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Bienvenidos a la Academia Briarcrest

1

«Una pregunta que a veces me tortura:
¿estoy loco yo o los locos son los demás?».
Albert Einstein

Nora

«Weissnichtwo»

Sí, no era una palabra fácil de decir. Sin embargo, estas sílabas en staccato, a menudo mal pronunciadas, habían estado haciendo tictac en mi cerebro como el clic del metrónomo de mi profesor de piano durante los quince últimos minutos. Weiss-nicht-wo, Weiss-nicht-wo, Weiss-nicht-wo. Me había puesto a tamborilear los dedos siguiendo el ritmo.

Esa complicada expresión había sido acuñada por Thomas Carlyle en su obra satírica El sastre sastreado, por lo que no era sorprendente que los organizadores la seleccionaran para el Concurso Nacional de Ortografía Belltone. Incluso quien mejor supiera deletrear podía ser expulsado por ella, tal vez porque la «w» se pronuncia como una «v» germánica o tal vez porque cometían un error de novato como olvidar la mayúscula del principio.

Pero hacía cuatro años no me había equivocado en ese renombrado concurso de ortografía. La había dicho de forma perfecta, ya que en mi familia no se permitía meter la pata. Había sido el último año que podía competir, a los catorce años, y me había tocado Weissnichtwo, con la que vencí al chico con acné de Rhode Island en la sexta ronda.

Mi cociente intelectual era de 162, y la mayoría de la gente consideraba que era un nivel de genio. Aun así, había tenido que entrenarme mucho para el concurso de ortografía, y estudiar una lista de palabras de doscientas páginas y treinta mil tarjetas de memoria durante dos horas al día, cuatro días a la semana. Durante todo un año. En aquellos días, enseguida le había recordado a la gente que a Einstein se le daba fatal deletrear.

Mi madre chasqueó los dedos delante de mi cara.

—Nora Grace, por favor, deja de estar encogida y siéntate bien. Una buena postura mejora el atractivo general. Ya lo sabes.

Enderecé la espalda.

—El señor Cairn está a punto de llamarte al estrado —añadió—. No me decepciones.

Asentí con la cabeza.

Torció los labios mientras examinaba mi nuevo vestido y mis sandalias marrones.

—Ponerte ese vestido amarillo ha sido muy mala idea. Te deja la piel apagada, y me sorprende que lo haya elegido mi ayudante. Normalmente tiene mejor gusto. Por favor, no vuelvas a escoger este… —señaló mi ropa— terrible conjunto otra vez. —Suspiró—. Al menos no te has puesto esas espantosas botas vaqueras.

Me agarré a los bordes de la silla, negándome a oír su último comentario. ¿Pensaba que yo era estúpida? Ya sabía que no debía usar las botas delante de ella, porque me iba a dejar la huella de la mano en la mejilla por tamaña infracción. Ignoré a mi madre como pude y miré las tarjetas de notas, concentrándome en recordar todo lo que mi entrenador de deletreo me había enseñado.

Ella continuó con su sermón mientras centraba la atención en el director de la Academia Briarcrest.

—Siento no haber podido ayudarte a comprar un vestido apropiado. Ahora que Geoffrey ha dimitido, todo es un caos, así que voy a tener que trabajar más horas; me quedaré en el apartamento de la ciudad. No puedo hacer otra cosa —comentó, encogiéndose de hombros de forma elegante—. Sin embargo, me preocupo por ti. Dentro de unos meses estarás en Princeton, y nunca pasarás de primer curso si no dejas de soñar despierta. Esperamos grandes cosas de ti, Nora.

—Sí, señora.

Me examinó de nuevo, esta vez clavando su mirada crítica en mi cintura.

—Mona me ha mencionado que no te has pesado todos los días, y estoy preocupada. No te olvides nunca de lo gorda que estabas.

Estudié el vestido que llevaba, de la talla treinta y ocho, y respiré hondo. Mona, el ama de llaves, informaba a mi madre de todo lo que hacía. Probablemente llevaba un registro para indicarle cuándo orinaba.

—Oh, y tengo una noticia que llevo tiempo queriendo contarte. Finn se mudará a casa después de Navidad —dijo con una sonrisa—. Houston no le está funcionando como pensaba, así que va a trabajar al centro, en el bufete de tu padre.

Tragué la bilis que me provocaba lo que me decía. Siempre Finn, mi medio hermano. ¿Por qué iba a importarme lo más mínimo?

Miré a mi alrededor en busca de mi padre, pero él ni siquiera escuchaba al señor Cairn ni lo que nosotras decíamos. Tenía el teléfono sin sonido, pero no dejaba de enviar mensajes. No quería estar ahí.

En el escenario, el señor Cairn estaba terminando el discurso.

—… en las jornadas de inscripción y de puertas abiertas de la Academia Briarcrest. Este otoño será nuestro centenario, y esperamos celebrar este evento durante todo el año. Y ahora, para dar la bienvenida a nuestros nuevos alumnos, la presidenta de la clase del año pasado, Nora Blakely, les ofrecerá unas palabras. Ella es uno de los mejores activos de la academia: no solo fue la campeona del Concurso Nacional de Ortografía Belltone hace cuatro años, sino que actualmente es la editora del anuario, la cocapitana del equipo de debate y una de las primeras beneficiadas por la estimada beca James D. Gobble para asistir a la universidad de Texas. Es un modelo ejemplar para todos los que estamos presentes. —El señor Cairn sonrió benignamente a la primera fila, donde estábamos—. Sin más preámbulos, por favor, un aplauso para la señorita Nora Blakely.

Siguieron los educados aplausos.

