LA REINA DEL EXILIO

 

 

 

HERMINIA LUQUE

 

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Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: marzo de 2020

Primera edición en e-book: marzo de 2020

© Herminia Luque, 2020

© de la presente edición: Edhasa, 2020

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ISBN: 978-84-350-4760-9

Producido en España

«Mis secretos me muestran. Son mi único hogar».

Julia Uceda

Capítulo 58

Conferencia de doña Emilia Pardo Bazán.

Sociedad de Conferencias, París, 1899

Está nerviosa. Lleva más de veinte años haciendo lo mismo: conferencias, presentaciones de libros (ajenos y propios), lecturas de textos en ateneos y círculos culturales, ponencias, algunas tan señaladas como la del Congreso Pedagógico. Pero no puede evitarlo: está nerviosa. Siente la cabeza embotada, la boca pegajosita; sudorosa, debilitada, hasta temblona. Cómo se reiría su miquiño si la viera así. Cierto es que habían roto su relación, aunque conservaban aún una amistad entrañable no empañada por rivalidades ni mezquindades literarias. Cada uno iba a lo suyo y estaba en el lugar que quería estar: escribiendo. La Historia, con mayúsculas –el parecer de las generaciones del porvenir, más sesudas a no dudarlo–, que hiciera con sus cabezas lo que quisiera; es decir, que juzgara sus producciones literarias, sus novelas sobre todo, como creyera conveniente. Y aquí paz y después gloria. Lo importante era conservar las relaciones. Y que los recuerdos de un período tan bonito de sus vidas no quedaran enlodados por motivos espurios; bien estuvo lo que estuvo bien. Y las novelas, por sus fueros. «Tanto monta monta tanto “la Galdós” como “el Pardo”», bromeaban en tiempos. La cuchufleta se le ocurrió a ella, queriendo decir que lo que escribiera ahí quedaría, y al lector le importaría un comino si su autor era una condesa con sombrero de plumas o un señor con redingote.

La sala está abarrotada. ¿Era ése el motivo de su nerviosismo? No. A mayores auditorios se había enfrentado y en lugares más raros o más importantes. ¿La luz eléctrica, cuya sobreabundancia daba al salón una apariencia de velada diurna absolutamente irreal? No, tampoco. Y eso que podía ver, pese a su miopía, las toilettes de las señoras sentadas en las primeras filas, e incluso los sombreros de las damas situadas más atrás, comprobando, para su sorpresa, que las plumas parecían haber abandonado por completo las cabezas para refugiarse en opulentas boas o en abanicos altamente sofisticados.

Se persigna con disimulo, como si se arreglase el cabello y luego hubiera oseado unas motas invisibles a ambos lados de la pechera. No quiere que la tomen por una beatona. Católica sí, pero ridícula meapilas jamás. Aunque lo de santiguarse, reconoce, lo hace más a menudo en los últimos tiempos y más como gesto supersticioso de conjura de algún peligro que como señal de afirmación de fe. «Se empieza por hacer la señal de la cruz y se acaba mirando con recelo a gatos negros y espejos rotos», se había recriminado a sí misma más de una vez. Pero no, no era eso: ella era racional hasta la médula. Y, sin embargo, católica a rabiar.

Un traguito de agua antes de empezar. Que la voz esté clara. Hubiera preferido, eso sí, un poco de anisado de Rute; así la voz no sonaría atiplada, como muchas veces le han criticado. Y qué va a hacer ella con este timbre que Dios le dio; tratar de domarlo y medir las fuerzas vocales, para acabar con la misma nitidez con la que empieza la lectura. Pero otra vez se traerá ella misma el licorcillo. Después de todo es transparente como el agua y el público no notará nada. La presentación de monsieur Laffitte está a punto de concluir. Sí, para ella es un placer estar en París, siempre lo es. Más allá del tópico, la ciudad de la luz es la ciudad de las luces; la ciudad civilizada por excelencia. Lo mejor de Occidente en forma de urbe. Siempre desea volver aquí, porque en París se respira de otra forma; hay una forma educada de disfrutar de los placeres, incluidos los intelectuales, absolutamente encantadora; un modo de disfrute que en Madrid es raro: la cultura adopta, a veces, unas formas zafias, como si se avergonzase de lo que lleva implícito de refinamiento del espíritu, de disfrute netamente corporal pero elevado; o acaso leer un libro no es un acto físico que requiere unos ojos para conducirse por los renglones, unas manos para sostener el volumen y pasar las páginas, un estómago medianamente lleno, un cuerpo sin necesidades inmediatas, un cerebro que trabaje a pleno rendimiento.

–Señoras, señores... –Le cuesta siempre meterse en harina. Carraspea. Impertérrita en apariencia, sigue leyendo. Poco a poco se va soltando; se permite el lujo de levantar la vista del papel y contar una anécdota–: Seguramente conocen el chiste del comerciante español que llega a las costas de China, a la ciudad de Macao, y pide una paella....

Pronto se siente a sus anchas. Sí, señor, si es que está hecha para estos menesteres. Por mucho que sufra al principio e incluso aunque le cueste trabajo y hasta algún sacrificio preparar el texto, disfruta una inmensidad estas cosas. ¡Si es con lo que ha soñado siempre! Con estar «detrás de los mostradores», es decir, en una mesa vestida, desde donde se habla con conocimiento de causa a un público ¡que te escucha, Dios santo, lo que no es poco! ¡Si muchas veces no te escuchan ni en tu propia casa! Desde que era una mocosa de quince años, cuando escribió aquella novelita moralizante y malísima –lo uno va con lo otro– de cuyo nombre no quiere acordarse, supo que su lugar era éste, el de los estrados y los púlpitos laicos. Pero bien que le ha costado llegar, porque hacerse con una pizca de autoridad en materia de letras es más trabajoso que hacer una catedral; a fin de cuentas una catedral dispone de siglos para terminarse, pero una criatura humana no.

