Índice


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21


Connie Mason



El sabor del deseo



Traducción de Julia Vidal




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Título original: A Touch so Wicked




Primera edición: abril de 2017




Copyright © 2002 by Connie Mason



© de la traducción: Julia Vidal Verdía, 2009



© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena, 18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-16-2



Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta

Ilustración de cubierta: Franco Accornero



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Prólogo



Londres, 1746


Damian Stratton se arrodilló ante su monarca con la oscura cabeza inclinada y los anchos hombros rígidos. Aunque todavía era un hombre joven, había luchado con bravura por su honor. Damian estaba orgulloso del modo en que había salvado la vida de su padre adoptivo en la batalla de Culloden cuando un salvaje escocés apuntó con su gran espada hacia la espalda desprotegida de lord Farnsworth. Ahora estaba siendo nombrado caballero gracias a su valiente acción. Damian sintió el peso de una espada en el hombro y se concentró en las palabras del rey Jorge. El fuerte acento del monarca al hablar en inglés hacía que resultara extremadamente difícil entenderlo, pero eso a Damian no le importaba. Se había ganado por fin el rango de caballero, y no podía estar más complacido. Damian fue adoptado por lord Farnsworth cuando tenía siete años, y consideraba a aquel hombre su segundo padre.

—Levántate, sir Damian Stratton —dijo el rey con un inglés pesado y gutural—. Nuestro país necesita de tu espada y de tu valor. Adelante, y destaca por el honor y la gloria de Inglaterra. Sírveme bien y algún día serás recompensado.

Damian se incorporó, inclinándose profundamente, y salió de la Cámara Real.

—Sir Damian, ¿puedo hablar un momento contigo?

Damian le dirigió una sonrisa encantada a lord Farnsworth.

—Mi señor, estoy a tu servicio.

—¿Qué te parecería, sir Damian, avanzar hacia una gloria mayor como capitán del ejército del rey?

A pesar de su juventud, Damian sabía dónde estaba su destino y no vaciló a la hora de aceptar su misión.

—Sí, mi señor. Soy un caballero sin tierra, sin familia y sin dirección. Estoy dispuesto y deseoso de servir a mi país mientras necesite de mis servicios.

—El rey Jorge no es un monarca desagradecido, ni se olvida fácilmente de aquellos cuyos servicios son vitales para nuestra patria. Algún día recibirás el reconocimiento, el honor y las recompensas que tanto mereces. Todavía eres joven. En cuestión de pocos años serás un soldado entrenado y estarás listo para aceptar desafíos más grandes.

A la edad de veintidós años, Damian ya había logrado sobrevivir a la sangrienta batalla de Culloden. Era fuerte y disciplinado y estaba preparado para vivir más formidables aventuras. Lucharía por el rey y por su país de buena gana y con alegría, y tal vez algún día, en un futuro no muy lejano, recibiría la recompensa que le habían prometido.



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Escocia, 1751


El guerrero, agotado por la batalla, permanecía de pie sobre un risco con los hombros fuertemente musculados apuntando contra el viento y las largas piernas firmemente clavadas en la tierra cubierta de tojo que tenía bajo los pies. Se apartó el oscuro y grueso cabello de su fuerte y angular rostro mientras su mirada gris plateada se deslizaba con amplitud por los acantilados, los valles y las montañas.

Tras la fatídica batalla de Culloden, sir Damian Stratton había servido en el ejército del rey Jorge destacado en Escocia, sofocando las semillas de la resistencia en las Tierras Altas. Los habitantes de las Tierras Altas a los que habían despojado de sus tierras y que habían dejado sus casas sin otra cosa que la ropa que llevaban puesta eran quienes instigaban las revoluciones. Aquellos derrotados jacobitas todavía mantenían la esperanza de colocar al joven príncipe Carlos en el trono inglés.

Después de cinco años, Damian estaba profundamente harto de los obstinados habitantes de las Tierras Altas que seguían urdiendo planes y conspirando por una causa perdida. En cualquier caso, Damian había hecho lo que su patria necesitaba de él mientras subía de rango hasta llegar a capitán. Saqueó, robó y mató por Inglaterra; nunca había olvidado que a su padre lo asesinaron los habitantes de las Tierras Altas.

