LOS LOBOS DEL CENTENO

 

 

 

FRANCISCO NARLA

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: junio de 2019

Primera edición en e-book: noviembre de 2019

© Franciso Narla, 2008, 2019

© de la presente edición: Edhasa, 2019

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ISBN: 978-84-350-4758-6

Producido en España

De cuanto llena estas páginas la mayoría son historias que oí de niño, y es que en Galicia, como la novela pretende inspirar, la magia existe de uno u otro modo.

Son muchas las cosas que se cuentan, y muchos más, seguro, los errores. De los últimos soy enteramente responsable, y espero que aquel lector que los descubra sepa perdonarme.

Gracias, debo dárselas, a mi tío Pepe, que fue molinero; suyos son muchos de los relatos entresacados en la novela.

Gracias también a mis abuelos, que siempre me han aceptado como soy y me permitieron pasar incontables días en su maravilloso molino, restaurado ahora como una casa de campo.

Y, sin duda, a Déborah. Sin ella, probablemente ahora yo estaría en alguna pelea de bar y no escribiendo esto.

«... cuando el cereal ondula con el viento, Körmmutter pasa por el campo dejando a sus hijos, los lobos del centeno...»

Körmmutter, diosa madre de los granos.

Extraído del folklore alemán.

LOS LOBOS DEL CENTENO

nota

Unas palabras para esta edición revisada que usted, querido lector, tiene entre manos:

Ahora no sé mucho. Soy sólo un pobre cazador de historias que se esfuerza por no defraudarle a usted, querido lector, pero cuando escribí ésta, mi primera novela, sabía menos aún.

Corrigiendo estas mismas páginas para esta nueva edición, no dejaba de asaltarme la vergonzosa sensación de haberlo hecho rematadamente mal. No fue así cuando, hace diez años, revisé el último borrador de Los lobos del centeno antes de la que sería su primera edición. En aquel entonces, insensato de mí, pensaba que era una auténtica obra maestra. Hoy, más maduro y con algo más de experiencia, sinceramente, me sigue asombrando que tuviera el éxito moderado del que disfrutó. Ella sola logró cruzar el charco y distribuirse por América latina; la verdad, no me lo explico.

La cuestión es que, pese a mis dudas presentes y mi soberbia pasada, la novela aguantó y, quizás aupada por el mayor éxito que tuvieron las historias que vinieron después, como Assur o Laín, el bastardo, esta historia se convirtió en una petición habitual de mis lectores más fieles en las librerías.

Surgió así la idea de que convendría reeditarla, ocurrencia que me hacía huir con el rabo entre las piernas como un cachorrillo asustado. Hasta que llegó el día en el que tuve que rendirme; editores y agentes literarios pueden llegar a ser muy persuasivos, créanme.

Llegó un momento en que me vi acorralado, como le ha sucedido en ocasiones a mis personajes, y tuve que ponerme a la tarea, no me quedó otra. Así que me aferré con fuerza al consuelo que me proporcionaba la idea de que usted, querido lector, anduviese de librería en librería (o de página web en página web) buscando una copia perdida de aquella primera edición de Los lobos del centeno, y me puse manos a la obra. De reojo, temiendo encontrar lo peor de mí, me sumergí de nuevo en la historia que aunaba las leyendas de mi infancia.

Y tengo que reconocer que me llevé una sorpresa. Había en ella mucho más de lo que yo recordaba.

Sin duda alguna, de haberla escrito a día de hoy, hubiera hecho esta novela muy diferente, pero no faltaban los mimbres para tejer algo bueno. Fue así como llegué a la conclusión de que debía respetarse lo que había sido el texto original. De modo que, en lugar de reescribir por completo la historia, me limité a limpiarla de las perífrasis enrevesadas, de comparaciones interminables y de adjetivos cargantes. Podría decirse que la desbrocé, pero que respeté el patrón con el que había sido ideada.

Ahora, hecho el trabajo, es innegable que la novela sigue siendo muy mejorable; aun así, creo que permanece en ella lo más puro, lo excepcional que tuvo desde el primer momento, el que supongo fue el motivo de su aceptación por aquellos que fueron mis primeros lectores. Me refiero al trasfondo, a la historia que está más allá de la tinta; ésa sigue teniendo una fuerza inmensa, al menos eso creo yo...

Y, estoy seguro, también lo cree el molinero...

Gracias, muchas gracias. Gracias de todo corazón. Si usted no estuviera leyendo estas páginas, mi trabajo no tendría sentido. Gracias.

firma
prologo

 

El condenado hilo destacaba como el tímido escote de una quinceañera en un baile de domingo. Sus ojos lo seguían, caminaban por él...

