LA BIBLIOTECA SECRETA DE LEONARDO

 

 

 

FRANCESCO FIORETTI

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: La biblioteca segreta di Leonardo

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: noviembre de 2019

Primera edición en e-book: diciembre de 2019

© Francesco Fioretti, 2018

Publis/Map@ John Gikes, 2013

© de la traducción: Benito Rodríguez, 2019

© de la presente edición: Edhasa, 2019

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4747-0

Producido en España

En memoria de mi padre,

matemático de mucha filosofía.

Porque todo retorna.

Algunas notas a la traducción

Salvo los hispanizados por el santoral y la tradición literaria, filosófica o científica, todos los nombres de persona italianos se han mantenido en lengua original: el lector no tendrá dificultades para identificar a los personajes más relevantes (Michelangelo es Miguel Ángel Buonarroti, Machiavelli es Maquiavelo, etc.). Los topónimos se han castellanizado en los casos de mayor arraigo en nuestro idioma.

El término Desmentegansa (del dialecto lombardo), que aparece en el capítulo α y se repite después en varias ocasiones, significa «Desmemoria, olvido». [Del mismo modo, la expresión si dismenticano se traduce por «se olvidan»].

Las expresiones en dialecto lombardo del capítulo 3 pueden traducirse como:

balossi – granujas, bandidos

una scighera inscì folta – una niebla tan densa

denter – dentro

non ne vegniva più föra – no volvían a salir

[aveva] sbarattato la stamegna – [había] sacudido la contraventana

sgrisolare – estremecerse

comodave – pasad, poneos cómodo

El apodo del padrastro de Leonardo (cap. 3), Accattabriga, significa «pendenciero, matachín».

«Cristo è Pietro», frase de Sanseverino ante La última cena (cap. 7), es un juego de palabras intraducible: literalmente, sería «Cristo es Pedro», en alusión al apóstol (de ahí la reacción molesta del abad), pero también a Pietro-Piero Bandinelli, como Leonardo entenderá en el cap. 16.

Los versos de Dante Alighieri que Bandinelli recita en el cap. 12 pertenecen al primer canto (versos 19-21) del Paraíso de su Comedia. La traducción empleada es la de José María Micó (Acantilado, Barcelona, 2018).

El apelativo «cardenal Vaginesio» (derivado de «vagina»), que menciona Leonardo en el cap. 12, traduce el italiano cardinale Fregnese (de fregna, una forma muy vulgar de nombrar la vulva), con el que en efecto se conocía en la época a Alessandro Farnese (o Alejandro Farnesio), en evidente alusión a los comentados «méritos» de su hermana Giulia.

Por último, el término sguangia, en dialecto de Brianzola, que Salaì grita indignado en el cap. 13, significa «ramera».

LA BIBLIOTECA SECRETA DE LEONARDO

Antes de comenzar

Leonardo da Vinci lo dibuja de este modo para el libro sobre la «divina proporción» de Luca Pacioli, «obra a todos los ingenios perspicaces y curiosos necesaria», impreso en Venecia en 1509: ellos, por devoción a lo griego, lo llaman eicosiexaedron, que significa «de veintiséis caras»; nosotros, «rombicuboctaedro», sólido de Arquímedes de propiedades admirables.

Las veintiséis caras son dieciocho cuadrados y ocho triángulos equiláteros; las tres secciones medias, en longitud, anchura y altura, son octogonales. Como es bien sabido, el ocho y el octágono son símbolos de eternidad, de resurrección, o de nueva creación, de renovación de los tiempos. Octogonales son las fuentes bautismales y los baptisterios, que abren las puertas a la vida eterna, una fortaleza de Federico II en Puglia, numerosos cimborrios y capillas ducales renacentistas, además de todas las iglesias imperiales, San Vitale de Rávena y la Capilla Palatina de Aquisgrán, pero también la Mezquita de Omar de Jerusalén y algunos antiguos yantra de la tradición hindú.

Un misterioso rombicuboctaedro de cristal pende a espaldas del fraile matemático del Retrato de Luca Pacioli hoy conservado, tras permanecer durante siglos en el Palacio Ducal de Urbino, en el museo napolitano de Capodimonte. De los numerosos enigmas contenidos en aquel célebre y discutido lienzo de 1495, entre otras cosas, se hablará largamente en las páginas que siguen. Por el contrario, no se hará mención alguna a cierta construcción en forma de rombicuboctaedro alzada recientemente en Minsk, salvo para señalar, en passant, y como prueba de la enigmática perseverancia de ciertos vicios humanos, que alberga, huelga decirlo, la Biblioteca Nacional bielorrusa.

En el capítulo 15 de este libro, hará aparición una especie de rombicubo de Rubik. Los lectores que deseen participar activamente en la apertura del pasaje secreto que cela dicho mecanismo, tienen a su disposición en Google Play Store la App eicosiexaedron de Davide Anniballi. No obstante, es aconsejable resolver antes los enigmas del Retrato de Luca Pacioli para acceder a su código cifrado.

