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Título original: GETTING WELL AGAIN
Publicado con el consentimiento de Bantam Books,
una división de Bantam Doubleday Dell Publishing Group, Inc.
Traducido del inglés por Eduardo Roselló Toca
Composición ePub por Editorial Sirio S.A.
Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.
Imagen de portada: ©goccedocolore - Fotolia.com
© de la edición original
1978, O. Carl Simonton y Stephanie Mattews.Simonton
© de la traducción
Eduardo Roselló Toca
© de la presente edición
EDITORIAL SIRIO, S.A.
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E-Mail: sirio@editorialsirio.com
I.S.B.N.: 978-84-16579-624
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Este libro está dedicado a los pacientes que han intentado y conseguido modificar el curso de sus procesos cancerosos mediante su trabajo mental y emocional, y al valor que supone adoptar esa postura.
CARL Y STEPHANIE SIMONTON
Dedico este libro a mi esposa Maggie Creighton, que me dirigió hacia este camino y me apoyó en su recorrido.
JAMES CREIGHTON
Esta edición española se concibió, desarrolló y realizó pensando en ti. Tu presencia ha llenado sus páginas en todas las etapas de su elaboración. A Fernando Zorrilla, con amor, en memoria.
EDUARDO ROSELLÓ TOCA
En el curso de un viaje a Estados Unidos en verano de 1985, estando en una librería un amigo me acercó el libro Getting Well Again y me animó a leerlo. Yo lo abrí y le eché una mirada fugaz. Guía de autoayuda para vencer el cáncer y otras enfermedades... La verdad es que no me pareció demasiado atractivo. ¿Qué tenía eso que ver conmigo? A los treinta y cinco años, «joven, fuerte, presumido...» el cáncer en particular y la enfermedad en general eran algo que no me tocaban ni poco ni mucho. Había otros temas que me interesaban más. Así que, para evitar desairarle, cuando ese amigo se descuidó, dejé el libro en su estantería y tomé otro que me parecía mucho más sugerente: Tiempo, relatividad y cuarta dimensión. Desde luego, era extraordinariamente sugerente, pero no pude pasar de la segunda página. Mis conocimientos físicos y matemáticos eran bastante elementales para comprender esas largas ecuaciones. Aún conservo este libro intacto en mi biblioteca como recordatorio. Recordatorio de mi poco ejemplar forma de actuar en demasiadas ocasiones.
Pero, afortunadamente, el milagro también suele llamar dos veces. La vida siguió transcurriendo, y un par de años después, el 13 de mayo de 1987, en una intervención quirúrgica le diagnosticaron un cáncer muy avanzado a una persona querida. Entonces recordé el libro. Pensé que sería de interés para ella conocerlo, así que me puse a buscarlo e involucré a otras muchas personas en la tarea. Sin embargo, el libro no aparecía por ningún sitio. Yo había leído una gran cantidad de referencias sobre él (su primera edición era de 1977), pero aquel libro parecía haberse volatilizado.
Puesto que aparentemente no había sido publicado en castellano, decidí conseguirlo en inglés. Aprovechando un viaje que tenía programado a Irlanda, adelanté mi partida un día para hacer escala en Londres y allí comprar un ejemplar como el que había tenido en mi mano en agosto de 1985.
El domingo 14 de junio de 1987 llegué a Londres dispuesto a dedicar el lunes siguiente a la búsqueda.
El día 15 amaneció lluvioso. Pero mi entusiasmo era impermeable. Así que me dirigí resuelto a una gran librería a comprar ese ejemplar.
Aunque se trataba de un importante establecimiento, no habían oído hablar de este libro. Fui a otro, en el que creían que el título les era familiar. A otro en el que pensaban que estaba en una estantería en la que no estaba... Absolutely nothing. Y, ni que decir tiene, fuera de las librerías, llovía.
Pasaban las horas y llovía tanto que empecé a recordar la frase atribuida a Felipe II de que no había enviado su armada a luchar con los elementos. Ni su armada fue invencible ni mi entusiasmo impermeable, como yo había creído ingenuamente. Todo empezó a hacer agua. Cansado y mojado, decidí que ya era suficiente. Que lo iba a dejar para otra ocasión más favorable. Que me iba a tomar una cerveza e irme a la cama, y al día siguiente seguiría mi viaje a Dublín sin mi libro.
Ni corto ni perezoso, entré en un pub y pedí una cerveza. No parecía que fuera precisamente mi día, pues el camarero me miró de arriba abajo con reprobación y me informó de que no era hora de beber cerveza. Ni siquiera mi húmedo aspecto y mi acento extranjero le hicieron tomar en consideración que era posible que viniera de algún país con alguna legislación diferente.
Pero no estaba yo para darle ninguna clase particular de geografía, de modo que abandoné el pub y decidí que una chocolatina, junto con un té que me prepararía en la habitación de mi hotel, sería un buen sustituto de la cerveza. En la acera de enfrente había una tienda en la que vendían muñecos de peluche, chocolatinas y otros artículos de regalo, y allí me dirigí. Elegí mi dulce cena y me puse en la cola para pagar. Mientras esperaba y dejaba vagar mi mirada, vi una estantería con algunos libros cuyas cubiertas se mostraban tentadoras a los clientes potenciales.
Y en la estantería inferior, mirándome... ¡allí estaba Getting Well Again! Todo el día buscándolo, y allí estaba. No era exactamente la misma edición, pero sí el mismo libro. Esperando.
Sigilosamente me acerqué. Sigilosamente lo tomé. Sigilosamente volví a la cola. Sigilosamente... Tenía miedo de despertarme, de estar en una especie de trance inducido por la lluvia y el cansancio... pero no era así. Cuando llegué a mi hotel, empecé a leerlo. Parecía que todo seguía algún plan, que todo encajaba perfectamente.