A lo largo de los años, Damian había perdido toda esperanza de conseguir tierra para sí, un pequeño trozo de Inglaterra en el que poder tener esposa y criar unos hijos. A pesar de haberse distinguido en muchas ocasiones en la defensa de Inglaterra, Damian no había recibido todavía mayor recompensa que la de ser un guerrero sin miedo y un campeón del rey.

El Caballero Demonio, que era el nombre que Damian se había ganado con justicia por su incansable valor en la batalla, montó en su fiel corcel, Cosmo, y regresó a las barricadas del cuartel militar de Inverness.

Un joven soldado se acercó apresuradamente para hacerse con las riendas cuando Damian desmontó. A juzgar por la inquieta expresión del muchacho, Damian dio por hecho que algo importante había sucedido durante su ausencia.

—¿Qué ocurre, soldado?

—Un mensajero del rey os está esperando en vuestro barracón, capitán —dijo Davey con gran emoción.

Profundamente sumido en sus pensamientos, Damian entró en su estrecha habitación, preguntándose dónde serían requeridos sus hombres y él en aquellas malditas Tierras Altas. Estaba cansado de su misión en Escocia, y deseaba que todo el país desapareciera de la faz de la tierra. A la edad de veintisiete años, no tenía más que unos modestos ahorros, una reputación exagerada y un reguero de mujeres con las que se había acostado para olvidarlas después.

El mensajero del rey se puso de pie de un salto.

—¿Capitán Stratton?

Damian observó con cautelosa curiosidad el pergamino enrollado que el mensajero del rey sostenía en la mano.

—Sí.

—Un mensaje de Londres, señor. Tengo órdenes de esperar mientras lo leéis.

—Muy bien —dijo Damian con tirantez mientras rompía el sello real y desenrollaba el pergamino.

¿Dónde irían a enviarlo ahora?

Una expresión de asombro cruzó las bellas facciones de Damian mientras leía rápidamente el mensaje.

—¿El rey desea recibirme?

—Eso es lo que yo he entendido —aseguró el mensajero.

—¿Quién sois vos, señor?

—El teniente Ralph Thornsdale, del regimiento real de las Tierras Altas.

—¿Tenéis alguna idea de qué va esto, teniente?

—No, capitán, aunque me pidieron que os dijera que os dierais toda la prisa posible en llegar a Londres.

—Es muy tarde —Damian suspiró cansado—. Saldré mañana con las primeras luces del alba.

—No, señor, debéis partir de inmediato, antes de una hora. Me han dicho que cada minuto cuenta.

—Pero los hombres que están bajo mis órdenes…

—Serán transferidos a otro mando.

Aunque Damian sentía poco respeto por aquel rey Hannover que apenas sabía hablar inglés, era un acérrimo defensor de Inglaterra. Cuando el rey y la patria lo llamaban, él obedecía.



Londres, 1752


El rey Jorge descansaba en una silla en sus aposentos privados, observando con avidez cómo su primer ministro, lord Pelham, hablaba con Damian.

—Es el deseo del rey —aseguró lord Pelham sin mostrar ninguna emoción— que sir Damian Stratton sea recompensado por su fiel servicio en la defensa de Inglaterra.

Damian alzó la oscura frente con gesto burlón.

—¿Ha recordado finalmente Su Majestad la promesa que le hizo a un joven caballero?

—Ja, ja, no nos habíamos olvidado —dijo el rey asintiendo vigorosamente—. Has cumplido la promesa que hiciste de joven y te has convertido en un hombre en el que podemos confiar. Ahora queremos recompensar tu fidelidad.

—Habéis demostrado vuestro coraje y vuestra lealtad a lo largo de los años —intervino lord Pelham—. Inglaterra necesita hombres con vuestra experiencia y vuestra fuerza. Nuestros servicios de espionaje han descubierto un complot para unificar dos clanes de las Tierras Altas. Los clanes unidos tienen potencial suficiente para convertirse en una fuerza poderosa en Escocia y en una amenaza para Inglaterra.

Damian escuchaba con suma atención.

—¿Su Majestad desea que destroce a los clanes rebeldes?