El trenzado de una y mil hebras destacaba una y mil veces sobre un fondo negro y abisal. Ominoso.

Sus ojos lo recorrían, siempre lo recorrían; avanzaban por él, a través de él...

Siempre. Y siempre se despertaba empapado en sudor, oliendo a habitación de enfermo.

Se despertaba cuando un nudo aparecía en el hilo. Y siempre había un nudo, ¡siempre!

Como si un escurridizo demonio se entretuviese amargándole la existencia. Siempre se despertaba.

Un nudo apareció, y los ojos febriles se abrieron a la luz mortecina. Escuálidas llamas temblaban sobre los restos del fuego, apenas ascuas que pugnaban por obrar el aire.

Gimiendo, sintiendo punzadas en las sienes, se enderezó. Trastabillando, consiguió ponerse en pie. Sintió que se desvanecía.

Las pupilas, crecidas, intentaron en vano adaptarse al baile de sombras que el hogar dibujaba por los rincones.

Todos los músculos de su cuerpo se agarrotaron, engarabatándose como zarcillos de parra. La lengua, seca, se pegó al paladar; la tensión le quebró la espalda. Era un muñeco de trapo. La arcada se elevó desde lo más profundo de su estómago, quemándole la garganta. Y lo que no era más que agua biliosa, le manchó los pies. El ruido de las salpicaduras chirrió en sus tímpanos. Un dolor metálico recorrió sus senos y se instaló en el puente de su nariz, como si hubiera bebido con ansia agua helada.

Se derrumbó.

El brazo izquierdo, aplastado por el peso del cuerpo, protestó, pero las fuerzas le fallaban.

Tendido, acurrucado en posición fetal sobre el entarimado de roble, vuelto sobre sus propios desechos, torcida la cerviz, deslavazado el rostro.

Estaba enfermo.

Una nueva arcada se abrió camino, arrancándole las entrañas, y el hombre se convulsionó, rodeado por las estelas humeantes que el calor de sus despojos abría en el frío, como humo de pábilos ardientes rasgando el velatorio de un cadáver a medio pudrir llorado por plañideras pagadas, rameras de llanto ajeno.

Cubierto de suciedad, cubierto de cansancio, quiso quedarse así por siempre.

Aún debió pasar un buen rato hasta que reunió fuerzas para incorporarse. El hedor ácido tentó un nuevo vómito, pero el hombre logró vencer la repugnante sensación agazapada en sus intestinos y gateó hasta el portillo anexo al jergón de lana. Abrió la pequeña contraventana y, aunque al frío de la noche los dientes castañetearon, el aire limpio y fresco le infundió fuerzas.

Fuera ululaba un cárabo, el viento cantaba entre las ramas y se oía el murmullo furtivo de las alimañas buscando presas.

La fiebre, que trabajaba afanosa hurgando entre la piel y la carne, se alió con la humedad que oreaba al hombre apoyado en la solera del ventanuco. Tímidamente, el vello de todo su cuerpo se erizó. Helado, tiritando, descubrió la extraña sensación de sentirse un tanto más vivo.

Faltaba poco para que las primeras luces del alba desvelaran el bucólico paisaje salpicado de montañas y bosques. Él conocía, como se conoce todo lo que se ama, cada uno de los picos, cada silueta, cada sombra del panorama que la claridad descubriría. Algo más reconfortado, paseó la vista por las umbrías esquinas del murallón que guardaba el cercano Pazo de Lema. Más allá, el espeso bosque se tragaba el mundo de los hombres.

En el desolado grupo de casuchas, el pazo era la única que iba más allá de una simple construcción con cubierta a dos aguas. Apenas media docena de familias constituían la población, pero también era cierto que ninguno de los habitantes echaba de menos cuanto una ciudad pudiera ofrecerles. Todo lo que de ellas les llegaba era vano y débil; comentarios que habían corrido de boca en boca tantas veces que uno no podía fiarse. Además, teniendo en cuenta lo asombroso de tales historias, con máquinas, luz eléctrica y mil y un inventos de dudosa procedencia, quien más quien menos en los alrededores se daba por contento con lo que le había tocado vivir.

La gran guerra no había sido más que vagos rumores, y las desdichas de Europa parecían demasiado lejanas, en países de nombres que apenas podían recordar. El primer cuarto del siglo XX había sido para la Galicia más profunda igual que los cien años anteriores; las cosechas, los salmones en primavera o las anguilas en otoño habían marcado los hitos que cada cual debía conocer; lo que iba más allá de la siembra poco importaba, pues no ayudaba a los marranos a crecer.