Y ahora está ante este auditorio tan numeroso... ¡que ha pagado entrada para escucharla hablar de chinoiseries! ¡Esto sí que es inaudito! De lo poco que conocemos en Occidente y más en España, bueno así no lo ha dicho por no ofender a los compatriotas, de las culturas orientales. Había pensado en empezar la conferencia diciendo: «¿Sabían ustedes que la imprenta de tipos móviles se inventó en Corea? No la inventó un tedesco de Maguncia, Gutemberga, como lo llama Lope de Vega en Fuente Ovejuna, sino en la lejana península...». Pero tampoco era de recibo sacudir al público con la maza de una supuesta ignorancia cuando ella misma no lo había sabido hasta hace bien poco. De modo que ha ido rebuscando cosas procedentes de China, Japón o Corea, cosas que ni lo sospechamos. Empezando por los mantones de Manila, que venían, sí, en el galeón de Manila, pero que en realidad eran bordados en China; siguiendo por los famosos albaricoqueros chinos, en realidad bonsáis japoneses; remontando para hablar de la fiebre chinesca del pasado siglo, que se tradujo en importaciones de porcelana y en imitaciones de toda Europa («¿Quién de ustedes no tiene una vajilla, un juego de café al menos con una pagoda en el fondo de la taza?»), en las decoraciones de palacios («la archifamosa saleta o gabinete de porcelana del Palacio de Aranjuez), en los dibujos de abanicos o en los pabellones chinos de los jardines. Y qué decir de este siglo, en sus postrimerías, que mira a la pintura japonesa, a su estampa, a su estética de líneas delicadas y colores planos... Muchas de aquellas cosas se las había enseñado su antiguo amigo, el vizconde de Huércal-Overa. Pobre hombre. Tan culto, tan afable siempre. Y el final tan horroroso que tuvo. Él fue también quien la puso en contacto con una de las pocas viajeras que conocía todos los países de Extremo Oriente de primera mano.

Una pausa para beber un traguito de insípida agua. En segunda fila («¡Dios mío, ha venido!», piensa), estaba la «dama coreana». ¡No ha faltado a la cita! No va vestida con el traje tradicional, el hanbok, como le prometió, sino al modo occidental. Y en la cabeza no lleva ningún tocado exótico, como le hubiera gustado; sólo un moño, de lo más pulcro y arregladito, eso sí. Claro que a su edad... «¿Cuántos años debe tener? A ver, creo que veinte años más que... Uf, contemporánea de la reina Isabel. Sólo que ésta se ha dado al pastelillo y al pastelón y está redonda como una orza. La dama coreana está un poquito ajamonada, sí, pero en su carta decía que aún montaba a caballo. Y que todavía le quedaban muchos sitios de la Tierra que conocer. Incansable, verdaderamente. Y admirable esta dama viajera. Lo raro es que le quede tiempo para escribir».

–Como les decía... –«¡Qué nerviosismo!», piensa mientras, ahora que está terminando, se da cuenta de que lee mecánicamente, sin ponerle pasión al tema. «Quién lo diría... Con lo que me ha costado recopilar lo poco que hay en blanco sobre negro de las culturas del Extremo Oriente. Cuatro vaciedades y de literatura ¡nada!»–. En España, señoras y señores, decimos cuentos chinos para referirnos a las mentiras bien gordas. Una necedad, porque toda literatura, por fantasiosa que parezca, encierra grandes verdades.

Comenzó entonces a referirse a las kiseng, a esas damas de compañía, cultas hetairas que a veces también eran escritoras. En su opinión, quien había escrito el clásico coreano La canción de Chung-hiang era la madre de la protagonista, una kiseng. A la dama coreana se le dibujó en el rostro una bella sonrisa. ¿Entendía el español rico, opulento, que ella hablaba? Bien pudiera ser. Ahora que la sorpresa debió ser mayúscula: la afamada viajera esperaría que en su conferencia hablase de la tradición literaria española, de Cervantes y de Santa Teresa, de Lope y de Calderón, etcétera. De cosas españolísimas, hasta castizas. Pero de doña Emilia se podía esperar cualquier cosa. Esto lo había dicho un académico con malísima intención, si bien ella decidió apropiarse la frase en el mejor de los sentidos. Sorprender al público sería uno de sus objetivos en estos menesteres oratorios. Las personas que ofrecen siempre lo que se espera de ellas o son unas señoras de calceta y misa diaria o los típicos caballeros pelmazos.

–Señoras y señores, no puedo terminar mi alocución sin hacer una defensa de las mujeres, tan subordinadas al varón en Oriente como en Occidente, por mucho que presuman aquí algunos caballeros de que las mujeres de aquí, las damas, son auténticamente veneradas. –«Y un cuerno»; esto no lo dice pero lo piensa. Las mujeres, en Europa, en China y en la costa de Coromandel, son unas reclusas morales con derecho sólo al llanto, y lo que hay es que sacarla de buena y de bonita y convertirla en persona con toda su dignidad y su legítima aspiración a ser feliz por sí y para sí, no para el esposo y los nenes. Esto lo expresa más suavemente. Pero no la arredra el tirarle piedrecitas al género gheisa, kiseng o hetaira de la antigua Grecia, el único modo en que una mujer podía en tiempos aspirar a tener cierta libertad, incluida la de leer y escribir, aunque con servidumbres no menores en verdad. «Por contra, las prostitutas, hoy día, no se toman ni la molestia de leer los periódicos», piensa, aunque esto tampoco lo dice en voz alta. Además, tampoco conoce a muchas prostitutas como para asegurarlo al ciento por cien.

Finaliza ya. Y la voz se le quiebra. Aguanta como puede hasta dar las consabidas gracias y entonces la sala de conferencias se viene abajo con los aplausos. Emocionadísima, azorada como una colegiala, no sabe qué hacer. Menos mal que sube el presidente de la Sociedad y también madame Lafôret con un ramo de flores enorme, apto para esconder a un regimiento tras él. Renueva la escritora sus agradecimientos y cierra el acto monsieur Dulac, escritor de mérito. La llama «nuestra querida condesa». «Tampoco hacía falta airear el título nobiliario», piensa doña Emilia. «Al fin y al cabo estoy aquí por mi pluma, no por ser condesa».