—Ve a por ellos, hermanita —me dijo Finn cuando me levanté para subir los escalones de madera que conducían al escenario. Sorprendida al escuchar su voz, me volví notando que obviamente había llegado tarde y que había estado sentado justo detrás de mí durante todo el tiempo. Me sentí como si algo me corroyera por dentro. Se suponía que no debía estar ahí: era un día de diario y vivía a cuatro horas. En lo más profundo de mi estómago, me di cuenta de que mi madre le había dicho que viniera. Y él siempre hacía lo que ella decía; igual que yo.

Mientras lo miraba, los sonidos de la gente sentada en las duras sillas llenaron mi cabeza y luego desaparecieron de la manera más extraña. Me dio un ataque de vértigo, lo que hizo que el gimnasio diera vueltas salvajemente a mi alrededor, como si estuviera en un tiovivo. Asustada, me controlé agarrando los lados de mi vestido y mordiéndome la parte interior de la mejilla hasta que noté el sabor a cobre de la sangre.

Verlo me había hecho ponerme todavía más nerviosa.

Me estremecí de repugnancia al ver su cara demacrada y sus ojos rojos con la piel flácida debajo. Cocaína. Algún día, la droga le robaría por completo su hermoso rostro y haría estragos en él. Pero su ropa gritaba dinero, desde el traje a medida hasta el reloj Louis Vuitton. Al igual que yo, era agradable por fuera.

Movió las manos con nerviosismo, haciendo que me fijara en la larga cicatriz dentada que tenía en la derecha. Ese desagradable corte había recibido ochenta y cinco puntos de sutura en urgencias, y si se subía la manga, le llegaba hasta el codo. Mientras se la miraba, se sonrojó, y bajó la cabeza para clavar los ojos en sus zapatos, como si la respuesta a todas las preguntas de la vida estuviera en el sucio suelo del gimnasio. Y no lo estaban.

De repente deseé estar drogada. Al menos no recordaría lo que había hecho.

Le di la espalda y me alejé. Él no era nada para mí.

Mientras subía los escalones, me alisé el vestido y traté de respirar de forma uniforme, para poder ofrecer mi bien preparado discurso sobre lo maravilloso que era ser un estudiante de la Academia Briarcrest, lo superguay que era si estudiabas mucho y sacabas buenas notas, y lo increíblemente fantástico que resultaba ser rico e inteligente en este pequeño mundo de mierda. Bien.

Resoplé. «Si esta gente supiera la sucia verdad sobre mí… Lo débil que soy. Cómo muero cada día un poco. ¿Me mirarían de forma diferente? ¿Me tratarían como a una paria?».

«Sí», susurró mi voz interna.

«Ignórala y respira hondo», me ordené a mí misma. Inspiré profundamente por la nariz y solté el aire por la boca mientras avanzaba hacia el señor Cairn, al que en secreto había apodado «el Topo», un topo bastante agradable, no obstante. Con su pelo gris y su bizquera, parecía una mosquita muerta, aunque no lo era; también tenía instintos agudos y una inteligencia aún más aguda. Nada pasaba desapercibido para el Topo. Incluso en ese momento, su mirada estudió mi expresión, y creo que tal vez pudo darse cuenta de mis grietas. Automáticamente, mi cuerpo entró en modo concurso de belleza, y me precipité hacia él como un robot, con las nuevas sandalias que mi madre odiaba repiqueteando en el escenario.

Había llegado el momento del show.

El señor Cairn me miró y se apartó educadamente para ocupar un asiento cercano al escenario, junto con el vicedirector y varios estimados exalumnos que ayudaban a convertir a la Academia Briarcrest en uno de los mejores colegios privados de Texas. Les dediqué un saludo, ofreciéndoles mi ensayada sonrisa falsa, y me volví para mirar al público. Con el brillo de los focos incidiendo en mi cara, era difícil ver mucho más allá de la primera fila, pero sí logré vislumbrar a mis padres y a mi mejor amiga, Mila, que estaba con los suyos. También percibí la presencia de Drew Mansfield, que había sido mi amor secreto desde séptimo grado —que se pudra en el infierno por haber follado conmigo el año anterior y luego haberme dejado—. Me había destrozado el corazón, y me daba miedo verlo con su sonrisa torcida en la academia, día tras día. En la cafetería. En clase. En el debate.

Al menos Finn se había ido. No me sorprendió que su asiento estuviera vacío: siempre le había sido difícil enfrentarse a mí a la luz del día. Reinaba en la noche. El resto de la audiencia seguía sentada en la oscuridad. Esperando. Mirando a la chica perfecta.

Llevaba ante el estrado demasiado tiempo, porque noté que mi madre me miraba y hacía un movimiento discreto con las manos para que empezara. Los labios de mi padre se habían convertido en una fina línea, y podía ver la impaciencia que surcaba su cara. Probablemente tenía una reunión importante en el juzgado. ¿Sería ese mi futuro? ¿Seguir sus pasos, haciendo ciegamente lo que la sociedad esperaba de mí? ¿O me convertiría en alguien como mi madre, trepando hasta la cima de una cadena de televisión, intentando alcanzar el estrellato en la televisión nacional? ¿Era eso lo que se necesitaba para ser feliz?

El público comenzó a murmurar, nervioso. Después de todo, esperaban que diera un discurso entusiasta sobre los méritos de la Academia Briarcrest, algo que les demostrara que los cuarenta y dos mil dólares que pagaban al año valían la pena. No podía decepcionarlos, pero mi mente se quedó en blanco mientras miraba ese oscuro abismo, ese gigantesco agujero vacío. Tal vez pude haberme quedado ahí todo el día, negándome a enfrentarme a mi futuro, pero no estaba permitido.

Me ordené a mí misma sonreír de nuevo y hacer gala de mi encanto, pero mi cuerpo se rebeló.

«¡Mierda!».