Tras el muro del pazo se intuían los mugidos de las vacas y los relinchos de los sementales. Se percibían las luces de los candiles encendidos, entrando y saliendo de los establos, y éstas y la agitación de los animales explicaban la ocupación de la servidumbre con las labores de ordeño. Así supo que el tiempo se le echaría encima si no se apresuraba.

Faltaba poco para que el día clarease. Dejando la ventana abierta, se acercó al hogar y reavivó los rescoldos con un par de soplidos. Tendió una piña sobre los tizones calientes, agregó unas cuantas ramitas y unas llamas recatadas empezaron a lamer las maderas.

Se echó la manta del jergón sobre los hombros y fue al pozo a por un caldero de agua. La vertió en la olla que pendía con una cadena sobre el fuego. Sin ánimo para poner a prueba su maltrecho estómago, sacó de la fresquera un poco de pan de centeno y queso fresco. Los mordisqueó con calma, sentado en una banqueta al calor de la lumbre mientras el agua se calentaba.

El escaso desayuno no le calmó el hambre, pero pareció asentarle las tripas. Se aseó entonces con un trapo humedecido en el agua tibia y limpió con esmero el suelo para evitar que la madera quedara apestada. Buscó a los pies del lecho la ropa de diario y, pensando en el trabajo del día, fue vistiéndose con prendas llenas de remiendos, tan manchadas de harina que habían dejado atrás su color original a cambio de un gris brumoso, el que les daba la harina que lo cubría de pies a cabeza y que, a cada uno de sus gestos, se desprendía como jirones de niebla.

La pequeña casucha tenía dos habitaciones más a parte de la estancia principal. Sólo eran un par de modestos dormitorios, vacíos desde hacía años, ya casi una docena.

A la pobre Carmen se la había llevado la muerte antes de darle hijos. La de la guadaña no sólo le robó la esposa y los vástagos no nacidos, también las ilusiones y el valor de volver a dormir en la cama donde su querida mujer había padecido hasta desvanecerse, tan sólo unos meses después de casarse. Tras enterrarla se olvidó de aquellas dos habitaciones; en una olía a muerte, en la otra todavía se escuchaba el llanto de las plañideras durante el velatorio.

Aquel día la noche lo sorprendió apaleando la lana que habría de meter en una nueva márfega que, desde entonces, descansaría en la única dependencia de la casa donde la angustia no lo buscaba por las esquinas para recordarle que, siendo poco más viejo que el siglo, ya había perdido cuanto un hombre de su tiempo y lugar podía anhelar: su familia. Aquella noche el insomnio fue su compañero de duelo y, sentado en el jergón recién hecho, rebuscó en las llamas del fuego la explicación a tanta desdicha, sin atreverse a volver los ojos hacia las puertas de madera ahumada que guardaban celosas tanto llanto y tanto dolor.

Arropado, abrió ahora el portalón de entrada, tan sólo la parte superior, al uso de la clásica puerta gallega partida en dos. Se acodó en el tramo inferior y lio con calma el primer cigarro del día. Fumó con deleite mientras contemplaba la jornada nacer por entre las negras pizarras que techaban las casas vecinas. Los gallos cantaron, algún cochino gruñó.

Un perro pastor azuzaba a las ovejas, que avanzaban apelotonadas por delante de su puerta. La vieja Emerenciana caminaba con pesadez, combando la vara de aliso que usaba por bastón. La cabeza cubierta por una pañoleta, la cara surcada por mil arrugas. Enjuta, de pies pequeños que se camuflaban en grandes zuecos, pasaba ante él como si el cansancio pudiese llegar antes que ella a todas partes. De luto añejo, la falda larga y el blusón ancho dejaban ver tan sólo el rostro y las manos, unas manos tintas de manchas que anunciaban senilidad, con dedos agarrotados por el reuma.

Chistándole a los animales a cada paso, vareando alguna oveja curiosa que se descarriaba, tan sólo desvió la atención del rebaño para dedicarle una mirada que pretendió ser un saludo. Lo miró como si aún viese al niño que correteaba por el manzanal del cementerio con las rodillas raspadas y los asideros de la honda colgando del bolsillo trasero del pantalón corto. Y él hubo de hurgar en lo profundo de aquellas cuencas hundidas por la edad para encontrar los ojos de la vieja mujer; ojos garzos que los años habían clareado. Allí encontró el saludo de la anciana.

Recordó con afecto cómo la mujer le había parecido igual de vieja cuando no era más que un mocoso, y sonrió al pensar en las pequeñas tortas de pan que Emerenciana regalaba a los cuatro chicuelos del pueblo cada domingo, cuando al volver de la iglesia sacaba el pan recién hecho del horno de leña. Con la boca pastosa balbució:

–Buenos días nos dé Dios. –Y la contempló alejarse, preguntándose cuántos días podían quedarle si ya parecía haber vivido demasiado.