Tuve que interrumpir la lectura para dormir un poco y poder continuar al día siguiente mi viaje.
Proseguí mi trayecto. Cuando llegué a España una semana después, había terminado el libro. Me sentía una persona diferente de la que había iniciado el viaje. La perspectiva que había vislumbrado a lo largo de las páginas de este libro sobre la salud y la enfermedad era diferente de la que tenía antes. Así que quise, lo primero, comunicar a sus autores, Stephanie y Carl Simonton, lo que su obra había significado para mí.
Puesto que en esa edición venía una dirección, les escribí para comentárselo. La dirección era antigua y estaba fuera de servicio... pero de algún modo mi carta llegó a su destino. A veces he pensado que debió de ser porque, como envié la carta por correo aéreo, mi ángel de la guarda se encargó personalmente de llevarla. Yo había escrito a Dallas, y unas semanas después recibí contestación de la propia Stephanie desde Little Rock. Además de informarme sobre su libro, sobre el estado de los derechos y demás, me comentaba que estaba viviendo en Arkansas y que allí seguía realizando su trabajo.
Yo creía que mi transformación no tenía por qué ser singular. Que otras muchas personas podían aprovecharse de las enseñanzas de este libro. Así que escribí de inmediato a las más importantes editoriales de autoayuda de España informándoles sobre él. Es más, puesto que la primera edición de Getting Well Again era de 1977, habían aparecido en el mercado multitud de volúmenes que hacían referencia a este. Incluso esas editoriales contaban entre sus títulos publicados con obras que citaban Getting Well Again y el trabajo realizado por Carl y Stephanie con abundancia, por lo que utilicé esas referencias en mis cartas: «No se fíen de mi entusiasmo. Mejor lean lo que tal autor dice sobre esta obra en el libro que ustedes han publicado en tales páginas». Sin embargo en esa ocasión no recibí ninguna respuesta.
Pero la experiencia del entusiasmo remojado y secado había dado su fruto. La falta de respuestas no me influyó en absoluto, sino que siempre tenía presente la posibilidad de la publicación. Si no querían los grandes, tendrían que ser los pequeños. Un amigo que tenía una editorial me sugirió la idea de publicarlo en ella. No me parecía una idea muy afortunada, pues los temas que trataba su editorial eran muy diferentes. Pero no estaba yo para hacerme el interesante, así que accedí. Realizamos las gestiones oportunas y a finales de 1987 nos comunicaron que los propietarios se mostraban de acuerdo ante nuestra pretensión. ¡Cómo no estarlo si, a pesar del éxito de la obra en los Estados Unidos y el resto del mundo, en los países de habla hispana nadie había mostrado el menor interés por ella en diez años!
Me confiaron la tarea de traducirlo, y en ese punto surgió una nueva dificultad. Anteriormente ya había traducido otros libros, pero entonces disponía de una secretaria que los mecanografiaba. Ahora había cambiado el rumbo de mi vida y en ese cambio había dejado de tener secretaria. Y yo no sabía escribir a máquina. Bueno, ese era un problema de los que ya no se planteaba mi entusiasmo. ¡Qué nimiedad! Aprendí mecanografía, aprendí a manejar un ordenador, y me puse manos a la obra.
La persona en la que yo pensaba al buscar el libro no pudo verlo. Unas semanas antes de que comenzara a traducirlo, murió. Y en esos momentos de dolor y confusión, Recuperar la salud, que es como lo titulé, demostró su capacidad sanadora y reconfortante. Por si aún lo ignoraba o tenía alguna duda.
Finalmente, el 7 de octubre de ese año de gracia de 1988, apareció la primera edición de Recuperar la salud. Fue un éxito desde el principio. La primera edición se agotó pronto. Luego la segunda. Así que cuando Manuel Luján y yo iniciamos nuestra aventura editorial en Los Libros del Comienzo un par de años después, deseamos incorporar este título a nuestro fondo y, sin ningún problema y tras llevar a cabo los trámites oportunos, adquirimos Recuperar la salud y Familia contra enfermedad, el otro libro escrito por Stephanie Simonton, que ya forman parte de nuestro catálogo. Y esta que tienes en tus manos es la decimocuarta edición. La decimocuarta edición de una obra que ha ayudado a millones de personas en todo el mundo.
Un libro, un simple libro, puede también ser algo de lo que podemos aprender, algo que nos puede servir para contemplar un milagro más, algo que puede producir cambios profundos. Se trata, una vez más, de vivir en el corazón, y de observar, entonces, qué pasa.
EDUARDO ROSELLÓ TOCA
Estamos profundamente agradecidos a los trabajos de otros investigadores cuyos esfuerzos han proporcionado la base para nuestro propio trabajo y para este libro.
Queremos expresar nuestro agradecimiento por el apoyo y el aliento del personal y amigos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Oregón, especialmente del Departamento Oncológico de Radiación, durante el nacimiento de este proyecto; al Servicio Oncológico y al Departamento de Radiología del centro médico de la Base Aérea de Travis por su apoyo a la hora de desarrollar un programa formal dirigido a las necesidades emocionales de los pacientes de cáncer, y un agradecimiento especial a Oscar Morphis, oncólogo de Fort Worth, en Texas, por su apoyo y conocimientos.
El interés y el aliento de nuestros padres ha sido una gran fuente de vigor; se lo agradecemos profundamente. El apoyo de Robert F. White, de Minnesota; Len y Anita Halpert, de Nueva York, y Dorothy Lyddon, de California, ha sido de mucha ayuda, y les damos las gracias por ello.