Eso nunca me había sucedido antes. Y el miedo escénico no era una posibilidad para mí cuando había estado frente al público, exhibiéndome, toda mi vida, al igual que la preciosa vajilla de mi madre. No, esa falta de voluntad de mi cuerpo para actuar era completamente nueva. Con los nervios de punta, lo intenté de nuevo, escarbando en lo más profundo de mi ser, buscando a la Nora que esperaban ver, la chica que la gente decía que era brillante. «Nada». Me lamí los labios, repentinamente secos, sorprendida por la negativa de mi cuerpo a obedecerme. ¿Dónde estaba la chica que podía ganar un premio Oscar por su interpretación de una persona templada?

No podía dejar que vieran mi verdadero yo, el que era obsceno y asqueroso. Me odiarían; les daría asco. Como dicen aquí en Texas, me sacarían de la ciudad embreada y emplumada y sobre un raíl de tren.

Presa del pánico, jugué con las tarjetas de notas, barajándolas en el podio. Tenía que ofrecer ese discurso sin problemas, y si no era deslumbrante y digno del nombre de Blakely, mi madre me mortificaría. Me castigaría.

Traté de sonreír por tercera vez, pero no lo conseguí. Simplemente no hice nada. Ni siquiera un tic facial. Empecé a preguntarme si podría moverme. Me sentía congelada en el sitio, como si alguien me hubiera disparado con una pistola de rayos paralizantes.

¿Era allí donde todo terminaba? ¿Iba a derrumbarme y dejar que ese público viera aquello de lo que me avergonzaba?

«Dios, por favor, no».

Agaché la cabeza, recordando mis pecados. Mi ruina.

Mis manos, en ese momento sudorosas, sujetaban con fuerza las tarjetas mientras mi corazón latía, apresurado, tan fuerte que hubiera jurado que la gente sentada en la primera fila podía oír la sangre que corría por mis venas. Todos me miraban como si me hubiera vuelto loca. Y así era. Por fin había salido del borde del abismo en el que había estado durante años.

Cerré los ojos y pensé en «Weissnichtwo», dando vueltas a la palabra en mi cabeza, dejando que las sílabas me tranquilizaran. Las palabras siempre me hacían sentir mejor. Solo que esta vez no funcionó, porque me sentía como rota por dentro. Como un pastel que hubiera estado en el horno demasiado tiempo y ya estuviera más que hecho.

Terminado.

Solté las tarjetas, que cayeron al suelo, y vi que se agitaban como pajaritos asustados escapando al fin. Levanté la cabeza y me enfrenté al público. Aclarándome la garganta, me incliné sobre el podio hasta que mis labios estuvieron justo sobre el micrófono y pronuncié mi nuevo discurso de apertura.

—Que se joda la Academia Briarcrest y que os jodan a todos.

Por fin, parte del dolor y de la oscuridad que habían envuelto mi alma se desvaneció.

Esta vez sonreí de verdad sin siquiera intentarlo.

Qué bueno era ser mala.

2

«Nunca conocí a una chica
de la que no pudiera despedirme».
Leo Tate

Leo

«¿Qué coño acaba de pasar?».

Una cosa estaba clara: la pequeña señorita Buttercup me había dejado alucinado. Cuando la vi aparecer, con aspecto de acabar de salir de un anuncio de Gap, esperaba tener que sufrir un aburrido discurso sobre la Academia Briarcrest. Pero me había sorprendido diciéndonos a todos que nos jodiéramos. Divertido, observé las reacciones del público que llenaba el gimnasio; la mayoría se había quedado con la boca abierta, mirando a la chica que acababa de despreciar a la élite de la Academia Briarcrest. Bienvenidos a Highland Park, Texas, un próspero barrio de Dallas, hogar de expresidentes conservadores y debutantes de guantes blancos.

Nada que ver con mi amada Los Ángeles, donde había pasado la mayor parte de mi vida, primero como músico y luego como hombre de negocios. Sin embargo, había sido una buena idea mudarme aquí. Teníamos parientes en Dallas, un par de primos. Y, supuestamente, este colegio era el mejor, y eso quería para Sebastian, las oportunidades que nunca había tenido yo.

Observé a la chica del escenario. No era hermosa a la forma clásica, o tal vez no era el tipo de belleza que estaba acostumbrado a ver en el Club Vita, pero había algo convincente en ella, algo que había llamado poderosamente mi atención. Desde el momento en el que se subió al escenario, mis ojos la siguieron. Probablemente porque era alta, rubia y rica, un ejemplo perfecto de princesa americana. Habría apostado cualquier cosa a que era la chica popular y la novia del quarterback. Seguro que tenía un chihuahua como mascota, y que lo llevaba en el bolso. Sin duda, sus padres le habían dado todo lo que su corazón deseaba. Estaba muy malcriada y no sabía una mierda del mundo real.

Nora Blakely representaba todo lo que yo evitaba cuando se trataba de chicas. Las de su clase esperaban amor y compromisos, dos cosas de las que yo había huido hacía mucho tiempo.

Pero aun así la miré fijamente, concentrado en su boca sexy y en sus mohínes mientras curvaba los labios en una sonrisa. ¡Joder! Miré a mi alrededor sintiéndome culpable, preguntándome de dónde coño había surgido ese pensamiento.

«Eso es malo, Leo. Buttercup no es sexy».

Solo un bonito cebo para acabar en la cárcel, definitivamente. Y no la iba a tocar. Nunca.

—Tío, acaba de decirles que se jodan —declaró mi hermano, de diecisiete años, sonriendo—. Esto es lo que yo llamo un buen entretenimiento. Me encanta la elección del nuevo colegio, hermanito.

Le di una colleja.

—Esa lengua, Sebastian.

Sonrió con suficiencia.