El pensamiento le robó la poca alegría que el amanecer le había traído. Aun en su trato seco, la buena mujer se había ganado un pedazo de corazón del que fuera compañero de juegos de su nieto.

La mañana aún era madrugada, pero él debía marcharse también. Se decidió, tiró la colilla al camino embarrado, cubierto ahora de los cagajones de las ovejas. Acomodó los rescoldos, cogió la boina del colgador anejo a la puerta y, subiéndose el cuello de la chaqueta, salió.

El diminuto pueblo se alzaba a los pies de un otero dominado por el inmenso pazo. Sin orden alguno, cada cual había construido su morada como se le había dado a entender, formando pasos allá más estrechos, acá más anchos, sin que aquello tuviese importancia, pues la única medida que había de respetarse era el ancho de un carro cualquiera, para que, con su eterno chirriar, anunciase por las casas que alguno venía de cortar la hierba o de recoger leña, y así cada cual supiese si el vecino llevaba o no al día sus tareas.

De las familias del pueblo, que era casi lo mismo que decir de los hombres del pueblo, tan sólo él trabajaba en algo distinto de las labores propias del campo. Era molinero, como su padre.

Aunque, de tanto en tanto, cuando alguno de los vecinos necesitaba repasar alguna gotera, o en las raras ocasiones en las que por los alrededores alguien se decidía a construir una casa nueva, también ejercía de techador.

A ganarse el pan con la pizarra había aprendido de zagal cuando, en la rebeldía de la juventud, había decidido que no le interesaba seguir la tradición familiar y trabajar en el viejo molino. Los años le habían dado la razón a su padre, y el hijo del molinero se convirtió, a su vez, en molinero; pero él nunca se arrepintió del tiempo que pasó como aprendiz de louseiro, pues junto con el oficio conoció bien la comarca al acudir allá a donde llamaban a la cuadrilla del maestro. Así desahogó sus primeros amoríos por ferias de pueblos donde sus compadres jamás habían estado. Incluso un par de veces fue hasta la capital para trabajar pequeñas temporadas, lo que le permitió ver cosas tan asombrosas como la enorme muralla que cobijaba a los habitantes de la ciudad, igual que lo hiciera con las legiones romanas dos mil años antes.

De no ser por la enfermedad de su padre, quizá no hubiese regresado al pueblo. Quizás hubiera buscado fortuna convirtiéndose a su vez en techador con una cuadrilla propia. No le gustaba echar la vista atrás y preguntarse qué habría pasado. Aceptaba su suerte y, en cierto modo, se sentía orgulloso de haber relevado a su padre cuando éste más lo necesitaba.

La suya era la única de las casas que no tenía era para trillar los cereales, ni tampoco la entrada estaba cobijada por una extensión de tojos y estiércol fermentándose para ser usados como abono. Pero no los necesitaba, pues la suya era también la única vivienda que no cobijaba una huerta en la trasera. Ni siquiera tenía animales. No se veía con ganas de atenderlos con el esmero que hubiera puesto Carmen. Ya no quería ocuparse de cosas así.

Regados por manantiales, sempiternos bosques resguardaban el pueblo por los cuatro costados. Bosques prietos de robles, alisos, abedules y pinos sólo rotos por campos de labor salpicados sin orden aparente y un puñado de caminos que comunicaban con las pequeñas aldeas de los alrededores o con las tierras de cada cual. Caminos de tierra llagados por rodadas de carros y pisadas de bueyes y caballos; caminos que enlazaban con senderos que se perdían en atajos, de modo que, si uno no conocía bien allá donde ponía el pie, pronto se encontraba ahogado por un mar de árboles que, gimiendo al viento, anunciaban su potestad sobre la tierra donde hincaban las raíces.

Esos bosques, los bosques de las montañas gallegas, umbríos y húmedos, guardaban mil secretos. En cada rincón de cada pueblo cualquier lugareño podía contar a quien se interesase oscuras leyendas sobre seres fantásticos, malvada brujería o espíritus que penaban aterrorizando a los vivos. Contos, tradición oral que otorga a cada animal y cada árbol un papel en las infinitas representaciones que la imaginación de los habitantes de aquellas vegas había podido crear.

Y la lluvia, siempre presente, hacía crecer los mitos. Así, curanderos, santeros, meigas, brujos y personajes varios se refugiaban en cuevas o casuchas de las montañas, donde la gente acudía a pedirles consejo, sanar sus dolores o conseguir malolientes y ponzoñosos tónicos. El sincretismo entre el más puro cristianismo católico y las más arraigadas supersticiones era inevitable.