El público comienza a retirarse. No todo, porque es el momento del saludo de la colonia española, los que viven en París y que se han acercado a escuchar a una compatriota. No el embajador ni siquiera el personal de la legación, ni banqueros o aristócratas que vivan en la ciudad del Sena. Son coterráneos que vienen buscando escuchar un poco de acento patrio, una charla en el idioma de Cervantes («Un día será la lengua de doña Emilia», recuerda que le dijo un día una señora lisonjera), y si acaso alguna noticia de esas que no salen en los periódicos, vulgo cotilleo. Nada de autoridades. También, haciendo honor a la verdad, está el artista bohemio que ha venido a probar fortuna a la capital del arte y que ha rescatado de sabe Dios dónde un gabán arrugado para quedar presentable y hablar con una escritora, que es amiga de muchos y grandes artistas, en busca de una recomendación: «Madrazo, por ejemplo». «¿Cuál de ellos?». «Raimundo». «Pues sí, vive aquí en París. Le hablaré de usted». «Le quedo muy agradecido».

La dama coreana no es capaz de acercarse. Ni la escritora a ella. Paciencia. Ahora se acerca una señora; la obliga a centrar en ella toda su atención.

Sí, adoro la cocina. ¿Que el cocido maragato lleva cecina? Claro. ¿Y el botillo? ¿Que si lo conozco? Faltaría más: un embutido riquísimo. Sí, le doy mis señas y me manda esa receta –contesta como de pasada.

«¡Y ahora toca dama con nena! Muy modestamente vestida va la señora. De oscuro. Viuda. La niña no es tan niña, tendrá catorce o quince años; es más rubia que la mamá. Viste como una colegiala, con su capa y su falda aún corta».

–Dieciséis –asegura con orgullo la progenitora. Pero, con más satisfacción todavía, proclama: Estudia bachillerato. En el lycée Sophie Germain.

Eso le llama la atención, porque lo que en Francia es normal hay liceos para señoritas hace ya algún tiempo en España es una utopía. Le pregunta qué le gusta más estudiar y la niña contesta que las matemáticas y las ciencias naturales. «Quiere ser médico, dice su mamá», que de un momento a otro va a reventar de orgullo. «No hay en castellano una palabra que exprese, ella sola, ese sentimiento tan común: vanidad de una madre ante los logros o las cualidades de sus hijos, inexistentes o no», piensa doña Emilia.

La escritora hace ciertos aspavientos admirativos y luego suelta cuatro insustancialidades sobre los galenos y la medicina en general:

–Una profesión preciosa –enfatiza, aunque en sus entretelas sabe que ella se tiraría por una ventana antes que estar tratando a todas horas con llagas, pústulas, infecciones, heridas abiertas y mil lindezas más.

Nada, no hay forma de deshacerse de la pesadísima madre, y la hija no ha abierto la boca más cuando se le ha preguntado, como avergonzada de ella. Ríe entre dientes: «Tampoco existe en castellano una palabra para expresar la vergüenza que sienten los hijos entre los doce y los dieciocho años ante las cosas que hacen o dicen sus padres; luego se vuelven más indulgentes».

–Tenía mucho interés en que la niña viniera a escucharla. Es verdad que la llevo a todos los sitios donde creo que puede complementar su educación, ya sean conferencias, museos o exposiciones. Aquí, a la Sociedad de Conferencias, venimos mucho. Pero a usted tenía un interés en que mi hija la conociera y no sólo por escuchar algo de español, que ya lo habla regular porque se le va olvidando, sino por la importancia de su persona.

A doña Emilia le dan ganas de reír cuando la tratan con esa reverencia. «Ni que una fuera el Papa», piensa.

–Ganas me daban –prosigue la señora–, mientras usted hablaba de lo coreano, de las cosas chinas, de todo eso tan bonito... –Aquí se detuvo, como si evocara algo–; ganas me daban, le decía, de darle un pellizco bien fuerte para que se acordara...

«¡Será bruta! ¡Y la dama coreana se va a marchar por aburrimiento! Ella, a lo suyo», piensa la escritora, desesperada.

–... de una de las novelistas más excelsas de la literatura española...

Doña Emilia buscaba con la mirada más allá de la silueta de sus interlocutoras; sólo oía frases sueltas, perdía el hilo de la perorata de la desconocida.

–... la importancia de la educación... Usted conoció a doña Concepción Arenal, la gran defensora de las mujeres, hasta de las reclusas... Ha viajado mucho...

Pensando en cómo deshacerse de aquel par de inoportunas, se acordó de que llevaba una novela suya en la bolsa. La sacó y le dijo que era para la niña.

–Te la voy a dedicar. –Rebuscaba una estilográfica ahora–. ¿Cómo te llamas?

–Julia.

–Bonito nombre.

–Un homenaje a su padre.

–¿Y usted cómo se llama?

La mujer titubeó.

–Otilia –dijo al fin.

–¿Viuda, acaso? –preguntaba por preguntar; en realidad le importaba un pimiento.

–Ni viuda ni casada –dijo con aplomo, sosteniéndole la mirada.

La sorpresa de doña Emilia fue mayúscula. Pocas mujeres se atrevían a hacer semejante declaración. Pocas se atrevían a soportar el juicio de unos hipotéticos interlocutores, por muy educados y corteses que fueran, ante tamaña confesión. Más chocante aún fue lo que añadió después acerca de su hija:

–Ella es la verdadera «mujer del porvenir». Verá cosas que nosotras ni nos atrevemos a soñar. Hará cosas que las mujeres de ahora ni podemos imaginar. Será una mujer de provecho, no una tontuela.

Lo decía con absoluta convicción, sin rastro de bobo idealismo. No era ninguna loca soñadora. La escritora trata de calcular su edad: el pelo entrecano, el gesto adusto y la falta de adorno (no llevaba una sola joya encima) le añadían años; la tersura de las mejillas, el mentón firme, la viveza de sus ojos la devolvían a una franja de edad menor. Debía ser, año arriba, año debajo, de su quinta.