La divina proporción, así definida por el propio franciscano en su obra destinada a los espíritus perspicaces y curiosos, es lo que hoy denominamos «sección áurea», a la que los matemáticos de la época solían referirse como «la proporción que posee un medio y dos extremos». Muchos se declaran convencidos de sus propiedades mágicas, incluso en nuestros días. No hay duda de que sustenta ciertos procesos creativos misteriosos de la madre naturaleza.

Sólo nos queda adentrarnos en esta historia, que tiene como protagonistas, además del eicosiexaedron, a dos extraordinarios pioneros de la modernidad. Son numerosos los hechos ciertos narrados en la novela: tantos, probablemente, como los inventados, aunque su falsedad, ay de mí, no pueda ser demostrada. Sobre tal inversión del onus probandi se funda, como bien sabe el lector, la literatura de todos los tiempos.

Prólogo

La quinta esencia, espíritu de los elementos,

viéndose aprisionada por el alma en el humano cuerpo,

desea siempre retornar a su lugar de origen.

Y has de saber que tal anhelo

mora en dicha quinta esencia compañera de la naturaleza.

Y el hombre es modelo del mundo.

Aprende la multiplicación de las raíces del maestro Luca.

(De los cuadernos de Leonardo da Vinci)

Así acaecía también en Sforzinda, la ciudad perfecta diseñada por Filarete como una estrella de ocho torres, inscrita en el círculo y el octágono, con sus bastiones, y sus potentes murallas. Gravemente amenazada ahora por las fuerzas oscuras y agresivas del Olvido, del Caos Primero, de la Desmentegansa, como dicen aquí. Pero nadie había ya que resistiera, que vendiera, como nosotros, cara la piel. Sólo Salaì y yo, un fraile, una duquesa sin ducado, nadie más, atrincherados dentro. Todo, por fortuna, estaba bien dispuesto. El enemigo llegaría desde todas las direcciones, por todas partes dirigiría contra las murallas sus bocas de fuego aterradoras...

Hemos vivido tiempos férvidos, y ahora se nos reclaman. Robamos el fuego a los dioses, por segunda vez: era el destino que los olímpicos nos castigasen. Fuimos los primeros en despertar de un letargo milenario. Y aquí están ahora: vienen a arrebatarnos nuestro sueño eterno. Se acercan, y los comprendo: ¡pobres ilusos! A fe que nos sobran sueños que vender. Alguien podrá copiarlos tal vez, nunca robarlos. Los sueños pueden contagiarse, como las pandemias, pero no se roban: en la peor de las hipótesis, como dicen aquí, si dismenticano.

Habíamos dispuesto vigas de rechazo a lo largo de todo el perímetro de las murallas, sembrado de abrojos el terreno alrededor del foso. Todo estaba listo. Las catapultas, las bombardas, las espingardas, los cañones, los escorpiones, las serpentinas. Desde los revellines altos, desde los adarves de las murallas, escudriñábamos absortos el horizonte. Hasta que el día llegó de repente. La grisura que se alzaba sobre la remota llanura no era neblina esta vez, sino el polvo de sus cabalgaduras.

Miré a los ojos a mis amigos y en ellos leí mi temor. Imaginar la propia muerte nunca es fácil, ni aun pensándola como un retorno. Ni aun sabiendo que la Fuerza que nos anima la anhela como a su propio puerto. Habíamos amado la vida y la belleza, nos sentíamos la progenie de aquellos antiguos griegos cuyos libros descubríamos de nuevo. Ahora otros reivindicaban su derecho a soñar el mismo sueño. Para bien y para mal, somos tierra de tránsito. Ideas y ejércitos, libros y reyes, palabras y pueblos: en esta tierra todo está de paso, nosotros somos apenas intersección y encrucijada. Hemos de mantener abiertos los ojos, siempre, y la mente alerta, si queremos extraer de este vórtice caótico de corrientes la enèrgheia necesaria para alzar de nuevo el vuelo.

Tenía tipos de bombardas comodísimas y sencillas de transportar, aptas para desencadenar una pequeña tormenta, instrumentos afiladísimos para atacar y defender, brigolas, balistas, catapultas y otras máquinas de admirable eficacia. Rodearon Sforzinda al cabo de pocas horas, a distancia segura, fuera de tiro. Luego acercaron sus bocas de fuego y comenzaron a bombardear las murallas, tanteando los puntos de menor resistencia. Desde los torreones respondimos con los cañones radiales de mi invención, con la ametralladora que dispara bolas con una apertura de sesenta grados en todas las direcciones, con las bolas metálicas que se abren en vuelo, sembrando ráfagas de diminutos proyectiles, un arma devastadora...