Así era Galicia. Bosques, piedra, ríos, pizarra y magia.

Y, en sus tierras de lujurioso verde, vive la leyenda.

primer

 

El sol se peleaba con el horizonte y dibujaba al contraluz las copas de los castaños. Los días comenzaban a hacerse más largos y la primavera apuntaba maneras despertando a la vida de su letargo invernal. Acodando una curva del sendero, un grupillo de senderuelas, a modo de corro de brujas, adornaba la hierba. El hombre, que caminaba cansinamente, vio las setas y se dijo que, al volver del molino tras el trabajo, las recogería para acompañar la cena.

La fiebre volvió a provocarle un escalofrío. Sabía que la enfermedad se había agravado, pero prefería ignorarla. Se limitaba a tomar alguna infusión de zarza para aliviar las calenturas.

No se hubiera atrevido a dar su palabra, pero pensaba que todo podía haber comenzado el día en que se había herido la mano, aun a pesar de que los cortes en los dedos parecían curarse sin complicación alguna.

Había sucedido dos semanas antes. La mañana había nacido con esa niebla ribereña que anunciaba una jornada soleada en cuanto levantase la bruma al calor del mediodía. Tras atender a unos conocidos de un pueblo cercano, había dejado la muela central trabajando mientras bajaba al río en busca de un par de truchas con las que llenar el estómago.

Su padre había continuado religiosamente la tradición y enseñó a su hijo el arte de la pesca a mano desnuda. La técnica se basaba en avanzar a contracorriente por el lecho del río escudriñando posibles apostaderos. Allá donde el flujo de agua se dividía obligado por una piedra, o donde las ovas cobijaban bichos que alimentasen a las pintonas, una trucha podía descansar suspendida en la corriente con un suave aleteo. Si uno se movía con el sigilo suficiente, justo a espaldas del pez, podía introducir las manos con mucha calma en el agua y avanzarlas hasta la supuesta pieza y, si las yemas rozaban las pulidas y pequeñas escamas y el suave masaje sobre la piel mucilaginosa no la asustaba, quizás el animal lo asociara con el roce de cualquier planta o un simple reflujo. Así, a tientas y con paciencia, uno podía hacerse con media docena de truchas sin más esfuerzo que el de secarse al sol tras el baño.

Aquella mañana, probando suerte al abrigo de un viejo tronco hundido, sintió un intenso y punzante dolor en los dedos de la mano derecha. Instintivamente la retiró, asustado, y comprobó cómo hilos de sangre se diluían en el agua cayendo desde dos pequeños y profundos cortes. Apretó por debajo de las heridas y salió del río. No parecía grave; probablemente había sorprendido a cualquier animalillo y, en su defensa, había hincado los dientes. Se preocupó por si había sido alguna de las víboras que tantas veces veía cazando ranas en las aguas mansas, aunque reconoció que la idea resultaba un tanto absurda teniendo en cuenta la fuerza de la corriente. Pero rechazar ese pensamiento trajo a su mente la posibilidad de que fuese una salamandra, pues, según contaba su madre, el simple roce de la piel de tales animales hacía que los dedos se transformasen hasta adoptar la forma de la cabeza de uno de ellos; aunque parecían tajos demasiado profundos como para un animalillo tan enclenque.

Aquel día había empezado a sentirse mal.

Atrás quedaron las senderuelas y la pendiente se pronunció a medida que se acercaba al valle que guardaba el molino. Procuró despejarse dejando que el aire lamiese sus mejillas. El sendero discurría medio escondido por entre un bosque de abedules en los que despuntaban las primeras hojas de la primavera. Enlodado por las últimas lluvias, el suelo estaba resbaladizo y debía prestar atención para no caer.

La aceña ya era antigua cuando su padre se había hecho con ella, y parecía haber soportado el paso de los años con la dignidad de sus bloques de granito, entretejidos por líquenes y musgos. De planta rectangular, una de las fachadas laterales se apoyaba en tierra firme, la otra descansaba sobre la presa que amansaba el río, cortándole el paso. Así, gran parte de la estructura la sustentaban unos pilares cimentados en el lecho que permitían entre ellos el paso del agua hacia las palas de las tres muelas. Había sido construida allá donde la orilla le ganaba un trecho al cauce, permitiendo el acceso a la puerta principal, lugar donde los carros cargados con sacos de grano esperaban a ser atendidos.

