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«Adamantium» viene del inglés «adamant», palabra utilizada para referirse a una posición firme y resuelta, o a una propiedad de dureza comparable a la de los diamantes.

1

Londres. Mayo de 1889

Elizabeth temía que su madre fuera a desmayarse en cualquier momento. Caroline Simmons estaba sofocada, tenía la cara roja, la vena de la frente muy visible y el peinado desarreglado de tanto llevarse las crispadas manos a la cabeza. «Solo le falta empezar a rechinar los dientes», se dijo. Si ella misma no se hubiera sentido tan hundida, se habría echado a reír. Quería a su madre, pero siempre había pensado que sus reacciones a casi todo eran exageradas, aunque jamás se lo había siquiera insinuado. Elizabeth era, ante todo, una dama virtuosa, una esposa leal y una hija ejemplar. O, al menos, lo había sido hasta hacía poco.

—¡Un nuevo escándalo! —exclamó Caroline al tiempo que dejaba la taza de té con tanta fuerza que se desbordó y creó un charquito marrón sobre el platillo de porcelana—. Primero tu hermana y ahora tú… Pero ¿cómo puedes hacerme esto, Elizabeth? ¡Vais a matarme entre las dos!

Ella continuó sentada en el borde del sofá, con la espalda tan recta como siempre, con las manos plácidamente cruzadas sobre el regazo, con los músculos de la cara inmóviles. Caroline había regresado la noche anterior de un corto viaje para visitar a una prima viuda y se había encontrado a su primogénita instalada de nuevo en su casa junto con una desagradable noticia… Más que desagradable, en realidad. Se trataba de algo tan inaudito, tan espantoso, tan contrario a todas las normas del decoro y de la buena sociedad, que costaba creer que una cosa como esa pudiera estar ocurriendo de verdad. Y, sin embargo, así era. Elizabeth Simmons, la dócil, apacible y disciplinada lady Ashton, acababa de pedir el divorcio.

—No te hago nada a ti, madre. —Y añadió en voz más baja, como si le bastara con decírselo a sí misma—: Solo quiero ser feliz.

—¿Cómo vas a ser feliz convirtiéndote en una mujer divorciada? ¡Y de lord Ashton, nada menos! ¡No puedo ni imaginarlo! —Caroline agitó la cabeza para demostrar su total incomprensión—. ¿Es que te has vuelto loca?

Elizabeth se mordió los labios para evitar responder que, en todo caso, había sido al aceptar la oferta de matrimonio de Robert cuando debió de volverse loca. Miró a su padre para averiguar si él pensaba lo mismo que su madre, y descubrió que ya la estaba mirando con una mezcla de lástima y desconcierto.

—Caroline, querida —intervino Harold Simmons al fin—, es evidente que nuestra hija ya ha tomado su decisión, y no nos queda más remedio que aceptarla. Sí, todo esto es muy desagradable y sumamente incómodo, pero…

—¿Desagradable e incómodo? —repitió Caroline, incrédula. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas—. ¿Cómo eres capaz de definir como «incómodo» que pretenda divorciarse de Robert? ¡Y sin ninguna razón en absoluto!

Era cierto que, de puertas para fuera, su matrimonio con Robert no era ni más ni menos infeliz que el de muchas otras mujeres de la alta sociedad. Elizabeth había conocido a lord Ashton en un baile, durante su primera temporada social, cuando tenía dieciocho años. Su madre y su institutriz la habían preparado a fondo para que su debut fuera un éxito, y realmente lo fue: ese año no hubo en Londres una joven más bella, educada, elegante y encantadora, que supiera bailar mejor o que fascinara más a todos los hombres de su alrededor. Elizabeth deslumbraba con su perfección, y Caroline no podía estar más orgullosa de ella. O eso imaginaba, porque cuando descubrió que entre sus muchos pretendientes estaba lord Ashton, creyó volverse loca de contento. Lord Ashton era, de lejos, el mejor partido disponible ese año, y Caroline se preparó para la batalla con más paroxismo que un general, desplegando todas sus armas para que el cortejo no acabara malográndose por culpa de la apatía de su poco entusiasta hija.

Después de meses de insistencia (tanto por parte de su madre como de Robert), una Elizabeth aún adolescente, fácil de manipular y bastante hastiada aceptó la propuesta de matrimonio y se convirtió en lady Ashton. No era que lo amase, desde luego, y en realidad ni siquiera le gustaba como persona, pero desde los doce años había tenido muy presente cuáles serían sus deberes como mujer de familia acomodada, y no parecía haber muchas más opciones que casarse con un caballero de buena posición como él, trasladarse a su mansión y darle un heredero, cosa que cumplió un par de años después de la boda, cuando dio a luz a Bobby.