–Pues ojalá que vea que las mujeres pueden tener el mismo dinero que los hombres... –responde al fin, entre risas–. Suena muy prosaico, ¿verdad? Pero es el quid de la cuestión: sin el «poderoso caballero» no hay libertad, ni autonomía moral, ¡ni cultura siquiera! En fin, qué quiere que le diga. Es muy importante que estudies, primor –se dirige ahora a la niña–. Que tengas una instrucción sólida, nada de superficialidades, esas pavadas de un poquito de música y algo de dibujo, lo que aprenden las señoritas cursis. Tiene que ser una educación para ti, que te sirva a ti, no para que sirvas tú a tu esposo o a tus hijos, si los tienes. Y que te sirva para trabajar, si tienes necesidad de ello. Hoy día hay más trabajos para las mujeres. En mi juventud se decía que los oficios propios de mujeres eran los de estanquera o de reina. Ahora hay telegrafistas, telefonistas, chicas de mostrador. Tú, si quieres ser médico, pues, hala, a empeñarse en ello. Que quieres ir a la universidad, pues a luchar a brazo partido por ello. Con todas las fuerzas de tu corazón, ¿me entiendes, criatura?

–Sí, señora. –La chica parecía poco acostumbrada al trato con personas mayores. Pero que era una joven despierta, no cabía la menor duda; se le notaba en la mirada.

Podía haberle dicho que conocía el asilo de Sainte-Anne en París, y a su director, quien le había revelado el trabajo excepcional que allí realizaban las alumnas de Medicina, más atentas, más exigentes consigo mismas y hasta más inteligentes que sus compañeros varones. Pero eso hubiera significado abrir una nueva compuerta para continuar con la conversación. Si por ellas fuera, hubieran estado hablando horas, allí mismo, de pie, entre el estrado y las sillas de los asistentes. Al fin, doña Emilia les dice que tenía que volver con los organizadores del evento, que la disculpen.

Se había librado al fin de ellas. Qué pesadas. «Que sí, que está muy bien que la niña estudie y todo eso. Y que la mamá adopte esa actitud desafiante con su soltería, ¡pero que piensen un poco en el prójimo!».

Doña Emilia mira la sala, prácticamente vacía ya. Un erudito español que estaba de paso por París le habla calurosamente. Y un señor que ni la saludaba en las tertulias madrileñas se ve ahora empujado a acercarse a escucharla y le expresa su entusiasmo. ¡Lo feliz que se sentía por escuchar el acento patrio! ¡Y qué soltura, qué gracejo, qué elegancia! Todos los calificativos parecen adecuados para este señor, calvo y bajito, que huele a una mezcla inexplicable de tabaco, caldo de hueso rancio y ámbar gris.

Un último vistazo la deja desolada. Su dama coreana había desaparecido.

* * *

En el coche de punto, ya de vuelta al hotel, sintió una punzada de remordimiento: había sido un pelín desconsiderada con aquella mujer pesadísima pero harto singular. Y se dio cuenta, de repente, de que aquella mujer le había dicho una mentirijilla. No en el conjunto de su relato, que parecía todo muy verosímil y admirable; no obstante, algo le decía que le había mentido en algo. Y rara vez se equivocaba en estas cosas. En su fuero interno sabía que sí, se lo decía lo que llamaba su «bazanil», esa intuición que no quería denominar femenina porque no era pura sensiblería como en muchas mujeres; más bien una aguda percepción, rápida pero no estrictamente racional, de las cosas. Si bien, su «pardal», la sensatez de raíz galaica, mezcla de juicio y templanza con pizca de ironía, le decía «quia, de qué y para qué iba a mentir la señora». Y si así fuese, con su pan se lo comiera.

Se dejó caer en el asiento. Estaba cansadísima. Había rechazado la invitación de madame y monsieur Lafôret para cenar en un restaurante de postín. «Vaya, ni que hubiera sido el Maxim’s. Si no puedo ni con mi alma». Lo que le pedía el cuerpo era darse un baño perfumado y relajante y meterse en la cama después. «Uf, cómo aprieta el corsé». Si el trayecto hubiera durado algo más (y si los adoquines de París fueran un poco más clementes), se hubiera dormido. Cuando bajó del coche, lo hizo con alguna dificultad. Se le hinchaban los tobillos después de un rato de inmovilidad y en ese momento sentía los pies como acorchados. El portero del establecimiento, muy galoneado él, la ayudó a bajar. Le dio un billete para que pagase al cochero y se quedase con la vuelta como propina.

En recepción, un empleado con un bigotito fino, muy apuesto, le anunció que una dama la esperaba en un salón vert. El corazón le dio un vuelco. No podía ser otra que la dama coreana. «Sí», recordó, «en la carta le avisé de en qué hotel iba a quedarme».

La distinguió al momento, sentada en un sofá adamascado, con aspecto de señora añosa y apacible. Pero no, era ella, la impenitente viajera. Exhibía su libro Korea and her neighbors en el regazo, al modo en que algunos cocheros muestran en alto un cartel cuando van a recoger a un viajero a la estación de Quai d’Orsay:

–Querida Isabella, ¡creí que no la iba a llegar a conocer!

Después de los saludos de rigor, decidieron cenar en el restaurante del hotel. Le dio la impresión como si la conociera de toda la vida. Hablaron en inglés, idioma que no era el preferido de doña Emilia, pero a pesar de ello se entendieron a las mil maravillas. Escuchándola, lamentaba no haber viajado más; sus viajes habían sido siempre por la civilizada y a veces sosita Europa. Isabella Bird, en cambio, era una auténtica ave migratoria: había recorrido miles de kilómetros. Había arribado a las remotísimas islas Sándwich, en Australia; a la imperial China, el desconocido Kurdistán, a Persia y a Tierra Santa. «¡Qué envidia!», se dijo. Y a la exótica Corea. Sobre este desconocido país acababa de publicar el libro que precisamente había despertado su curiosidad. En primer lugar, por la cultura de una civilización de la que, avergonzada, reconocía no saber absolutamente nada. Y también por su autora. Ahora que la tenía delante le parecía increíble que hubiera realizado esas dos hazañas juntas, las de viajar y escribir. Y que siguiera con las mismas ilusiones, las mismas ganas de ver cosas nuevas. ¡Una señora veinte años mayor que ella! ¡De la misma edad que su tocaya, la exreina de España! Trató de imaginarse a doña Isabel y sus orondeces intentando subir al Transiberiano o montando a caballo («¡pobre rengo!», casi se le escapa) para adentrarse en las montañas Rocosas. ¡Y ella que se sintió tan orgullosa cuando salió de España por primera vez, al civilizadísimo y aburrido balneario de Vichy!