Una beca del Instituto de Ciencias Noéticas, que aceleró nuestro trabajo y nos permitió ampliar nuestras investigaciones, nos ha resultado muy útil y la hemos apreciado mucho.
Asimismo, queremos dar las gracias a Jean Achterberg-Lawlis, Anne Blocker, Bob Gilley, Frances Jaffer, Flint Sparks y, por su excelente ayuda en muchos borradores, a Sharon Lilly.
Deseamos agradecer a nuestra editora, Victoria Pasternack, por su guía y dedicación personal para la realización de este libro, y a nuestro editor, Jeremy Tarcher, por su excelente ayuda, consejo y amistad... sin los cuales este libro no hubiera sido lo que es.
Un agradecimiento especial a Reece y Doris Halsey por ayudarnos a que este libro llegara a ser.
Estamos especialmente agradecidos a los conocimientos y a la guía de John Gladelter, cuyos consejos han mejorado de forma drástica la calidad de nuestras vidas, tanto personal como profesionalmente.
Finalmente, deseamos dar las gracias a nuestros pacientes, que nos han permitido compartir tanto de ellos mismos.
CARL Y STEPHANIE SIMONTON
Estoy muy agradecido a mi secretaria, Marie von Felton, que escribió y reescribió a máquina el manuscrito y todos sus borradores.
JAMES CREIGHTON
Primera parte
1
Todos nosotros tomamos parte en nuestra salud o enfermedad en todo momento.
Este libro muestra cómo las personas con cáncer u otras enfermedades serias pueden participar en la recuperación de su salud. También muestra a los que no están enfermos cómo pueden participar en el mantenimiento de su salud.
Empleamos la palabra participar para indicar el papel vital que todos desempeñamos en la creación de nuestro propio nivel de salud. Asumimos la idea de que la sanación es algo que se nos hace; de que si tenemos un problema médico, nuestra única responsabilidad consiste en buscar un doctor que nos cure. Esto tiene algo de cierto, pero es solo una parte de la historia.
Todos participamos en nuestra propia salud mediante nuestras creencias, nuestros sentimientos y nuestra actitud hacia la vida, así como –de modo más directo– mediante el ejercicio o la dieta. Además, nuestra respuesta al tratamiento médico está influenciada por nuestro sistema de creencias sobre su efectividad y por la confianza que tenemos en el equipo médico. Este libro no trata en ningún modo de minimizar el papel de los profesionales de la salud implicados en el tratamiento médico. En vez de esto, Recuperar la salud describe lo que tú puedes hacer, conjuntamente con este tratamiento, para alcanzar y mantener la deseada salud.
La comprensión de cuánto se puede participar en la salud o en la enfermedad es el significativo primer paso para cualquier persona que desee recuperarse. Para muchos de nuestros pacientes ha sido el momento más crítico e importante. Quizás lo sea también para ti.
Nosotros somos Carl y Stephanie Simonton, y dirigimos el Centro de Terapia e Investigación sobre el Cáncer de Dallas, en Texas. Carl, director médico del centro, es oncólogo especializado en radioterapia. Stephanie es la directora de psicoterapia y es psicóloga titulada.
La mayoría de nuestros pacientes, que llegan de todo el país, han recibido de sus doctores un diagnóstico de «médicamente incurables». Según las estadísticas nacionales de cáncer, tienen una esperanza media de vida de un año. Cuando estas personas creen que solo el tratamiento médico puede ayudarles –pero sus oncólogos le han dicho que la medicina ya no puede hacer nada por ellos, y que probablemente solo les quedan unos meses de vida–, se sienten hundidos, atrapados, desamparados y, generalmente, satisfacen las expectativas de sus doctores. Pero si los pacientes movilizan sus propios recursos y participan activamente en su recuperación, pueden superar esas expectativas y alterar de modo significativo la calidad de sus vidas.
Las ideas y técnicas descritas en este libro constituyen el enfoque que empleamos en nuestro Centro de Terapia e Investigación sobre el Cáncer, para mostrar a nuestros pacientes cómo pueden participar en la recuperación de su salud y vivir una vida más satisfactoria y gratificante.
¿Por qué algunos pacientes recuperan su salud y otros mueren, cuando el diagnóstico es el mismo para todos ellos? Carl se interesó por este problema cuando estaba efectuando la residencia como especialista en oncología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Oregón. Allí observó que pacientes que afirmaban que querían vivir a menudo se comportaban como si realmente no quisieran. Había pacientes de cáncer de pulmón que se negaban a dejar de fumar, otros con cáncer de hígado que seguían bebiendo y otros que no acudían con regularidad al tratamiento.
En muchos casos, había personas cuyos pronósticos médicos indicaban que, con tratamiento, podían esperar vivir muchos años más. Y aunque afirmaban repetidamente que tenían muchísimas razones para vivir, estos pacientes mostraban una mayor apatía, depresión y actitud de entrega que muchos otros a los que se les había diagnosticado la enfermedad en su fase terminal.
En esta última categoría se encontraba un pequeño número de pacientes que habían sido enviados a casa tras un tratamiento mínimo, y con pocas expectativas de que llegaran con vida a su próxima visita de control. Sin embargo, años después seguían volviendo a sus reconocimientos anuales o semestrales, manteniendo una salud bastante buena y superando inexplicablemente las estadísticas.
Cuando Carl les preguntaba el porqué de su buena salud, solían dar respuestas del tipo: «No puedo morir hasta que mi hijo se gradúe en la universidad», «Soy muy necesario en mi trabajo» o «No quiero morir hasta haber resuelto mis problemas con mi hija». El punto común de estas respuestas era la creencia de que ejercían alguna influencia en el curso de su enfermedad. La diferencia esencial entre estos pacientes y los que no cooperaban era su actitud hacia la enfermedad y su postura más positiva ante la vida. Aquellos que continuaban bien tenían un mayor «deseo de vivir». Este descubrimiento nos fascinó.