Al cabo de dos días de cañones y catapultas, intentaron el primer asalto, con arietes y escaleras. Al acercarse a nuestras murallas, los abrojos que habíamos diseminado les traspasaron las suelas y les hirieron los pies. Sus segundas filas lograron aproximarse más, y entonces inundamos los fosos, haciendo que se atollaran sus máquinas de asedio. Bajo nuestro fuego, cubrieron de tierra los canales, operación que duró otros dos días. Los que lograron llegar hasta las murallas el tercer día, apoyaron las escaleras en los parapetos sin notar las vigas ocultas en las hendiduras bajo las almenas. Las vigas, mediante tablas que las unían por orificios a una palanca en el interior de los muros, servían para empujar las escalas y hacerlas caer hacia atrás.

El primer asalto había sido repelido.

Los enemigos concentraron entonces sus bombardeos sobre el flanco occidental de las murallas, donde la pared parecía a punto de ceder. Al cabo de otros dos días de cañonazos, lograron atravesarla y abrir una brecha, ignorantes de la celada. Se lanzaron de nuevo al asalto, como una masa desordenada y furiosa. Y entonces vieron salir de la brecha, haciendo fuego, carros armados rotatorios, montados sobre máquinas automotrices con motor de cuerda, que giraban sobre sí mismas disparando automáticamente hasta el agotamiento de la carga. Tras ellos iban los carros segadores, arrastrados por caballos sin jinete, con un mecanismo que hacía girar las enormes hoces a la altura de las pantorrillas enemigas, tajando piernas y haciendo pedazos los cuerpos de los caídos.

Hondos eran los gritos de dolor, fiera la matanza. Las fuerzas oscuras se replegaron tras sus líneas de defensa, abandonando sobre el campo de batalla cadáveres por decenas y heridos con las piernas destrozadas, cuya lenta agonía era un suplicio atroz para el oído. Pero con una brecha abierta no podríamos resistir mucho más tiempo. Llamé a Salaì, llamé al fraile y a la duquesa sin ducado, les dije que se prepararan según lo previsto, que se vistieran con ropas de abrigo y se reunieran cuanto antes conmigo en la cima del campanario de San Gottardo, donde se hallaban dispuestas nuestras máquinas de fuga. Ya estábamos allí los cuatro cuando escuchamos las trompetas y los gritos del último asalto. Sforzinda caía mientras nuestros cuerpos se introducían en los anillos de la máquina, las manos sobre el asta, los pies en los estribos.

Hemos vivido tiempos férvidos, pero hora es ya de abandonar el campo de batalla.

Partimos con el honor de las armas, con la mirada alta en el cielo, sin arrepentimientos. Hicimos cuanto estaba en nuestras manos, permanecimos en nuestros puestos hasta el final, sabiendo que todo estaba perdido. Rindieron Sforzinda, pero no a nosotros. Nos lanzamos al vacío con las enormes alas de tela encerada abiertas y firmes, planeamos sobre las cabezas de los asaltantes, los veíamos muy pequeños allí abajo, alzando atónitos la mirada. El viento nos sostenía y comenzamos a empujar con las manos, los pies y la frente las varias palancas para batir las alas con más fuerza y recuperar altura si empezábamos a descender. Su reacción al comprender que, sin más ayuda, nosotros cuatro habíamos desbaratado sus filas. Qué envidia impotente al vernos volar sobre los tejados, desvanecernos entre las nubes...

Nadie escapa a la desmentegansa, pero nosotros resistiremos cuanto sea posible.

Sin embargo, en cierto momento vimos virar hacia el sur a la duquesa sin ducado. «¿A dónde os dirigís, mi señora?», le grité. «¡Volved atrás!». La vi desaparecer en dirección al sol del mediodía y comprendí. Para ella no importaba enfrentarse a las fuerzas oscuras más allá del confín de la vida. Para ella, dondequiera que se hallase, lo importante era encontrar algún ducado del que ser duquesa... Después, estremeciéndome, vi que Salaì se aproximaba demasiado al sol, que la cera impermeabilizante de sus alas se derretía, cómo las poderosas alas se desgarraban y él se precipitaba.

«¡Salaì!», grité con toda la voz de mi garganta.

«¡Salaì!».

–Maestro...

–¿Mmmm?

–¡Maestro!

–¿Qué ocurre?

–Me llamabais en sueños...

PRIMERA PARTE

Giulian da Marlian doctor tiene un capataz sin mano.

Magnífica señora Cecilia, amadísima diosa mía.