Que era inteligente y enérgica, se veía a la legua. Y luego contaba con tan pasmosa naturalidad las cosas más inverosímiles que era una delicia oírla. Como esa ocasión en la que estuvo a punto de morir cuando volcó su carreta en Manchuria o en ese otro episodio de las montañas Rocosas, cuando cayó en una grieta en el hielo y se fracturó un tobillo, y su compañero de viaje Jim la levantó cogiéndola por el borde de su falda. «A las viajeras se nos tolera casi cualquier cosa», dijo con total desfachatez. La escritora se quedó un buen rato pensando en cómo demonios de guapo sería el tal Jim.

El camarero que les servía el postre les dirigió una mirada de reprobación. Se estaban riendo de una forma totalmente inapropiada para unas damas.

Se les pasó el tiempo volando. Doña Emilia pensaba ya en un libro de cuentos con las anécdotas más sabrosas de sus viajes. E incluso de su infancia, si se aviniera a contar algunas cosas. Las infancias explican mucho del devenir de las personas. De ahí la ventaja de las niñeras en el conocimiento de los adultos que criaron sobre las propias madres, que delegan las tareas del cuidado en ellas y luego no saben cómo son sus hijos.

Fatigadísima, doña Emilia se retiró a su habitación con el libro, dedicado por la autora. Y, aunque tenía el firme propósito de empezar su lectura en la cama, se quedó dormida sin abrirlo siquiera.

Antes de que amaneciera, se despertó sobresaltada. Una angustia indescriptible la atenazaba, la misma de todas las madrugadas: la de saber que su tiempo era limitado, que no iba a poder escribir todo lo que tenía en la cabeza, que «la inexorable» iba a hacer su trabajo de guadaña antes de que concluyese las diez novelas y los dos ensayos que tenía esbozados en su magín.

Pronto ese angustioso sentimiento se vio reemplazado por una certeza relampagueante. Conocía a esa mujer, a la pesada con hija de la conferencia; se acordaba perfectamente de ella, aunque fue hace muchos años. Una escritora no olvida: archiva datos que luego pueden servir para construir personajes, para redondear escenas, para desarrollar tramas. Había sido en Madrid, en la casa de una prima lejana suya, la de Rebollares, una mujer con más ínfulas que inteligencia, como tantas señoras de las que imitan, de un modo catastrófico por cierto, los modos y las modas de la crème de la crème de la sociedad.

Tomaban el té a la inglesa, aquella moda horrorosa que se dio por entonces de consumirlo, en vez de con pasteles patrios, con unos plumcakes malísimos y unas pastas rezumantes de mantequilla de origen incierto. En el saloncito pretencioso, atestado de bibelots, de su medio prima. Después de hablar de cien mil naderías, tocaba enseñar a los nenes. El mayorcito, de seis o siete años, recitaría una poesía; la niña era menor, pero también aparecería.

–Que venga la nena también –llamó la ufana madre.

Aparecieron las criaturas, acompañadas de una joven. Le pareció demasiado fina para ser niñera. El chico empezó a recitar: «¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas / de juventud, de amor y de ventura...». No daba crédito: eran versos del Canto a Teresa, de Espronceda. Un poema que lamenta la muerte de la amada del poeta; una mujer casada y con dos hijos con la que Espronceda convivió. Ella se lo sabía de memoria. Con cuánto placer lo había leído cuando era casi una niña de aquel libro de la biblioteca de la condesa de Mina, donde tantas horas pasaba. Lo había leído una y otra vez. Sin entender demasiado, claro. La de Rebollares, tampoco; su prima sólo atendía a la gracia infantil del niño, que recitaba mecánicamente, sin saber lo que decía. Se la había aprendido como el catecismo, sin entender ni pajote.

–¿Le has enseñado tú la poesía? –No pudo dejar de preguntar a la niñera.

–Sí, señora –había respondido ella, bajando los ojos en un gesto de falsa modestia.

Y otra vez coincidieron en el Retiro. Ella iba con su hijo Jaime. Los chicos jugaron un rato con un aro que llevaba el niño de la de Rebollares, hasta que riñeron. Fue la niñera quien, con santa paciencia, los reconcilió y buscó nuevos juegos para ellos.

Cuando llegaron a casa le preguntó a su hijo si se lo había pasado bien. La niñera parecía simpática.

–Sí, Emancipación es muy simpática.

–¿Cómo dices que se llamaba la chica?

–Emancipación. –El niño afirmaba con la cabeza, absolutamente convencido de lo que decía.

Aquella mujer era Emancipación. La niñera de la de Rebollares. Así le había dicho a su hijito que se llamaba. Por supuesto, era mentira: ese nombre no podía existir ni registro civil alguno hubiera permitido inscribir a nadie con él. Pero, como emblema, quedaba bien. Imaginativo. Pues anda que no era mejor que Socorro, su tercer nombre de pila. «Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo Bazán, para servirle a usted», decía con retintín a las visitas y, si con cuatro años colaba, con ocho sonaba a ligera tomadura de pelo. «Esta niña es una marisabidilla», murmuraban.

«Emancipación, emancipación... Ciertamente, suena bien», pensó.

La condesa fue al baño a orinar. Luego volvió a la cama. Pero, hasta levantarse, no hizo más que dar vueltas sin lograr conciliar el sueño. Qué mala noche. «Peor que si hubiera dormido en el palacio de Castilla», se dijo. Unas semanas atrás le habían insinuado que a la reina Isabel no le desagradaría tener como invitada a una escritora tan distinguida. Aunque la invitación no había sido formulada, a ella no se le hubiera ocurrido aceptar ni por pienso. A Benito, estaba segura, sí que le hubiera encantado ir allí y conocer a la augusta señora. Aun a sabiendas de que no le contaría nada aprovechable para una novela.