A partir de ahí, su vida se convirtió en una sucesión de días en los que sus únicos momentos de verdadera felicidad consistían en estar con su hijo y tocar el piano. La casa de Mayfair en la que vivían era enorme y lujosa, y tenían todo lo que se pudiera comprar con dinero, pero Robert empezó a ignorarla en cuanto se percató de que su esposa, aunque de comportamiento intachable, no sentía ningún afecto —ni respeto— por él, y muy pronto se hizo con una larga ristra de amantes que no se molestaba demasiado en ocultar.

Poco a poco, Elizabeth fue cayendo en la cuenta de que, quizá, los valores y enseñanzas que habían grabado en su mente desde pequeña, y que compartían todas las mujeres de su clase, podían no ser los correctos. El cambio fue tan paulatino que solo cuando su hermana menor, Lillian, se fugó con su enamorado, aceptó el pozo de tristeza que escondía en su interior, así como el hecho de que tal vez merecía algo mejor.

Pasó casi un año hasta que se atrevió a decirse a sí misma que lo que deseaba era divorciarse, y le costó varios meses más reunir el valor suficiente para decírselo a Robert. Su marido primero se había reído de ella, luego había montado en cólera y, finalmente, había adoptado una actitud gélida que en la actualidad mantenía. Robert solo se mostraba preocupado por el escándalo que un divorcio podía acarrearle a él, e insistió mucho en que hicieran parecer que era el propio Robert quien lo había solicitado, y no Elizabeth.

—Admitirás que tienes un amante, Beth, y que yo lo he descubierto y por eso te pido el divorcio —le había exigido una noche de la semana anterior, de pie frente a la chimenea y de espaldas a ella.

—¿Por qué iba a decir que tengo un amante? ¡Eres tú el que las tiene! —repuso Elizabeth. Después de casi una década de matrimonio, solo entonces había empezado a replicarle.

—Querida, no seas ingenua. —Él se había reído, girándose para mirarla con desprecio—. Ya sabes que un hombre puede tener amantes sin que eso sea razón necesaria ni suficiente para que la esposa pida el divorcio. Y tampoco tienes pruebas de ello.

Era cierto. Para que una mujer obtuviera el divorcio, además del adulterio por parte de su marido debía demostrar también que este era culpable de otros cargos, como deserción, crueldad, incesto o bigamia. En cambio, bastaba con que un hombre acusara a su mujer de adúltera (sin necesidad de presentar ninguna prueba) para que se le concediera el divorcio casi al instante y se quedara con todos los bienes de ella, incluyendo, la mayoría de las veces, a sus hijos. Esto último era lo que más le preocupaba a Elizabeth: la posibilidad de que le arrebatara la custodia de Bobby. Por ello, de ninguna manera iba a admitir que tenía un amante cuando no era cierto, ni siquiera para agilizar los trámites.

Elizabeth había acudido a ver al abogado de sus padres, el señor Milton, y este había asegurado hacer todo lo posible por ayudarla, aunque, como dijo alzando las cejas desde el otro lado de su gran mesa de despacho, no podía prometer nada. Al menos ya había preparado para ella los primeros documentos legales, que Elizabeth guardaba en el secreter de su antiguo dormitorio de soltera en casa de los Simmons.

—Madre, apenas he cumplido veintiocho años, y he pasado los últimos ocho siendo desgraciada —trató de argumentar—. ¿Eso es lo que quieres para mí?

Caroline se disponía a replicar cuando Martha, la doncella, entró para recoger el servicio de té.

—Martha, será mejor que me traigas una copa de licor, a ver si con eso se tranquilizan mis nervios. Tráeme aquel tan fuerte de hierbas que utilicé después de que Lillian se fugara como una vulgar… ¡Oh, ni siquiera sé qué nombre dar a lo que hizo!

—Sí, señora Simmons —respondió la criada, acostumbrada por completo a la rabia que Caroline llevaba expresando por su hija menor desde hacía tiempo. Miró de reojo a Elizabeth mientras recogía su servilleta—. ¿Desea también una copa de licor, lady Ashton?

Caroline respondió por ella:

—No desea más que dar problemas, Martha, exactamente igual que su hermana…

—Caroline… —murmuró Harold con tono levemente amenazante.

—Y será mejor que dejes de llamarla «lady Ashton» —continuó, sin hacerle caso—. Ya no será tratada de «lady» nunca más. —Miró a su hija con frialdad—. Eso es lo que quieres, ¿no?

Elizabeth bajó los ojos.

—En realidad, sí.

Caroline emitió un bufido exasperado y la doncella pareció confusa, pero recogió la pesada bandeja con la tetera de plata y las tazas, y salió en silencio.

—¿Cuándo piensas volver a tu casa, querida? —preguntó Harold a Elizabeth.

—Mañana iré a entregar a Robert los documentos que me ha dado el señor Milton. Pero no sé si permaneceré allí. Quizá sea mejor recoger algunas cosas más y volver aquí, con Bobby.