Tras abrir el portalón de madera de roble con una enorme llave de hierro, se entretuvo descerrando todas las ventanas. En las tres que miraban río abajo, dejó pasar el tiempo contemplando el ir y venir de la primera pareja de patos del año, que se cortejaba en la mejana que, al paso de las crecidas, se había formado en el canal del molino. La luz mostraba de esa manera suya el polvo agitado por el paso del hombre, desdibujando el entarimado sobre el que descansaba el utillaje de cada muela. Abrió entonces la puerta que, en uno de los lados, permitía el acceso al dique.

La represa aparecía lamida por una lengua de agua revuelta y espumosa. Rompiendo las líneas de corriente podían distinguirse las tres compuertas de las que se servía para controlar el caudal y hacer trabajar al ingenio harinero.

Orgulloso e hinchado por el deshielo, el río bajaba claro y frío, alto para esas fechas. Pronto sería posible ver a los salmones luchar contra la obra del hombre, intentando vencer el salto de agua para remontar el cauce hasta su nacimiento. El molinero esperaba con ansia ese momento del año. Adoraba sentarse en algún pedrusco y contemplar los denodados esfuerzos de los peces.

Desde la superficie se elevaban columnas de vapor allá donde las aguas se arremolinaban y el río parecía respirar al compás del hombre. Pequeñas cachipollas pugnaban en la superficie, tratando de echar a volar por primera vez antes de ser pasto de las truchas; los diminutos insectos blanquinegros alcanzaban su madurez con el único objeto de reproducirse, para morir al cabo de pocas horas, y él admiraba el arrojo con el que aquellos bichillos de delicadas alas luchaban por elevarse hasta una rama donde el sol secase y endureciese su cuerpecillo. Después se cortejaban revoloteando, en un baile a ras de agua que, en muchas ocasiones, traía consigo convertirse en el alimento de una pintona avispada o de un patilargo zapatero.

Aquella paz duró sólo un instante.

Un fuerte retortijón le anudó las tripas y, echándose las manos al estómago, gimió entre dientes apretados.

Se oyeron voces y alguien gritó, llamándolo. Tardó unos instantes, pero la obligación se antepuso al malestar y, con grandes esfuerzos, trastabillando, el molinero logró atravesar el frontón de las muelas y llegar hasta la entrada. Perfilado por la luz que entraba a través del portalón, vio a un paisano con la boina apretujada en las manos.

Bajo y delgado como una espiga, de su ropa parecía sobrarle la mitad del corte que el sastre hiciera, y sobre el cuello abierto de la camisa destacaba la cuarteada piel del cuello y el rostro. Bajo la marca que el sol había dejado en la frente delineando la gorra, se distinguían plácidos ojos castaños que contrastaban con cejas ya encanecidas. Tras él se adivinaba un carro tirado por bueyes en el que sobresalían dos sacos de tela. Áspera y tensa, su expresión se quebró al ver llegar al molinero. El ademán de los ojos quiso ocultar el evidente desasosiego que le causó el aspecto del amigo que tantas tardes había sido su compañero de dominó. El parroquiano, preocupado, quiso preguntar por las recientes arrugas, por la palidez, por los ojos hundidos, los hombros caídos.

Se conocían bien, sin embargo, no se atrevió. Sabía, como todos sabían, que desde la pérdida de su esposa no era del agrado del molinero el usar más palabras que las necesarias. Ahogó por tanto las preguntas en el fondo de la garganta y se limitó a girar la cabeza y mirar con dudas hacia la trasera del destartalado carro.

–Dame tres días –habló el molinero sin convicción.

El otro quiso decir algo, saber si podía ofrecer su amistad, si era grave o no la evidente dolencia, pero el molinero no le dio tiempo: se giró sobre sí mismo encaminándose de nuevo hacia el interior. Tras un pellizco de indecisión, el hombre descargó sin ayuda los pesados sacos y los dejó arrimados al quicio.

Al molinero no le gustaba ver cómo otros se preocupaban por él. Tampoco deseaba entablar conversación, no se sentía con ánimos. De no ser porque había sido educado con la férrea creencia de que el pecado de la vagancia era el más terrible de todos, hubiera cerrado el molino y escapado a la ribera del río, a buscar un rincón bajo un árbol en el que dormir unas horas al naciente calor del nuevo día. Conocía el lugar perfecto: aguas abajo, justo bajo la sombra de un viejo tejo que guardaba las ruinas de una decrépita capilla. Aquel escondido entre la densa vegetación guardaba para él infinitos recuerdos: más de una vez el viejo árbol sagrado había sido guardián de sus intentos por forjar una familia, luchando en la tierna humedad de su esposa por abrir camino a una nueva vida. A ella le encantaba esperarlo allí a media tarde, con una fogata encendida y algo de comer arrimado a la lumbre. En el alma del molinero algo quiso quebrarse, casi oyó el chasquido, como el rasgarse de un pantalón viejo. Probablemente debido a su estado, el cabizbajo molinero sentía que la melancolía jugaba a asustarlo con los recuerdos más hermosos de su vida, intentando mostrarle cuánto tuvo y perdió, hurgando en la herida, regocijándose, esparciendo sal sobre la llaga.