A Francisco Manuel Martín Cobos.

Por su amor, su comprensión, su apoyo

infinitos.

Por sus maravillosas fotografías de cielos

exactos y finitos.

LA REINA DEL EXILIO

Capítulo 1

Palacio de Castilla

No sabes en qué avispero te vas a meter. Eso le hubiera dicho ella.

Sonrió. Se sentía bien, alegre, divertido incluso. El palacio no le había causado la más mínima impresión: apenas era un caserón bien aperado. En París, eso sí. Pero en su ciudad natal había visto alguno mejor. Volvió a sonreír sin que hubiese espectador alguno que recogiese tan expresiva señal de su estado de ánimo. Esperaba de pie, junto al ventanal. Confiaba en ser recibido por la que fue reina de España, por la madre del actual rey. Por «la Gorda». Recordó un chiste soez sobre esta característica de la señora «Eres un canalla», le solía decir su mejor amigo, el único que tuvo. El chiste era bueno.

Cuando el coche se detuvo, hacía ya de eso una hora, suspiró, profundamente; había arribado, al fin, a su destino. Se palmeó los muslos y, luego, se levantó y salió. Le pagó al cochero el importe del trayecto, añadiendo además una generosa propina. Con ese dinero, podría comer en un restaurante en Madrid. No en Lhardy, pero sí en algún otro establecimiento de mediana categoría. Ya lo haría más adelante, algo que no podía decir la inquilina del palacio: ella no podía volver a Madrid. La compadecía. Por eso y por muchas cosas más. Pero también la despreciaba. Por haber sido una inepta como gobernante. Por haber deshonrado, hasta límites inconcebibles, la Corona de España.

Se quedó unos instantes inmóvil en la acera. El aire era tibio, más de lo que hubiera pensado para un abril parisino. Se estiró los faldones de la levita; el pañuelo de seda estaba en su sitio, ni una mota de polvo en las mangas o en las solapas. Miró la fachada. El palacio Basilewski –o palacio de Castilla, como prefería llamarlo la reina– no era en absoluto llamativo, apenas si podía llamarse palacete. Una campana dorada, en la parte derecha de la portada principal, incitaba a ser tañida. Si él fuera niño, cada vez que pasase por allí, la tocaría y saldría corriendo. Julio tiró de la pequeña cadena, pero no hubo sonido alguno; la campana carecía de badajo. En el interior, sin embargo, sonó de repente un repiqueteo multiplicado por algún elemento mecánico. O tal vez eléctrico.

Después de unos instantes casi eternos (le dio tiempo a repasar, mentalmente, las instrucciones recibidas, todas y cada una de ellas), se abrió la puerta. Una doncella le preguntó, en español, qué deseaba. A él, para embromarla, le dieron ganas de hablarle en italiano, pero se limitó a expresar el motivo de su visita, tendiéndole la tarjeta que, en previsión, tenía ya en la mano.

–Un error imperdonable –le diría luego la reina–. Un caballero debe esperar ser reconocido. Si no lo es, debe hacer creer al servicio que es problema suyo. Luego sacará la tarjeta con desgano, como quien no quiere la cosa. Amigo mío, ¡le quedan por aprender algunas menudencias!

A sabiendas o no, la reina lo había llamado provinciano.

La techumbre del vestíbulo estaba sostenida por seis columnas de orden dórico, inmensas, apoyadas sobre unas estrafalarias basas octogonales que le recordaron las de la catedral de Granada. Al fondo, una escalera iluminada por un ventanal se bifurcaba a izquierda y derecha después del primer tramo, de unos quince o dieciséis escalones.

–No está mal... –pensó– como cortijo.

La doncella lo condujo hacia un saloncito situado en la parte baja de la casa, cerca de la escalinata, y le rogó que aguardase. El recién llegado oyó cómo subía los escalones con rapidez, no porque las suelas de su calzado produjesen un ruido especial, sino porque lo hacía con celeridad. Eso le produjo cierta satisfacción: su llegada, sin duda, era esperada; puede que hasta con ansiedad.

Pese a los buenos augurios, hubo de esperar una larga hora. Se dedicó a fisgonear en las estanterías, que estaban repletas de libros. La estancia sin duda servía, además de cámara de tortura para los visitantes, como contenedor de libros, ya que no de biblioteca en sentido estricto. Los libros, aunque sin una mota de polvo, parecían no haberse movido nunca. Eran casi todos títulos en castellano, aunque también había algunos en francés. Entre éstos, los más conocidos de Alejandro Dumas.

Sobre un veladorcito de caoba reposaba un ejemplar de una de las novelas cuyo protagonista era el famoso Rocambole. Julio lo hojeó. Su conocimiento del francés era bastante mediocre; lo chapurreaba, mas su dominio del idioma escrito era deficiente y desconocía el significado de muchas palabras. Cerró el libro. Siempre había preferido ir a tirar piedras al río o a callejear por Triana que aguantar las clases de francés de don Gustavo.

Se sentó en un sillón de terciopelo algo desgastado; enseguida se levantó, miró al cielorraso. La factura del medallón de escayola que decoraba el centro del techo le pareció mediocre: las guirnaldas eran de una fealdad sorprendente; los pequeños frutos que sobresalían del follaje, más que manzanas, parecían tomates. Los operarios habían olvidado incluso eliminar algunos fragmentos de escayola que debían de sobresalir del molde.

Pasó revista después al mobiliario. En alguna casa burguesa había visto mejores sillones. Las butacas estilo Imperio parecían de almoneda. Tan sólo un bargueño, situado entre las puertas que daban al jardín, tenía cierta calidad. Puede que fuese antiguo; tenía incrustaciones de marfil y columnitas salomónicas de ébano. Tuvo que reprimir el impulso de abrir alguno de los cajoncitos.