Los dos miramos de nuevo al escenario, donde Buttercup seguía en pie, dando el espectáculo. No pude evitar que mis ojos recorrieran sus piernas largas y sus pechos redondos, y me detuve en seco ahí mismo. ¿Por qué estaba soñando despierto con una chica que todavía tenía edad para ir al instituto? Conocía a muchas chicas de mi edad que estaban más que disponibles. Hacía demasiado calor ahí, eso era todo. Cualquiera imaginaría que tenían suficiente dinero para pagar una instalación mucho mejor de aire acondicionado, dado el precio del lugar. Me sequé el cuello y deseé volver al Club Vita. Quería quitarme el traje y ponerme los vaqueros.

Divertido y agitado, Sebastian se inclinó hacia delante para tener una vista mejor, cuando cinco minutos antes se había estado quejando de lo aburrido que era todo. Ahora su mirada se había clavado en la chica como si fuera su presa.

—Mírala, Leo. Es decir, posee expresión de bibliotecaria sexy, y esa actitud suya es muy provocativa —dijo, observándola con la sonrisa confiada que era típica de Sebastian. Mi hermano era un tipo arrogante, no había duda de ello—. El primer día de clase será mía. Nadie puede resistirse al encanto de los Tate cuando se pone en marcha.

Fruncí el ceño; no me gustaba la idea de que Sebastian se le insinuara a Nora Blakely.

Volvimos a mirar al escenario y vimos que dos miembros de la academia y un hombre y una mujer salían corriendo de la primera fila para rodearla. Después de unos susurros acalorados y unas hábiles maniobras, la llevaron hacia el telón del escenario. Nora parecía resistirse a sus esfuerzos, tirando de sus brazos para alejarse de ellos, pero eran cuatro contra uno y estaban ganando. Me pregunté qué le pasaría entonces. ¿Se le negaría la inscripción o le suspenderían antes de que empezaran las clases? Sentí un poco de lástima por ella hasta que consideré que, con toda probabilidad, era una mocosa que seguramente se había enfadado con alguien y había querido vengarse.

Eché un vistazo al programa, donde se decía que su madre era la presentadora del programa Buenos días, Dallas. Volví a alzar la mirada al escenario, esta vez reconociendo a la mujer del público como la estrella del espectáculo matutino número uno de Texas. Todo el mundo veía ese programa, incluso yo. Mientras estaba allí sentado contemplando el drama familiar, la madre pareció perder un poco la calma y plantó las manos como si fueran garras en el brazo de Nora para obligarla a meterse entre bastidores, lejos de la multitud que hablaba entre susurros.

Sí, predije una gran contribución escolar en nombre de la familia Blakely.

Le lancé una mirada a Sebastian.

—No voy a pagar este colegio para que puedas tirarte a las chicas que quieras. Estás aquí para jugar al fútbol americano y obtener buenas notas para poder acceder a una universidad decente. Aléjate de Buttercup —dije, señalándolo con el dedo.

Se rio.

—¿Buttercup? Oh, tío, ¿no tendrás una erección por la chica más inteligente de la Academia Briarcrest? —Arqueó las cejas.

—No, imbécil… —Miré al frente para señalar con un gesto al escenario ahora vacío, esperando no sonar tan estúpido como creía.

—Eres un cabrón, colega. Y demasiado viejo para ella —dijo, negando con la cabeza mientras sonreía.

—Cállate, hermanito.

Se rio como si tal cosa.

Después de que la jornada de puertas abiertas se reanudara tras varias disculpas del director, la busqué. No sé por qué. Pero no volvió a las sillas plegables que habían instalado en el gimnasio. Terminamos de inscribir a Sebastian en las clases y recibimos una copia de su horario. Después de hablar con la mayoría de sus profesores, me reuní con el entrenador de fútbol, el señor Hanford, que le dijo a un animado Sebastian que empezaría la temporada como running back. Sonreí mirando a mi hermano, muy orgulloso.

—Oye. No sé si alguna vez te he dado las gracias por habernos mudado aquí, pero te lo agradezco mucho —me dijo cuando salimos del gimnasio, volviéndose hacia mí. Luego miró fijamente al suelo y se encogió de hombros—. Has renunciado a muchas cosas para estar conmigo.

—No he renunciado a nada —aseguré, pero eso no era exactamente cierto. Había renunciado a siete años de mi vida, y no siempre había sido fácil. Sí, habíamos pasado por momentos difíciles después de la muerte de nuestros padres, sobre todo el año de vacas flacas antes de que llegara el dinero del seguro.

—Me gustaría que mamá y papá estuvieran aquí para verte —confesé, alargando la mano para revolverle el pelo. A menudo me preguntaba cuánto recordaría de ellos. Mi temor era que los olvidara, que olvidara la gran familia que habíamos sido. Solo tenía diez años cuando habían sido asesinados delante de casa—. Oye, ¿y si pedimos una pizza esta noche y hojeamos algunos viejos álbumes familiares? Podríamos burlarnos de papá y sus camisas hawaianas.

Asintió con la cabeza y atravesamos el aparcamiento hacia el Escalade negro, el primer artículo caro que me había comprado cuando vendí el segundo gimnasio en California. Cuando llegamos, miré el coche que teníamos aparcado a la derecha. Dentro de un Mercedes azul oscuro estaba Buttercup en el asiento trasero, con la cabeza apoyada en la ventana. Tenía los ojos cerrados, y me pregunté de qué color serían.

Como si me hubiera presentido, abrió los ojos, y cuando sus iris verdes se encontraron con los míos, fue como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en el universo y solo pudiera verla a ella. En ese tiempo suspendido, mi mirada se la comió, tratando de averiguar quién era y por qué me fascinaba. Fuera lo que fuera, sentí la loca necesidad de consolarla, de apartarle el pelo de la cara y decirle que su vida sería mejor. Quería verla sonreír de nuevo.

«¿Qué coño me pasa…?», pensé, alejando aquellos sentimientos inesperados. ¿Desde cuándo me importaba una chica cualquiera que ni siquiera era mayor de edad?

Por suerte, el universo se puso en marcha de nuevo cuando Sebastian hizo sonar la bocina al entrar en el coche. Salí del trance y me alejé de ella, algo desorientado.

