que quería saber, pero sonreí para suavizar el rechazo.

Me volví para ver por qué todo había quedado en silencio.

O quizá solo me lo pareció.

Ella entró con paso firme, como si el lugar le perteneciera. Sin embargo, esa seguridad era falsa: lo supe por la forma en la que movía las pestañas y por cómo agarraba el bolso, como si fuera un salvavidas.

La reconocí de inmediato, aunque no creía que me hubiera mirado dos veces en los años que llevaba en Whitman. Lo que era sorprendente. Era una universidad bastante pequeña, aunque prestigiosa, y estaba acostumbrado a que las chicas coquetearan conmigo tanto en los pasillos como en las aulas. Después de todo, era difícil no ver al tipo con acento inglés que había sido elegido el hombre más sexy del campus por las fraternidades. Pero esa chica vivía en su propia burbuja, y verla aparecer en la fiesta de una fraternidad era como encontrar un unicornio.

Se llamaba Elizabeth Bennet, y si lo sabía era porque el año pasado habíamos tenido una clase juntos y el profesor la había llamado por su nombre para hacerle alguna pregunta.

Tenía un nombre imposible de olvidar.

Recordaba haberme dado la vuelta para ver a la chica que se llamaba igual que un personaje literario, pero ella ya había inclinado la cabeza sobre el libro de texto. Se había sentado en el fondo del aula durante todo el semestre y nunca había hablado, ni conmigo ni con nadie. La mayoría de la gente la consideraba una engreída. Algunos incluso habían llegado a decir que habían follado con ella en su habitación y que jamás les había vuelto a dirigir la palabra.

No la entendía, pero admitía que me sentía fascinado por ella.

Era muy guapa, aunque fría e intocable. Acostumbraba a llevar el pelo rubio platino recogido en una coleta. Las cejas, más oscuras, tenían una forma dramática y acentuaban sus almendrados ojos azules. Llevaba los labios pintados con un tono rojo intenso, y tenía la nariz salpicada de pecas. Sin duda, el único rasgo dulce de su rostro.

A mi lado, Dax silbó por lo bajo.

—Joder, ¿quién es esa? Quiero echarle un vistazo más de cerca.

Me adelanté.

—Yo la he visto primero —le advertí.