—No, es algo más que eso —dijo Pelham moviendo la mano con gesto imperioso—. No deseamos empezar otra guerra. Teniendo en cuenta la lejanía de estas tierras en cuestión, les hemos prestado poca atención en el pasado. Pero de pronto, la situación tiene la capacidad de explotar. Hemos descubierto que va a celebrarse el matrimonio entre el jefe de los Gordon y la doncella de Misterly en la fortaleza de Misterly. Está situada cerca del pueblo de Torridon, en el lago del mismo nombre.

»Hasta hace poco no teníamos motivos para sospechar de que algo estuviera mal. El fallecido señor de Misterly, el gran Alpin Fraser, y sus herederos varones cayeron en Culloden, y como aquella fortaleza situada en los confines de ninguna parte no nos servía para nada, le prestamos poca atención. Pero si los Gordon y los Fraser se unen, nuestros dominios de las Tierras Altas podrían verse amenazados. Todos los hombres leales a los Fraser y a los Gordon se apresurarían a unir sus fuerzas contra Inglaterra.

—Lord Pelham —lo interrumpió Damian—, ¿en que forma me implica esto a mí?

—Cuéntaselo, cuéntaselo —urgió el rey con brusquedad.

El primer ministro se inclinó gentilmente ante el rey y continuó.

—Habéis servido lealmente al rey y a Inglaterra, capitán. El rey desea recompensar vuestro devoto servicio durante estos años con el castillo de Misterly y todas las tierras que acompañan esos dominios, incluido el pueblo de Torridon y los siervos y los hombres libres que cultivan la tierra.

Damian se quedó paralizado y entornó sus grises ojos en gesto de desconfianza. ¿Iban a entregarle tierras y una fortaleza situadas en las más remotas regiones de Escocia? Él quería tierra, pero había confiado, no, rezado para que fuera en suelo inglés. No le gustaba Escocia ni aquellos salvajes habitantes de las Tierras Altas. Sin embargo, negarse a aceptarlo sería tan estúpido como peligroso.

—Además —continuó lord Pelham al ver que Damian guardaba silencio—, seréis recompensado con un título y la pequeña hacienda de Clarendon, en Cornwall. Sin embargo —le advirtió el primer ministro—, Su Majestad espera que viváis de manera permanente en Misterly y que mantengáis el orden en aquella remota zona de las Tierras Altas. ¿Qué decís, Damian Stratton, conde de Clarendon, señor de Misterly?

¡Conde! ¡Le estaban dando un título y unas tierras en Inglaterra! Lo que más había deseado durante años era tener un pequeño trozo de tierra al que poder llamar suya; no tenía razones para esperar un título. Ahora poseía uno, grandes tierras, un pueblo en Escocia y una hacienda inglesa. Tal vez algún día, cuando se restableciera el orden en las Tierras Altas, podría retirarse a su hacienda inglesa y dejar que un administrador se ocupara de sus territorios en Escocia. Lo cierto era que no quería nada de su posesión escocesa, excepto las rentas y los diezmos que pudiera proporcionarle.

Damian prestó todavía más atención a lord Pelham cuando el primer ministro señaló lo que se esperaba de él.

—Su Majestad cuenta con que vos, lord Clarendon, evitéis que la doncella de Misterly se case con el jefe de las Tierras Altas Tavis Gordon. Se necesita un hombre fuerte para controlar el clan de los Gordon, tan belicoso. Son rebeldes y proscritos. El rey os proporcionará temporalmente a veinte soldados del regimiento real de las Tierras Altas para que os acompañen a Misterly, pero espera que vos contratéis vuestros propios mercenarios para que protejan de forma permanente vuestros dominios. No olvidéis que si se forma una alianza entre los Gordon y los Fraser, Inglaterra se arriesga a perder tierras valiosas que creía tener firmemente bajo control.

—Lo comprendo —aseguró Damian con gravedad—. Ni los Gordon ni los Fraser le causarán ningún problema a Inglaterra mientras yo sea el señor de Misterly.

—Confiamos en ti, lord Clarendon —dijo el rey Jorge—. El Caballero Demonio se ha ganado nuestro respeto, igual que el título y las tierras que le hemos concedido.

Damian estaba eufórico, aunque en cierta forma decepcionado por tener que permanecer en las Tierras Altas para poder hacerse con su título y sus tierras. De pronto se le pasó algo por la cabeza.