(De los cuadernos de Leonardo da Vinci)

1

Milán, Corte Vieja, 7 de febrero de 1496

El muchacho entró jadeante y pálido, sin aquel porte despreocupado y rebelde de siempre, cruz y delicia de su maestro. Leonardo le observó con atención, manteniendo la calma y sin interrumpir su coloquio con Fazio Cardano, que había acudido a visitarlo a su taller de la Corte Vieja, junto al Duomo. Fazio Cardano, desdentado y malcarado, adobado con su habitual atuendo rojo, se ponía su capa negra. Vestía siempre de aquel modo: era un personaje singular. En Milán nadie sabía si era médico o jurisconsulto, pero era cierto que se ocupaba de alquimia y ciencias ocultas. Había pasado hacía poco de los cincuenta, en ocasiones hablaba solo, él decía que con su genio familiar. Sabía muchas cosas, pero era la confusión en persona, mezclaba ciencia y superstición, astrología y anatomía, álgebra y mitología egipcia, con un saber desordenado y sin método en el que los diablos y los teoremas de Euclides eran objeto de una misma materia de estudio apenas definida. Pero tenía en su poder libros preciosos, y hacía algún tiempo que Leonardo rondaba la Perspectiva de Al-Kindi que Fazio se jactaba de poseer, aunque sin habérsela mostrado nunca. Y habría deseado aprender de él la Matemática, en la que ser Fazio se decía experto sin dejar de eludir sus preguntas: ¿cómo se cuadra un triángulo, y por qué es imposible la cuadratura del círculo?

–Aquí tenéis vuestros 119 sueldos. Contadlos vos también, por seguridad.

Esta vez, al menos, ser Fazio había llegado con una copia nueva y sin cortar de la Summa de Luca Pacioli. Se la daría por 130 sueldos, una cifra considerablemente elevada, más del doble de cuanto le había costado la Biblia en romance que había de servirle para La última cena de Santa Maria delle Grazie. Pero el libro del franciscano de Sansepolcro era exactamente lo que Leonardo necesitaba. Lo contenía todo. Recopilaba el entero saber matemático de su época: del álgebra a la partida doble, de la arquitectura a la perspectiva, de la geometría de Euclides a la matemática financiera... Allí estaba todo. Tras una larga negociación, habían bajado hasta 119 sueldos, y ahora Cardano, con las monedas a buen recaudo en su escarcela de piel, se decidía por fin a marcharse. La Summa, bien encuadernada, estaba allí, sobre la mesa que ocupaba el centro de la enorme estancia.

Con el rabillo del ojo, Leonardo atendía preocupado a los movimientos de Gian Giacomo, su aprendiz de quince años, al que llamaba Salaì, con el nombre de un diablo del Morgante de Pulci. Había notado que el muchacho traía en la mano un cartucho sucio y húmedo que depositó en la mesa, junto al libro de Luca Pacioli. Luego se había sentado en el banco que estaba a su espalda, lo que le impedía seguir espiándolo a escondidas.

–Hasta pronto, maestro Leonardo –se despidió Cardano.

El artista le acompañó hasta la puerta, en la planta baja: «Hasta pronto».

Después volvió al piso de arriba. Salaì seguía allí, ovillado sobre el banco, descolorido, como si de camino se hubiese topado con Belcebú en persona. Temblaba. Leonardo se dirigió hacia el cartucho sanguinolento depositado sobre la mesa por su ayudante. Lo abrió, y al ver lo que contenía dio un salto hacia atrás, disgustado. Una mano humana, amputada de un tajo preciso a la altura del pulso. La sangre aún estaba fresca.

–¿Te has vuelto loco? –gritó, dirigiéndose a Salaì, que alzó hacia él una mirada que parecía suplicar clemencia–. Sé que eres un ladrón impenitente, pero robarle al prójimo sus extremidades...

Desde el día en que su padre, un miserable jornalero de Brianza, se lo había como quien dice «regalado», hacía ya cinco años, Gian Giacomo había mostrado aquel defecto: era un ratero empedernido. No por necesidad, pues Leonardo le apreciaba como a un hijo y gastaba en él más que en sí mismo, sino por una especie de enfermedad. Robaba dinero, joyas, objetos más o menos preciados de toda índole, incluidos los carísimos pigmentos del azul ultramarino, a ocho ducados la onza, el alquiler de un año en Borghetto. Era más fuerte que él, no era capaz de contenerse, como si debiera resarcirse de haber sido abandonado por los suyos con diez años, como si la naturaleza misma estuviera en deuda con él, y los demás seres humanos, sin distinción de clase, sexo o edad, fueran fiadores de ese débito inconmensurable. Leonardo se había encariñado de él: en aquel chiquillo, que encontraba lleno de belleza, se veía a sí mismo adolescente, los mismos rizos dorados, la misma mirada altanera e insolente con la que él había posado, con su misma edad, para el David de su maestro florentino, Verrocchio, que eternizó en aquella estatua su atrevimiento alocado y umbroso de entonces. Por lo demás, tenían en común un abandono precoz. Aunque habían desarrollado formas opuestas de resarcimiento: Gian Giacomo robaba todo aquello que podía, Leonardo sólo habría deseado robarle a la naturaleza sus infinitos secretos.