—Ya, ya —murmuré, abriendo la puerta y deslizándome en el asiento del conductor. Permanecí allí unos segundos, sin mirarla. Porque no importaba la extraña fascinación que sentía por ella: tenía que dejarlo pasar. Esa chica era una fruta prohibida que nunca podría probar.

—¿Qué estabas mirando? —preguntó Sebastian, girando la cabeza hacia el coche de ella.

Me encogí de hombros, actuando como si no pasara nada.

—Estaba ahí Nora Blakely.

—Maldición. Quiero verla —dijo apresuradamente, echándose hacia delante y esforzándose por mirar por mi ventanilla.

Lo empujé, quizá con más fuerza de la necesaria.

—Tío, tranquilízate. Probablemente la hayan expulsado de la academia. Dale un respiro —dije.

Se encogió de hombros y se sentó en el asiento, pero no sin antes mirarme de forma extraña.

—La has mirado fijamente durante mucho tiempo, hermano. Como durante un minuto.

—No, no lo he hecho.

—Lo has hecho —dijo, arqueando una ceja hacia mí.

—Mmm —murmuré—. No me ha parecido tanto tiempo.

Sonrió.

—Lo normal es que las chicas te persigan, no al revés.

—No estaba coqueteando con ella. Necesito ir a correr, eso es todo, para poder deshacerme de toda esta energía acumulada.

—Oh, oh…, aquí llega la señora Blakely —radió Sebastian, cuya atención había sido captada por la mujer que atravesaba airada el aparcamiento, moviendo los brazos de un lado a otro. Su expresión parecía molesta, y tenía los puños cerrados.

—Y está cabreada —hice notar, decidiendo que esperaría un minuto antes de arrancar el coche.

La dama escudriñó el aparcamiento. Sus ojos parecieron rozar el parabrisas tintado de mi coche antes de acercarse a la puerta de Nora, abrirla de golpe y desatar su furia; una avalancha de obscenidades salieron de su boca mientras Nora se encogía dentro del asiento trasero. Fue asqueroso ver a esa modélica presentadora de televisión agitando las manos como molinos de viento mientras soltaba palabras que yo nunca usaría con Sebastian.

La forma en que se mantuvo allí echándole la bronca a Nora hizo que mi presión arterial se disparara. Puse la mano en el tirador de la puerta, pero Sebastian me agarró del brazo.

—Sé que quieres rescatarla, pero no lo hagas, hermanito. No hagas que sea peor para ella cuando llegue a casa.

—¡Joder! —murmuré, aflojando la mano. Pero no me iba a ir de allí hasta que las cosas se calmaran.

Justo en ese momento, la madre se calló. Cerró con un portazo la puerta de Nora y se metió en el puesto del copiloto, ahora con una máscara de cortesía en la cara, como si se estuviera preparando para que las cámaras empezaran a rodar. Abrió el bolso y sacó el teléfono, como si no hubiera pasado nada. Seguí esperando a que se diera la vuelta, tal vez para ver cómo estaba su hija. No lo hizo.

Yo no pude resistirme a mirar a Nora, y pensé en que… pensé en que ella no había dejado de mirarme.

Me subió un escalofrío por la columna vertebral.

—Se acabó —dijo Sebastian—. Vamos, tío.

Asentí con la cabeza, pero no me moví. Me parecía mal dejarla allí.

—Sí —susurré finalmente apartando los ojos de Nora y poniendo el coche en marcha. Sin embargo, antes de alejarme, me poseyó una completa locura, y me besé dos dedos para enviar el beso a la solitaria chica que viajaba en la parte trasera del Mercedes.

3

«Mis pasatiempos secretos incluyen mirar
a la gente, hacer listas y clavar cuchillos».
Nora Blakely

Nora

La cabeza de la tía Portia apareció detrás de la vitrina de pasteles que estaba limpiando.

—Nora, cariño, ¿quieres una magdalena de fresas? ¿Un rollo de canela? He hecho de más —canturreaba, tratando de tentarme mientras me sentaba en un taburete de su pastelería, Los dulces de Portia.

—¿Estás tratando de hacer que engorde? —Sonreí, mirando la distancia entre nosotras, sin querer que ella viera lo que había escrito en mi diario. Pensé que se enfadaría conmigo si leía mi lista.

Se rio al tiempo que se apartaba su pelo canoso de la cara.

—Solo quiero que seas feliz, eso es todo —aseguró.

Pestañeé al oír sus palabras. «Felicidad». Creía que pocas personas la alcanzaban. Pero mi tía Portia sí, y si la mirabas, como a mí me gustaba hacerlo, lo veías. Estaba ahí, en su cara de satisfacción cuando sonreía o tarareaba una canción mientras trabajaba. Incluso tenía este pasito de baile, como si estuviera haciendo su propia versión del jitterbug cuando andaba de un lado para otro.

Una vez, cuando tenía unos catorce años, le pregunté por qué siempre parecía tan feliz. Nunca se había casado, y, desde que la conocía, solo era la hermana de mi padre, la mujer gordita que regentaba la pastelería que me gustaba visitar. Ella me había respondido que la felicidad se trataba simplemente de recoger y recordar todos los buenos momentos de tu vida, como las cuentas de un collar.

La analogía me llamó la atención. Ese día, intenté recordar mis propios momentos, tratando de imaginarlos como unas bonitas cuentas de vidrio que ensartaría en una cadena de oro. Sin embargo, esa fue la cuestión. Por mucho que lo intentara, no podía hacer que esas cuentas salieran perfectas en mi cabeza. Porque mis cuentas eran viles pedazos de plástico de mierda que nadie querría colgarse alrededor del cuello.

Porque no tenía momentos felices.

Me fijé en mi reflejo en la ventana y me estremecí ante la joven que me miraba; me disgustó ver el engaño y los secretos que leía en su cara. ¿Quién era Nora Blakely?