—¿Cuáles son vuestros deseos en lo concerniente a la doncella de Misterly, señor? ¿Debo hacer que los guardas del regimiento real la escolten hasta Londres?

—Ah, lady Elissa —dijo el rey señalando con un gesto al primer ministro—. Cuéntaselo, lord Pelham.

—Nuestras fuentes nos han informado de que lady Elissa vive en Misterly con su madre, la viuda de Alpin Fraser. Sus dos hermanos cayeron en Culloden. Su Majestad ha decidido enviar a madre e hija al convento de Santa María del Mar, que está a un día de camino de Misterly en dirección al norte. El convento ya está al tanto de su llegada y cumplirá con los deseos de Su Majestad. No debéis permitir bajo ninguna circunstancia que lady Elissa y el jefe Gordon se casen o tengan siquiera ningún tipo de comunicación.

—Comprendo —aseguró Damian—. La generosidad de Su Majestad me abruma.

El rey sonrió en gesto de aprobación.

—Una cosa más, mi señor —dijo lord Pelham—. Necesitaréis herederos. El rey tiene intención de buscar una prometida adecuada para vos. Misterly debe tener una señora.

—¿Van a entregarme una novia? ¿Una heredera? —repitió Damian. No estaba muy convencido con la idea de tomar como esposa a alguien que no había visto nunca, pero no iba a poner objeciones.

No le importaba con quién se casara; todo el mundo sabía que los hombres tomaban a una mujer como esposa para que le proporcionara herederos y que buscaban la satisfacción sexual en otro lado. Damian se inclinó profundamente.

—Estoy absolutamente agradecido, Majestad.

—Debéis estarlo —respondió lord Pelham—. No le falléis a Inglaterra, lord Clarendon. Si el matrimonio entre la dama de Misterly y el jefe de los Gordon tiene lugar antes de que podáis evitarlo, todo estará perdido, incluidos vuestras tierras y vuestro título.

Damian lo entendió perfectamente, y no estaba dispuesto a perder todo lo que tanto había anhelado. Hizo una breve reverencia.

—No os fallaré, señor.

El rey lo despidió con un gesto de la mano.

—Entonces márchate, mi señor. Estaré esperando el regreso del regimiento real de las Tierras Altas cuando lo tengas todo bajo control.

Tras aquella sorpresiva reunión, Damian se dirigió hacia El Gallo y el Toro, el lugar donde se sabía que se reunían caballeros y mercenarios sin trabajo. Aunque eso vaciaría el arca de sus ahorros, iba a necesitar hombres leales para ayudarlo a mantener el orden en Misterly cuando los soldados se marcharan.

La sala común estaba llena de humo y apestaba a cerveza rancia y a cuerpos sucios. Damian distinguió a un conocido sentado en una mesa y se abrió camino entre la multitud para acercarse a él.

Sir Richard Fletcher vio a Damian y lo saludó con la mano.

—¡Damian! Me alegro de volver a verte. Ven a sentarte conmigo. ¿Qué te trae por Londres? Lo último que supe de ti fue que estabas destinado en Escocia.

Damian saludó a Richard con entusiasmo y se sentó frente a su amigo, al otro lado de la mesa. Apareció una posadera pechugona y le pidió dos jarras de cerveza. La mujer se marchó y regresó con dos espumosas jarras. Damian le lanzó una moneda, le dio una palmadita en el amplio trasero y observó el tentador movimiento de sus caderas mientras se alejaba.

—Olvídate de la posadera, Damian —se mofó Richard—. Puedes ir más tarde en busca de una prostituta. Pareces satisfecho por algo. Cuéntame tus noticias.

Damian volvió a centrar su atención a regañadientes en Richard, quien, a juzgar por el modo en que arrastraba las palabras y su aspecto rubicundo, llevaba unas cuantas copas de más.

Damian había conocido a Fletcher años atrás y se habían hecho amigos. Durante unos cuantos años habían perdido el rastro el uno del otro.

—Estás delante del nuevo conde de Clarendon, también señor de Misterly —le espetó Damian.

—¡Conde! —repitió Richard claramente impresionado—. Si alguien se lo merece, ese eres sin duda tú. ¿Dónde diablos está Misterly?