–¿Y bien? ¿Has perdido el habla?

Salaì balbuceó improperios en dialecto de Brianza. Cuando sus palabras comenzaron a hacerse comprensibles, Leonardo creyó entender lo siguiente: que cayendo la noche, el muchacho rodeaba el Duomo bajo el cimborrio de reciente creación, para el que el propio Leonardo había presentado un proyecto que fue rechazado; bajo los andamios de esa parte de la iglesia aún en construcción, escuchó un grito atroz que venía de la altura; los obreros ya habían desmontado, por lo que no habría debido haber nadie allí; se detuvo a mirar hacia arriba, pero en la penumbra del crepúsculo no logró distinguir sombras humanas; entonces, justo ante él, vio caer algo, escuchó el golpe, se inclinó hacia el objeto llovido del cielo; era la mano cortada; la recogió, la envolvió, la introdujo en su bolsa y echó a correr como un loco hacia la Corte Vieja. Eso era todo. Que no le preguntara por qué se había comportado así, no se paró a pensarlo, fue una reacción espontánea, envolver la mano y llevársela a casa.

–¡Lávala! –le instó el maestro.

–¿Qué?

–Es una señal del cielo, la amputación de una mano es el castigo reservado a los ladrones. Es una mano derecha, de manera que su dueño debió robar algo muy preciado. Te ha ocurrido para que conozcas el destino que te aguarda si no dejas de robar a diestro y siniestro. ¿A qué esperas? Te he dicho que la laves.

Gian Giacomo se levantó y se acercó a la mesa, aún titubeante. Luego cerró de nuevo el envoltorio y corrió al piso de abajo. Volvió a los pocos minutos, con la extremidad en la mano, sin el cartucho ensangrentado. Leonardo la cogió y la observó atentamente.

–Hermosa mano –dijo–. Sin callosidades, no es una mano de campesino, ni de guerrero. Pero tampoco de príncipe. A menos que... Eso es: la derecha de un zurdo.

–Zurdo como vos –dijo el muchacho–, entendéis de eso...

–A diferencia de mí, es un zurdo que fue obligado a corregirse. Para escribir, pero probablemente sólo para escribir, usaba esta mano: hay restos de tinta en el índice; indicio de que sabía escribir, y debía hacerlo a menudo...

–Puede que quien la ha perdido siga allí –contestó Gian Giacomo–. Si nos damos prisa, encontramos a su dueño y se la devolvemos...

–También podríamos toparnos con su torturador, que a lo que se ve debe ir armado de hacha o cimitarra: el corte es limpio, como el de un verdugo experto o un estradiote albanés, ¿los has visto? Hay más de uno en la ciudad, veteranos de la guerra contra los franceses de Carlos VIII. Los enviaron los venecianos, se los conoce por su ferocidad: armados como turcos, tardan menos en decapitar a un enemigo que tú en rebanar un queso. Además, ¿qué crees que pueda hacer ya su antiguo dueño con esta mano? ¿Guardarla como recuerdo en una arqueta? Pero a nosotros puede servirnos.

Salaì no le preguntó para qué, ya había comprendido. Aquella obstinación de su maestro en desmontarlo todo, abrirlo todo, hasta los muertos, fueran hombres, caballos o pájaros, para entender, o robarles, su funcionamiento. Una obstinación que él no comprendía. Él al menos robaba, su obsesión no necesitaba explicaciones, el beneficio de un hurto era evidente. ¿Pero qué ganaba uno abriendo cuerpos? No era más que algo repugnante, una pasión morbosa, peor que la suya. Pero él nunca iba a juzgar a su maestro. Su maestro era bueno, no tenía ninguna culpa de lo que le había ocurrido, lo que le robaba la paz y se la robaría siempre.

–Indagaremos con calma –dijo Leonardo, tal vez por tranquilizarlo–. Un hombre sin mano, si aún vive, no pasa inad­vertido, ni tampoco un mercenario armado de cimitarra.

Dicho lo cual, moldeó la mano como si fuera de greda, le hizo adoptar un ademán de bendición, empuñó la sanguina y la dibujó sobre una hoja de papel. Lo dibujaba todo, con extraordinaria rapidez. Llevaba encima pequeños cuadernos que él mismo confeccionaba, cortando los folios y cosiéndolos en formatos manejables, a veces se detenía en la calle y esbozaba un bosquejo, o tomaba notas. A menudo seguía a alguien, o se paraba a charlar con desconocidos, contaba anécdotas divertidas o hechos atroces para estudiar sus rostros, y después los dibujaba con fidelidad en su taller, en su «fábrica», como él decía. Salaì no lo entendía del todo, semejaba de algún modo a su necesidad de robar. A fin de cuentas, Leonardo también robaba, aunque el dinero no le interesase en absoluto. A esas gentes, su maestro habría querido rasparles el alma. Desde que había empezado a estudiar para su Última cena de la iglesia de los dominicos, aquella labor de saqueo de sentimientos ajenos se había vuelto espasmódica. Debía plasmar las reacciones de los doce apóstoles ante el anuncio de Cristo: «Uno de vosotros me entregará». Deseaba dar a cada uno de ellos una personalidad específica. Quería que la escena fuera veraz.