Los profesores y los test aseguraban que era inteligente. Mi profesor de piano decía que tenía talento. Los jueces, que era guapa. Debía de resultar simpática, ya que mis compañeros de la Academia Briarcrest me habían elegido delegada de clase. Y luego estaba mi fachada, cuidadosamente diseñada por mi madre para que encajara con todas las demás niñas pijas de Texas. No quería que la gente descubriera lo decepcionante que era, así que me controlaba tomando todas las decisiones en mi lugar. Insistía en que me peinara Jerry Lamonte, dueño del mejor salón de belleza de Dallas; me exigía que usara camisas de punto de doscientos dólares de Neiman Marcus; e incluso elegía los accesorios y el maquillaje que usaba. Me vestía y me hacía desfilar como una muñeca.

Pero, por mucho que hiciera, yo seguía siendo fea por dentro.

—¿Nora? ¿Me has oído? —dijo la tía Portia, desatándose el delantal cubierto de harina y tirándolo encima del mostrador. Apagó la emisora de radio de baladas de rock que había estado escuchando—. Llevo cinco minutos hablando contigo y no has oído ni una palabra de lo que he dicho.

—Lo siento. ¿Qué querías?

—Ha llamado Mila. Estará aquí dentro de veinte minutos —dijo, dejando el paño de limpiar junto a la caja registradora y echando un vistazo a la tienda vacía.

«¡Bien!».

Mila estaba a punto de llegar. No había visto a mi mejor amiga desde la noche del «incidente» en la Academia Briarcrest.

—Vale. Voy a la parte de atrás a fregar los platos —suspiró la tía Portia.

—Ya lo he hecho mientras estabas aquí fuera —le recordé, complacida al ver el alivio en su rostro. Supongo que con cincuenta y tres años era difícil llevar tu propio negocio, sobre todo cuando mantenías un horario de pastelería, abriendo a las seis de la mañana y cerrando a las seis de la tarde—. Y he sacado la basura al contenedor y he dejado preparado todo el material para hacer los muffins mañana. Puedes irte a casa si quieres. Yo cerraré más tarde.

Cogió un rollo de canela gigante y se acercó a mi mesa.

—Muy pronto tendré que empezar a pagarte por todo lo que haces por aquí —musitó, dejando el bollo caliente delante de mí.

—Solo tienes que pagarme con dulces —dije, cerrando el diario—. Además, sabes que este lugar es mi vía de escape.

Me miró con simpatía.

—¿Las cosas están mejor ya por casa?

—Tan bien como se puede esperar. Por lo menos el castigo ha terminado ya —dije, mordisqueándome las uñas y empujando las cutículas hacia atrás hasta que me dolió, recordando que había estado encerrada en mi habitación durante cinco días, sin nadie con quien hablar—. Mi padre se ha ido de visita a Houston, así que quién sabe cuándo volverá. Mi madre se quedará en el apartamento esta semana y probablemente la próxima semana… y la próxima. —Le eché un vistazo—. Puedo quedarme contigo un tiempo. Mi madre me ha dicho que le parece bien, y sabes que odio estar sola en esa casa monstruosa.

Me besó la coronilla.

—Puedes mudarte conmigo ahora mismo si quieres.

Le sonreí, porque tanto ella como yo sabíamos que mi madre quería que viviera en aquella elegante casa de Highland Park. Aunque ella nunca estuviera, yo tenía que estar allí.

—Si me mudara, la gente hablaría. Y entonces mi madre se enfadaría conmigo.

Ella asintió.

—Sí, sé cómo es ella, pero avísame si las cosas llegan a ser… demasiado, ¿vale? —dijo, lanzándome una última mirada mientras volvía a la parte delantera. Después de unos minutos, entró en el área de la cocina, y supe que estaría allí un rato, haciendo la caja.

Me volví a concentrar en mi diario y lo abrí, mirando la lista que había escrito. Me preguntaba si las cosas malas que hacía me convertirían en una persona feliz. La parte más inteligente de mí sabía que no. En realidad no. De todas formas, yo no merecía felicidad. Pero después de fingir durante tanto tiempo y de guardármelo todo dentro, simplemente buscaba alivio, como en la jornada de puertas abiertas, cuando dejé salir de mi boca esas odiosas palabras. Y si decir cosas malas a la gente me hacía sentir mejor, entonces, ¿cuánto mejor me sentiría si diera un paso más? ¿Qué haría falta para salir de la sombra en la que me había convertido?

Estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para salvarme.

Cogí el bolígrafo y taché algunos de los puntos, para corregir la lista:

Lista de cosas malas de Nora

1. Cambiar mi imagen. ¿Hacerme un tatuaje? ¿Usar ropa de putilla? ¿Teñirme el pelo?
2. Beber alcohol. Probar las drogas. Drogarme. ¿Rehabilitarme?
3. Follar sin sentido. Con frecuencia. Con chicos diferentes.
4. Ser la chica mala de la academia siempre que sea posible. Y también la de casa…, y en todas partes.
5. No tolerar bajo ninguna circunstancia que me llamen «perfecta».

Mila llamó a la puerta cerrada de la pastelería, y yo guardé rápidamente el diario en la mochila antes de levantarme para abrirle. Se acercó y se dejó caer en el sitio donde siempre nos sentábamos. Llevaba un conjunto de Liz Claiborne rosa y crema con zapatos y bolso a juego. Para completar el look, se había echado hacia atrás el pelo liso de color medianoche con una diadema. En algún momento, alguien se había olvidado de decirle a Mila que todavía estaba en el instituto y que no era una ejecutiva. Cuando llegara el momento de elegir a los favoritos de la clase del año, no tenía ninguna duda de que ella se llevaría el título de «Futura Directora General».

Sonrió de oreja a oreja.