—Ah, Dickon —dijo Damian efusivamente utilizando el apodo de Richard—, se trata de una gran fortaleza situada en lo más profundo de las Tierras Altas escocesas. Tendré grandes tierras de mi propiedad y un pueblo lleno de gente para cultivar la tierra y recolectar las cosechas.

—Creí que odiabas a los habitantes de las Tierras Altas —dijo Dickon—. ¿No mataron ellos a tu padre?

Damian torció el gesto.

—Sí, Dickon, pero también hay en juego un título y tierras en Inglaterra.

—Ah, así que Clarendon es un título inglés.

—Mis tierras están en Cornwall, pero son insignificantes comparadas con mis dominios escoceses. Y aunque me interesan bien poco los hostiles habitantes de las Tierras Altas, debo vivir en Misterly si quiero conservar el título y las tierras inglesas.

—Ya era hora de que el Caballero Demonio recibiera un reconocimiento por sus esfuerzos a favor de Inglaterra —lo alabó Dickon—. ¿Qué exige la Corona a cambio de tan generosa recompensa?

Damian se encogió de hombros.

—Debo evitar que la doncella de Misterly se case con un jefe rebelde de las Tierras Altas y mantener el orden.

—Supongo que no pretenderás aparecer en Misterly sin un ejército cubriéndote las espaldas —dijo Dickon.

—Tendré una fuerza temporal compuesta por veinte soldados del regimiento real de las Tierras Altas. También pretendo contratar mercenarios para defender mis tierras y proteger a mi señora esposa.

—¿Tu señora esposa? —repitió Dickon—. ¿Cuándo vas a casarte? Eso es nuevo para mí.

—El rey me ha prometido una heredera para que se convierta en la señora de Misterly.

—Espero que no sea excesivamente corpulenta —dijo Dickon con una carcajada—. Bromas aparte, ahora mismo estoy desocupado y me encantaría trabajar a tu lado. Tal vez encuentre una valerosa muchacha de las Tierras Altas que me caliente la cama.

—No cuentes con ello. Es más probable que te clave un cuchillo en el corazón —se burló Damian—. ¿Has olvidado que los habitantes de las Tierras Altas nos odian con toda su alma?

—No. ¿Has olvidado tú que soy un gran amante? —se jactó Dickon.

—Tal vez seas un diablo guapo, Dickon, y cuentes con el favor de las damas, pero hace falta algo más que palabras bonitas para ganarse el corazón de una muchacha de las Tierras Altas.

—No quiero su corazón —protestó Dickon—. Me interesa más lo que tiene entre las piernas.

Damian dejó escapar una risotada.

—Ah, Dickon, estoy deseando tenerte conmigo, porque sospecho que voy a necesitar de tu ligereza de espíritu.

—¿Cuándo partimos?

—Muy pronto.

—Entonces será mejor que vuelva a mi alojamiento y prepare mis cosas.

Cuando Dickon se hubo marchado, Damian miró a su alrededor en busca de candidatos adecuados y dispuestos a ponerse a su servicio. Su mirada se cruzó con varios soldados curtidos en la batalla que había repartidos por la sala.

Dos horas más tarde, Damian había contratado a veinte mercenarios agradecidos por la oportunidad de servir al Caballero Demonio. Le cayó bien al instante sir Brody Clements, un caballero de pelo gris sin tierras ni esposa que había vivido tantas batallas como él. Cuando supo que sir Brody sabía leer y escribir, Damian le propuso convertirse en el administrador de Misterly. Sir Brody le agradeció encantado la concesión de aquel puesto.

Dos días más tarde, Damian se dirigió hacia el norte acompañado de sir Richard, los hombres que había reclutado y veinte soldados. Damian tenía pensamientos sombríos a pesar del honor que le habían concedido. Convertirse en el señor de gente que lo odiaba no era la vida que había imaginado para sí cuando se atrevía a soñar con poseer sus propias tierras. A pesar de sus recelos, el rostro de Damian se endureció con determinación. Misterly le pertenecía por orden del rey, y si los Gordon y los Fraser se rebelaban, él haría todo lo que fuera necesario para ponerlos en su sitio.

A Damian Stratton no le llamaban el Caballero Demonio por casualidad.