Desde que le conocía, hacía ya cinco años, le había visto, sin embargo, estudiar sobre todo caballos, diseccionar sus cadáveres y dibujar con precisión anatómica su musculatura. Trabajaba en el proyecto que iba a asegurarle eterna fama y a convertirle en el artista más solicitado de su tiempo. El que iba a darle la ansiada –y temida– libertad. Debía alzar el monumento ecuestre más gigantesco que hubiera sido realizado nunca, estudiaba la técnica para fundir la mayor masa de bronce reunida jamás. Estudiaba noche y día, no era fácil llevar a la incandescencia y enfriar de manera uniforme una cantidad de metal semejante. Quien lo lograse, podría fabricar también cañones aterradores. Los franceses de Carlos VIII, los primeros en conseguir en una única colada piezas de artillería eficaces y de gran ligereza, habían aterrorizado a los italianos durante dos años, conquistando el reino de Nápoles como en un paseo militar.

Ludovico el Moro, duque de Milán, aunque escéptico sobre el éxito de la empresa, estaba muy interesado en su realización. Debía ser el monumento ecuestre dedicado a su padre Francesco, condotiero y primer duque Sforza, aunque la investidura imperial oficial se demorase.

A decir verdad, el señor de Milán no parecía haber confiado nunca en la capacidad de Leonardo para construir un caballo de tal magnitud. Pero se vio obligado a cambiar de opinión cuando el artista alzó su modelo en arcilla en la plaza de armas del castillo de Porta Giovia. Únicamente el caballo, pero un caballo de doce brazas de altura, el doble que la del mayor monumento ecuestre del que se conservase memoria. El duque había ordenado reunir 160 000 libras de metal para realizar la obra, mientras Leonardo estudiaba un sistema de tres hornos y un armazón para colar el bronce fundido sobre el colosal molde de barro.

Pero el clima había mudado de repente.

En realidad, el Moro no era aún duque de Milán. Era tutor de Gian Galeazzo, el hijo de su hermano, el difunto duque Galeazzo Maria. Pero la situación se había vuelto embarazosa, pues el joven duque legítimo comenzaba a tener edad para gobernar: ¿necesitaba un tutor con veinticinco años? Su esposa, Isabel de Aragón, hija del heredero al trono de Nápoles, instaba con insistencia creciente a su consorte a reclamar su reino: en honor a la verdad, era ella quien le apremiaba, azuzada a su vez por su padre, que en tanto se había convertido en rey de Nápoles. Ludovico había pedido al rey de Francia que tomase Nápoles para quitarse de encima al ceñudo rey Alfonso. Pero cuando Carlos VIII irrumpió en Italia con sus cañones, el Moro se amedrentó y organizó contra él la Liga Santa. Él le había llevado a Italia, y ahora pretendía expulsarlo. Por entonces, Gian Galeazzo había muerto, a sus veinticinco años, a consecuencia de un dolor de estómago, según la opinión general envenenado. Se decía que por voluntad de su tío. O tal vez de su esposa...

En cualquier caso, las 160 000 libras de metal para la gran obra de Leonardo da Vinci, al que los poetas de la corte celebraban ya como a un nuevo Apeles superior al antiguo, habían partido rumbo a Ferrara, destinadas a convertirse en cañones capaces de repeler a los temibles ingenios franceses. En nombre de la Liga Santa. Todos contra Carlos VIII: el emperador alemán, que acababa de unirse en matrimonio con una sobrina del Moro, el rey de España, Milán, Venecia... ¿Y el Papa? El Papa era Alejandro VI, nacido Rodrigo Borgia. ¿Podía confiarse en él? En realidad, nadie confiaba en nadie. Hacía años que todos luchaban contra todos, las alianzas se hacían y se desha­cían como pompas de jabón. Sobre todo, desde hacía tres años, desde que tras la muerte en Florencia de Lorenzo de Medici, el Magnífico, garante del equilibrio entre las ciu­dades-estado italianas, la península se había convertido en un cañón defectuoso, de los que explotan a la cara de repente a sus propios artilleros. Pero a pesar de los vericuetos en los que se había metido solo, Ludovico Sforza, al menos, había conseguido algo: la investidura oficial como duque por parte del emperador Maximiliano, honor que los Sforza aguardaban en vano desde hacía casi medio siglo.