—¡Por fin has salido del encierro! Jo, he tratado de llamarte como cien veces.

Me senté delante de ella.

—Estaba castigada en mi habitación sin teléfono. Pero, mira, por lo menos he leído toda la lista de lecturas del verano, y le he hecho un delantal nuevo a la tía Portia —dije a la ligera, pasando por alto lo mucho que odiaba que se me negara la interacción humana.

—¿Te han puesto a pan y agua? —bromeó.

—Solo el primer día —repuse en el mismo tono.

Lo que no le dije era que Mona, el ama de llaves, me traía la comida todos los días. Si era por mis padres, avena o un batido de proteínas en el desayuno, un sándwich de pavo en finas lonchas con una ensalada de verduras orgánicas para almorzar y pollo a la plancha o salmón con dos porciones exactas de verduras de cena. Cogí el rollito de canela aún caliente que me había dejado la tía Portia y le di un mordisco, disfrutando del olor a mantequilla y saboreando el glaseado, que se derritió contra mi lengua. Eso era el cielo.

Mila se inclinó sobre la mesa.

—Bueno, me alegro de que estés libre ya, porque Emma Eason y su equipo de animadoras están haciendo una fiesta de vuelta al insti, y nosotras dos vamos a ir. —Levantó la mano cuando abrí la boca para interrumpirla—. Sé que tú y Emma no sois superamigas, pero está invitada toda la clase.

—Emma Eason me pinchó los neumáticos el año pasado, y me llama Nora la torpe —dije, arqueando las cejas—. Y no olvidemos los otros apodos que me ha puesto: la sabionda, la empollona, la zorra rubia y mi favorita: la amazona giganta —le recordé, contando con los dedos.

—Te has olvidado de «nariz de pimiento». Y fue ella la que hizo que se corriera el rumor sobre ti y el conserje.

—Exactamente. Me odia desde que me eligieron delegada de clase. ¿Por qué voy a asistir a su fiesta? —pregunté.

Mila parecía sorprendida por mi declaración.

—Cuando empezó a correr el rumor sobre el señor Bronski y tú, te reías. Todos pensaron que no te importaba. Yo estaba convencida de ello.

Era cierto que su repertorio de insultos nunca me había hecho daño. Después de todo, tenía otras cosas más importantes de las que preocuparme, como el ensayo sobre la influencia de la poesía de la naturaleza de Walt Whitman o si Finn volvería a casa de visita ese fin de semana.

—Deberías sobreponerte al serio problema en el que has estado desde lo de Drew. Ni siquiera has tenido una cita en todo el verano. Necesitas un poco de carne masculina, chica —dijo muy seria.

Le devolví la sonrisa, porque Mila no había catado aún entonces carne masculina, y asentí.

—¿Sabes qué? Sí, quiero ir. Hay algo que quiero decirle a Emma sobre ese noviete suyo quarterback. Lo pillé el año pasado, y ella merece saberlo —dije, dando golpecitos con los dedos en la mesa mientras recordaba lo que había visto.

Sí; una chica mala no dejaría que Emma Eason le pasara por encima.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando, pero si eso hace que vengas, acepto pulpo como animal de compañía —dijo con una sonrisa triunfante—. Pero tienes que darme la primicia. Hay un brillo maligno en tus ojos, lo que significa que sabes algo sobre alguien. —Sus ojos grises se concentraron en mí—. Sí, has estado espiando a la gente otra vez. Dime lo que sabes, baby.

Me reí por primera vez en más de una semana.

—Solo te diré una cosa: está involucrada su mejor amiga, April Novak —dije, rebuscando en mi mochila. Saqué la petaca de plata de mi padre. Si quería acabar en rehabilitación, era mejor que empezara ya. Tenía que ponerme las pilas.

Desenrosqué la tapa de metal y la olí con cuidado. Mi madre me había dejado tomar unos vasitos de vino y champán en ocasiones especiales, pero nunca había probado el vodka. Vertí un generoso chorro en el vaso de Sprite que tenía delante.

Mila abrió los ojos de par en par cuando vio la petaca.

—¿Estás loca? ¿Qué es eso? —susurró, mirando furtivamente por encima del hombro hacia donde sabía que estaba la tía Portia.

—Vodka Grey Goose —expliqué, tomando un sorbo para probar y estremeciéndome ante el fuerte gusto—. He robado una botella del mueble bar de mi padre, y, según Internet, esta marca en particular es cara y está fabricada en Francia. —Levanté el vaso ante ella—. Por lo tanto, debe de ser impresionante, ¿no? —Volví a dar otro trago, tratando de no hacer muecas.

Negó con la cabeza y abrió la boca. Dada su educación mojigata, no era sorprendente que nunca hubiera tomado un trago de alcohol.

—¿Desde cuándo bebes? —preguntó acaloradamente, oliendo el vaso de forma rápida y poniendo cara de asco. Me reí porque el vodka en realidad no olía a nada.

—Hoy es oficialmente mi primer día como alcohólica. Y este trago hace que el refresco esté muy bueno… En realidad, no, retiro lo dicho: sabe a mierda, pero me lo voy a beber de todas formas. ¿Quieres un poco?

Antes de que pudiera responder, me llamó la atención un Escalade negro que aparcaba delante del almacén que había justo enfrente de la tienda. Cuando dos tipos salieron del vehículo, recordé algo y me concentré más en ellos, pero estaban demasiado lejos y ya estaba oscuro fuera.

Mila dejó escapar un largo suspiro, lo que atrajo mi atención hacia ella.

—De todos modos, ¿quieres ir al centro comercial mañana? Quizás podamos hacer algunas compras en The Galleria —dijo, eligiendo ignorar el alcohol.

—¿Hay por allí algún sitio de tatuajes? Si no, quiero ir a ver la nueva tienda que acaba de abrir a la vuelta de la esquina.