Stephanie, con su formación en terapia motivacional, se había interesado en los triunfadores fuera de lo normal... esas personas que en los negocios parecen destinadas a llegar a la cima. Había estudiado la conducta de los triunfadores excepcionales y había enseñado los principios de dicha conducta a las personas con un nivel de realización medio. Parecía razonable estudiar del mismo modo a los pacientes de cáncer... para aprender qué tenían en común aquellos que estaban consiguiendo buenos resultados y en qué se diferenciaban de los que no los conseguían.
Si la diferencia entre el paciente que recupera su salud y el que no lo consigue es en parte una cuestión de actitud hacia la enfermedad y de creencia en la posibilidad de ejercer alguna influencia sobre ella, nos preguntamos cómo podríamos dirigir las creencias de nuestros pacientes en esa dirección positiva. ¿Podríamos aplicar las técnicas de la psicología motivacional para inducir y realzar el «deseo de vivir»? Cuando comenzamos en 1969, lo primero que hicimos fue investigar todas las posibilidades, explorando diversas técnicas psicológicas, como grupos de encuentro, terapia de grupo, meditación, visualización, pensamiento positivo, técnicas motivacionales, cursos de desarrollo mental y las técnicas de retroalimentación biológica o biofeedback.*
De nuestro estudio del biofeedback, sacamos la conclusión de que ciertas técnicas capacitaban a los individuos para influir en sus propios procesos internos, como el ritmo cardiaco o la presión sanguínea. Otro aspecto muy importante del biofeedback –el manejo de imágenes mentales– era también uno de los componentes principales de otras técnicas que habíamos estudiado. Cuanto más avanzábamos en ello, más intrigados nos sentíamos.
El proceso de elaboración de imágenes mentales implicaba un periodo de relajación, durante el cual el paciente hacía una representación mental de una meta o de un resultado deseados. Para el paciente oncológico, esto significaría que debería tratar de visualizar el cáncer, el tratamiento destruyéndolo y, lo que es más importante, las defensas naturales de su cuerpo ayudándole a recuperarse. Tras unas conversaciones con dos de los más importantes investigadores del biofeedback, los doctores Joe Kamiya y Elmer Green, de la clínica Menninger, decidimos emplear estas técnicas de manejo de imágenes mentales con los pacientes de cáncer.
El primer paciente con el que hicimos una prueba para aplicar nuestras teorías en vías de desarrollo era un hombre de sesenta y tres años que llegó a la facultad de medicina en 1971 con un tipo de cáncer de garganta de pronóstico grave. Estaba muy débil, su peso había bajado de 60 a 45 kilos, apenas podía tragar su propia saliva y tenía muchas dificultades respiratorias. Había menos de un 5% de probabilidades de que sobreviviera cinco años. A decir verdad, los médicos de la facultad de medicina habían tenido serias dudas sobre la conveniencia de tratarle, pues era muy posible que la terapia solo sirviera para hacerle más desgraciado, sin que disminuyera su cáncer de modo significativo.
Carl fue a la sala de reconocimientos decidido a ayudar a este hombre a que participara activamente en su tratamiento. Era un caso que justificaba el uso de medidas excepcionales. Comenzó explicándole cómo él mismo podría influir en el curso de su propia enfermedad. A continuación le esbozó un programa de relajación y elaboración de imágenes mentales basado en las investigaciones que habíamos realizado. Se le dijo al hombre que debía sentarse tres veces al día, de cinco a quince minutos cada vez –por la mañana al levantarse, a mediodía después de la comida y por la noche antes de acostarse– y durante estos periodos debía concentrarse en los músculos de su cuerpo, comenzando por la cabeza y descendiendo lentamente hasta los pies, diciéndole a cada grupo muscular que se relajara. Luego, ya en un estado más relajado, debía representarse a sí mismo en un lugar agradable y tranquilo: sentado bajo un árbol, a la orilla de un arroyo, o en cualquier lugar que a él le apeteciera imaginar, con tal de que fuera agradable. Después de esto, debía imaginar vívidamente su cáncer de cualquier forma que se le ocurriera.
A continuación, Carl le pidió que hiciera una representación mental de su tratamiento, radioterapia, como si consistiera en millones de minúsculos proyectiles de energía que golpeaban a todas las células, tanto a las normales como a las cancerosas. Como las células cancerosas eran más débiles y más desorganizadas que las sanas, no podrían reparar el daño de los impactos, sugirió Carl, de modo que las normales permanecerían saludables mientras que las cancerosas morirían.
A continuación, Carl pidió al paciente que hiciera una representación mental del último y más importante paso: los leucocitos de su sangre que llegaban, caían sobre las células cancerosas, se llevaban a las muertas y a las moribundas y las eliminaban del cuerpo a través del hígado y los riñones. En su pantalla mental tenía que visualizar el cáncer disminuyendo de tamaño y la salud que volvía a la normalidad. Cuando completara este ejercicio, podía dedicarse a sus actividades cotidianas durante el resto del día.
Lo que sucedió superó cualquiera de las anteriores experiencias que Carl había tenido al tratar a pacientes de cáncer solo con intervención física. La radioterapia funcionó excepcionalmente bien, y el hombre no mostró casi ninguna reacción negativa secundaria a la radiación, ni en la piel ni en las mucosas de la boca y la garganta. Mediado el tratamiento, podía comer de nuevo. Ganó peso y fuerza física. El cáncer desapareció progresivamente.