—¡Pobre pequeño! —exclamó Caroline—. Verse desde tan temprana edad envuelto en un escándalo semejante… ¿Qué familia lo recibirá en su casa cuando sea mayor?

—Cualquiera que lo aprecie por lo que es: un niño encantador e inteligente.

—Eso ya lo veremos. ¡Y ya veremos también en qué posición quedaré yo cuando esto se sepa!

—¿Tú?

—¡Sí, yo, Elizabeth! —Caroline se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Se asomó al exterior como si temiera encontrar una multitud enardecida a las puertas de su casa—. La gente dirá: «¡Qué tipo de educación ha debido de dar a sus hijas! ¡Primero la pequeña se fuga con un hombre acusado de robar a una de las familias más ricas de la ciudad, y ahora la mayor decide divorciarse!». ¿Es que no tienes cabeza? De tu hermana casi me lo esperaba, ¡pero de ti…!

—Lillian solo hizo lo que su corazón…

—¡Oh, por Dios, no me salgas con esas, niña! —Caroline volvió a sentarse, aunque más bien dio la impresión de que se desplomaba entre un revuelo de tafetán y encajes—. Lillian ha sido una pésima influencia para ti. Como su hermana mayor, debiste haber enderezado a esa chica tozuda e insensible, y no solo no lo hiciste, sino que ahora te vuelves igual de loca…

—¡No hables así de ella!

La mención de Lillian llenó de lágrimas de rabia y añoranza los ojos de Elizabeth. Echaba de menos a su hermana pequeña, tan lista y voluntariosa, más de lo que podía expresar, y sobre todo en momentos como aquellos, pero se alegraba de que fuera feliz. O al menos confiaba en que lo estuviera siendo, porque hacía casi un año y medio que no la veía. Lillian había huido de Londres con el hombre del que se había enamorado, envueltos en el escándalo de un robo que todavía no se había aclarado del todo. Su fuga había conmocionado a su familia y a toda la alta sociedad londinense. También a Elizabeth, pero de un modo positivo: la había ayudado a descubrir que ella también merecía encontrar ese tipo de amor. Y por ello, estaría eternamente agradecida a su hermana, aunque nunca más volviera a verla.

—Creo que ya es suficiente, Caroline —intervino Harold. Había permanecido sentado en actitud serena, sin alterarse en ningún momento, pero todos en la habitación sabían que Lillian era su preferida y que oír hablar del tema de su fuga era muy doloroso para él—. Será mejor que dejemos tranquila a Elizabeth.

Martha entró de nuevo con la bandeja, portando en esta ocasión una botella de cristal tallado llena de licor y unas copitas diminutas.

—Martha, tomaré el licor en el jardín trasero —dijo Caroline—. Necesito que me dé un poco el aire.

Caroline salió de la sala seguida por la doncella, que soltó un levísimo suspiro de cansancio por encima de la bandeja del licor. Harold se levantó también y puso una mano sobre el hombro de su hija.

—Sé fuerte, Elizabeth. Lo que te espera a partir de ahora será duro —dijo con voz suave.

—Lo sé, papá. Pero no será más duro que mi vida hasta ahora.

Harold se inclinó para besar su cabeza y la dejó sola. Elizabeth se quedó sentada, aún muy erguida, aunque nadie la viera, con las manos todavía cruzadas sobre la falda y una lágrima deslizándose lentamente por su mejilla.

Al día siguiente, Elizabeth entró en la mansión de Mayfair en la que había vivido durante su vida de casada. El mayordomo, Townsend, recogió su pequeña maleta y la saludó con tanto respeto como siempre, pero su expresión le pareció algo más lúgubre que de costumbre. «Es normal, los criados no saben cómo actuar ahora que se han enterado de lo del divorcio». Supuso que cada uno tendría su propia opinión al respecto, y que lo más probable era que la de Townsend fuera negativa. Suspiró para sí misma y se quitó el sombrero para dejarlo a continuación en manos de Jane, una de las doncellas.

—Jane, ¿está lord Ashton en casa? —quiso saber.

No sentía ningún deseo de ver a Robert, pero no le quedaba más remedio; quería entregarle los documentos de su abogado y zanjar el asunto cuanto antes. Levantó la mirada hacia la doncella, extrañada de su tardanza en responder. Ella también tenía una expresión rara en su cara redonda.

—¿Está lord Ashton en casa? —repitió.

—No, milady.

Elizabeth se alegró. Así dispondría de unos momentos a solas para prepararse.

—Bien, avísame cuando llegue, por favor. Estaré en mis habitaciones.

Se dirigió a la ancha escalinata de mármol y comenzó a subir, pero se detuvo al oír la tosecilla nerviosa de Jane, que continuaba inmóvil al pie de la escalera.