Leonardo había aceptado, aunque reacio, el encargo del refectorio de Santa Maria delle Grazie. Se trataba de un gran fresco, en una iglesia que el Moro tenía intención de convertir en su mausoleo de familia. Sin embargo, no estaría en la propia iglesia, accesible a todos, sino en la estancia privada en la que comían los frailes. Y, sobre todo, era un fresco. Leonardo nunca había pintado uno, no porque no fuera capaz de hacerlo, sino porque no apreciaba las técnicas que requiere el fresco. Un fresco se pinta al temple, y él amaba de manera visceral la pintura al óleo. Un fresco exige rapidez de ejecución, entunicar y pintar una sección al día antes de que la capa de cal y arena se seque, hoy un brazo, mañana una pierna, y él prefería trabajar sobre el conjunto y superponer estratos de color para difuminarlos como en la naturaleza, para reproducir todas las gradaciones de la luz sobre un rostro o el pliegue de un manto; en consecuencia, odiaba las prisas. El fresco falsea los colores de las cosas. Sólo sobre tela o madera pueden reproducirse los infinitos matices que traza la luz sobre un objeto.

Reticente, había aceptado el trabajo para pagarse el taller, sus cuatro ayudantes y el resto. Había empezado a estudiar de inmediato un método para evitar el obstáculo, para poder trabajar sobre el muro como si fuera madera, al óleo sobre la pared seca, en lugar de al temple sobre el estuco fresco. Aceptar el encargo del Moro se había transformado en otro desafío técnico. Experimentaba con temple graso, añadiendo a los pigmentos aceite o yema de huevo. Sin embargo, una vez más, su lentitud en la elaboración venía tomada por indolencia. En el muro que se alzaba frente al suyo, en el mismo refectorio, Montorfano había pintado una crucifixión –más bien mediocre, pero rebosante de figuras– en pocos meses, sin plantearse siquiera los problemas que afrontaba él.

Cambió de posición la mano trunca, colocó el índice apuntando hacia lo alto, la dibujó. Podía ser el índice más célebre de la historia, el que el apóstol Tomás, paladín de la verificación empírica, introdujo en las llagas de Cristo pocos días después de la última cena. Tomás, que necesitaba ver para creer: su santo patrono.

Se levantó, llamó a Salaì con un gesto: «Dásela por la mañana a los perros vagabundos», dijo, devolviéndole la mano.

2

Las interrupciones forzosas le hacían perder la concentración en el trabajo. La última cena se había convertido en su mayor apremio (o distracción). Pero el duque le reclamaba para otras mil cosas, o en su lugar sus funcionarios. Había tardado en ganarse el favor del Moro. Había llegado a Milán, podría decirse, como musicante. Le había enviado desde Florencia el Magnífico en persona, junto a un músico, su amigo Atalante Migliorotti, hacía ya catorce años –él tenía entonces treinta–, para que tocase ante el Moro una lira de su invención, con caja de plata, más sonora que la madera, y forma de cráneo de caballo. Después había mostrado al duque, convencido de que a un duque debía interesarle sobremanera el asunto, algunas máquinas de guerra aterradoras y poco comunes. Pero el Moro había dedicado a sus dibujos una ojeada distraída, debía tener de la guerra una noción muy tradicional. Y además...

Tuvo incluso la impresión, ya entonces, de que aquel Sforza desconfiase de él, y lo encontró comprensible: cuando un príncipe recomienda a otro un músico o un arquitecto, ¿cómo tener la certeza de que el recomendado no será un espía? La confianza recíproca, no había tardado en saberlo, puede hacer nido entre artistas que se aprecian, pero nunca entre hombres de poder. De modo que en los inicios había hecho un poco de todo. Trabajos modestos entre Vigevano y Pavía, preferiblemente lejos de la corte, y su primer cuadro importante, aunque no para el Moro: para la confraternidad de Santa María de la Concepción, en San Francesco Grande. Le encargaron un retablo a mayor gloria de la Inmaculada Concepción, dogma reciente, pero lo que pintó era cualquier cosa menos eso. Trabajó para sí mismo, más que para los frailes. Lo que al cabo representó, poco tenía que ver con la Inmaculada: María, un ángel sin alas que en realidad era una mujer, y Jesús y el Bautista niños, su encuentro en el desierto, que sólo narran los Evangelios no canónicos; y al fondo, un amasijo oscuro de grutas y rocas. En la hermandad no gustó en absoluto la obra, se la habían devuelto de inmediato sin pagársela, salvo por un insuficiente reembolso de gastos. Pero ahora todos sabían en Milán que también era diestro con el pincel, y en grado sumo.

Ingresó pronto en la corte, como pintor de la amante del duque, y principalmente como escenógrafo. La fiesta del Paraíso, en honor de Isabel de Aragón, al cumplirse el primer aniversario de sus bodas con el joven duque, fue un verdadero triunfo. Había recreado el entero cosmos tolemaico, una enorme semiesfera con siete cielos rotantes y centelleantes de luces, y el zodíaco alrededor, con los doce signos en redomas de vidrio iluminado que creaban, al girar, fabulosos efectos. En cada uno de los cielos se movía el dios pagano que daba nombre al planeta correspondiente, actores que recitaban los textos, francamente empalagosos, de Bellincioni, el poeta áulico. Para acabar, Mercurio, mensajero de Júpiter, y el sol Apolo habían descendido volando hasta el palco de honor para rendir pleitesía a la esposa.