A lo largo del tratamiento –tanto de la radioterapia como de la elaboración de imágenes mentales– el paciente faltó tan solo a una de las sesiones de visualización por haberse visto retenido en un embotellamiento de tráfico un día que salió a dar un paseo en coche con un amigo. Se sintió muy irritado –consigo mismo y con su amigo– porque le parecía que estaba perdiendo el control sobre sí mismo, por el mero hecho de haberse perdido esa sesión.
El tratamiento de este paciente era emocionante aunque daba escalofríos. Las posibilidades de sanación que parecían abrirse ante nosotros estaban mucho más allá de lo que Carl podía admitir con su formación médica convencional.
El paciente continuó progresando hasta que finalmente, dos meses después, no mostraba signos de cáncer. La fuerza de su convicción en su capacidad de influir en el curso de su enfermedad era evidente cuando, casi al final de su tratamiento, le dijo a Carl:
—Doctor, al principio le necesitaba a usted para ponerme bien. Ahora pienso que aunque usted desapareciera, yo podría hacerlo por mí mismo.
A medida que el cáncer iba remitiendo, el paciente decidió aplicar por su cuenta la técnica de elaboración de imágenes mentales para aliviar su artritis, la cual le había molestado durante años. Se representó mentalmente a los leucocitos de su sangre lijando las zonas de contacto de los huesos de sus brazos y piernas, eliminando de allí cualquier posible desecho y dejando las superficies pulidas y resbaladizas. Los síntomas de la artritis se redujeron progresivamente y, aunque volvían de vez en cuando, podía hacerlos disminuir hasta el punto de que podía ir a pescar salmones con frecuencia, deporte no muy fácil de practicar incluso sin artritis.
Además de esto, decidió emplear este enfoque de relajación y visualización de imágenes mentales para modificar su vida sexual. A pesar de haber padecido impotencia durante casi veinte años, tras unas cuantas semanas de práctica de las técnicas de visualización, consiguió tener una actividad sexual plena, y su estado de buena salud ha permanecido estable en todas estas áreas durante más de seis años.
Fue una suerte que los resultados de este primer caso fueran tan espectaculares, pues cuando comenzamos a hablar abiertamente en los ambientes médicos sobre nuestras experiencias y a adelantar la idea de que los pacientes tenían más influencia en la evolución de sus enfermedades de lo que se solía admitir, recibimos una fuerte reacción negativa. Había momentos en que también nosotros dudábamos de nuestras propias conclusiones. Como todo el mundo –y muy especialmente las personas con formación médica académica–, habíamos aprendido a contemplar la enfermedad como algo que «sucedía» a las personas, sin que fuera posible ningún tipo de control psicológico individual sobre su curso o con una relación causa-efecto muy pequeña sobre la enfermedad y el resto de lo que sucedía en la vida.
Sin embargo, continuamos utilizando este enfoque para el tratamiento del cáncer. Aunque en algunos casos no supuso variación alguna en la enfermedad, en la mayor parte produjo cambios significativos en las respuestas de los pacientes al tratamiento. Hoy, muchos años después del primer caso ya descrito, hemos desarrollado e incorporado otros procesos a la visualización y los hemos utilizado con nuestros pacientes, primero en la Base Aérea de Travis, donde Carl era jefe de radioterapia, y después en nuestro centro en Fort Worth. Estas técnicas son la base de «Caminos a la salud», segunda parte de este libro.
Como el cáncer es una enfermedad tan espantosa, en el momento en que la gente sabe que alguien lo sufre, esto se convierte en el rasgo característico fundamental que define a ese individuo. Esa persona puede desempeñar un gran número de roles –padre, jefe, amigo...– y tener muchas y muy valiosas características personales –inteligencia, encanto, sentido del humor...–, pero desde ese preciso instante se transforma en un «paciente de cáncer». La plena identidad humana se pierde en aras de la identidad del cáncer. Todo el mundo, incluido frecuentemente el médico, tan solo es consciente del hecho físico de la enfermedad, y todo el tratamiento es dirigido al paciente considerado como un cuerpo, no como una persona.
Nuestra premisa central es que una enfermedad no es simplemente un problema físico, sino más bien un problema global, ya que comprende no solo el cuerpo, sino también la mente y las emociones. Creemos que los estados emocionales y mentales juegan un papel determinante, tanto en la susceptibilidad a la enfermedad, cáncer incluido, como en la recuperación de ella. Pensamos que el cáncer suele ser una indicación de problemas presentes en la vida del individuo, problemas que se agravan o se complican por un conjunto de tensiones, de seis a dieciocho meses antes del comienzo de esa afección. El paciente de cáncer responde de forma típica a esos problemas y tensiones con un profundo sentimiento de desesperanza, de entrega, de rendición. Creemos también que esta respuesta emocional «dispara» a su vez un conjunto de respuestas fisiológicas que suprimen las defensas naturales del cuerpo y hacen más susceptible la producción de células anormales.
Si consideramos que estas creencias son correctas –y la mayor parte de los próximos capítulos te mostrará por qué estamos firmemente convencidos de que así es–, se hace necesario que tanto el paciente como el médico que trabaje con él en su recuperación consideren no solo lo que está sucediendo en el plano físico sino, de modo igualmente importante, lo que está sucediendo en el resto de la vida del paciente. Si el sistema conjunto de mente, cuerpo y emociones, que constituye el todo integral que es la persona, no está funcionando en dirección a la salud, las intervenciones puramente físicas no conseguirán el éxito. Un programa de tratamiento efectivo, por consiguiente, se dirigirá al ser humano en su totalidad y no se enfocará exclusivamente en la dolencia, pues esto sería análogo a tratar de combatir una epidemia de fiebre amarilla solo con sulfamidas, sin secar también las charcas en las que viven y se reproducen los mosquitos portadores de la enfermedad.