—¿Sucede algo? —preguntó. De pronto sentía su corazón latir con más fuerza, como en previsión de una mala noticia.

Las mejillas de la joven habían adquirido un tono rojo, y parecía cada vez más nerviosa.

—¿No le ha dicho nada Townsend?

—¿Qué debería haberme dicho? —Descendió los escalones que había subido y se acercó a la doncella, la cual agarraba con tanta fuerza su sombrero que las flores de seda quedarían irremediablemente estropeadas—. ¿Qué es lo que ocurre, Jane?

—Lord Ashton no volverá hoy a casa, milady. Se fue ayer de viaje.

Elizabeth trató de entender las implicaciones de lo que acababa de escuchar. ¿Se había ido de viaje para no tener que enfrentarse con ella? ¿Sabía de alguna manera que había estado hablando con un abogado, y se había marchado para evitar recibir cualquier documento legal que lo forzara al divorcio? De repente adivinó que todo aquello iba a ser aún más complicado de lo que se había imaginado.

—Pero… ¿Dónde se ha ido? ¿Y hasta cuándo?

—No nos lo ha dicho.

—¿No os ha dicho adónde iba? —Elizabeth estaba cada vez más perpleja.

Por detrás de Jane apareció de nuevo Townsend, que le hizo un gesto a la doncella para que se retirara. La joven se fue a toda prisa.

—¿Qué está pasando, Townsend? —exigió saber con voz llena de temor. Por lo general, Elizabeth siempre se comportaba con gran compostura y hablaba a todo el mundo, incluyendo los miembros del servicio, con tono suave y amable, pero no podía controlarse más.

—Milady, supongo que Jane no se atrevía a decírselo, pero lord Ashton salió de viaje en la tarde de ayer, por tiempo indefinido, y se llevó con él a su hijo.

—¿Se ha llevado a Bobby? —Sintió cómo la sangre se retiraba de su rostro y empezó a temblar de miedo—. ¿Y ninguno en la casa sabéis a dónde, ni cuándo volverá?

—Así es, milady.

La impavidez del mayordomo la estaba poniendo aún más histérica.

—¡¿Cómo es eso posible?! —gritó—. ¿Y no ha dejado ningún mensaje para mí?

—Solo ha dicho que Bobby viviría solo con él a partir de ahora.

Subió la escalinata como una exhalación, recogiéndose el vestido de cualquier modo para no tropezar, y alcanzó su dormitorio en tres zancadas. Jadeante, buscó algún sobre u hoja de papel sobre su tocador o en la cómoda, pero no vio nada, y, por miedo a desmayarse en cualquier momento, se sentó en el borde de la cama.

Aquello era una pesadilla, justo lo que más había temido que ocurriera desde el día en que consideró el divorcio. Había aguantado durante años la infelicidad conyugal y la soledad, solo por Bobby. Siempre le había aterrorizado que Robert la privara de su hijo si decidía separarse, y por esa única razón había pasado ocho años casada con él. Pero se había convencido a sí misma de que su marido no podía ser tan cruel como para hacer algo tan terrible, y cuanto más pensaba en el divorcio, más satisfecha estaba con su decisión y más impaciente se sentía por recuperar su libertad… Ahora, tenía la impresión de que todo ese egoísmo le pasaba factura. «Debí haber seguido callada. Ahora tendría a Bobby junto a mí».

Trató de tranquilizarse y pensar que probablemente Robert solo intentaba asustarla. «Solo quiere que me lleve un disgusto y que reconsidere mi decisión —se dijo—. Volverá dentro de dos o tres días».

Sin embargo, el nudo en su estómago y el temblor de todo su cuerpo persistían, señales de que en realidad no se creía tales afirmaciones… ¿Qué haría si Robert no volvía? ¿Y si se había llevado a su hijo para siempre?

Martha abrió la puerta a los pocos segundos de que Elizabeth llamara, pero a ella le pareció una eternidad.

—Buenas noches, lady Ashton. Su madre no nos avisó de que venía a cenar…

—¿Dónde está? —le interrumpió. Entró en el vestíbulo y giró sobre sí misma, tratando de distinguir entre los sonidos de la casa la ubicación de sus padres.

—En la salita, con la señora Gillighan.

Elizabeth suspiró. Harriet Gillighan era la mejor amiga de su madre, una señora cotilla e insoportable. Se sentía incapaz de tratar con ella en ese momento.

—¿Va a quedarse a cenar? —preguntó en voz más baja.

—Creo que no.

—¿Y mi padre?

—Aún no ha regresado. —Martha percibió su agitación y la miró preocupada—. ¿Está usted bien?

—Por favor, cuando mi padre llegue y mi madre se quede sola, diles que necesito verlos enseguida. A los dos. Estaré en mi dormitorio.