Una esposa a la que ahora veía atravesar los patios de la Corte Vieja vestida de negro, inquieta, como un cuervo endemoniado. Si se cruzaba con ella, Isabel le lanzaba miradas de resentimiento, mudamente acusadoras. Sí, a él. Tal vez porque aquel aparato enorme que había creado para ensalzar su matrimonio contribuyó a hacer germinar en ella un sueño vacuo de futura duquesa, que pronto había naufragado ante la inanidad del marido que se le había destinado, incapaz de gobernar llegado el caso, sumiso al Moro y pusilánime, entregado únicamente a los placeres de la caza, el vino y el fornicio de ocasión con alguna campesina. O con Rozzone, su favorito. Un marido que la golpeaba salvajemente, según se murmuraba, cada vez que ella le reprochaba un adulterio o le apre­miaba, en los últimos años, a gobernar el ducado. Ahora Isabel era viuda, y los palacios en los que debía convertirse en duquesa se habían transformado en su jaula.

¿Pero qué culpa tenía Leonardo?

La guardia del castillo de Porta Giovia le permitía el acceso sin salvoconducto: signo evidente de lo mucho que habían cambiado las cosas para él en los últimos tiempos. Ahora era un cortesano. Entró por la puerta principal, atravesó la plaza de armas, donde se alzaba aún su enorme caballo de arcilla, cuya vista le hacía suspirar, pues no había perdido por completo la esperanza de construirlo en bronce. Hizo su ingreso en la corte ducal y se dirigió a la cocina. Bergonzio Botta, el tesorero, salió a su encuentro con un senescal. Entre ellos bastaban pocas palabras. Agitó ante él un folio. Leonardo leyó: «Carne de salvajina cubierta de salsa de pimienta negra, pasteles de jabalí adulto adornados de oro, uno por plato, lechones enteros asados con pimienta y sal con granadas. Vino tinto de La Marca. Representación».

Cada banquete oficial se acompañaba de una representación, pero en aquel papel, en lugar de un mandato, sólo había un espacio en blanco, ni una sola palabra escrita. Se trataba, en general, de escenografías sencillas: los platos más señalados, con coberteras a manera de montaña o de castillo, eran servidos por criados vestidos de ángeles o diablos, o de esclavos indios del Sultán, con un acompañamiento musical o de versos recitados por los poetas de corte. En tales casos, el tesorero y el senescal se bastaban solos. Y solía ser así cuando se trataba únicamente de recibir a los embajadores de otros Estados italianos. Pero si habían mandado llamar a Leonardo, era evidente que se necesitaban artificios especiales. Los miró con la expresión más interrogante que fue capaz de fingir.

–Hoy acogemos a vuestros coterráneos –dijo Botta.

–Los secuaces de Savonarola –añadió el senescal.

–¿Hoy, decís? –preguntó Leonardo, preocupado–. Pero apenas hay tiempo...

–Ya está todo listo –dijo el tesorero–. El único contratiempo, maestro Leonardo, es que quisiéramos servirnos de aquel carro automotriz que construisteis hace años para cierta representación teatral. Ya hemos desmontado el autómata que transportaba. Desearíamos disponer los platos importantes en una mesa colocada sobre dicho carro, de manera que nuestros invitados los vean llegar sin el auxilio de ningún criado. Fue el duque en persona quien sugirió la idea: pretende dejar sin habla a los florentinos.

Era un antiguo proyecto, diseñado mientras aún se encontraba en Florencia y reutilizado en varias ocasiones: dos muelles metálicos en espiral con carga de rebobinado, colocados en dos tambores de madera, se conectaban a un sistema de levas y ruedas dentadas; un mecanismo de escape regularizaba el movimiento impulsado por los resortes por medio de otros muelles, en este caso en suspensión, que accionaban dos ruedas de mano que a su vez debían transmitir el movimiento a las ruedas motrices del carro; finalmente, un freno de mano, accionable a distancia gracias a una cuerda, permitía desbloquear el mecanismo, una vez cargado, sin ser visto. Un simple tirón y el carro se pondría en movimiento solo, cruzaría la sala en la que se preparaban los platos hasta la mesa de los invitados y se detendría, como habría sido previamente programado, a un paso de los comensales, donde un criado estaría esperando para hacer los honores.

–En tal caso –objetó Leonardo–, no veo dónde está el problema.

–¿Recordáis el tambor mecánico que construisteis para la puesta en escena de la Dánae de Taccone? –preguntó Botta.