Desvió la mirada hacia un curioso asiento, remozado con una tapicería de petit point. Parecía una labor casera, por la irregularidad de ciertos puntos. Alguna voluntariosa mujer había dibujado con la aguja un variopinto ramo de tulipanes, rosas, narcisos, aguileñas, lilas blancas, nomeolvides y otras pequeñas flores que Julio no supo identificar. Y eso que había estudiado concienzudamente todo lo referido a la flora para no equivocarse con la flor de lis (en realidad, la estilización de un lirio común, aunque eso a ella no se lo diría jamás). También eran florales los motivos de una serie de cuadritos ovalados que, en número de nueve, colgaban en la pared. Igual que, a su lado, un bodegón antiguo, un óleo sobre lienzo, representaba diversos tipos de flores junto a una cestilla de cerezas y unos espárragos. «Bizarra mezcla», se dijo. Aunque, viendo el fondo tan oscuro y craquelado, su valor debía de ser ínfimo.

De repente, un reloj marcó un breve sonido. Eran las doce y media. El reloj, sobre una consola con apliques de bronce, se hallaba entre dos jarrones estilo Sèvres de fondo azul marino y adornos dorados; en ellos, sendas escenas galantes, semejantes pero no idénticas. Se acercó para contemplarlas. Los personajes eran los mismos: una damisela ataviada al modo rococó, un joven tañedor de laúd con calzones y casaca de raso brillante. En una de ellas, el cortejo parecía estar en su momento álgido. En la otra, la acción galante parecía haber dado sus frutos; resultaba más bien una escena post coitum: la damita desfallecida sobre el tronco de un árbol, el joven tañedor en una postura relajada sobre la hierba, el laúd también bocabajo sobre la hierba.

–¿Le gustan? –preguntó una voz a sus espaldas.

Dio un respingo.

–Son regalo de Eugenia. ¡La pobre me quiere tanto!

La que fuera reina de España hasta el sesenta y ocho le tendía la mano; una mano gordezuela y desnuda, con un solo anillo, una piedra azul con diamantitos alrededor.

Él la besó con unción, doblando la rodilla.

–Majestad, un honor...

–Levántese, joven. Venga, venga. –Isabel le sonreía con benevolencia, halagada por la genuflexión, que había sido prolongada, más de lo requerido según la etiqueta cortesana–. Hoy ya nadie se inclina ante una reina sin corona. –Su expresión podía parecer amarga, pero en una voz cantarina como la suya resultaba simpática.

Vestía un traje de mañana de rayas azul marino sobre fondo blanco que no le favorecía en absoluto, pues resaltaba en exceso sus formas opulentas. «Jamona atocinada», hubiera pensado si hubiera visto una dama de tales hechuras bamboleándose por Recoletos o el paseo del Prado. «Impresionante matrona», le diría a Sagasta, aun cuando la correspondencia estuviera sometida a la más estricta confidencialidad.

–Siéntese, joven.

La reina había tomado asiento en una de las butacas estilo Imperio. A él le señalaba un silloncito Luis XV, mucho más frágil.

–De modo que usted es Julio Uceda. El «apreciado Julio» –hizo una pausa–. Así lo llama el pícaro de Sagasta en las cartas.

–Sí, majestad.

–Ay, joven. Bájeme el tratamiento, que la corona se quedó allí, en Madrid. Y ahora la lleva puesta, y bien requetepuesta, Alfonso.

–Perdóneme. La devoción que siento por su real persona me impide llamarla de otro modo. Sólo el pensar que estoy ante la reina Isabel hace que me tiemblen las rodillas.

–¡Las cosas que dice usted! –La reina rio de buena gana–. Sea: majestad, o lo que quiera. Le doy mi permiso. El caso es que ya se acostumbrará y ya le temblarán menos las rodillas. –Luego, pragmática, inquirió–: ¿Tiene la carta de presentación?

–Sí, majestad. Aquí está.

Le tendió un sobre color marfil cerrado con un grueso sello de lacre rojo. Al acercarse a la real persona, percibió un perfume de gardenia, excesivo y cargante. La reina tiró con brusquedad de la solapa del sobre, rompiendo el lacre.

–Las lentes –se acordó. Tocó una campanilla y una doncella, que debía de estar cerca de la puerta oyendo a escondidas la conversación, se apresuró a buscarlas. La joven no era la misma que le había abierto la puerta; ésta era más bonita. Sacó con presteza las lentes de uno de los cajoncitos del bargueño, guardadas en una cajita de dibujos chinescos. Eran unas anticuadas antiparras con un cordón azul marino.

La reina se las colocó con una parsimonia cardenalicia.

–Mi vista ya no es lo que era. Antes podía leer hasta la letra de Olózaga, diminuta y fea como ella sola. Parece mentira que un hombre de su enjundia tuviera una letra tan mala. ¡Lo que me hizo sufrir con esos garabatos!

A Julio no le sorprendió que se acordase de un jefe de gobierno que lo fue durante un brevísimo lapso de tiempo y hacía ya casi cuarenta años. Decían que había sido su primer amante.

La reina leyó en silencio, aunque moviendo imperceptiblemente los labios, como suelen hacerlo las personas deficientemente alfabetizadas. La carta constaba de dos pliegos. En ella, Sagasta glosaría todas las cualidades que lo hacían apto para una tarea bien delicada: su saber, su discreción, su alta cuna sobre todo. «La adhesión incondicional a la persona de Su Majestad», escribía Sagasta. Lo que, entre líneas, podía leerse como un apoyo a la causa isabelina –si quedare algo de ella– por encima de la debida fidelidad al rey Alfonso. El monarca llevaba ya más de siete años en el trono, aunque a esas alturas aún trataba de establecer distancias entre la nueva monarquía que él encarnaba y la vieja institución que representaba su madre. Y, de hecho, Isabel conservaba aún un puñado de incondicionales, cada vez más escaso, es cierto, que creían que la corona era suya, legítimamente suya, y no propiedad de su hijo y «del Cánovas», como decía despectivamente algún marqués, subrayando de este modo tan malicioso la excesiva influencia del político malagueño en el joven monarca.

–De modo que futuro conde de Periana..., emparentado con los marqueses de la Casa-Loring. Ah, la marquesa, Amalia. ¡Qué elegante! La recuerdo de mi viaje a Málaga, en el 62. En aquel viaje nos alojaron..., ¿cómo se llama ese palacio que está cerca del puerto?