Después de tres años enseñando a los pacientes a usar sus mentes y sus emociones para modificar el curso de sus malignidades, decidimos llevar a cabo un estudio con el objetivo de distinguir los efectos de los tratamientos médico y emocional para demostrar de un modo científico que el tratamiento emocional daba efectivamente resultados.
Comenzamos estudiando un grupo de pacientes con enfermedades juzgadas como médicamente incurables. El tiempo previsto de supervivencia para el paciente medio con este tipo de malignidad es de doce meses.
En los últimos cuatro años, hemos tratado a ciento cincuenta y nueve pacientes con diagnóstico de «malignidad médicamente incurable». Sesenta y tres de ellos están vivos con un tiempo medio de supervivencia de 24,4 meses desde que se realizó el diagnóstico. La esperanza media de vida para este grupo de pacientes, según las estadísticas nacionales, es de 12 meses. Un grupo de control –de resultados comparables a los de las estadísticas nacionales– tiene un tiempo de supervivencia de menos de la mitad que nuestros pacientes. Los participantes de nuestro estudio que murieron presentaron un tiempo medio de supervivencia de 20,3 meses. En otras palabras, los pacientes de nuestro estudio que están vivos han vivido, por término medio, dos veces más que aquellos que solo recibieron tratamiento médico. Incluso los pacientes de nuestro estudio que murieron vivieron una vez y media más que el grupo de control.
Estado de la enfermedad
Número de pacientes
Porcentaje
Sin evidencia de la enfermedad
14
22%
Tumor en regresión
12
19,1%
Enfermedad estabilizada
17
27,1%
Nuevo crecimiento tumoroso
20
31,8%
Esta era la situación de los pacientes vivos en enero de 1978. Recuerda que el 100% de estos pacientes eran considerados como médicamente incurables.
Naturalmente, la duración de la vida tras el diagnóstico es solo uno de los aspectos de la enfermedad. De igual importancia es la calidad de la vida mientras el paciente sobrevive. Hay pocos índices objetivos para medir la calidad de vida. Nosotros tuvimos en cuenta el del nivel de actividad cotidiana mantenido durante el tratamiento y después de este, comparado con el nivel de actividad antes del diagnóstico. En el momento presente, el 51% de nuestros pacientes mantienen el mismo nivel de actividad que tenían antes del diagnóstico; de ellos, el 76% son al menos el 75% tan activos como lo eran antes de que le diagnosticaran el cáncer. Según nuestra experiencia clínica, este nivel de actividad en pacientes «médicamente incurables» es extraordinario.
Los resultados de nuestro enfoque nos hicieron cobrar confianza en nuestras conclusiones: que una participación activa y positiva puede influir en el desarrollo de la enfermedad, en el resultado del tratamiento y en la calidad de vida.
Se podría argumentar que estamos ofreciendo «falsas esperanzas», que al sugerir que se puede influir en el curso de la enfermedad estamos creando expectativas poco realistas. Es cierto que el curso del cáncer difiere tan drásticamente de una persona a otra que no podemos soñar con ofrecer garantías. Siempre existe la incertidumbre, lo mismo que sucede en la práctica médica convencional, pero la esperanza –así lo sentimos nosotros– es la posición mental necesaria frente a la incertidumbre.
Como veremos en detalle en próximos capítulos, las expectativas, ya sean positivas o negativas, pueden jugar un papel muy significativo para determinar los resultados. Una expectación negativa evita la decepción, pero también puede contribuir a conseguir un resultado negativo que no fuese inevitable.
Como es obvio, no hay garantías hasta este momento de que una expectación positiva de recuperación tenga necesariamente que suceder. Pero cuando no hay esperanza, lo que queda es desesperanza..., un sentimiento que, como veremos, forma una parte demasiado importante de la vida y de la personalidad del paciente de cáncer. No negamos la posibilidad de la muerte; es más, trabajamos con nuestros pacientes para ayudarles a afrontarla como uno de los posibles resultados. Pero también trabajamos para ayudarles a creer que pueden influir en su condición y que su mente, su cuerpo y sus emociones pueden trabajar conjuntamente para crear salud.
Recuperar la salud está dividido en dos grandes partes. La primera describe la teoría en la que se basa nuestro enfoque psicológico del tratamiento del cáncer; la segunda presenta un programa para la recuperación tanto de los pacientes como de sus familias. Los capítulos de la primera parte, «La mente y el cáncer», no pretenden probar la validez de este enfoque a la comunidad científica. Son, más bien, un esfuerzo para proporcionar una explicación sencilla y directa, y que así puedas decidir si nuestro enfoque es razonable y si deseas utilizarlo. La segunda parte recorre los «Caminos a la salud», el programa que utilizamos en el Centro de Terapia e Investigación sobre el Cáncer en Fort Worth. Te instamos a que ensayes las técnicas específicas. Leerlas pero no practicarlas no es más eficaz que tener una receta pero no tomar el medicamento. Al tomar parte en el programa, participarás en tu salud.
En el último capítulo, estudiaremos las dificultades de vivir con una persona amada que tenga una enfermedad que amenace su vida. Describiremos algunos de los problemas de comunicación que pueden tener lugar, el caleidoscopio de sentimientos y la posibilidad de un aumento de la intimidad y del amor en la experiencia. Si tienes cáncer, no solo te animamos a que lo leas, sino que te invitamos a que se lo des a tu cónyuge, a tus hijos, a tu familia y a tus amigos.
Invitamos a todos nuestros lectores a que se unan a nosotros en la búsqueda de nuevos métodos para recuperarse de la enfermedad y mantener la salud.