Elizabeth subió con rapidez, pero tratando de no hacer ruido, y entró en su cuarto de soltera. Había aguantado todo el día en la casa de Mayfair, aguzando el oído por si volvía Robert, o por si los criados comentaban algo. Quizá era mentira que no supieran dónde estaba su marido y su hijo; quizá él los había forzado a no decírselo a ella, bajo amenaza de despido. Eso sería muy propio de Robert. Pero la mansión había permanecido en completo silencio hora tras hora, y ella había empezado a temer volverse loca. Hacia las siete, sin saber qué otra cosa hacer, se había puesto de nuevo el sombrero y había ordenado al cochero que la llevase de vuelta a casa de sus padres.

Caminó de un lado a otro, igual que había hecho durante las horas anteriores; cogió objetos y los volvió a dejar, se acercó a la puerta tratando de averiguar si la señora Gillighan se marchaba de una vez o si su padre llegaba, y, por último, se quedó junto a la ventana contemplando el oscuro exterior. Al fin, vio que la amiga de su madre salía de la puerta principal en el mismo momento en que el carruaje de los Simmons aparecía, con Harold en su interior. Observó impaciente cómo su padre descendía y se quitaba el sombrero para saludar cortésmente a la señora Gillighan, y deseó que no perdiera mucho tiempo charlando con ella. Por suerte, solo hablaron unos segundos antes de que la dama entrara en su propio coche ayudada por el cochero y de que su padre desapareciera dentro de la casa.

Elizabeth se apartó de la ventana y fue ella misma a su encuentro. Se precipitó escaleras abajo y llegó sin aliento hasta sus padres justo cuando Martha empezaba a decirles que estaba allí y que deseaba hablar con ellos lo antes posible.

—¿Elizabeth? —se extrañó Harold al verla—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás otra vez en casa?

—Ay, papá… —Elizabeth se percató de que tenía que calmarse un poco si quería que la entendieran, y respiró hondo. Notó sus costillas aprisionadas por el corsé, lo que empeoraba la sensación de angustia—. Robert ha… ¡Se ha llevado a Bobby!

Rompió a llorar, desesperada, contra la pechera de la camisa de Harold, que la abrazó sin entender aún lo que ocurría. Sintió la mano de su madre presionando su hombro.

—Trata de calmarte, querida. ¿Adónde se ha llevado a Bobby?

—¡No lo sé! —Se separó unos centímetros de su padre para poder hablar—. Cuando volví esta mañana no estaban, y el mayordomo me dijo que Robert se había ido con Bobby ayer por la tarde.

Caroline miró nerviosamente alrededor, como si le inquietara que los criados presenciaran la escena, y empujó a Elizabeth al interior de la salita. Harold entró también y cerró la puerta tras él.

—Siéntate —indicó su madre. Ella obedeció y se secó las lágrimas con el pañuelo. Al menos, tenía a sus padres para ayudarla. Era un pequeño consuelo.

—Seguro que los criados sabrán adónde se han marchado —sugirió Harold.

Elizabeth negó con la cabeza.

—¿Y no te ha dejado un mensaje? ¿Alguna carta? —inquirió Caroline.

—No, nada. Pero a Townsend le ha advertido de que, de ahora en adelante, Bobby iba a vivir solo con él…

Miró a su madre con angustia, pero Caroline se limitó a darle unas palmaditas en la mano.

—No te preocupes tanto, lo más probable es que vuelvan mañana. O incluso esta misma noche.

—El mayordomo me dijo que se había llevado mucho equipaje. Quizá no vuelvan nunca.

Sus padres cruzaron una mirada de alarma y los tres guardaron silencio durante unos segundos.

—¿Qué debo hacer? —preguntó al fin Elizabeth.

—Deberías hablar con el señor Milton lo antes posible —sugirió Harold.

Caroline frunció el ceño.

—Harold, sabes que un abogado no puede intervenir en este caso; ¿para qué le dices que hable con Milton?

Su padre pareció un poco molesto por su pregunta.

—Caroline, no creo que…

—Un momento —interrumpió Elizabeth—, ¿por qué dices que el señor Milton no podrá intervenir, madre?

—Porque, en realidad, Robert sigue siendo tu esposo, y no está haciendo nada ilegal al llevarse a Bobby.

Sintió como si una ducha de agua helada cayera sobre ella.

—¿Qué?

—No hagas caso, Elizabeth —intervino su padre—. Sin duda Milton podrá al menos aconsejarte mejor que nosotros…

—¿Aconsejarme? —repitió atónita—. ¿Quieres decir que eso es lo único que hará?

—Es lo único que puede hacer —aseguró Caroline con tono firme—. Nadie en el mundo podrá hacer más que eso, querida. Y lo más probable es que su consejo sea que desistas en tu absurdo propósito de divorciarte.

Elizabeth se puso en pie y miró alternativamente a cada uno de sus progenitores.