El desconcierto de Julio era evidente. No tenía ni idea de qué palacio hablaba. Por fortuna, la reina hizo memoria:

–¡Ah, sí, ya me acuerdo! El palacio de la Aduana, muy bonito... Lo arreglaron muy bien, muy agradable todo. –Iba a continuar evocando algunos detalles de sus estancia allí, pero al fin los pasó por alto. Málaga hubiera podido ser la ciudad en la que se acostara casada y se levantase viuda. La pintura con la que se había retocado el mobiliario del dormitorio del rey (dormían siempre separados) resultó ser tóxica. Y el rey consorte tuvo un violento sarpullido por todo el cuerpo, Volvió al tema del parentesco–: Amalia... ¿Cómo era de soltera? Algo inglés, ¿no?

–Sí, majestad: Amalia Heredia Livermore.

–El rey abrió el baile con ella... Aunque tengo entendido que no le gustaban mucho los saraos y sí mucho los «cacharritos» antiguos... ¿Sigue coleccionándolos?

A Julio no le pasó desapercibido el tono despectivo con que se refería a Amalia Heredia Livermore, marquesa de Casa-Loring, y a su valiosa colección de objetos arqueológicos. Quizá no le perdonaba su estrecha relación con Cánovas, el principal valedor de su hijo para el acceso al trono pero también su enemigo in pectore.

–Sí, majestad. –Pensó en añadir «posee una notable colección». Se sabía hasta el nombre de alguno de los objetos (por ejemplo, unas planchas de plomo con una ley romana, ley no sé qué malacitana); no obstante, debía complacerla, por lo que añadió–: Es su principal entretenimiento.

Isabel sonrió.

–Un entretenimiento como otro cualquiera. Aunque caro, eso sí. ¿A usted le gustan las antigüedades? No, no me conteste; ya sé lo que le gusta a usted: los papelotes viejos. Por eso está aquí.

–Por eso y por la devoción que siento hacia su majestad. Y no sólo como madre de nuestro rey Alfonso...

–Huy, huy, huy. Pronto empezamos con los halagos... –La reina seguía sonriendo. Unos hoyuelos infantiles se dibujaban en sus mejillas mantecosas.

–Majestad, no son halagos: es la pura realidad. Yo...

–Déjelo, que se va a meter en un berenjenal con eso de las lealtades... Mañana empezaremos con el trabajo. ¿Qué le parece? Yo ahora voy a almorzar.

Julio se levantó como movido por un resorte. La reina le tendía la mano.

–Escribiré a Sagasta. Se ha portado como un caballero... No como otros...

La referencia a Cánovas era clara. El que, hasta el año pasado, había sido presidente del Gobierno en la restaurada monarquía, no soportaba a la reina. Lo suyo no eran simples desaires: Cánovas la detestaba. Y, de algún modo, la temía también. Temía su capacidad para destruir, insensatamente, toda la labor realizada para devolver el trono de España a la dinastía de los Borbones. Isabel, en su fuero interno, no acababa de aceptar que fuese su hijo y no ella quien ciñera la corona después del disparatado período en el que habían sido importados un rey y una reina italianos y se había probado el acíbar de una república tan insensata como efímera. La nación estaba exhausta con tantos vaivenes políticos. Pero el obstáculo más severo para la consolidación de la monarquía alfonsina era la propia reina madre. Cánovas estaba convencido de ello. Se había opuesto con ferocidad al deseo más ferviente de Isabel: establecerse de nuevo en la península. Como mucho, le había permitido viajar, por una corta temporada, a Madrid y Sevilla. Por el contrario, Sagasta era mucho más benevolente con ella. De hecho, acababa de darle una muestra de su extraordinario talante. Y de su habilidad política también: Isabel ya no sería rehén de nadie. Si acaso de su esposo, del que vivía separada espiritual y materialmente.

La reina debía estar muy agradecida a Sagasta. El mismo que había sido condenado a muerte por su participación en la famosa Noche de San Gil (de la que sólo escapó huyendo a Francia); el mismo que, como director del periódico La Iberia, publicaba el manifiesto del 68 en el que se leía, junto con el lema «Viva la libertad», el otro de «Abajo los Borbones», el mismo que ahora era presidente de un gobierno amparado por una constitución que afirmaba, en su artículo 48, que la persona del rey es «sagrada e inviolable». Y, en el 59, que «el rey legítimo de España es don Alfonso XII de Borbón».

–No olvide traer todos los documentos –le advirtió. Isabel sonreía de nuevo. Le había caído en gracia, de eso no tenía duda. Algo tendría que ver en ello su excelente facha: su altura más que mediana, su porte elegante (mitad caballero español, mitad cosmopolita); su abundante pelo castaño y su recortada barba, más rubia que el resto del cabello; sus ojos, oscuros y vivaces; su tez trigueña; la expresión de su rostro, risueña y franca. No obstante, un frenólogo avezado hubiese advertido que, si bien su ancho cráneo indicaba un valor y un coraje excepcionales –siendo muy estrecho en los tachados de cobardes–, la prominencia de las sienes proclamaba a las claras un espíritu intrigante y malévolo, dado a la falsedad y al disimulo (por el contrario, en las almas sencillas y cándidas, como ocurre en muchas jóvenes, en el mismo caso aparecen notables depresiones).

–Es mi deber, majestad.

La señora tocó la campanilla. Apareció la misma doncella de antes, quien, después de darle las lentes a la reina, había desaparecido con sigilo. Julio miró los rizos negros que escapaban de la cofia blanca. Y el talle fino, ceñido por un impoluto delantal blanco que destacaba sobre la simplicidad de un vestido de lana color marrón.

Mamuasé lo acompañará hasta la salida.

A Julio le costó unos segundos entender que la señora quería decir mademoiselle. Miró a la joven, que permanecía con la mirada baja, e hizo luego una profunda reverencia. Ya se disponía a salir cuando la reina lo retuvo con un vivo gesto de su mano.

–Una última pregunta, joven. –Los ojos de la reina se achicaron con picardía–. ¿Es cierto que Sagasta hace vida marital con una señora... sin estar casado con ella?