Tosió.

Se sintió desvanecer. La conciencia se ocultó tras un velo blanco. Volvió a toser con fuerza.

Tosió, carraspeó, se echó las manos a la garganta. De la comisura de los labios brotó un reguero bermellón, una primera gota de rojo vivo buscó su camino, entreteniéndose con los caños de la descuidada barba. Sintió sobre la lengua un metálico sabor tibio.

Volvió a toser.

Un sinfín de abalorios escarlata trazaron una infinidad de parábolas y buscaron refugio a los pies del molinero. Sus ojos descubrieron el color oscuro de la sangre sobre las piedras del suelo.

Quiso asustarse, pero le faltó el ánimo.

Sintió entonces el quebrarse de los tobillos y echó mano a los arcones que, bajo las muelas, recogían la harina y el salvado. Quiso buscar asiento en el borde de la madera sobada. Lo envolvió el frío, un frío que chirrió en su espinazo. Tembló, los dientes crujieron. Recordó aquella ocasión, de niño, cuando, jugando en invierno sobre el río helado, el suelo bajo sus pies se resquebrajó y el agua, gélida, lo abrazó. Respirar le resultaba casi imposible. Los ojos giraron en sus órbitas. Como una tenia se abriga en el laberinto de los intestinos, aquella terrible gelidez recorrió la médula de sus huesos.

 

Allí donde las había visto por la mañana, lo aguardaban. Se sentía desganado. Sin embargo, determinado a no dejar que lo venciese la enfermedad, del bolsillo sacó la pequeña navaja que siempre llevaba consigo y, con mimo, cortó y guardó en la boina un par de docenas de las diminutas setas. Se sentó entonces y dejó los ojos cerrados en un intento por tomarse un descanso. El día había sido duro en el molino y aquel malestar se aferraba con fuerza a su huésped.

Un grito deshizo la paz. El alarido lejano de una mujer.

La curiosidad le tomó la mano y, desde poco antes de llegar a la última curva del camino, pudo oír el murmullo ininteligible de sus vecinos. Al abrigo del sendero que cortaba las tierras de labor, se adivinaba el primer grupúsculo de casas: do Santo, Corredoira, da Cruz. Los lugareños, apretujadas las boinas entre las manos, presas las faldas en dedos agarrotados, iban y venían, consternados.

El molinero tuvo la corazonada de que el establo anejo a la casa do Santo era el origen de la conmoción. Y fijó sus ojos en la agazapada techumbre del cobertizo.

A medida que se acercaba, el rumor de las voces cobró sentido y escuchó frases que hablaban de imposibles. Una mujer salió por la puerta principal de la casa tapándose la boca con un vuelo del mandil. El repiqueteo de los zuecos se intensificó en los oídos del molinero y la cabeza comenzó a palpitarle con fuerza.

De la desvencijada puerta del establo surgió, con el cuello encogido y la barbilla rozando el pecho, el dueño de la casa: Pepe do Santo. Cabizbajo como iba, el molinero no pudo adivinarle el gesto; sin embargo, la pregunta brotó entre los recovecos de su cerebro: «¿Qué carallo habrá sucedido?, ¿qué es...?».

No llegó a formularla en voz alta.

Se acercaba y, a pesar de los ojos que le saludaban, nadie le dirigió la palabra, como si cada cual pretendiera ser único frente a la casucha.

No le faltaban más de diez pasos cuando el hedor se hizo notar, un desagradable olor que penetró por sus fosas nasales queriéndose instalar en su garganta. Se acordó de cuando ayudaba a su madre, tiempo atrás, en los días de matanza. Bajaba con ella al río para limpiar las tripas del marrano recién sacrificado, tripas que, saladas, podían aguantar meses antes de ser consumidas; entonces, como ahora, nada podía desaprovecharse, la comida era demasiado escasa. Aquel tufo le trajo la imagen de los intestinos del animal siendo estirados y vueltos del envés, frotados una y otra vez hasta que quedaban limpios de excrementos.

Los perros también habían sido apresados por aquel tufo y ladraban lastimeros.