—¡Robert no debería haberse llevado a Bobby sin consultarme! ¡Solo pretende vengarse de mí!

—No digo que esté bien lo que ha hecho, pero tienes que entenderlo. Has herido su orgullo… y has cuestionado su autoridad.

—Yo no he cuestionado su autoridad, solo nuestro matrimonio.

—Y esa es la peor ofensa que puede infligir una esposa a un caballero —aseveró Caroline con tono terminante.

Harold la apartó con suavidad, pero también con firmeza, para situarse él frente a su hija.

—Elizabeth, no debes angustiarte demasiado por ahora. Lo más probable es que esté intentando herirte; si le dices que vas a reconsiderar el divorcio, estoy convencido de que volverá con Bobby enseguida.

—¿Y cómo podría decírselo, si ni siquiera sé dónde está? —replicó ella, a punto de echarse a llorar de nuevo. Sorbió por la nariz—. Además, no voy a reconsiderarlo. Que Robert sea capaz de hacer algo como esto solo me convence aún más de que no deseo vivir con él.

—Tienes razón. —Harold consultó su reloj de bolsillo—. Ahora ya es un poco tarde, pero te acompañaré al despacho de Milton a primera hora de la mañana.

—Gracias papá, pero iré yo sola.

Se había recompuesto lo suficiente para poder pensar con claridad de nuevo, y se regañó a sí misma por haber perdido los nervios. No arreglaría nada dejándose llevar por el llanto y la histeria.

2

—Comprendo su angustia, lady Ashton, pero no hay mucho que pueda hacer al respecto —dijo Henry Milton desde las profundidades de su escritorio de nogal, cuando Elizabeth acudió a visitarlo a la mañana siguiente y le expuso la situación—. Lord Ashton es, a día de hoy, su esposo. Y, desde luego, sigue siendo el padre de Bobby. Puede que sea una descortesía habérselo llevado sin su consentimiento, pero no se trata de un conflicto legal, sino meramente familiar.

Elizabeth cerró los dedos con fuerza alrededor del mango de su sombrilla en un intento de canalizar la frustración que sentía. Henry Milton era uno de los mejores abogados de Londres; estaba acostumbrado a casos de asesinato, litigios relacionados con terrenos y grandes fortunas, defensa de miembros menores de la familia real y complicados pleitos por asuntos comerciales en las colonias. Era obvio que su divorcio le aburría tremendamente, y este nuevo problema con su hijo solo parecía provocarle una ligera sensación de fastidio añadido.

—De modo que tengo que tolerar esta… descortesía. ¿Es eso lo que me está diciendo?

El señor Milton entrecruzó los largos dedos manchados de tinta y los apoyó bajo su barbilla. Tenía unas profundas ojeras bajo los ojos azules, y su traje negro acentuaba la palidez de su rostro anguloso. Desvió la mirada hasta fijarla en el reloj de sobremesa que adornaba un rincón del escritorio, y Elizabeth entendió que estaba muy ocupado y deseando que se marchara de su despacho.

—Lo que le estoy diciendo, lady Ashton, es que, si insiste en continuar con esta demanda de divorcio, no debería añadir más leña al fuego.

—¿A qué se refiere?

—Dele algo a su marido para que acepte firmar los papeles. Ceda un poco. No puede humillarlo públicamente separándose de él, obligarlo a firmar el divorcio y, además, exigirle que regrese de donde quiera que esté y que le entregue a un niño que, por otra parte, también es su hijo. —El hombre suspiró y la miró con expresión cansada—. ¿No lo comprende?

—¡Pero no puede llevarse así a Bobby! —insistió ella—. Ni tampoco decidir por su cuenta con quién va a vivir en el futuro…

—Incluso si tuviéramos la obligación de tomar cartas en el asunto, no sabemos dónde han ido —continuó, sin prestarle atención—. ¿Qué cree que puedo hacer yo? ¿Enviar a Scotland Yard en su busca? —Los ojos del señor Milton se dulcificaron un poco al ver la cara desencajada de Elizabeth, y añadió con voz más suave—: Mi querida lady Ashton, que haya decidido divorciarse de un caballero como su esposo ya la pone en una situación muy precaria. Va a ser muy complicado que lord Ashton firme esos documentos, puesto que no puede probar que haya sido adúltero ni que se haya comportado con crueldad hacia usted. Tampoco la ha abandonado, no ha practicado bigamia ni ha violado a otra mujer, que sepamos, ¿no es así? En cualquier caso, aunque lo hubiera hecho, usted tendría que abonar la cantidad de mil quinientas libras.