Empezó a mover las manos como si se hubiera vuelto loca, y sus dedos revolotearon arriba y abajo.

—¡No volveré a verte, porque tu madre te matará! Dios, Nora, ¿quieres que te castiguen de nuevo?

Ver su dramático sermón provocó algo en mí, y me reí a carcajadas mientras ella se reía conmigo. Me reí tan fuerte que me ardió el pecho y las lágrimas corrieron por mi cara. Avergonzada por la reacción, intenté contenerme y detener la risa, pero no pude. Me agarré la cintura con las manos, pero no sirvió de nada. Ella me miró, ¿y sabéis ese momento incómodo en el que todos los demás han dejado de reírse de algo, pero tú sigues haciéndolo, por lo que empiezan a mirarte? Fue así, solo que peor, porque Mila pudo ver que mi hilaridad se había convertido en algo extraño y oscuro. Me cubrí la boca con las manos y detuve aquella horrible risa, pero luego el pánico se apoderó de mí. Un sudor frío me envolvió y se me estremeció el corazón, haciéndome sentir que me iba a desmayar. Me doblé; me dolía el cuerpo como si acabara de correr un esprint de cien metros. Cerré los ojos, respiré profundamente, contuve el aire durante cinco segundos, lo solté y luego repetí el ciclo hasta que mi corazón finalmente se desaceleró.

Me senté con cuidado, y vi que Mila estaba de pie y me miraba, con la cara pálida.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, parpadeando.

—Creo que… Creo que es mi versión de un ataque de pánico —jadeé, limpiándome la cara con unas servilletas de la mesa.

—Maldición. ¿Ya te ha sucedido antes? —preguntó con la voz asustada—. ¿Debería ir a buscar a Portia?

Negué con la cabeza.

—En la jornada de puertas abiertas tuve algunos mareos, pero nada tan dramático —dije, estremeciéndome al recordar la horrible risa que había salido de mi interior. ¿Acaso había perdido la cabeza por completo? ¿El mero hecho de que hubiera mencionado a mi madre y haber estado castigada en mi habitación me había hecho perder la cabeza?

—¿Estás bien ahora?

Me mordí el labio y asentí, pero estaba mintiendo.

—Oye, tal vez soy así de graciosa. ¿Crees que podría hacer carrera? —preguntó.

Negué con la cabeza ante ella.

—Estoy jodida, Mila.

—No, no lo estás —dijo firmemente, sentándose de nuevo—. Tal vez te muestres un poco rara a veces, pero eso es solo porque lees diccionarios en sueños.

Mis ojos se dirigieron al almacén de enfrente cuando se abrió la puerta y salió el más alto de los dos chicos. Se acercó al todoterreno y abrió el maletero. No estaba de frente a mí, pero pude ver que llevaba vaqueros y una camiseta negra sin mangas. Entrecerré los ojos, tratando de ver las sombras en sus musculosos brazos, reconociendo en ellas una especie de tatuaje. Deseaba que se pusiera bajo la luz de la calle para poder verlo mejor, pero no lo hizo. Cogió un par de guitarras del coche, cerró la puerta de golpe y volvió al almacén. Mis ojos lo siguieron hasta que desapareció en el interior.

Algo en él hacía que sintiera una punzada en el estómago, casi como si supiera quién era pero no pudiera ubicarlo. Necesitaba verle bien la cara.

Llamé a la tía Portia para que viniera.

—¿Quién es el tipo de al lado? —pregunté, haciendo un gesto hacia la ventana.

—¿Dónde?

—El tipo que acaba de entrar en el almacén de enfrente. Ha llegado conduciendo ese todoterreno negro —añadí.

Ella asintió.

—Es Leo Tate. Ha estado renovando el viejo gimnasio durante todo el verano para convertirlo en un club deportivo. Supuestamente, va a tener piscina, pistas de tenis, clases de yoga, todo eso…

—Ah —solté con una risa desdeñosa; no me llevaba bien con eso de hacer deporte, al menos desde que mi madre había contratado a un entrenador personal cuando yo tenía quince años y me había obligado a recibir una clase de entrenamiento militar a las cinco de la mañana, tres mañanas a la semana. Su objetivo era que entrara en la talla treinta y seis. Ja. Cierto, ahora estaba más delgada, pero solo porque había crecido casi diez centímetros, no porque pudiera correr los cuatrocientos metros libres.

Al pensar en mi madre, la suciedad que me roía por dentro se agudizó en mis entrañas. Necesitaba un bálsamo para mi alma. Necesitaba arremeter de nuevo contra algo o contra alguien. ¿Estaba mal? Sí, definitivamente. ¿Me haría sentir mejor? No lo sabía, pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para sentirme mejor, para mantenerme cuerda.

Mientras Mila y la tía Portia hablaban de los nuevos vecinos, yo me senté y pensé en todas las cosas malas que podía hacer. Cuando tuve el plan en marcha, fui a la trastienda. Allí, dentro del armario de limpieza, encontré exactamente lo que necesitaba. Cogí un bote de pintura amarilla en aerosol, la misma que la tía Portia había usado para repintar la puerta trasera de la cocina, y lo agité, comprobando si había suficiente pintura. La había. Lo metí en mi mochila.

Mucho después de que la tía Portia se fuera a casa, me encontré de pie frente a las nuevas puertas de cristal del gimnasio, que tenían el nombre, «Club Vita», escrito en gruesas letras rojas. Ahuequé las manos contra el cristal para ver mejor el interior, pero todas las luces estaban apagadas. A medianoche, lo más probable era que el dueño se hubiera ido a pasar la noche a casa. Sin embargo, el Escalade todavía estaba allí. ¿Significaba eso que también vivían en ese edificio?

Mila me siguió y se puso detrás de mí llena de aprensión.

—Esta es la peor idea que has tenido nunca, Nora —ladró, como un perro loco—. ¿Y si alguien nos ve?