Sólo cuando estuvo al borde de las jambas percibió también el dejo de la carne abierta, de la sangre caliente; el inconfundible olor cálido de un cadáver recién destripado. Pepe, apoyado en la pared de la casa, se limitaba a negar una y otra vez con la cabeza sin fijar la mirada; de su mujer se ocupaban otras que lamían la desgracia ajena.

Nadie le dijo nada; entró sin más.

La mirada hubo de acostumbrarse a la penumbra. Sólo una pequeña rendija entre dos piedras dejaba pasar algo de luz. Su cerebro fue asimilando la peste del ambiente y un nuevo olor lo abofeteó: la paja pisada de la gorrinera, húmeda y a medio fermentar, quiso hacerse un hueco en su nariz. Los contornos difusos reverberaban. Entornó los ojos y, repartidos por la estancia, descubrió tres bultos amorfos.

Tardó en darse cuenta de lo que eran.

«Pero ¿qué demonios...».

Parecían desollados o, más bien, como si los hubiesen vuelto de dentro a fuera, igual que un calcetín viejo. No tenía sentido, pero eso parecía.

En la casa do Santo había sido día de matanza.

Escabechina, degolladero, riza; quizá «matanza» no era la palabra adecuada.

De cada marrano se adivinaban las piezas de carne entremezcladas con los menudos, hebras de músculo desgarrado y correas de piel tensa.

Las reservas de la familia para todo un año, y los pequeños ingresos por cada uno de los jamones estaban ahora desperdiciados entre la paja sucia.

Era una desgracia; peor aún, no era una desgracia natural. No habían muerto de viejos o por alguna enfermedad. Había allí algo maligno.

Mientras los perros ladraban, las primeras moscas de la estación bendecían su suerte y zumbaban ansiosas sobre los hediondos despojos. Quién se atrevería a aprovechar una carne sacrificada de ese modo. Moho en un pan cocido de viejo o el sabor rancio del unto pasado no suponían un problema, pero aquello era algo muy distinto.

Hubiese preferido no hacerlo, pero no podía dejar de mirar. Astillas del costillar relucían con un macabro color tinto. Siguió la línea de lo que debía de ser un espinazo y descubrió, por entre los bultos de las vértebras, gajos desgarrados del lomo. En las patas, rotos los huesos, sobre lo que parecían las pezuñas, apoyada en un giro sin sentido, descansaba la cabeza del animal, con el cráneo hendido y jirones de cuero colgando. De las cuencas de los ojos se derramaban los humores. Las largas líneas de dientes, al descubierto en un último gruñido, aparecían descaradamente blancas, montados los colmillos.

Al barullo de los perros respondieron, desde la lejanía, los lobos. Habían olfateado la muerte y lo único que los retenía en los bosques era, sin duda, el olor a ser humano.

El molinero seguía absorto en la carnicería cuando una mano cautelosa se posó en su hombro.

No se asustó, simplemente se volvió, con lentitud, como despegándose de una de esas desagradables tiras para atrapar moscas. Era uno de los vecinos, que lo invitó con la mirada a salir. Y el molinero entendió que querían hablarle.

Sobre los árboles, el ocaso prendía velas que incendiaban el horizonte de naranjas, y sus ojos se conmocionaron por la claridad. A unos metros de la casa, un corro formado por los cabezas de familia del pueblo discutía acaloradamente; no pudo distinguir entre ellos al dueño de los gorrinos muertos.

Seguía abstraído, pensando en lo que había visto. No le llegaron más que palabras sueltas, no prestó atención; aun así, comprendió que el pueblo se disponía a hacer una colecta para la familia do Santo. El molinero se limitó a asentir dando su consentimiento y echó a andar dejando al grupo tras de sí. Deseaba llegar a casa.

No había dado más que un par de pasos cuando una necesidad inexplicable afloró en su pecho. Debía volver, algo no cuadraba. Giró sobre sí mismo y desanduvo el camino. Dejó al grupo de hombres que seguían alborotando a un lado, sentía como si tirasen de una cuerda atada a su cintura.

Entró en el establo. Todo parecía igual que momentos antes.

Se maldijo por haberse dejado llevar.

Debía regresar a casa, buscar un trozo de tocino y freír las senderuelas. Aquello carecía de sentido, y lo sabía, eso era lo peor de todo, lo sabía. En su fuero interno, un cosquilleo incómodo azuzaba la necesidad de echar un nuevo vistazo, como si hubiese perdido algo y lo buscase aquí y allá.

En el interior de la pestilente estancia intentó ver lo que antes no había visto, percibir lo que antes no había percibido, pero nada había cambiado. Aun así, intuyó que algo sobraba o faltaba; no supo qué, pero un cosquilleo familiar le recorrió la nuca. Tenía la sensación de estar a punto de recordar algo.