—No me importa lo que tenga que pagar…

—Y, por otra parte, sabe que, a no ser que su esposo declare explícitamente que desea acelerar el asunto, usted deberá esperar a que transcurran tres años de separación antes de que el divorcio sea oficial, ¿verdad? —El abogado tamborileó con sus dedos sobre el tablero—. Por último, y aunque es cierto que lord Ashton no puede disponer a voluntad con cuál de los dos vivirá Bobby, es muy probable que la custodia única acabe siendo para él. Los hombres siempre están por delante de las mujeres en cuanto a derechos, y así debe ser.

Elizabeth no contestó. Se mordió el labio, tratando con todas sus fuerzas de contener las lágrimas, y miró a su alrededor en un intento de disiparlas. Se daba cuenta perfectamente de lo que estaba haciendo el abogado: intentar que reconsiderara su intención de divorciarse. Cuando estuvo segura de que podría hablar sin echarse a llorar, respiró hondo y dijo con el tono más firme que pudo:

—Señor Milton, quiero que siga adelante con la demanda de divorcio. —El abogado enarcó las cejas y abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiera hacerlo, ella continuó hablando—: En cuanto a Bobby, si no puede usted ayudarme, tendré que resolverlo de alguna otra manera.

Se levantó aferrando la sombrilla e intentando mantener la dignidad, y el señor Milton se apresuró a ponerse de pie. Rodeó la mesa y la tomó con suavidad del brazo mientras la acompañaba hasta la puerta.

—Créame que lo siento, lady Ashton. Estas cosas entrañan siempre una gran dificultad, además de lo desagradables que resultan. Me cuesta comprender que se aprobara una ley así en el Parlamento.

—¿A qué ley se refiere?

—A la del divorcio, naturalmente. No creo que se estén dando cuenta del caos en el que la ley del matrimonio de este país acabará.

Elizabeth se detuvo para mirarlo con desconcierto junto a la puerta que acababa de abrir.

—¿No está a favor del divorcio, entonces?

—Soy un hombre de leyes, milady, por lo que no me corresponde declararme a favor ni en contra de algo ya ratificado… —Milton le besó con cortesía la mano, y luego se inclinó ante ella en espera de que saliera. Elizabeth no se movió, y el abogado aprovechó para añadir—: Pero, personalmente, le diré que el divorcio será la ruina de nuestra sociedad. No puede provocar más que daños a todas las partes implicadas.

Cuando salió del despacho de su abogado, Elizabeth tardó en decirle al cochero adónde debía dirigirse a continuación. Se quedó sentada en el lujoso interior, tratando de calmarse y de pensar con claridad. Si el señor Milton no iba a ayudarla, tendría que recuperar a Bobby por sí misma, y el primer paso para conseguirlo era averiguar dónde había ido Robert. De pronto se vio invadida por una nueva sensación de determinación. Acababa de tener una idea.

Le dio al cochero una dirección cercana y respiró hondo al tiempo que el coche se ponía en marcha con una ligera sacudida. Si la esposa de lord Ashton no sabía dónde se encontraba este, tal vez su última amante sí lo supiera.

Elizabeth conocía el nombre y la dirección de la última conquista de su marido desde hacía meses. Había sido consciente de sus infidelidades casi desde el principio de su matrimonio, pero durante el último año, en el que ella le había dejado claro su desprecio sin ambages, Robert no se había molestado ya en ocultar sus idas y venidas a una hermosa casa muy cerca de Hyde Park. Elizabeth incluso había visto alguna vez a la dama en cuestión, ya que Madeline Miles frecuentaba las mismas reuniones a las que ella se veía obligada a acudir cuando tenían que fingir ante la sociedad que eran un matrimonio bien avenido.

Estaba tan convencida de lo que hacía que, mientras esperaba a que abrieran la puerta, ni siquiera se planteó que esa mujer no quisiera recibirla, aunque aquella era una posibilidad muy real. Pero una doncella la hizo pasar directamente a una salita bien arreglada, asegurándole que la señorita Miles la vería enseguida.

Se quitó el sombrero con cuidado para no despeinarse y lo depositó a su lado en el sofá donde se había sentado mientras planeaba con rapidez cómo plantear el tema. Sin embargo, no dispuso de mucho tiempo para pensar nada, porque la amante de su marido abrió la puerta y se quedó mirándola con ligera sorpresa.

—Vaya… Antes siempre imaginaba que algún día vendría a mi casa para enfrentarse conmigo, pero no pensé que fuera a ocurrir precisamente ahora, cuando están en trámites de divorcio.

—No he venido a enfrentarme con usted, señorita Miles. Como bien dice, lord Ashton y yo vamos a divorciarnos, por lo que su relación con él me trae por completo sin cuidado.