* El biofeedback o retroalimentación biológica, es un método que enseña a tomar conciencia de las actividades automáticas e inconscientes del organismo y a controlarlas voluntariamente con la ayuda de aparatos electrónicos que registran dichas actividades. (N. del T.)
2
La imponente tecnología de la medicina moderna proyecta una imagen de tanta potencia y conocimiento que hace difícil creer que nuestros recursos individuales puedan tener algún significado o importancia. Por supuesto, nadie podría responsablemente menospreciar los avances de la medicina en nuestros tiempos. Sus realizaciones se encuentran entre los productos más elaborados de la mente humana. Simplemente en el tratamiento del cáncer se han hecho grandes avances en radioterapia, en sofisticados procedimientos de quimioterapia y en técnicas quirúrgicas. Como resultado de este extraordinario despliegue tecnológico, entre el 30 y el 40% de todos los pacientes de cáncer se «curan» de su enfermedad.
Algunos pacientes oncológicos reciben su tratamiento por medio de unas máquinas colocadas en habitaciones especiales adornadas con signos que avisan sobre el peligro de las radiaciones. Se los deja solos para que traten de averiguar por qué, si el tratamiento es tan bueno y hace tanto bien, todos los miembros del equipo médico lo evitan tan cuidadosamente. Otras máquinas emiten unos ruidos y silbidos tan potentes que el paciente debe llevar orejeras. El equipo de diagnóstico más reciente es tan vasto que el paciente es atado a una rueda e introducido en una máquina con la que se pueden realizar exámenes de cualquier rincón de su cuerpo. Los equipos quirúrgicos emplean aparatos increíblemente sofisticados y caros en operaciones de muchas horas de duración en las que se utilizan los procedimientos técnicos más elaborados. La tecnología es brillante y poderosa. De hecho, algunas terapias contra el cáncer son tan potentes que los pacientes temen a sus efectos secundarios casi tanto como a la propia enfermedad.
Tanto tiempo, tanto dinero y tanto saber se han dedicado a nuestra tecnología médica que es fácil pensar que la ciencia de la medicina es todopoderosa. Pero cuando, a pesar de todo ello, la gente sigue muriendo, la que parece todopoderosa es la enfermedad.
Las máquinas relucientes, los laboratorios gigantescos y los genuinos logros médicos de nuestro tiempo nos pueden hacer olvidar que muchos de los ingredientes esenciales de la sanación siguen siendo misteriosos. Es importante que recordemos los límites de nuestros conocimientos.
No hay ningún especialista de cáncer que no se haya planteado por qué unos pacientes mueren mientras que otros, con prácticamente el mismo pronóstico y el mismo tratamiento, se recuperan. Una situación de este tipo se dio con dos pacientes que intervenían en nuestro programa. Ambos recibieron el mejor tratamiento médico posible. Ambos participaron en los procesos y en las técnicas descritas en este libro. Pero sus respuestas fueron muy diferentes. Jerry Green y Bill Spinoza (los nombres son ficticios) tenían diagnósticos prácticamente idénticos de cáncer de pulmón con metástasis en el cerebro.
El día en que recibió su diagnóstico, Jerry se retiró de la vida. Abandonó su trabajo y, tras haber puesto en orden sus asuntos financieros, se dedicó a permanecer sentado frente al aparato de televisión, mirándolo absorto hora tras hora. En el plazo de veinticuatro horas comenzó a experimentar fuertes dolores y falta de energía.
Nadie conseguía hacerle interesarse en nada durante mucho tiempo. Recordó que siempre había deseado hacer unos taburetes para la casa, así que, durante una semana o dos, se puso a trabajar en su taller, sintiendo cómo se incrementaba su energía y disminuía el dolor. Pero en cuanto estuvieron terminados los taburetes, volvió a la televisión. Su mujer nos comentó que en realidad solo estaba pendiente del reloj, para que no se le pasara la hora de su medicamento contra el dolor. Jerry no mostró ninguna respuesta a la radioterapia y murió en el plazo de tres meses. Su mujer recordaba después que tanto sus padres como muchos de sus familiares más próximos habían fallecido de cáncer y que, de hecho, Jerry ya le había advertido cuando se casaron que él también moriría de esa enfermedad.
A Bill Spinoza también se le diagnosticó cáncer de pulmón que se le había extendido al cerebro. Su pronóstico de supervivencia y su tratamiento eran casi idénticos a los de Jerry. Pero su respuesta al diagnóstico fue muy diferente. Bill aprovechó la enfermedad como una oportunidad de revisar sus prioridades en la vida. Como viajante y director de ventas, había estado siempre en movimiento y, como él decía, sin «tiempo para ver los árboles». Aunque continuó trabajando, modificó su horario a fin de poder disponer de más tiempo para realizar actividades que le parecían placenteras. En nuestra clínica participó activamente en los grupos de terapia y utilizó con regularidad los procesos de visualización que aprendió allí. Respondió favorablemente a la radioterapia y llegó a estar libre de síntomas. Durante todo este tiempo permaneció activo. Sin embargo, aproximadamente un año y medio después de terminar nuestro programa, Bill experimentó varios reveses emocionales y, en un plazo bastante breve, sufrió una recaída y murió poco después.
Ambos pacientes habían tenido el mismo diagnóstico, y ambos habían recibido el mismo tratamiento. Pero Bill sobrevivió a Jerry en más de un año y superó considerablemente el pronóstico médico para este tipo de cáncer. Es más, la calidad de la vida que Bill vivió fue muy diferente; él estaba involucrado en la vida, era activo, se divertía con su familia y sus amigos. Cada paciente respondió a su tratamiento de formas que no son las más típicas. El derrumbamiento de Jerry fue más estrepitoso de lo que normalmente se podía prever. Por otra parte, Bill sobrevivió a su pronóstico en muchos meses.
