CAPÍTULO IX
Simplemente gracias
Nuevamente una partida, donde no tenía temores. Cuando perdono, lo hago de corazón, y no pensé que volviera a pasar lo sucedido; por lo demás, no podía vivir pensando en que me sería infiel, nunca lo hice porque era una tortura… pero él sí vivía así, torturándonos.
Nos despedimos con dulzura en el aeropuerto y manejé en paz hasta mi casa. Durante unos días nos hablamos felices, amándonos más que nunca, hasta que una vez no pude contestar porque estaba ocupada en la oficina.
Al no responder a las insistentes llamadas, bajé el volumen del celular para terminar lo que estaba haciendo; cuando por fin contesté, oí su voz enajenada… No sé si alguna vez repetí tal cual lo que me dijo. Corté y empezaron los WatsApp:
“Me voy a encargar del weon con el que te acuestas”
“No hables asi o ire a carabineros”
“Aaaa tambien se lo vay a chupar al paco…”
Se salió de sí como aquella vez, lo único que calmaba mi terror era que estaba en Antofagasta. Luego de una serie de aberraciones que caían en la maldad y el desquicio, me escribió:
“Que me pegaste vieja culia por andar acostandote con todo el mundo!!!!”
“De que mierda hablas????????”
“me contagiaste de Sida…”
Siempre fui precavida y muy cuidadosa con el tema de los preservativos, pero esa vez fui ciega, sorda, muda e irresponsable.
No podía moverme. Me quedé petrificada mirando un punto fijo con el teléfono en mi mano, cayendo en caída libre por un abismo mayor que aquel en el cual ya me encontraba y toqué fondo. Gracias a Dios, toqué fondo.
El golpe fue tan duro que mi cuerpo se contrajo. Pasaron ante mí los casi doce meses juntos, como imágenes proyectadas en un telón. Sentí cada sensación vivida, cada emoción y sentimiento que él me provocó, aparecía ante mí el cielo y el infierno, dos polos que jamás pudieron converger en la templanza de un buen amor, un frío vertiginoso recorría mi columna vertebral, una sensación re conocida.
Salí de la oficina casi en estado catatónico y no sé cómo manejé hasta mi casa. Apenas entré, llamé a Sol para contarle lo ocurrido. Solo a ella.
―Amiga, solo me queda rezar por ti…
Busqué lugares donde hicieran rápidamente exámenes de VIH fidedignos y que los resultados fueran inmediatos. Los costos eran elevadísimos, además se caracterizaban por ser muy confidenciales, lo cual me daba exactamente lo mismo, yo solo quería saber ¡ahora, ya!
Me acosté y en medio de un llanto silencioso, desolado, y en un acto de rendición, recé a Dios, y no pedí no tener Sida, solo le pedí ayuda y le imploré fuerzas para salir de ahí…
A las ocho de la mañana del día siguiente estaba en el lugar, con susto y resignación. Había dormido poco, casi nada.
Me hicieron pasar a una sala y firmar unos documentos, luego tomaron una muestra de sangre. Me hicieron esperar un momento que para mí fue eterno. ¡El resultado estaba listo! Me llamó un sicólogo, quien me hizo algunas preguntas que no recuerdo. Creo haber contestado por inercia, solo quería saber la respuesta del examen.
Cuando me dijeron que el resultado era negativo, sentí que el cuerpo volvía a tomar peso, y en medio de las palabras del sicólogo y un sermón de compromiso y responsabilidad, solo quería salir de ahí corriendo.
Por esas coincidencias, casi como una broma macabra del destino, el lugar estaba solo a dos cuadras de donde vivía Eduardo. Nunca me percaté de ello hasta que salí de ahí. Las calles de Santiago, vacías a tan tempranas horas, me guiaron hasta la puerta de su edificio.
Me paré enfrente y una película pasó ante mis ojos: Vi mi auto estacionado y yo adentro, mirando los ojos negros más hermosos y brillantes que podía haber visto…
Me senté en la cuneta de la calle, desplomada y algo envejecida, y observé cómo esa noche mi sonrisa era del alma, pura y radiante, cómo me veía hermosa y llena de vida. Con los ojos empapados en lágrimas y una mezcla de ternura, dolor y resignación, le dije a Eduardo que agradecía profundamente y de todo corazón, cada instante vivido a su lado; que junto a él conocí el cielo y el infierno, y que solo me quedaba perdonar y agradecer. Y así, le dije adiós.
Con el miedo que me causaba saber que tocaría nuevamente a mi puerta, sin imaginar cómo reaccionaría, me fui de mi casa por algunas semanas. Él insistió, llamando y llamando a mi mamá, exigiendo saber por qué hombre lo había dejado, que con quién estaba. Nunca fue capaz de ver que yo tenía solo ojos para él, al punto que me olvidé de mí.
Pedí el apoyo de algunos amigos en caso de que apareciera por mi casa, para no sentirme tan sola y desprotegida. Tenía miedo, miedo de mí y a él, miedo a su reacción siempre desmedida y descontrolada, y miedo a mí, de volver a caer. Eduardo no entendía que simplemente lo dejaba por él, lo amaba, el amor no se acabó ni se esfumó, como esperaba que fuera. Rogaba a Dios que me lo sacara del alma. Era a él, cual alcohólica a la copa de vino.
Pasaron los meses y aún me descubría mirando en las calles por si alguien caminaba tras de mí o revisando si había alguien en las habitaciones del departamento, si mi puerta por minutos quedaba sin cerrar… No hubo un puto día en que no llorara y no extrañara los buenos momentos que viví a su lado; pero la caída libre al vacío me había quitado la venda de los ojos y sabía con mi mente y no con mi corazón, que no podía seguir ahí, y me di cuenta de lo enferma que estaba.
Hoy cumplo cuarenta años… y en mi vida hay un antes y un después… Namaste, Mauruuru, Aymi, Chaltú; simplemente gracias, y gracias por enfrentarme cara a cara al mayor de mis miedos, la soledad… y la soledad a los cuarenta… y cuando recuerdo, ya no duele, y en la soledad y en mi proceso de cura y sanación, descubrí una hermosa compañera: Yo.