Permanecieron mirándose la una a la otra durante un tenso momento, hasta que al final Madeline tomó asiento en una butaca cercana al sofá donde estaba Elizabeth. Esta la observó mientras lo hacía: la amante de Robert tenía aproximadamente su misma edad, estaba más cerca de los treinta que de los veinte. Pero, al igual que Elizabeth, se mantenía joven y esbelta, con una piel tersa y clara, sin rastro de arrugas. Madeline tenía el pelo muy oscuro, casi negro, y lo llevaba en sedosos bucles que le caían sobre la espalda. Sus ojos eran brillantes y almendrados, de color verde claro, y su boca grande, de labios bien dibujados y muy rojos. Su tipo de belleza era más exótica y llamativa que la de Elizabeth, pero también más vulgar. En los salones se rumoreaba que era actriz aficionada, y que había compartido cama con casi todos los actores del Covent Garden y del Drury Lane, además de con un par de autores teatrales.

—No sé si creer eso último, lady Ashton —replicó Madeline abriendo un pequeño pastillero de plata que sacó de entre los pliegues de su falda. Se tragó una pastilla sin ayuda de agua y preguntó—: ¿Pero entonces por qué ha venido a verme?

Decidió decírselo sin más.

—Robert se ha ido, y no sé adónde. No me importaría en absoluto si no fuera porque se ha llevado a Bobby.

—¿Bobby?

—Nuestro hijo —aclaró—. No me ha avisado de que fuera a hacerlo, ni tampoco me ha dicho que fuera a marcharse de Londres. Según me han contado los criados, se ha llevado bastante equipaje, así que debe de haberse ido lejos, o al menos con intención de no volver durante mucho tiempo.

—¿No les dijo a los criados adónde se dirigían?

—No. Imagino que evitó hacerlo para que ellos no me lo dijeran a mí —suspiró, y se preparó para realizar su petición. No le importaba humillarse, si era para encontrar a Bobby—: Si usted sabe algo, le ruego que me lo diga.

Madeline bajó los párpados y por un momento se concentró en alisar el tejido de la cortina que colgaba junto a su butaca.

—¿Por qué supone que yo puedo saberlo? —preguntó al fin, sin levantar la mirada.

—No supongo nada. Simplemente intento probar cualquier cosa que pueda acercarme a mi hijo. —Sus palabras provocaron que Madeline la mirara de nuevo, y, cuando lo hizo, un leve destello de compasión se asomó a sus hermosos ojos verdes. Elizabeth trató de aprovecharlo e insistió—: Por favor, señorita Miles…

—Deje de suplicar, lady Ashton —resopló ella. Elizabeth guardó silencio, ofendida, pero Madeline continuó—: Se lo diré. Hace un mes me habría callado, pero ahora… —Se detuvo.

—¿Qué ocurre?

—Seré franca con usted; ya poco me importa. Sufro de cierto mal… —Madeline titubeó, aunque trataba de mantener un aire de dignidad—. Una afección aborrecible que no voy a nombrar. Me la ha contagiado Robert.

Elizabeth se quedó boquiabierta. Nunca hubiera imaginado algo así. Las damas de su clase ni siquiera tenían por qué saber que existía esa clase de dolencias, y mucho menos que su propio marido pudiera sufrirlas. Resultaba algo tan humillante y bochornoso que jamás se hablaba de ello. Sin embargo, ella llevaba sin compartir su lecho desde hacía mucho tiempo; la noticia, aunque sorprendente, le resultó por completo ajena.

—Lo siento, señorita Miles. Es terrible…

—Guárdese su compasión. No se lo he contado para que me ofrezca palabras de consuelo —le cortó—. Solo lo he hecho para que comprenda por qué voy a ayudarla. Robert vino hace unos días para decirme que se marchaba de Londres, y cuando le conté lo de la enfermedad ni siquiera me ofreció dinero para pagar los gastos médicos… Ese bastardo no se merece que le cubra las espaldas.

—¡Entonces usted sabe dónde están! —exclamó Elizabeth, anticipándose. Madeline asintió despacio con la cabeza.

—Se dirigía a Venecia. Un aristócrata llamado Montagliore lo ha invitado a pasar una temporada en su palacio del Gran Canal. —Se encogió de hombros y se puso en pie—. Eso es todo lo que sé.

Elizabeth se apresuró a levantarse y sonrió a la mujer. Ya no la veía como una enemiga, sino casi como una aliada que también despreciaba a Robert y que la había ayudado más de lo que podía imaginarse.

—Gracias, señorita Miles. No sabe cuánto se lo agradezco. —Le tendió la mano, que ella estrechó con leve desgana—. Espero que se reponga lo antes posible…

—Y yo espero que encuentre a su hijo pronto, y que ese sea solo el primer infortunio que sufra Robert.

Una vez dentro del coche, Elizabeth le indicó al cochero que fuera deprisa. Tenía muchas cosas que hacer. Debía sacar dinero del banco, hacer el equipaje y comprar billetes de tren y barco. Aunque tuviera que recorrer ella sola media Europa, iba a seguir los pasos de Robert y a recuperar a Bobby.