Mientras que los casos de Bill y Jerry muestran las diferencias que puede producir la personalidad de cada individuo, los misterios de la recuperación se ven ilustrados aún más drásticamente en el caso de Bob Gilley, un próspero ejecutivo de seguros de Charlotte, en Carolina del Norte. Bob siempre había gozado de una salud casi perfecta y, como consecuencia de ello, nunca se había preocupado mucho por la enfermedad. Durante años había sido un ferviente jugador de frontón. Sin embargo, en los meses anteriores a su diagnóstico, se daba cuenta de que estaba emocionalmente «bajo»: se sentía desanimado y deprimido por algunas de las relaciones de su vida. Pero cuando acudió a su examen físico anual en 1973, se sentía «físicamente bien»; de hecho, había estado jugando al frontón durante una hora la mañana del examen.
Como consecuencia de su trabajo, Bob era muy consciente del valor de los exámenes físicos periódicos, aunque solía acudir a ellos con algo de aburrimiento, pues no solían detectarle ningún signo de enfermedad. El electrocardiograma, los rayos X, los análisis de sangre... todo era normal, pero tras un examen minucioso, le descubrieron un bulto en la ingle. Le dieron cita para realizarle una biopsia quirúrgica la semana siguiente.
Bob describió su experiencia en una presentación realizada para pacientes de cáncer y profesionales de la salud interesados en nuestro enfoque:
Me dijeron que me practicarían un pequeño corte, tal vez de un par de centímetros de largo, muy similar a la incisión de una apendicectomía. Sin embargo, cuando desperté varias horas después de la biopsia, descubrí que me habían abierto todo el abdomen, tanto vertical como horizontalmente.
Cuando el cirujano llegó, me dijo que era muy difícil identificar el tipo particular de tejido que había retirado. Era una especie de masa maligna, pero yo tenía muchas probabilidades de salir bien. A la mañana siguiente, la probabilidad había bajado al 50%. Cuando mi propio doctor entró en la escena, el diagnóstico había cambiado de nuevo. Solo me daban un 30% de probabilidades de supervivencia.
Tras arduos debates, el patólogo, el oncólogo y el cirujano lo calificaron finalmente como «carcinoma indiferenciado secundario». Mis oportunidades de salvación habían caído a menos de un 1%.
Bob fue entonces enviado a una gran clínica especializada en cáncer para recibir el tratamiento de quimioterapia:
Fue una extraña experiencia. Llegué allí muy debilitado por la intervención quirúrgica, y durante todo un día tuve que permanecer sentado en una sala de espera con cientos de pacientes de cáncer. A todo el mundo se le trataba muy impersonalmente, pero creo que era por la increíble cantidad de casos. Yo me transformé en el «carcinoma indiferenciado de la habitación 351-A».
Cuando me sentí lo suficientemente fuerte, conseguí pases para todo: pases para dar un paseo por el parque, para ir a desayunar, a comer, a cenar... incluso conseguí pases para ir al cuarto de baño de la estación de servicio que había al otro lado de la calle, pues para mí era muy importante seguir siendo miembro del mundo exterior y no ser tan solo un paciente enterrado vivo en un hospital oncológico. Logré más pases que nadie en la historia de la clínica. También me las arreglé para dirigir mis negocios desde el lecho del hospital.
Una vez que se decidieron los tipos de quimioterapia y sus dosis, fui introducido en otro estresante aspecto del cáncer. Las tres cuartas partes del tiempo, me sentía mortalmente cansado. Perdí todo el pelo, mi apetito desapareció y mi peso disminuyó de forma considerable. Tenía náuseas constantemente, diarrea, venas quemadas [venas irritadas por la quimioterapia], ampollas en la boca, y estaba pálido y débil. En muy poco tiempo parecía recién salido de un campo de concentración.
Podía ver en los ojos de todo el mundo, menos de unos pocos –los pocos que importaban– que yo era un hombre que se estaba muriendo. Durante los meses de quimioterapia intensa, estaba a la caza del milagro, trabajando en la nutrición, en la terapia de vitaminas, con sanadores por la fe, con investigadores psíquicos y así sucesivamente. Muchas veces sentía ganas de gritar: «¡Maldito seas, cáncer! ¡Sal ya de mi cuerpo!».
Bob volvió varias veces a la clínica para recibir quimioterapia intensa. Al término de unos diez meses, había alcanzado un punto en que la quimioterapia podía prometerle poco y ser al mismo tiempo muy peligrosa por el deterioro causado en los músculos del corazón. Y el tumor de la ingle no había disminuido de tamaño.
Bob oyó hablar de nuestro programa y acudió a una de las sesiones de los pacientes en Fort Worth. Antes de la reunión le habíamos enviado algún material que describía nuestro trabajo y una cinta magnetofónica que le enseñó el proceso de elaboración de imágenes mentales. Aunque su estancia inicial solo comenzaría unos días después, en la primera sesión se renovaron sus esperanzas. Según sus propias palabras: «Cuando bajé del avión en Charlotte, mi esposa me dijo: ‘‘Pareces diferente’’. Y era diferente. Había vuelto a casa lleno de entusiasmo y con un rumbo nuevo».
La quimioterapia de Bob fue interrumpida y su oncólogo local le examinaba mensualmente. Aunque le pareció difícil la disciplina de practicar de forma asidua con sus imágenes mentales, se mantuvo en ello. También comenzó a hacer ejercicio con regularidad, y pronto era capaz de jugar al frontón suave durante veinte minutos. Empezó a recuperar peso y fuerza lentamente. Pero el espectro del cáncer aún le atemorizaba. Como él mismo señaló: